martes, 24 de octubre de 2023

La democracia y la casita de mis viejos



Daniel O. Jobbel



Un día volví a mi barrio. “Para estar cerca de mi corazón, alguien dijo que yo me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? si yo siempre estuve llegando”.

Aquellas noches de verano por el barrio Las Delicias, inmensas de misterio para un pibe con su mirada infantil, mirada rotunda hacia las estrellas por la poca urbanización. Un pasaje de barro y zanja. Allí, iba creciendo ladrillo a ladrillo la casa de mis viejos. A veces mi padre nos sacaba a dar una vuelta caminando y otras en bicicletas. Calles de tierra, ni siquiera el “mejorado” que vino, sí, con la democracia. Calles con zanjas aún peligrosas, ladridos de perros que a veces nos perseguían, el chillido de los grillos y el croar de las ranas bajo una luna clara. Algunas casas de las llamadas: “tipo banco”, porque las hacía el Banco Hipotecario Nacional de entonces. Sumisos también aparecían otros chalecitos en ladrillo sin revocar. Un lugar específico donde se asentaba los trabajadores de la Fábrica Militar De Armas “Domingo Mattheu”. Un barrio obrero que la fábrica ofrecía esa oportunidad. Y una fábrica que fue cerrada, como otras, en democracia. Pero que dejó huellas. El barrio creció.

No nos perdíamos una gran cosa en ese lugar y principalmente en casa a esas horas la verdad, solo una radio, una tele y pocos teléfonos; para llamar había que ir a una caseta telefónica en la estación de servicios La Blanca, frente a la fábrica; hoy devenida en Jefatura de Policía de Rosario, cita en Ovidio Lagos y Gutiérrez.

Mi madre se quedaba viendo televisión, tejiendo alguna mantita o cosiendo un ruedo junto con una mateada con alguna vecina. Así, no había excusa al atardecer de salir a las travesías por el barrio hasta la plaza a la vuelta de la esquina, con mi viejo adelante como un Goyeneche empedernido cantando algún viejo tango al cual le cambiaba la letra y, entre medio, esa marchita peronista que a mí me parecía intransigente. Tal es así que mi primer voto de adolescente fue para el Partido Intransigente.
Así, bajo las estrellas del conurbano profundo, a veces relojeando relámpagos de tormentas o gritando desesperados el nombre del perro que se nos perdía y volvía de peleas con los de su especie, con la lengua afuera de placer, embarrado, moviendo su cola, y jadeando. Así caminábamos con mi viejo, llegando al final de avenida Arijón, y era como llegar al límite del municipio, luego empezaban las quintas de Ordoñez y algún que otro establecimiento metalúrgico. En aquellos primeros años ochenta era otro Rosario.
Llegaba la democracia como un viento limpio de nuevo día. Aquel mes de diciembre hubo fiestas en las plazas de todo el país. Los artistas se sumaron a la celebración de un momento histórico: el regreso a la democracia. La libertad empezaba a ser vivida con felicidad por todos los ciudadanos, aunque el estado de ánimo no modificaría sustancialmente la realidad presentada por las dificultades económica de entonces. El primer gobierno democrático asumió en un contexto económico nada fácil.

Escribo esto sin querer comparar, sin pretender de antemano todo lo que hoy día es en mi vida familiar y por ende la de todos.

La democracia trajo el nunca más a esa larga y oscura noche del último gobierno de facto. Que los lápices vuelvan a escribir. La cultura se potenció en las diferentes artes, principalmente en la música y el teatro. Podemos ser libre de pensar, educar, disentir, respetar, oxigenar las ideas, y también el voto.

“La vida es una moneda, quien la rebusca la tiene”, cantaba Baglietto en tiempos de la Nueva Trova Rosarina. Y aquí me paro, como si me pegaran un tiro a la medianoche. Hago un paréntesis. Lo que sí la democracia también duele. Esta adulta de cuarenta años está enferma. Desde el inicio no supo desovillar los enredos con su economía. O la máscara que se oculta detrás de sus recetas.

Desde aquella ventana en donde miro el pasado de esas rondas con mi viejo de aquello dos o tres veranos sofocados de calor y un ladrillo más para esa casa obrera. La economía siempre nos cacheteaba mal. Mi padre pudo terminar la casa con mucho esfuerzo. Una economía que no se lleva bien con la democracia. Con el tiempo se crearon odio, grietas, moral colectiva o moral individualista. Menuda encrucijada. Quizás provenga de cómo somos a pesar de lo que nos gustaría ser. ¿Somos odiosos seriales? ¿O nos preparan la partitura? Lo dejo ahí. Pero si hacemos una introspección, mucho de lo que aborrecemos lo podemos encontrar en nosotros mismos. Somos ese cóctel de defectos mezclados de virtudes. Somos un licuado de todo eso, lo bueno y lo malo en distintas proporciones, van cambiando según quién vaya agitando la mezcla. Que digo con esto que la crisis es moral. Se consigue con educación. A la democracia le falta honestidad y, por supuesto, que algún ingrediente más.

