martes, 26 de agosto de 2014

Encierro

Por María Victoria Steiger

¡Hola, acá Victoria!
Trato de contarles un poco y, de a pedacitos, recuerdos de mi infancia.
Ya les había contado que tengo una familia enorme y por suerte para esa época de encierro seguíamos en la casa grande.
¿Qué pasó? ¿Por qué encierro?
Yo no me podía acordar en qué año fue. Le pregunté a mi mamá que hoy tiene casi 87 años y con una seguridad increíble me dijo que fue en 1962.
No es una seguridad; pero, por ahí, éstas cosas le son más fáciles de recordar, que lo que hizo media hora antes.
Bueno, vuelvo al encierro.
Hacía un calor terrible. Calculo que era verano. Mi papá en esa época, aparte de su trabajo, retomó sus estudios de Medicina.
Supongo que estaría adelantado por que hacía prácticas en el hospital.
Un día llegó, se metió al baño se duchó otra vez y toda su ropa a lavar separada de la que ya estaba.
Pasó un rato hablando bajito con mi mamá.
Nosotras, como nunca, calladitas tratando de escuchar que pasaba.
¡Ya de chiquitas bien chusmitas!
Nos enteramos a la hora de comer. La mesa estaba cambiada.
En vez de soda, vino en jarra, había: vasos de los más grandes con leche fría para todos.
¡Qué feo! Ya a la mañana para el desayuno era una lucha terminar el tazón de café (poco) con leche.
Ahora, de un día para el otro: mañana, mediodía, merienda y noche ¡leche!
Por supuesto el diálogo, las quejas o los gustos no existían.
Eran órdenes y con papá no se discutía.
Resulta, nos explicó papá, que en Mendoza había un brote fuerte más que en otros lugares del país de Poliomielitis.
Nos contaron bastante por encima. A los chicos les atacaba las piernas o los pulmones y tenían que ponerles aparatos para poder caminar o a pulmotor por que no podían respirar.
Claro, quedamos todas calladas y un rato después preguntamos: ¿por qué tanta leche?
Mi papá dijo que era para reforzar el calcio. Además, no íbamos a poder juntarnos con ninguna amiga.
No era época de mucho teléfono y no existía celular.
El teléfono era para emergencias o para que mi papá se comunicara por operadora con su familia en Rosario. Mi mamá lo usaba para hablar con las otras mamás para saber cómo andaban.
Todo raro, mi madre salía para hacer compras y cuando volvía dejaba todo en la cocina; y a la ducha y cambio de ropa.
A misa, tampoco. Yo no era una fanática pero ¡era una salida!
Así, pasamos mucho tiempo. Según mi mamá, seis meses.
¡Salió la vacuna! Fuimos todas, para esa época ya éramos seis nenas y mi mamá esperaba otro hijo más.
Había muchísima gente. Todos los chicos esperaban bastante calmos.
Cuando nos tocó entrar al lugar (la cola era de una cuadra), en un rincón vimos los pulmotores. ¡Qué impresión! Lo único que se podría ver de la persona era la cabeza. Por supuesto, estaban fuera de uso en ese momento.
Bueno, llegamos a la vacuna.
Ya era la de las gotitas. Nos atendían una por una.
Te ponían las gotas en la boca y ahí no más un terrón de azúcar. Esperaban a que cada una se masticara el suyo y no escupiera nada.
Después de haber visto todo eso, aparte de decir que tenían un gusto horrible, ni se hablaba.
Lo peor: a la vuelta al colegio vimos la realidad. No era ningún cuento.
Una nena de otro grado volvió con los aparatos en las piernas. Pobre la tenían que ayudar para todo.
Las monjas nos dijeron que la tratemos como siempre; pero ¡qué difícil!
Esa fue una experiencia muy fuerte.
Lentamente, todo fue volviendo a la normalidad.
Mis padres más relajados, todas sanas y ¡terminó el tema de la leche!



Historias de aparecidos contadas en la vereda

Por Susana O.

Vuelvo a mi primera casa donde llegué vestida con mi traje de novia. ¡Cuántos recuerdos y cuánta nostalgia!
Pero quiero volver a los recuerdos y dejar de lado la nostalgia que parece una parte del cuerpo y a veces duele.
Todas las noches de verano, después de la cena salíamos a sentarnos en la vereda. A veces, antes, íbamos a la heladería. Ese era nuestro postre y, después, a disfrutar del fresco y de la charla con nuestros amigos, los vecinos.
Pero, siempre hay un pero… Los chicos también salían con nosotros… Los varones invariablemente con una pelota y hacían los picaditos entre nuestras piernas; y las nenas, que no se quedaban atrás, también jugaban o querían jugar pero los varones no las dejaban. Entonces eran las quejas, los lloriqueos; y nosotros, los adultos, tratando de serenar tanto alboroto y de protegernos de posibles pelotazos.

