Por María Elena Domenech
Había que estar a horario en la
parada de la línea “E” para no perder el colectivo que desde la zona sur nos
llevaba por distintas zonas de la ciudad hasta el barrio Echesortu donde yo
cursaba el primer grado en una escuela de monjas. Era casi una expedición para
mis cinco años y tardé en entender por qué mi mamá me había anotado en un
colegio que quedaba tan pero tan lejos de casa.
De lunes a viernes, de marzo a
diciembre se repetía el apuro por tener el guardapolvo con tablas y moño atrás,
impecable, para subir a un transporte que la mayoría de las veces iba repleto
de trabajadores, que anhelaban llegar a sus hogares para almorzar y descansar
unas horas para retornar luego con el hastío en la mirada.
En mi caso y en el de mi mamá, a
esa hora comenzaba nuestro trabajo: yo en la escuela y ella esperando cinco
horas hasta mi salida para hacer el camino inverso en el mismo colectivo, que
por repetición se convertiría en un ambiente familiar.
En esta rutina laboral, éramos
dos las que subíamos pero bajábamos tres, porque a medio camino mi mamá se
asomaba por donde podía y hacía una seña que significaba “estamos acá”. Entonces,
Marga, que esperaba en una esquina a la hora convenida, se despedía de su madre
y se unía a nosotras hasta llegar a la escuela, mundo desconocido y al
principio atemorizante, donde la luz se traducía como pinturitas de colores y
papel araña en los cuadernos. Así, durante dos años hasta que mi abuelo le cedió
una casa a mi vieja y nos mudamos a la vuelta del colegio.
La “E” seguía pasando pero ahora
con marga y su madre.
Con el tiempo, ella también se
mudó y habitó una casa sobre mi misma calle, pero a 10 cuadras de distancia. A
esa altura 9 de julio se levantaba orgullosa de su arquitectura, con sus casas
alineadas, iguales, distinguidas ¡con balcones para serenatas!
Así, conocí a Margarita
Entre a su casa recién de
adolescente, no sé por qué no antes, y allí me relacioné mucho con su familia.
El padre era viajante de una fábrica
de calzado, por lo tanto permanecía mucho tiempo fuera de casa. Guardo la imagen
de un hombre alto con unos ojos celestes clarísimos y semblante muy serio, que
llegaba con un maletín y con muchas pilas de cajas de zapatos atadas que
quedaban depositadas en una habitación que cumplía el rol de escritorio,
oficina, depósito y lugar donde nos juntábamos a charlar con las amigas,
siempre y cuando él no estuviera.
El espacio era reducido y las
cajas apiladas trepaban las paredes, a veces mi imaginación volaba tanto que sentía
un insoportable olor a pata sucia. De todos modos, me encantaba estar en esa
casa.
Las tardes en el hogar de Marga
eran muy cálidas. Su mamá, siempre con una sonrisa, mejillas rosadas, ojos
chispeantes y cantando canciones españolas, nos preparaba una leche con
bizcochos exquisitos que tomábamos en la gran mesa de la cocina, un ambiente
amplio con mucha luz y con varios sectores: la máquina de coser siempre abierta
y con alguna costura empezada en un rincón, los útiles escolares de las tres
hermanas desordenados sobre una mesa pequeña al lado de un armario que guardaba
libros y más libros; y el sector de la abuela, una española muy menuda, siempre
vestida de luto que a mí me parecía centenaria pero que tuvo mucha vida por
delante. Yo la veía como un adorno, no se movía de su sillón ni dejaba de
escuchar la radio a pesar del bochinche de nuestras conversaciones. Las dos
hermanas de Marga, menores que ella, siempre estaban compartiendo la gran mesa
y contando anécdotas de la abuela y del loro.
Casa de mujeres era esa casa.
Solo voces femeninas en su interior, solo llamados telefónicos de otras mujeres:
primas, tías, amigas. Solo visitas de más amigas y un solo hombre, el padre,
que rara vez estaba y se lo veía.
Solo mujeres para resolver y
decidir, para poner resistencia y defenderse, como esa vez muchos años después en
que tocaron el timbre y Marga, que se había tirado a descansar un rato ya que
debía seguir preparando una materia para rendir en la facultad de Filosofía y
Letras, se levantó intuyendo la noche que se venía junto a la noche y vio desde
el balcón de su cuarto dos coches marca Ford Falcon. ¡Quién no asociaba esos
coches siniestros con la desaparición y la muerte! ¡Oscura década de los 70! ¡Sangrienta
e inolvidable década!
Mi amiga nunca fue una persona
que se caracterizara por su agilidad o liviandad de cuerpo, todo lo contrario;
pero en ese segundo supo que si no aprendía a volar se condenaba a desaparecer.
Un instante después había trepado
y saltado el muro del patio de su casa y se perdería en la noche, mientras
varias personas a los gritos y con atropellos destrozaban todo lo que podían.
Un puñado de mujeres abrazadas,
sin defensa pero íntegras, observaban la escena.
El padre fue terminante: compró
un billete de avión a Madrid, le armó un pequeño bolso y le puso unos pesos en
el bolsillo de su abrigo.
Dos días después, estaba Marga,
parada frente a la Plaza de Cibeles, con su bolso y su tapado, que apenas la protegía
del frío madrileño, sin saber qué hacer ni dónde ir.
En mi madurez, cuando estuve en Madrid
y en esa plaza, pude ver tu figura recortada en ese paisaje y me pregunté cómo
hiciste para vencer el desamparo, para derrotar las nostalgias, para enfrentar
otra sociedad estando tan sola, cruelmente sola amiga mía siendo tan pequeña.