Mi viejo, ante preguntas sin respuestas, solía levantar el mentón, con un puchero de niño y levantaba las cejas, mientras te soltaba un silencio perpetuo. Y lo último. Aunque “el odio no es buena razón para promover cruzadas ciegas ni para reinstaurar la Inquisición”, dice Héctor Tizón, muchos patentaron la culpa y la responsabilidad de las cosas que pasan es por siempre de los otros. Pero para evitarles más dolores de cabeza y cuentas al psicoanalista, quiero decirles: seamos un poquito mejor, la educación es lo primordial y la solidaridad que nos enseñaron nuestros abuelos, ni asesinos a sueldo, ni bohemios empedernidos, con la seguridad que nos merecemos, la justicia que nos debemos y el trabajo en blanco, salud que nos corresponde, repartamos mejor los panes y peces, y seamos menos egoístas. Eso deberíamos enseñarles a las próximas generaciones.

Apagones

 Hugo Longhi

 

Últimas semanas de 1978, la euforia por la obtención del Mundial de Futbol iba disminuyendo. El gobierno militar había usufructuado a su favor aquel triunfo. Se sentían gloriosos y todopoderosos.

Cuando ya todos nos íbamos decididamente preparando para las tradicionales fiestas de Fin de Año, una noticia nos sacudió. Había surgido un conflicto limítrofe con Chile por el canal de Beagle y amenazaba con ser serio; podría llegar a desembocar en una cuestión bélica. Tal vez, los militares necesitaban demostrar aquella dudosa gloria. Para peor, del otro lado de la cordillera, también había un dictador lo cual configuraba un escenario demasiado peligroso.

Y la cuestión fue que nos comenzaron a adoctrinar de alguna manera para esa eventual circunstancia. Entre las disposiciones que determinaron, la más curiosa o, cuanto menos, la que yo más recuerdo fueron los apagones. Se trataba de que en las principales ciudades del país, en un día y a una hora determinada de la noche, se apagaran todas las luces del alumbrado urbano, edificios públicos, plazas y, claro, también los hogares. Esa era la parte que nos tocaba a nosotros.

Se suponía que de esa manera lograríamos desorientar al enemigo que no tendría puntos de referencias dónde atacar. No sé, eso lo imagino yo porque era imposible descubrir lo que pasaba por la cabeza de esos estrategas. Esta calificación va con marcada ironía, por supuesto.

Años después en Malvinas, lamentablemente, comprobaríamos que ese oscurecimiento masivo de nada servía. Igual, la población debía acatar la orden y así se hizo. En Rosario fueron dos o tres jornadas.

Dentro de la operatoria se incluía el nombramiento de un jefe de manzana, quien debía recorrer, revisar y controlar el estricto cumplimiento de la medida. En mi cuadra esta tarea recayó en José, un vecino que pecó de estar sentado en la vereda frente a la puerta de su casa, algo muy normal por aquellos tiempos, y fue el elegido.

En líneas generales por mi zona se cumplió el objetivo. En mi casa bajamos las persianas, la luz de adelante permaneció sin encenderse, pero no así las interiores. No hubo mayores incidentes ni problemas.

Finalmente alguna, pizca de coherencia surgió y alguien decidió acudir al Vaticano para que hiciera de mediador en esta crisis. El novel papa Juan Pablo II nombró a un simpático cardenal llamado Antonio Samoré, quien tras reunirse reiteradamente con las autoridades de un lado y de otro, manejando una diplomacia admirable logró que el conflicto no avanzara. Al menos, las armas quedarían guardadas sin ser utilizadas.

En lo personal, ese período casi olvidado de la historia reciente argentina me quedó muy grabado por un par de temas puntuales.

Por esos días, había conseguido ingresar a la empresa en la cual permanecería trabajando durante cuarenta años.

Lo otro fue la inminente mudanza de mi familia a Granadero Baigorria. Dejaba el barrio que me vio crecer durante quince años. Los amigos y los hábitos cambiarían.

Fueron dos hitos importantes en mi vida y siempre tomé esos apagones u oscurecimientos como referencia cronológica, aunque no tuviesen nada que ver. 

Es por eso por lo que saco el tema a la luz, valga el juego de palabras. Espero que también sirva para activar vuestras memorias y tal vez los estimule a contar pintorescas experiencias al respecto.

Cantamos los cuarenta

 Mónica Mancini

 

Mis recuerdos más lejanos sobre las elecciones datan del año mil novecientos sesenta y tres. Recuerdo con claridad que con seis años caminaba de la mano de mi madre y pasamos por un comité, cuando ya había ganado Arturo Illia y con entusiasmo me dediqué a juntar los votos que ya no tenían ningún valor y andaban desparramados por las veredas. De a poco, se fueron convirtiendo en barquitos, avioncitos y todas las formas que una nena de esa edad podía construir con su imaginación.