Una noche en que los chicos habían estado especialmente pesados y aprovechando que las nenas estaban jugando a asustarse con “La Llorona”, que decían la oían en un pasillo bastante abandonado con una casa al fondo en la que vivía una anciana, Don Aldo tuvo la brillante idea de contar una historia “de aparecidos”. Inmediatamente, se unió Hugo con su relato y los chicos, no lo podíamos creer, se sentaron en círculo para escuchar.
Al mejor estilo Landriscina, Don Aldo comenzó su historia: “Hace mucho tiempo, yo vivía con mis padres en una casa que nos había cedido el Ferrocarril. Estaba pasando el Cruce Alberdi. Era estilo inglés, con ladrillos vistos, grande y cómoda, de techos altos, fresca en verano, pero muy fría en invierno. Tenía una galería a la que daban todas las habitaciones y al final, la cocina. Había una puerta al final de la galería, que llevaba a un hermoso jardincito en el que mi madre cultivaba una pequeña huerta y tenía además rosales y otras plantas de flores.
Esa puerta la cerrábamos a la noche, el jardín tenía una cerca baja que miraba a las vías donde vivían algunos linyeras que dormían en los vagones, y, además, muchos perros. Nunca tuvimos problemas con los linyeras pero sí con los perros. Por eso, nuestra precaución.
Una noche de invierno yo estaba solo en casa, era estudiante de Ingeniería y debía rendir una materia. Mis padres y hermanos habían ido a la fiesta de cumpleaños de un familiar y yo me había quedado solo. A media noche fui a la cocina para prepararme unos mates para entretener el estómago y vencer el frío y el cansancio. Pensaba estudiar hasta que vinieran mis padres y, así, aprovechar el silencio y la quietud de la casa.
Me encontraba dando la espalda a la puerta de la cocina porque estaba encendiendo la hornalla, cuando me pareció ver un movimiento en la galería… Me di vuelta rápidamente y vi un hombre con un pantalón y camisa de los que usaban entonces en el Ferrocarril, azul de lienzo, la camisa metida dentro del pantalón. El hombre caminaba lentamente hacia la puerta del jardín. Lo iluminaba la luz de una lamparita de la galería que parecía inusualmente brillante. Tenía una mano en la cara y la otra próxima al bolsillo. No me miraba… era como si tuviera un propósito bien definido. Como si quisiera recorrer la galería y salir al jardín.
Pensé: ‘Se me metió alguien’… Grité con toda mi fuerza: ‘¿Quién anda ahí, carajo? ¿Qué quiere?’.
Nadie me respondió. Yo todavía tenía el fósforo encendido en la mano y me estaba quemando…
Lo apagué y en una fracción de segundo decidí que no debía dejarlo entrar en las habitaciones, así que me precipité hacia la puerta del jardín…
No había nadie… La puerta estaba cerrada con llave. Mi madre las dejaba en el lavadero, una pequeña habitación al costado de la galería. Me fijé y allí estaban.
El hombre no había salido, así que estaba adentro.
Fui a la puerta de calle, también estaba cerrada… ¿Cómo había entrado? Con horror pensé que el hombre estaría escondido en alguna parte en las habitaciones.
Las recorrí una por una, abrí los armarios, miré debajo de las camas y en todos los rincones, encendí todas las luces… La casa tenía un sótano donde guardábamos los trastos: la puerta estaba cerrada y la llave en el llavero de mi madre… Nada… No podía explicar lo que estaba ocurriendo.
No había nadie en la casa.
Llegaron mis padres, también me ayudaron a revisar todo, fuimos al jardín… No había entrado nadie.
Yo no era un chico, estaba bien despierto, estaba por calentar la pavita del agua, estaba encendiendo la cocina, así que no lo soñé, no estaba entredormido: Yo vi pasar a un hombre caminando lentamente…Tuve tiempo de ver cómo era, qué llevaba puesto…
Comentamos eso en el vecindario y nos dijeron que en esa casa había muerto el antiguo morador, que se llamada Juan Masobrio. Pregunté cómo era: alto, delgado, rubio, descendiente de italianos. Vivía solo, porque su familia había regresado a Como, su lugar natal. Fue encontrado días después de su fallecimiento por unos peones del Ferrocarril y no me supieron decir más.
¿Vi a Juan Masobrio o a su espíritu visitando su antigua casa?
¿Cómo explicar lo que me había sucedido?
Siempre tuve la seguridad, y la tengo, de que realmente ese hombre estuvo en la casa y aún ahora lo recuerdo caminando sin mirarme, lentamente como si arrastrara los pies, hacia la puerta del jardín…”

Todos hicimos silencio. Hay cosas que no tienen explicación. La historia de Don Aldo era increíble, pero de todas maneras estábamos todos muy impresionados.
—Es mi turno, ahora- dijo Hugo.
—Nooo, basta por esta noche- dijimos varios.


