Por María Victoria Steiger
¡Hola, acá Victoria!
Trato de contarles un poco y, de a pedacitos, recuerdos de mi infancia.
Ya les había contado que tengo una familia enorme y por suerte para esa
época de encierro seguíamos en la casa grande.
¿Qué pasó? ¿Por qué encierro?
Yo no me podía acordar en qué año fue. Le pregunté a mi mamá que hoy
tiene casi 87 años y con una seguridad increíble me dijo que fue en 1962.
No es una seguridad; pero, por ahí, éstas cosas le son más fáciles de
recordar, que lo que hizo media hora antes.
Bueno, vuelvo al encierro.
Hacía un calor terrible. Calculo que era verano. Mi papá en esa época,
aparte de su trabajo, retomó sus estudios de Medicina.
Supongo que estaría adelantado por que hacía prácticas en el hospital.
Un día llegó, se metió al baño se duchó otra vez y toda su ropa a lavar
separada de la que ya estaba.
Pasó un rato hablando bajito con mi mamá.
Nosotras, como nunca, calladitas tratando de escuchar que pasaba.
¡Ya de chiquitas bien chusmitas!
Nos enteramos a la hora de comer. La mesa estaba cambiada.
En vez de soda, vino en jarra, había: vasos de los más grandes con
leche fría para todos.
¡Qué feo! Ya a la mañana para el desayuno era una lucha terminar el
tazón de café (poco) con leche.
Ahora, de un día para el otro: mañana, mediodía, merienda y noche ¡leche!
Por supuesto el diálogo, las quejas o los gustos no existían.
Eran órdenes y con papá no se discutía.
Resulta, nos explicó papá, que en Mendoza había un brote fuerte más que
en otros lugares del país de Poliomielitis.
Nos contaron bastante por encima. A los chicos les atacaba las piernas
o los pulmones y tenían que ponerles aparatos para poder caminar o a pulmotor
por que no podían respirar.
Claro, quedamos todas calladas y un rato después preguntamos: ¿por qué
tanta leche?
Mi papá dijo que era para reforzar el calcio. Además, no íbamos a poder
juntarnos con ninguna amiga.
No era época de mucho teléfono y no existía celular.
El teléfono era para emergencias o para que mi papá se comunicara por
operadora con su familia en Rosario. Mi mamá lo usaba para hablar con las otras
mamás para saber cómo andaban.
Todo raro, mi madre salía para hacer compras y cuando volvía dejaba
todo en la cocina; y a la ducha y cambio de ropa.
A misa, tampoco. Yo no era una fanática pero ¡era una salida!
Así, pasamos mucho tiempo. Según mi mamá, seis meses.
¡Salió la vacuna! Fuimos todas, para esa época ya éramos seis nenas y
mi mamá esperaba otro hijo más.
Había muchísima gente. Todos los chicos esperaban bastante calmos.
Cuando nos tocó entrar al lugar (la cola era de una cuadra), en un
rincón vimos los pulmotores. ¡Qué impresión! Lo único que se podría ver de la
persona era la cabeza. Por supuesto, estaban fuera de uso en ese momento.
Bueno, llegamos a la vacuna.
Ya era la de las gotitas. Nos atendían una por una.
Te ponían las gotas en la boca y ahí no más un terrón de azúcar.
Esperaban a que cada una se masticara el suyo y no escupiera nada.
Después de haber visto todo eso, aparte de decir que tenían un gusto
horrible, ni se hablaba.
Lo peor: a la vuelta al colegio vimos la realidad. No era ningún
cuento.
Una nena de otro grado volvió con los aparatos en las piernas. Pobre la
tenían que ayudar para todo.
Las monjas nos dijeron que la tratemos como siempre; pero ¡qué difícil!
Esa fue una experiencia muy fuerte.
Lentamente, todo fue volviendo a la normalidad.
Mis padres más relajados, todas sanas y ¡terminó el tema de la leche!