Hubo una gran pausa donde no tengo recuerdos claros de la forma en que viví las idas y venidas de los gobiernos de facto y los democráticos. Aunque un hecho presente en mi memoria es el “Rosariazo”. En mil novecientos sesenta y nueve, con solo trece años fui testigo de sucesos que conmocionaron la ciudad, todo pareció descontrolarse, se quemaron troles y se hicieron saqueos en los negocios. Recuerdo con espanto observar cómo personas enceguecidas saqueaban el kiosco de revistas de la estación de trenes Rosario Oeste, cómo entraban en los galpones rompiendo obstáculos y llevándose todo lo que encontraban a su paso. También pude ver la represión que sufrieron algunos y las consecuencias que les trajeron semejantes acontecimientos.

Entre esos trágicos hechos y 1983, pasaron muchísimas cosas. En lo personal ya me había recibido de maestra, casado y había sido madre de dos niñas. Siendo observadora de sucesos complejos, como el conflicto con Chile, la guerra de Malvinas y los reveses de la economía. Vivir en un país en democracia era una gran ilusión, más aún cuando empecé a conocer la figura de don Raúl, hombre que transmitía tantas esperanzas de libertad con su famoso slogan “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Sonaban tan prometedora sus palabras, que no tuve ninguna duda cuando aquel domingo treinta de octubre, con veintiocho años votaba por primera vez. Con emoción, entré al cuarto oscuro y no solo puse un voto en el sobre, allí deposité mis anhelos de vivir un futuro con la capacidad de elegir, de perder el miedo y de manifestar mis ideas con espíritu crítico sin correr riesgos.

Afortunadamente desde esa primera elección se sucedieron muchas otras, por cuarenta años pudimos elegir a quienes nos gobiernan. Me toco repetidas veces ser presidenta de mesa, donde participé activamente del proceso: preparar las urnas, pegar los padrones en la pared, acomodar los votos en las mesas, retener el documento, firmar los sobres, el posterior conteo y el envió del telegrama. Todo lo hice con mucha alegría y responsabilidad, agradeciendo que esos sucesos del pasado, sean del pasado y que aún con conflictos podamos ejercer el derecho del sufragio. 

Haciendo un presuroso viaje en el tiempo, en este dos mil veintitrés, pasando los sesenta años, sigo yendo a votar con satisfacción. Lo hago regularmente con mi hermana, previo desayuno en un bar, aprontamos los DNI y entramos en la escuela que nos toca sabiendo qué vamos a elegir. Votamos manteniendo los mismos objetivos que expresó Alfonsín aquel veintinueve de octubre en el Monumento: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra prosperidad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.

Constituyendo

Hugo Longhi

 

El timbre del portero eléctrico sonó reiteradas veces, como era costumbre en él. Yo ni siquiera respondía, sabía que solo era su señal de que había pasado y dejado algo en el buzón del edificio. Pero ese mediodía de viernes, poco antes de que saliera a trabajar, el repiqueteo sonoro fue más intenso, digamos insistente, y por lo tanto atendí. La orden fue terminante: “Bajá que hay una sorpresa para vos”.

Por aquel entonces, promediando la década de los 90, yo recibía muchísima correspondencia de parte de radios internacionales y esa cotidianeidad hizo que estableciera cierta confianza con el cartero.

El muchacho joven, de pelo largo teñido de rubio, me esperaba con un papelito en la mano. ¿Esa sería la sorpresa? Lo primero que me preguntó fue si tenía algo que hacer el domingo. Ante mi gesto de no comprender agregó que ese papelito era una citación para formar parte de la mesa electoral en los comicios que aquel día se iban a desarrollar.

Yo no lo podía creer, tenía que participar como segundo asistente de mesa, recién me comunicaban con solo dos días de anticipación y sin ninguna instrucción. Y, bueno, le firmé el acuse de recibo y subí los tres pisos de escaleras mascullando bronca. No tenía donde quejarme ni como hacerlo. Dichos comicios eran para designar convencionales constituyentes para el gran congreso que se realizaría en Santa Fe con el objetivo de modificar y actualizar la Constitución.

Esas cuarenta y ocho horas pasaron volando y el domingo, minutos antes de las ocho me presenté en el lugar establecido. Ya había personas formando fila para votar. El policía me recibió amablemente y hasta me pareció que sonreía al verme. Me invitó a pasar. Allí, me encontré con un amplio salón con mesas distribuidas en todo el perímetro del predio.

Yo no sabía para qué lado agarrar. Pasado ese instante de desorientación me dispuse a buscar el número de mi mesa y allí quedé inmóvil dudando sobre qué hacer. Cuando ya la desesperación me atrapaba fuerte, de la nada surgió una chica bastante joven que, identificándose como fiscal del Partido Justicialista, se ofreció a ayudarme. Fue como un maná caído del cielo. Pese a su juventud ya tenía cierta experiencia en este tipo de actos.