Los chicos querían seguir escuchando, pero decidimos pasar su relato para la noche siguiente…

Murió Evita

Por Ana María Miquel

Cuando salía de la escuela Nº 1 de Miramar “Gral. José de San Martín”, por la tarde, siempre estaba esperándome mi hermano Miguel en su pequeña bicicleta de un color parduzco entre el marrón y el rojo, ya gastada y vieja, pero todavía en condiciones de ser usada. Él asistía a la misma escuela pero en el turno mañana. Tendríamos seis y nueve años respectivamente.
Yo salía corriendo y me sentaba en el caño de la bicicleta y allí él pedaleaba de piernas abiertas hasta llegar a casa, a tomar un tazón de café con leche, lleno de pan cortado en trozos y una cucharada de manteca, todo junto adentro de la taza blanca, grandota y sin asas. Lo llamábamos “el sopón”. Después de esa merienda y aún con la gorrita de lana puesta en la cabeza para proteger mis oídos, mi mamá me metía en cama y me rodeaba de las muñecas a las cuales adoraba y todos los útiles escolares.
Ese era mi lugar hasta el mediodía siguiente en que me levantaba, almorzaba e iba a la escuela. Siempre estaba en cama por los inviernos tan crudos y mi fragilidad de salud. Que mi mamá atribuía al capricho de mi viejo de no dejarme cortar el pelo desde el momento en que nací. Decía que la fuerza se me iba por el pelo y que hasta los 15 años, como mi viejo pretendía, ya me iba a llegar hasta los pies. Además, el trabajo era de ella, tanto para lavarlo, sin el confort de hoy en día y también secarlo. Optó por pararme frente al lavarropas y usarlo como pileta, ya que de esa manera había buen espacio para enjuagarlo y no teníamos que estar de rodillas en la bañera. ¡Por supuesto que no lo ponía en funcionamiento! Y después venía el trenzado diario. Toda una ceremonia, que tanto la podía realizar mi mamá, como mi papá.
Un atardecer estando en la cama y con la radio encendida, mi mamá escuchaba todas las novelas mientras cosía y los “Pérez García” y el “Glostora Tango Club” y los noticieros, salió una voz muy grave que dijo:
“A las veinte y veinticinco Eva Duarte pasó a la inmortalidad”.
“¡Ay! Pobrecita, se murió Evita!”, dijo mi mamá.
Ahí nomás, corrió al baño y le golpeó la pared a la vecina, que eran grandes amigas, no solo por la edad y las cosas en común, sino también por la soledad en que vivían ambas durante los inviernos. Ida, la amiga de mi mamá, criaba una hermana que había quedado a su cargo cuando su mamá murió en el parto. Esta hermanita, tenía la edad de mi hermano mayor, unos 12 años.
Se comunicaron por las ventanas y no sé qué se habrán dicho, pero yo sabía que, a partir de entonces, habría algunos cambios en nuestra rutina.
Se decretaron varios días de duelo nacional, las banderas a media asta y se imitaban capillas ardientes en todas las municipalidades para que la gente fuera a presentar sus respetos. Todos los edificios públicos estaban con moños o crespones negros. Los hombres debían lucir el brazalete negro en señal de luto sobre sus trajes al igual que una cintita negra en las solapas. Todos los alumnos de las escuelas cuando volvieran a clases también debían llevar sobre sus guardapolvos la cinta negra en el pecho. La radio solo transmitía música sacra. No se podían hacer fiestas, ni reuniones. Desde nuestra edad, mirábamos todo con mucho asombro, ya no estaría la señora que pasó una vez rauda y veloz tirando juguetes desde un tren, ni tampoco las colas en el correo, para que los chicos recibiéramos algún juguete que nos había dejado para el día de Reyes o Navidad. Cosa que mamá nos prohibía hacer, no teníamos por qué recibir dádivas, no necesitábamos nada. Había que dejar eso para los chicos pobres. Ja… Ja… no era su generosidad la que la hacía actuar así. Era que no estaba de acuerdo con los peronistas. Pero en esa época ya la gente empezaba a callar opiniones.
La cuestión fue que tuvimos que volver a la escuela y los tres necesitábamos la cintita negra en el guardapolvo. Fue a la mercería y compró unos cuantos metros y nos hizo los moñitos y nos multó a que los perdiéramos, porque no iba a estar comprando cinta negra cada dos por tres, como hacíamos con las escarapelas. Fue así como siempre alguno volvía sin la cintita. Cuando se gastó la que había comprado, probó con trapitos negros de su costura, pero no era lo mismo.
En el departamento en que vivíamos, también había una oficina pública que no sé a qué repartición pertenecía. En la puerta, lucía un gran moño de seda negra, con dos lazos que colgaban largos como alas de murciélagos o colas de tijeretas. Entonces, cuando alguno de nosotros había perdido su cintita, mamá se arrimaba disimuladamente con la tijera en el bolsillo del delantal de cocina y cortaba un pedacito. Así, fue reduciéndose el largo del moño y un día uno de los empleados se le arrimó a la “señora que cantaba tan lindos tangos todas las mañanas”, y le dijo: “Vio señora, cada vez se achica más el moño, a lo mejor hay algunas señoras que cortan la cinta, porque es muy bonita”; a lo que mi mamá muy suelta de cuerpo le respondió: “Sabe señor, pueden pasar dos cosas: una que la humedad del ambiente haga que se encoja la tela y otra que hay muchos niños en el edificio y pasan y la tocan o la ensucian y alguna de las vecinas le corta la parte dañada para que quede más bonito el moño y luzca como debe ser”. Con una sonrisa se despidió del caballero y se metió en su casa. Se apoyó en la puerta de entrada para poder reírse mejor de la cara del hombre, que no había sabido qué contestar y daba por cierto lo que mi mamá había dicho.