La calle 9 de julio, hilo
conductor de tantas idas y vueltas, se bifurcó para mí hacia la nada.
En Rosario, unos años más tarde,
se casaba la más chica de las hermanas. Al tiempo, tuvo una hija, se separó y volvió
a la casa materna... con otra mujer.
Todo el brillo de los ojos y la
sonrisa de su madre, estaban presentes en Marga. Todo era dicho con la gracia
bien administrada que transmitía la genética.
Salimos de la escuela primaria
para seguir juntas la secundaria. Para ello, bastó dar dos pasos a la derecha y
seguir bajo la misma tutela de la congregación que nos educaba. En ese momento
empezaban a construir el nuevo edificio y nosotras fuimos ascendiendo de piso
junto con los golpes de martillo y los obreros que se balanceaban en los
andamios.
Atravesamos nuestra adolescencia con muchas
carcajadas. Marga me enseñó a reírme de mí misma, a ver lo ridículas que podíamos
ser a veces y a encontrar divertidas ciertas situaciones dramáticas en las que
nos involucrábamos.
En el colegio ella se sentaba
delante de mí y cuando estábamos aburridas inventábamos historias. Nada quedaba
escrito, todo era oral y espontáneo. Así nació entre otras, la historia del Cholo,
un cuarentón con mentalidad infantil que no hacía nada y vivía explotando a su
madre, cuatro huesos envueltos en un batón florido que ni nombre tenía porque
siempre fue “la madre del Cholo”.
La que tenía una idea sobre la
aventura de ese día, la disparaba y la otra la iba completando hasta armar
escenas disparatadas que nos hacían reír hasta las lágrimas. Por primera, vez sentí
las carcajadas de María Rosa, una flacucha muy tímida y silenciosa que sentada detrás
de mí escuchaba algo de las aventuras del Cholo.
Desde siempre, Marga demostró devoción
por los libros y la literatura, y en esa etapa del secundario era la única que
brillaba en los análisis literarios, que yo odiaba porque no entendía ni el título
de la tarea a realizar.
Por ejemplo, el análisis de “El Quijote”
hizo que nos instalásemos con otras amigas en casa de Marga durante semanas
enteras para completar el trabajo. Ella nos explicaba con gran generosidad.
Los vientos siguieron entrando en
la casa de la calle 9 de julio, barriendo a veces y otras no tanto, las
dificultades que cada día traía consigo.
La muerte del único hombre de la
familia, sin la presencia de la mayor de las hijas, quebró por un tiempo la
estructura hogareña, pero la resistencia matriarcal saltó las oscuras crestas
de los miedos y la casa recobró el ritmo de las costuras y carcajadas.
La hermana del medio, ya separada
y con tres hijas mujeres que criar, sumó su presencia a los cuartos de estar
donde transcurría la vida de las hembras mayores, mientras que las menores
corrían entre rodajas de pan con dulce de leche y cuadernos con tareas
escolares.
Marga, en Madrid, terminó su
carrera universitaria y trabajó en distintas redacciones como administrativa.
No sentía rencor por las
circunstancias que habían decidido su destino ni por su padre, pero al morir éste
se sintió desprotegida como nunca.
En un momento de su vida sintió
que era hora de hacer algo que tuviera su sello, entonces organizó y puso en
marcha un diario barrial.
Esto le llevaba mucho esfuerzo,
pero también ocupó el tiempo que no ocupaban los hombres. Tuvo muchas
relaciones pasajeras y algunas estables con personas en las que se recostaba
con una entrega ingenua, regalando su mejor vuelo de mujer apasionada: pero
siempre terminaba mal, agotada en su propio fracaso.
Estaba sola igual que todas las
mujeres de su familia y alguna noche se preguntó quién había decidido que esto
fuera así.
Pasaron varios años durante los
cuales no hubo un solo día en que, a la distancia, no se fundieran en un abrazo
las alegrías con los dolores.
La casa de Rosario albergaba
cuatro generaciones de mujeres que en algún momento de sus vidas habían quedado
a cargo de las crías y la casa de Madrid retenía a una mujer que, por más que
se esforzara, no podía contener las ganas de volver con su familia.
Cada casa era la fortaleza en el
día y la debilidad en las noches, cuando los silencios se hacen tan fuertes que
es necesario romperlos con el pensamiento para no sucumbir ante ellos. Cada
mujer era un mundo de recuerdos y proyectos que dejaban instalada la mayor de
las incertidumbres
Tantos fueron los destellos como
las sombras que cubrían el alma, tantas las ganas de alcanzar como la
resignación a lo inalcanzable, simple vida que sólo sumaba días, que templaron
el carácter de la soledad: mezcla de abandono, intolerancia y melancolía.
¿Cuándo se apagaron tus
carcajadas, Marga? ¿Cuándo perdiste el sentido del humor? ¿Cuándo decidiste que
ya no importaba recuperarlos?
Marga volvió con el tiempo a
cuestas y en el regreso se encontró con que debía enfrentar otros tiempos: los
del desarraigo. Lo que añoraba ya no existía. De sus veinte años nadie se
acordaba, sus espacios estaban ocupados por otras figuras irreconocibles; había
que empezar de nuevo y eso le resultó tan difícil como el día en que había
tenido que partir.
Para contener tanta fragilidad
estaba la casa de las mujeres y cada noche se escuchaba una canción de cuna que
escapaba a través de las puertas del balcón.
Ya no somos las de entonces ni
pretendemos serlo con las décadas sumadas en nuestras vidas. El destino falló a
favor y en contra de cada una de nosotras. Marga sigue junto a sus mujeres y yo
tengo una familia propia, pero ni tiempo ni distancia ni pareceres diferentes,
empequeñecieron nuestra amistad