Demás está decir que ni el presidente de mesa ni el primer asistente habían aparecido por lo cual debí hacerme cargo de todo. Sí, de pronto era yo el que comandaría el movimiento y control de los votantes. Lo primero que hicimos fue pegar los padrones en la pared, armar las urnas, ordenar las boletas en el cuarto oscuro y, claro, ser el primero en sufragar. No sea cosa que por los nervios me olvidara de hacerlo.

Alrededor de las ocho treinta estuve en condiciones de comenzar a recibir gente, muchos de los cuales ingresaron bastante molestos por la demora. Poco a poco me fui tranquilizando al observar que todo se desarrollaba con normalidad y a la vez gané confianza. Cada tanto la chica, que al verme tan desamparado se había sentado junto a mí, se iba a recorrer otras mesas.

Habrán pasado unas dos horas de iniciada la cuestión cuando apareció un gordito de barba y aspecto de mal dormido. Preguntó si esa era la mesa tal y ante mi afirmación dijo que era el designado como primer asistente. Obvio, lo invité, barra, obligué a que se sentara y se dispusiera a colaborar. Al principio la relación fue tirante, porque pretendí mostrarme enojado por su impuntualidad, pero al rato nos fuimos acomodando. Poseía un extraño sentido del humor que me hacía reír. Junto a la chica formamos un mini equipo que funcionó.

Así, fue transcurriendo la jornada. Pasaron algunas caras conocidas entre los que recuerdo al periodista Evaristo Monti y un directivo de la compañía donde trabajaba que, porfiadamente, pretendía votar con un documento viejo. Por una vez, me di el gusto, de darle órdenes y que las acatara. Los últimos en llegar, casi ya al cierre del acto, fueron una familia de japoneses, un padre con sus hijos varones. Esos marcados ojitos rasgados nos hicieron adivinar a la distancia que ellos eran los que faltaban para completar el padrón.

Por tratarse de una elección atípica, insisto se elegían solo congresales constituyentes, el recuento de votos fue bastante rápido y estimo que una hora después ya había completado la tarea. En definitiva la bronca previa y la angustia inicial se transformaron en satisfacción por el deber cumplido. Y encima con una actividad novedosa. Así es, puedo afirmar que mi firma, impensadamente, figura en muchos DNI de rosarinos, seguramente ya sin uso. 

Volví a casa caminando tranquilo en ese atardecer de abril de 1994. La única duda que me quedó fue saber quién sería el verdadero jefe de mesa que, por cierto, jamás apareció.

Democracia. Crónica de una sobreviviente

 María Cristina Piñol

 

Cuarenta años ininterrumpidos de democracia en Argentina. Lo que debería ser indiscutible y cotidiano como lo define la Constitución Nacional en este hermoso y tragicómico país parecer ser excepcional y, por ende, para algunos es digno de ser festejado.

Nos cuenta la historia que en el año 1912, bajo la presidencia de Roque Sáenz Peña, se promulga la ley por la cual el voto se torna secreto y obligatorio para todos los ciudadanos en todo el territorio nacional ya que hasta ese entonces se usaba el método de “voto cantado”, que provocaba fuertísimas presiones en los votantes y muchos no asistían a los comicios. Si bien no se prohibía el “voto femenino”, para confeccionar el padrón electoral, dado que otro medio de identificación no existía, se utilizaba el “padrón militar” y por eso solo votaban hombres. Desde el mismo momento que se sanciona la Ley Sáenz Peña, un grupo de mujeres entre las que se destacaban Alicia Moreau y Julieta Lanteri, comenzaron su lucha por la incorporación del voto femenino a la ley vigente. Fue una lucha denodada y constante y recién en 1947 durante el gobierno del presidente Perón y con impulso de su esposa Eva Duarte, logra materializarse después de treinta y cinco años. La mujer pudo votar por primera vez en 1951.

Desde aquel año 1912 se cuentan en mi país seis golpes de Estado concretados, en 1930, 1943, 1955, 1962,1966 y 1976.

 Imposible para mi recordar el golpe de 1955, solo tenía dos años, pero sí tengo imágenes, conversaciones, discusiones y hasta el ruido ensordecedor helicópteros y aviones pasando bajo sobre la ciudad durante el golpe cívico militar, que derrocó en 1962 al Presidente Arturo Frondizi, quien fuera inmediatamente trasladado a la isla Martín García en carácter de detenido. Su vicepresidente, José María Guido, lo sucedió en el cargo en un nombramiento contaminado de irregularidades y gobernó algo menos de dos años. Azules y Colorados, ambas fracciones antagónicas del Ejército, protagonizaron durante el mandato de Guido enfrentamientos armados entre sí con saldo de varios muertos y heridos.

Una “joyita” el inicio de los 60 y, como siempre, nosotros, el puro pueblo, en el medio.

Mediados de 1963 se vuelve a las urnas y resulta electo el doctor Arturo Humberto Illia. Todavía el Partido Justicialista estaba proscripto. Mis recuerdos de esa época solo se asientan en conversaciones familiares, en discusiones entre mi abuelo Pedro y mi tío, y en la imagen de una gran tortuga con la cara del presidente en la revista “Primera Plana”. ¿Bizarro no?