Rumores de Pichincha

Por Carmen G.

“¡Cuántas cosas,…ciegas y extremadamente sigilosas!
…durarán más allá de nuestro olvido,
No sabrán nunca que nos hemos ido.
Jorge Luis Borges

Una mañana de invierno casi nublada y muy fría fui por un trámite a la vieja y remozada estación Rosario Norte. Dejé el auto por Callao. Crucé la Avenida Aristóbulo Del Valle y entré.
Al salir, algo me detuvo. ¿Los rumores de “Pichincha”?, ¿el murmullo de los andenes que adivinaba casi vacíos a mis espaldas?, ¿el aroma del aire que se me hacía a vapor de locomotora y a río cercano?, ¿los recuerdos de mi barrio de niña? No sé, pero algo me ancló y mi mente voló “allá lejos y hace tiempo”.
Viví en ese barrio desde que nací y hasta los doce años por Rodríguez, entre Jujuy y Brown, al lado de la casa de Rosalía, que tenía al frente una media pared con una verja por donde se asomaban las rosas de su jardín y, en las noches de verano, un flequillo de “madreselvas en flor” que aromaban toda la cuadra.
“Rosario Norte”, así le decían al barrio, tal vez porque Pichincha no era la Pichincha de hoy. Pichincha era oscura, nocturna, con muchas fondas y bodegones, algunos hoteles y más… Con muchachas frágiles, que hablaban otro idioma y de día solo podían verse detrás de alguna ventana con postigos semiabiertos y rejas y a las que las señoras del barrio pasaban ignorándolas, sin verlas, no mi mamá.
Por Jujuy, doblando la esquina hacia Pueyrredón, pasabas la tienda de los turcos y, entre la peluquería de Galuppo y la panadería “La Nieve”, había una de esas ventanas.
Yo acompañaba a mi madre a sus mandados y un día la vi responder a un chistido que salió de allí. Nos detuvimos y ella se acercó y, como pudieron, lograron entenderse con mi mamá tres muchachas que alcancé. Algo pasaba que yo no lograba comprender, pero lo presentía. A partir de entonces, algunas mañanas o a las nochecitas, ella les acercaba pequeños paquetes de la panadería, del almacén, de la farmacia. Esto pasó a ser un “secreto” entre mamá y yo, sin que ella me lo pidiera, solo porque percibía que era mejor no decir nada.
Solo salía a la calle con permiso para sentarme en el umbral de la puerta de casa. Podía ir a lo de Guegui o ella venir a casa, a jugar o a comer. Su familia y la mía eran inmigrantes españoles y se frecuentaban. Vivíamos a tres casas de distancia y hasta los doce fue la única amiguita del barrio que pude tener; porque con Norma, no, porque su mamá recibía amigos cuando el papá no estaba; con Olguita tampoco, porque su mamá era una “buena persona” pero perdida por el alcohol (le decían doña Dora, la borrachona, nunca Dora solamente). Y así…
En la esquina estaba el almacén de Don Pedro, con entrada por la ochava, donde comprabas todo suelto y fraccionado, envueltos con amorosos paquetitos de papel, con dos orejitas a los costados para cerrarlos. Tenía de todo, hasta otra entrada por Jujuy con un interior totalmente distinto, con mucha madera oscura y brillosa, igual al piso, al mostrador, a las mesa, a las sillas y a las estanterías que acumulaban botellas de todo tamaño y color. Por allí, no podías entrar, tampoco las mujeres solas. Era “El despacho de bebidas”, al que concurrían generalmente hombres a tomarse un aguardiente, una ginebra o una cañita, antes de entrar al trabajo y ¿por qué no también al salir?, como los obreros de “Piccardo”, una fábrica de cigarrillos de la otra cuadra, que partía el silencio de las madrugadas y de las siestas con una sirena larga y potente avisándoles a sus trabajadores el horario de entrada y de salida.
Mi escuela primaria fue la Nº 56, Almafuerte, seudónimo de Pedro Bonifacio Palacio, maestro y escritor del que siempre recuerdo una frase que no viene al cuento pero la cuento: “No te des por vencido ni aún vencido”. Era la única escuela pública del barrio donde los nenes no se juntaban con las nenas: varones a la mañana y niñas por la tarde. Como no se podía pagar un colegio privado, era la mejor opción.
Alguien me preguntó la hora. Volví. Crucé la calle y fui por Callao hasta el auto. Sentí que no todo estaba cambiado. Sentí que las veredas reconocían mis pasos, algunas casas estaban intactas. Seguí caminando. Tomé por Brown, doblé en Rodríguez y paré a la altura del 34, mi casa. La puerta fue reemplazada por un portón, pero los muros son los mismos, como una caricia pasé mis manos sobre ellos, sentí una energía muy especial, me costó seguir, pero llegué a Jujuy, di la vuelta por Callao.

Cumplí con un sueño que me debía de niña ¡dar la vuelta manzana a mi casa de Pichincha!

Nuestro hogar: el lugar indicado

Por Susana O.

Éramos muy jóvenes y nuestra pequeña hija todavía no caminaba. Por entonces vivíamos a la altura de Tucumán al 3800: escaso tránsito, calles empedradas, muy arboladas y oscuras, porque los plátanos hacían un techo que se extendía de vereda a vereda. Resultaba muy fresco en verano, pero siempre hacía que las luces de la calle resultaran escasas. Eso no impedía que a la noche, después de la cena, los días de verano nos sentáramos con nuestros sillones de tela a conversar con nuestros vecinos y retardar el momento de retirarse a descansar.
Después de un día bochornoso, el viento sur había traído algo de alivio que lamentablemente duró poco: se fue haciendo cada vez más intenso hasta que se transformó en un huracán: arrancó ramas, volaban las chapas del techo de la panadería que estaba frente a casa y se había llevado los carteles de propaganda. Las hojas de los árboles y otros desperdicios que arrastró el viento taparon las bocas de tormenta. De manera que cuando cayó el chaparrón que todos esperábamos, la calle primero y después las veredas se transformaron en un lago correntoso. Como sabía ocurrir cuando había ese tipo de tormentas, la luz se cortó.
Teníamos pocas velas, por eso solamente prendimos una en el comedor diario. Quisimos comunicarnos con los padres de mi marido para ver si estaban bien y comprobamos que tampoco teníamos teléfono.
Los celulares no existían.
Realmente estábamos muy inquietos. Nos aseguramos de que la puerta cancel y la del garaje estuvieran bien cerradas y también fuimos los tres hasta la puerta del patio trasero para cerrarla. Las cloacas gorgoriteaban, salía agua por la rejilla del patio; es decir, no daban abasto y, además, teníamos miedo de que empezara a entrar agua por la puerta de calle. Pusimos trapos de piso bajo la puerta.
Así las cosas escuchamos unos fuertes golpes en la puerta cancel.
¡No salgamos!- le dije a mi marido. Pueden ser ladrones aprovechando la oscuridad y soledad de las calles.
Los golpes eran cada vez más insistentes.
Tengo que ver quién es- dijo mi marido. Alguien puede estar necesitando ayuda.
Es muy arriesgado… no nos expongamos, Jorge. Quedémonos adentro en silencio.
Voy a ver quién es.
Alcé a la nena y fui con él siguiendo la luz de la vela.
No abras del todo, apenas una rendija para ver quién golpea.
 Los golpes continuaban.