Y llegó nuevamente el helicóptero el 28 de junio de 1966, otro golpe de Estado y van…? Pero de este y los sucesivos ya me acuerdo. Cursaba primer año de secundaria en la Escuela, que aún funcionaba en la Facultad de Ciencias Económicas. Nos llega al aula la orden de desalojar el establecimiento, pero no nos dicen la causa. Salíamos en fila y al llegar al hall de ingreso vemos en la escalinata de acceso soldados montados a caballo “escoltándonos” hasta la vereda. Ya del vamos pintaba feo. Desde que nací 13 años atrás llevaba más gobiernos dictatoriales que democráticos.

A partir de ese año los recuerdos son más vívidos y fueron tantos los momentos de quiebre y zozobra que cuesta enumerarlos. Intrigas, “asociaciones delictivas” y asesinatos a sangre fría como el del sindicalista Vandor, auguraban el inicio de tiempos aún más turbulentos. En 1970 es asesinado también Pedro Eugenio Aramburu por la agrupación Montoneros, quienes no dudaron en adjudicarse su secuestro, “juzgamiento”, torturas y posterior asesinato y hasta creo que fue filmado.

Transcurrí todo el secundario en dictadura y llegó la etapa de la facultad en 1971, con un ambiente nacional enrarecido. Avistando su fin, el presidente de facto Lanusse convoca a los partidos políticos, propone el llamado Gran Acuerdo Nacional al que no adhirió nadie y, entonces, propone las elecciones libres y sin proscripción partidaria alguna, pero con ciertas consignas que fueron aceptadas para 1973, año en el que voté por primera vez.

Gana el “Frente Justicialista para la Liberación”, con su candidato Héctor Cámpora y la consigna “Cámpora al gobierno Perón al poder”. Para ese entonces, ERP y Montoneros ya captaban la atención de propios y extraños, pero aún faltaba algo, la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina. Nadie la nombra ya pero existió y fue brutal.

Y siguen mis recuerdos, el regreso de Perón a la Argentina y la “Masacre de Ezeiza”, con trece muertos declarados y una cantidad de heridos que se desconoce.

En el mes de septiembre de 1973 es asesinado/ajusticiado José Ignacio Rucci encontrándose en su cuerpo treinta y tres impactos de balas.

A los cuarenta y nueve días de haber asumido su mandato Cámpora renuncia y se convoca a nuevas elecciones, las primeras sin proscripciones desde de 1955. Perón asume como presidente vistiendo su traje militar (había sido reincorporado al Ejercito argentino) y su esposa, María Estela Martínez, como vicepresidente el 12 de diciembre de 1973. También recuerdo aquel discurso en el que llamó “estúpidos e imberbes” a los montoneros reunidos en la Plaza. Una figura crucial emerge entre las sombras, José López Rega. Apodado “El brujo” por sus inclinaciones a las predicciones esotéricas, se le atribuyó entre otras cosas la creación y operatividad de la Triple A.

El 1º de julio de 1974 fallece el presidente Juan Perón, lo sucede María Estela Martínez, su vice, quien es derrocada el 24 de marzo de 1976 y confinada en la residencia “El Messidor”, de Villa la Angostura.

De ahí en más la sucesión de hechos incalificables de parte de quienes conformaron los sucesivos gobiernos de facto y que son por su proximidad temporal los que más recordamos tuvieron su final aquel histórico 10 de diciembre de 1983, cuando después de casi ocho años, de brutal dictadura asume el presidente electo Raúl Alfonsín.

Y con cambios de colores políticos, resignaciones de mandatos antes de tiempo en pos de la continuidad de la democracia, volvimos a votar. Y siguieron los dos períodos de despilfarros del presidente Menem y su “Rosadita”. Volvimos a las urnas, esta vez Fernando De La Rúa asume como presidente, caos económico y social, cacerolazos, etcétera. El presidente constitucional renuncia y le sigue la vergüenza mundial de cambiar cinco presidentes sucesivamente en una semana.

No obstante los argentinos seguimos creyendo en la democracia, aunque a veces no estemos de acuerdo con el gobierno de turno, bancamos cada mandato esperando las próximas elecciones. Es cierto, cuarenta años que nos gobiernan quienes elegimos en las votaciones, para nosotros es un logro, aunque para nada signifique que todo está bien.

Democracia es en su esencia el gobierno del pueblo y para el pueblo, con solo poner una boleta en la urna no termina nuestra responsabilidad. 

Mi país es un país de “blanco” o “negro”, en él la extensa gama de grises no existe, y ¿saben qué? la gran mayoría de los argentinos vivimos, pensamos y sentimos dentro de los grises. Democracia, la Señora sobreviviente.

30 de octubre de 1983

 Raquel Arroyo

 

 

“¿Mirá, no ves que es igual a vos?”, le decía a mi padre, mientras le mostraba la portada del diario, en la que se veían las caras de los candidatos a presidente y entre ellos un sonriente Raúl Alfonsín.