Jorge abrió. Afuera estaba una mujer totalmente empapada sosteniéndose con la reja del balcón. El agua le llegaba casi hasta las rodillas. Estaba muy asustada. Nos dijo:
Por favor, permítanme entrar en su casa hasta que pase la tormenta. Está todo inundado y no se ve nada en la calle.
Era una mujer de mediana edad, unos cuarenta años, estaba desencajada. Tenía toda la cara mojada, no sé si de lágrimas o de lluvia.
Yo todavía dudaba…
Por favor, no teman… soy cristiana, necesito ayuda y estoy muy asustada- nos dijo.
Mi marido le abrió la puerta y la hizo pasar al comedor diario.
Le dimos una taza de café y yo la alumbré hasta el baño para que se secara un poco la cara y los brazos. Le di unas chinelas porque sus zapatos estaban empapados.
Me había pasado el miedo. Ahora solamente quería, queríamos que se recuperara y recobrara la tranquilidad.
Después de un tiempo, ya conversábamos más animados y la nena le hacía todas las monerías que sabía. La tormenta iba poco a poco cediendo.
De todas las casas de la cuadra, algo…, estoy segura de que fue Dios, me indicó que llamara a la de ustedes. Obedecí y no me equivoqué- nos dijo.
Cuando yo oí llamar -respondió Jorge- supe que debía abrir…
Se llamaba Mariana, no recuerdo el apellido. Se quedó hasta que dejó de llover y el agua de la calle bajó. La acompañamos hasta el cruce Alberdi para que tomara el colectivo.

Nunca más supimos de ella.

Una vida no alcanza

Por Ana María Miquel

Una vez leí un chiste, donde un señor mayor, pero muy, muy mayor, todo vestido de negro y con bastón decía: “Yo no me voy a morir, sin hacerme un test vocacional, para saber en qué desperdicié mi vida”. Y hay veces en que me siento identificada con la broma.
Y, por momentos, se me ocurre pensar que una vida no me alcanza para todo lo que quiero hacer y no me alcanzó el tiempo: me hubiera gustado aprender a pintar, me hubiera gustado aprender a coser, me hubiera gustado aprender a escribir, me hubiera gustado aprender a cocinar pero cocina de alto vuelo, me hubiera gustado dedicarme a transformar casas, me hubiera gustado conocer el mundo, distintas culturas.
De todo lo anterior hice un poquito y en la mayoría de las veces como autodidacta, muchas cosas no me salieron tan mal como podía esperarse; pero en ningún caso fue el trabajo “genial” o “perfectamente acabado”.
De estas cavilaciones surge la pregunta: ¿para qué nací?, ¿cuál es o fue mi función en esta vida? Entonces, como todo mortal, me conformo o justifico diciendo: “Hice mucho con mi vida: trabajé siempre, tuve hijos, tuve maridos, tuve familia, tuve amores y desengaños, dolores y alegría. Todo lo que hice, lo hice con el alma y el corazón”.
Si miro hacia el futuro, aunque nadie sepa cuál es su momento final, pienso que una vida no alcanza. Pero si miro hacia atrás, me doy cuenta de las cosas buenas que hice, por ejemplo tres hijos maravillosos, con sus defectos y virtudes, pero son personas de bien, honestas, trabajadoras, estudiosas, buenos padres y madres de familia. No me puedo quejar. También y aunque con críticas, me he considerado siempre una muy buena maestra y qué sería de los niños si no hubieran maestras, ¿verdad? Es más o menos como preguntarse en estos tiempos, ¿qué sería de las madres, si no hubieran obstetras?
En los momentos de crisis económica supe hacer con un “hacha un puchero”, porque servir una mesa cuando abunda la materia prima no tiene gracia. Intenté embadurnarme de óleos y acrílicos y aunque mis pinturas fueran ingenuas, logré verlas colgadas en una vinoteca. Escribí cuadernillos de actividades para mis alumnos y otros, tanto de Lengua como de Matemática. Remendé y transformé prendas de ropa. Tejí hasta que la artrosis en las manos me impidió seguir haciéndolo. Tampoco me puedo quejar de mis viajes, ya sean sola o acompañada.
Pero por sobre todas las cosas AMÉ.¡ Con una entrega total! Ya sea a mis hijos, mis alumnos, mi familia, mis maridos. AMÉ los amaneceres, cuando todo está por estrenarse y vemos salir el sol. AMÉ las montañas nevadas, las viñas, las llanuras, el mar, las playas, la inmensidad del cielo arriba de un avión. Sí, AMË así con mayúsculas.
Y soy tan fundamentalista que quisiera otra vida para seguir amando y volviendo a ser todo lo que soy.

martes, 12 de agosto de 2014

El "Estrella del Norte"

Por Ana Inés Otaegui

Estación Rosario Norte. Barrio Pichincha: lleno de bodegones, mujeres muy maquilladas y hoteles de alojamiento, calles empedradas, luces pálidas, sonidos de todo tipo (campanas, silbatos, carcajadas…). Era la postal de esos tiempos, la década del 60.
Sobre el andén, estábamos con mi familia esperando el tren “Estrella del Norte”, que nos llevaría a Tucumán. La campana anunciaba la llegada y todos estábamos preparados para subir al vagón, que mi papá, ya lo identificaba por las indicaciones de los boletos, unos cartoncitos amarillentos de forma rectangular, que luego el guarda pasaría a controlar, perforándolos con algún punzón filoso.
Las valijas de cuero pesaban muchísimo y solo con la ayuda de un changarín podíamos acomodarlas en el portaequipajes. Los asientos, enfrentados entre sí permitían que nos viéramos permanentemente.
Sorteábamos, con mis hermanos, quién iba del lado de la ventanilla; ése era el lugar preferido por todos. Por supuesto que después, durante el viaje, que duraba unas 14 horas, rotábamos.
En cada estación, el tren se detenía, ya que eran varios los destinos, y algunos pasajeros descendían y otros subían. Y, allí, se producía un festival de vendedores que ofrecían de todo: queso de cabra, salames caseros, gallinas vivas, cotorritas de un verde intenso, ponchos muy vistosos, mantas prolijamente diseñadas y toda clase de adornos hechos por ellos.
Recuerdo a esas mujeres de piel oscura quemada por el sol norteño, con grietas muy marcadas, como si hubieran bebido de golpe todo el tiempo… Un pañuelo en la cabeza y, sobre sus brazos, un canasto lleno de alimentos y otros objetos, que ofrecían a los pasajeros.
El silbato del guarda anunciaba nuevamente la partida. El pito del tren sonaba intensamente y la locomotora iniciaba la marcha, como una reina de acero, majestuosamente abriendo paso.
Era muy colorido y muy divertido viajar en tren, donde se producía una mezcla rara, pero tan real como en las películas: personas de campo, de la ciudad, loros, cotorras, gallinas cacareando encerradas en cajas de zapatos con perforaciones a los costados para que pudieran respirar… y, por allá, perdida al final del vagón, se escuchaba la melodía de una guitarra y el repicar de unos bombos, y a medida que nos acercábamos, el canto de una chacarera entonada por unos hombres vestidos de gaucho.
Recuerdo también que, cuando era más pequeña, íbamos en camarote, ya que para mi mamá era más seguro. Camas cuchetas y al costado, una manija dorada que al tirarla salía una piletita con sus brillosas canillas.
El olor al alcohol de quemar nunca faltaba, pues mi madre preparaba algo calentito en su termo de mecha, que al encenderla emanaba ese olor, que nos encantaba.
El compás rítmico de las ruedas del tren, sobre las vías, nos inspiraba a recitar, a mis hermanos y a mí, improvisadas frases, que nos provocaban muchísima risa.
Estación Rosario Norte: hoy te veo y son solo recuerdos. Silenciosa de rieles y locomotoras. Todo está dormido.

¡Pronto despertarán!

Prisionera

Por Susana O.

Ocurrió esto no hace mucho tiempo. Digamos un año o, tal vez, un poco más atrás. De manera que no tengo “muchas grietas en el obstinado olvido”. Todo está muy claro en mi memoria.
Habíamos estado esperando esa fiesta como si fuéramos adolescentes por festejar nuestros quince años o juveniles novias soñando con la boda…
¡Nuestros queridos amigos Marilú y Domingo… festejaban sus Bodas de Oro! Como si eso fuera poco iban a reiterar sus votos matrimoniales en una ceremonia que se haría al final de la fiesta.
Conocemos a Marilú y Domingo desde la escuela primaria. Éramos compañeros y hemos conservado la amistad desde entonces. Supieron separarnos en algunas oportunidades los estudios, los casamientos, los hijos, pero siempre, a veces todos, otras, solamente algunos, continuamos viéndonos y celebrando lo que era importante en nuestras vidas. Hoy disfrutamos de una hermosa amistad que hemos extendido a nuestros hijos y parejas.
Después de muchas consultas, averiguaciones en distintos salones en las que todos participábamos, “los novios” decidieron contratar una casa que se alquila para fiestas. Es una casa de las llamadas “Chorizo” que fue refaccionada para reuniones. Las habitaciones, unas detrás de las otras, se transformaron en un salón muy grande; las galerías decoradas con hermosos vitrales salvados de la demolición y con enormes ventanales que dan luz natural durante el día y se iluminan durante la noche.
La cocina y el baño están al final de la recepción. La cocina da al parrillero que está en el jardín. Este es un precioso lugar verde, lleno de plantas de flores y árboles bajos. La cocina y el baño parecían sacados de una película de Hollywood.
¿Cómo no mencionar los preparativos, las consultas sobre la ropa que usaríamos, el regalo, cómo llegaríamos, si era conveniente alquilar una Traffic así podíamos ir muchos juntos, o si usaríamos nuestros autos, llamadas de teléfono continuas, avances y retrocesos en las decisiones…?
La curiosidad por saber qué ropa usaría “la novia”. ¿Estaría de largo? Seguramente no, porque la invitación era para almorzar al mediodía y merienda a la tarde. ¿Y Domingo? ¿Traje oscuro? ¿Usarían la misma ropa del almuerzo en la ceremonia de bendición de los anillos en la Iglesia?
A veces pienso que toda la expectativa fue tan o más placentera que la fiesta en sí…