—¡Dale, papi! ¿Qué te cuesta? Votalo. Es igualito a vos. Mirá, tiene tu misma sonrisa, y los bigotes y los ojos negros- insistía, mientras él se seguía afeitando frente al espejo del baño, casi ignorándome como jamás lo había hecho.

—Se parece a mí, pero no soy yo. Él es radical, y yo soy peronista. Soy peronista de la primera hora. Peronista de la Resistencia. Dos días, dos días ¿entendés? Dos días estuve haciendo cola para pasar un minuto frente al cajón de la Eva. Vos ni siquiera habías nacido. Tu hermana tenía dos años.

Paró el relato para enjuagarse la cara recién afeitada. El olor de la crema de afeitar invadió el baño y el resto de la casa. Y se mezcló con el olor del estofado que llegaba desde la cocina, donde mi madre ponía a orear los fideos caseros.

 Y mi padre continuó:

“Debajo de la lluvia esperamos, y hasta pasamos hambre con el tío y con los otros compañeros. Nos habíamos ido casi sin un peso, viajamos gratis en el tren. Era fin de mes y me quedaba poca plata del sueldo del ferrocarril, se la dejé a mamá y me fui con apenas unas monedas. Pero no me importó nada, y me fui...”. Lo decía con nostalgia y mientras se secaba la cara en este octubre del 83, creo que su mente viajaba a aquel julio del 52.

—Tenía que despedir a la Eva...- continuó con nostalgia.

—Bueno, papi, pero Perón y Evita están muertos, y esto es otra cosa. Son aires nuevos. Vos sabés que el peronismo ya no es lo que era.¿ A vos te convence Lúder? Ya sé que no, papi. No te gusta este peronismo. Te vi enojado y decepcionado cuando Herminio Iglesias quemó el cajón.

—Hay cosas que no me gustan. Pero sigo siendo peronista. Y no voy a votar a un radical. ¡No sé de dónde me saliste vos radical!- me dijo mientras se iluminaba con esa sonrisa franca y me daba un abrazo de esos que acomodan los huesos.

—Papi, yo no soy radical, ni peronista, no sé qué soy. Solo creo en ese hombre, más allá de los partidos. Creo que es un buen hombre.

—Yo también creo que es un buen hombre. Pero Illia También era un buen hombre y viste lo que pasó con él...- había un dejo de tristeza en su voz.

—Pero ahora es distinto, venimos de siete años de dictadura, nunca más va a haber un golpe de Estado, nunca más.

 Yo tenía veinticinco años. Iba a votar por primera vez. Como a tantos jóvenes Alfonsín nos había seducido con su oratoria, su energía y esa hombría de bien que transmitía a través de su mirada serena y bonachona. Cuando al final de sus discursos recitaba el preámbulo de la Constitución, la piel se erizaba y los ojos se llenaban de lágrimas. Toda la esperanza de los jóvenes estaba puesta en ese hombre de ojos oscuros y palabra clara. Igual a mi padre y sabía que, igual que él, jamás me iba a decepcionar.

Ya estábamos preparados para ir a votar. Papá se peinaba con la Lord Cheseline y me daba las últimas indicaciones.

—Hay que cortar boleta. Bah, vos hacés lo que quieras, pero a Néstor hay que votarlo.

—Claro, papi. ¿Como no lo vamos a votar a Néstor? ¿Aunque sea del PI, no?- le dije con un guiño.

—Es buena gente, más allá del partido- lo expresó con un aire de orgullo por su sobrino tan querido.

—Como Alfonsín, buena gente, más allá del partido.

 Me regaló una sonrisa amplia, había entendido mi chicana.

—Hay que votar también a tu amigo Ángel para concejal.

—Pero claro que sí. Buena gente también mi amigo peronista. Si habremos compartido aquellos meetings clandestinos en aquel taller de Tablada, cuando el peronismo estaba proscripto- otra vez la nostalgia, otra vez el peronismo. Sabía que iba a ser imposible hacerle cambiar de idea.

 Eran casi las doce del mediodía. Había una marcha incesante de gente que pasaba por la puerta de mi casa, hacia la escuela donde se votaba. Todos querían ir antes del almuerzo del domingo. Estaban ansiosos por elegir a su presidente. Después vendría el asado o los fideos. Era un día de fiesta. Fuera cual fuera el resultado iba a ser mejor de lo que tuvimos durante los últimos siete años. Yo estaba muy nerviosa. Trataba de recordar alguna clase de Educación Cívica en la que habíamos hecho un simulacro de elecciones. Pero había pasado mucho tiempo. Mi vida había transcurrido más durante dictaduras que en gobiernos democráticos. Por lo tanto, poco sabía. Y para colmo iba a tener que cortar boletas, elegir candidatos de distintos partidos. No sabía si eso estaba bien o mal. Pero estaba eligiendo al “hombre” y no al partido. Cuando volviéramos mi papá y yo, iría mi mamá. Ella iba a votar a Alfonsín, a Néstor y a Ángel. Mientras tanto, se quedaría organizando el almuerzo y cuidando mis chicos.

“No se olviden los documentos y arriba de la mesa del comedor les dejé dos tijeritas para que corten las boletas”, nos gritó mamá desde el patio, tan previsora como siempre.

 Salimos orgullosos con la tijerita en el bolsillo y el documento en la mano. Mi papá tenía una libreta de enrolamiento, grande como una libreta de almacenero, forrada en cuero. En las primeras hojas tenía los símbolos patrios y la letra del Himno Nacional. La foto me mostraba a un joven sin bigotes, de traje, con una cinta de luto en el brazo; seguramente era por la tía Julia, que había muerto tan joven. Mientras caminábamos me mostraba los casilleros donde constaba su emisión de voto en elecciones anteriores y había una anécdota para cada ocasión. Nos separamos en la esquina. Él se dirigió a la escuela donde votaban los varones y yo a la de mujeres.

 Mientras hacía la cola el corazón me latía muy fuerte. Entré en el cuarto oscuro, saqué la tijerita y empecé a mirar las boletas. Reconocer, recortar, poner en el sobre. Hacerlo prolijamente, no vaya a ser que me invalidaran el voto. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la puerta del salón, me volvieron a la realidad. “¿Está todo bien? Hace mucho tiempo que estás adentro”. La voz de la presidenta de mesa me devolvía a la situación. Salí avergonzada. Todos me miraban. Puse el sobre en la urna y salí presuntuosa con mi documento en la mano. ¿Y la tijerita? Me la había olvidado en el cuarto oscuro. Bueno, la vergüenza no me permitía volver, después de todo a alguien le iba a servir.

 En la esquina me encontré con mi papá, nos abrazamos sin decir palabra. Votó el resto de la familia, almorzamos, y a la tarde festejamos el cumpleaños de mi hermana. Llegada la noche la televisión nos contaba que Alfonsín había ganado. Toda la familia lo había votado. Menos mi padre... Creo... Lo vi sonreír cuando el presidente electo agradecía al pueblo por la victoria. Era una sonrisa de satisfacción. Los ojos le brillaban. Ese hombre de la tele y el que estaba sentado al lado mío eran iguales, solo que uno era radical y el otro peronista. Me acerqué al peronista y le dije al oído:

—¿Papi, lo votaste? 

—No... Además el voto es secreto- me dijo.

martes, 19 de septiembre de 2023

Aquella Semana Santa

 Diana Kallmann

 

Ese jueves 16 de abril de 1987 habíamos ido con mi familia a visitar a unos amigos en Santa Rosa, La Pampa. Tenía varios francos acumulados en la agencia Neuquén del diario “Río Negro”, donde trabajaba y podía ausentarme. Además, como decíamos en la redacción, la Semana Santa era “una siesta”, con una guardia mínima era suficiente. Lejos estábamos de imaginar lo que se venía.

Entre charlas, guitarreadas y poemas con los amigos pampeanos, poca atención le prestamos a las noticias, hasta que al anochecer alguien avisó que se estaba produciendo un levantamiento militar en Campo de Mayo. Prendimos la tele, las imágenes parecían sacadas de una pesadilla: la asonada era dirigida por una suerte de rambos, que portaban ametralladoras, ropa de fajina y rostros pintados con carbonilla, supongo que para darle espectacularidad al levantamiento, porque sus nombres se difundieron enseguida. Lo único reconfortante era que todo el arco político y social se mostraba a la altura de las circunstancias. Dirigentes de los partidos, de derechos humanos, de los gremios, de organizaciones sociales, se acercaban a cuanto micrófono encontraban para repudiar el levantamiento y convocar a la defensa de la democracia. Un mensaje que se multiplicaba en el país. Los periodistas reaccionaron rápidamente y la mayoría de los medios se constituyeron en una especie de cadena nacional, donde la población y su dirigencia política y social potenciaban un clima de movilización y de unión nacional frente a la amenaza a un sistema que tan duramente habíamos conseguido.

Sentí necesidad de volver a Neuquén, a la redacción, a las calles que comenzaban a poblarse de gente movilizada. Resolvimos regresar. A unos 100 kilómetros de nuestra ciudad pudimos captar la emisora local, LU5, que se había convertido en vocero y convocante de una multitud que durante cuatro días protagonizó la mayor movilización en la historia de Neuquén. Unas 40.000 personas en la calle, decían los titulares y no mentían, sobre una población de apenas 150.000 habitantes.

Fueron días de suspenso y de fuertes emociones. El jueves, el gobernador Felipe Sapag, que estaba en Buenos Aires, a través de un reportaje radial ordenó a su vice, Horacio Forni que abriera las puertas de la Casa de Gobierno al pueblo, para defender la democracia. Representantes de fuerzas políticas, de organizaciones de derechos humanos, organizaciones gremiales y vecinales, juventudes partidarias y personalidades varias respondieron a la convocatoria. Simultáneamente, la multitud acompañó desde las calles adyacentes a la sede gubernamental. “Gobernaba el pueblo en defensa de la democracia”, recordó un participante.

Buscando en Internet y revolviendo entre mis viejos papeles, pude rescatar algunos párrafos del pronunciamiento firmado por el heterogéneo grupo que conformaba la multisectorial: “debemos comprender los argentinos –decía el texto– que no está en juego en esta difícil circunstancia el triunfo o el éxito de alguna parcialidad política o de algún sector social, sino la Argentina solidaria, participativa, democrática, justa y libre que tanto buscamos y anhelamos”. Por si no quedara claro, agregaban: “la opción es la vida en democracia o la muerte en el autoritarismo”. Don Felipe, ya de regreso en Neuquén, dijo: “Vamos a resistir en la Casa de Gobierno hasta las últimas consecuencias y a partir de este momento vamos a preparar la resistencia".
La redacción del diario era un hervidero de noticias que se sucedían minuto a minuto: el general Martín Balza, a cargo del comando y un hombre respetuoso del orden institucional, había transmitido su apoyo al gobernador y ofreció refugio al presidente Raúl Alfonsín. La Legislatura provincial se declaró en asamblea permanente y allí se hizo presente otro de los protagonistas de esa Semana Santa: el obispo Jaime de Nevares, quien desde el primer día del golpe militar de 1976 abrió la catedral para refugiar a los perseguidos, convirtiéndose en el principal referente de la lucha por los derechos humanos en la ciudad. El viernes Santo, la conmemoración del tradicional Vía Crucis se transformó también en un pedido por la democracia cuando una multitud, encabezada por monseñor De Nevares, se encolumnó tras la enorme cruz en su recorrido desde la céntrica Catedral hasta la barda.

En estas circunstancias se produjo un hecho político de significación: el reencuentro de dos líderes neuquinos que habían estado distanciados durante años, Felipe Sapag y Jaime de Nevares. Ambos encabezaron la movilización del domingo, cuando se esperaba que el presidente Alfonsín regresara de Campo de Mayo, donde había ido a deliberar con los sublevados.

El mensaje de “la casa está en orden” dejó cierta duda en los manifestantes, que desde hacía cuatro días estaban en las calles y se resistían a dejarlas. Un poco porque no estaban convencidos de que se hubiera recuperado el orden y otro poco porque aquellas intensas jornadas habían creado un sentimiento de fraternidad y unidad difícil de disolver.
En los primeros años de la recuperación democrática, la sociedad neuquina –como la del país– se había volcado a la participación en todos los ámbitos: recitales de música en la calle, reuniones espontáneas, asambleas de organizaciones que se rearmaron al calor de los derechos recuperados, encuentros entre aquellos que los años oscuros habían separado. “Estamos en democracia” era la frase que se repetía en todos los ámbitos.

Nosotros hacía apenas tres años que habíamos llegado del exilio en México y vivíamos con alegría aquellos tiempos, compartiendo con neuquinos, con amigos del exilio que venían al sur y con los que íbamos conociendo desde nuestro retorno.

En 1985, el juicio a las juntas trajo un viento de justicia. El infatigable reclamo de los organismos de derechos humanos, que en Neuquén eran muy activos, había encontrado respuesta.

Con el correr del tiempo, con las condenas a los responsables del terrorismo de Estado, comenzó a gestarse un clima de rumores que advertían sobre cierto “malestar militar”. La deuda externa y la inflación –siempre asociadas– contribuyeron a ensombrecer la primavera democrática. Nosotros, que como tantos compatriotas habíamos afinado el olfato, percibíamos ese clima enrarecido y comenzamos a revivir miedos y acechanzas: no se habían ido del todo, muchos seguían agazapados en los cuarteles, dispuestos a recuperar su poder o, al menos, su impunidad.

Es por eso que aquella Semana Santa de 1987 marcó un hito, la población reaccionó rápidamente y salió a las calles, dispuesta a defender la democracia que tanto costó conseguir. De algún modo, aquella foto que reunió a don Felipe –quien había perdido dos hijos asesinados por la dictadura– y a don Jaime –el obispo de los pobres, de los perseguidos, de los pueblos originarios– se transformó en un símbolo de cohesión que reunió al pueblo. Neuquén recuperó su orgullo de ser “la capital de los derechos humanos” y el céntrico monumento a San Martín ratificó su condición de espacio y testigo de las luchas y celebraciones populares. Habíamos compartido unas jornadas en que la dirigencia y la sociedad demostraron que era posible unirse en torno a una causa nacional. 

En estos tiempos de crisis vale la pena recuperar aquella gesta, al menos para que las nuevas generaciones sepan que un país mejor es posible, aún en un mundo incierto como el actual. Nuestro tiempo pasó, pero nos queda la posibilidad transmitir estas vivencias que ayudaron a cicatrizar las heridas de nuestra sociedad.