Llegó el día. La entrada y la recepción estaban llenas de flores blancas. Una joven nos indicó nuestra mesa que se llamaba “Escuela Primaria” y finalmente… y con la marcha nupcial entraron Marilú y Domingo del bracete acompañados de sus dos hijos, los hijos políticos y sus seis nietos (algunos con sus parejas). ¡Qué emoción! Las mujeres no parábamos de llorar…
Fue como una fiesta de casamiento, almuerzo, vídeos sobre la vida de los novios, algunas fotos de nuestra escuela, el vals, baile con música de los sesenta… la torta de bodas y el brindis… A la tarde sirvieron una merienda y esperábamos café con sándwiches al final de la ceremonia religiosa.

¡Los novios desaparecieron! ¡Ay! ¡Cuánta ansiedad!
 Marilú que usó un trajecito simple con una blusa blanca con un moño a anudado bajo su barbilla apareció con un vestido negro largo bordado con piedras brillantes … Y Domingo –que había usado una camisa a rayas sujeta por gruesos tiradores negros– se puso un saco negro que le quedaba elegantísimo… Queridos amigos…

Estábamos por salir para la iglesia…
Decidí ir al baño para arreglarme un poco.
 Cuando llegué vi que el picaporte estaba salido en la parte de adentro de la habitación por lo que pensé que era mejor no cerrar la puerta del todo, solo apoyarla ya que no se podría abrir desde adentro. El picaporte estaba roto en el suelo…
Me entretuve mirando las delicadezas que los novios habían preparado, jaboncitos en forma de corazón, toallitas individuales con las iniciales de la pareja, pequeños frascos de perfume… Queridos amigos…
Me peiné, retoqué mi maquillaje y consideré que era mejor orinar para estar tranquila durante la ceremonia que sin duda, iba a ser larga… entrada, los nietos más pequeños llevarían los anillos, promesas, bendición final…

Uno de los invitados tuvo mi misma idea, abrió violentamente la puerta –yo estaba sentada en el “trono” – murmuró una disculpa ¡y la cerró dando un portazo!
Me había dejado encerrada. No me preocupé demasiado al principio porque pensé que el hombre estaría próximo ya que necesitaba el baño. No dejaba de pensar que podría haber golpeado y no entrar como una tromba, sentía vergüenza, me había visto en una situación tan íntima…
Sin duda era un viejo tonto.
Pero el tiempo pasaba, pasaba, diez minutos, media hora y no aparecía nadie. Empecé a aterrorizarme. Se irían a la iglesia y yo me quedaría encerrada quien sabe por cuánto tiempo. Golpeaba la puerta con los nudillos primero, después con el anillo, gritaba: “Estoy encerrada en el baño, por favor abran la puerta”.
Trataba de escuchar con la oreja pegada a la cerradura y no se sentía ningún bullicio ¿Se habrían ido ya? ¿Qué habría hecho con sus necesidades el tonto que me encerró? ¿Ninguno de los amigos notó mi ausencia?
 No, no, esto no me podía estar pasando. ¿Y si cortan las luces hasta que la gente vuelva?
Traté de razonar entre lágrimas. “Es verdad que el baño está al final de la casa”. Pero, bueno, en algún momento alguien va a tener que venir, a lo sumo me perderé la ceremonia, tienen que volver por el café y el final de la fiesta… no vale la pena desesperarse”. “Tiene que haber quedado personal de la casa para ordenar y preparar lo que falta de la reunión”. “Seguramente alguien va a venir en algún momento…”

Decidí recomponerme, secarme las lágrimas y esperar más tranquila. Me senté en el toilet y probé el jabón, las toallitas, el perfume… volví a peinarme…
Me pareció oír voces. ¡Alguien viene! Me levanté y golpeé lo más fuerte que pude y grité ¡Abra, abran la puerta por favor…estoy encerrada!
Era el matrimonio con el que había venido en el auto, preocupado por mi larga ausencia.
No daban crédito cuando les contaba lo sucedido. ¡Habían pasado cuarenta y cinco minutos! Empezaron a reírse a carcajadas… y se siguieron riendo hasta hoy…
Nunca supe quién me vio hecha una reina sentada en el trono…

Reflexiones

Por Ana María Miquel

Siento como si fuera caminando lentamente por un hermoso camino, que es la vida. A mi lado pasan raudos y veloces los más jóvenes. Y siento que también a toda prisa avanzan gateando los bebés. Mientras que un gran número de Adultos Mayores, seguimos a paso lento hacia la misma meta: aprender a manejar los medios de comunicación y la tecnología.
Si hacemos un curso para aprender su manejo, siempre nos quedamos con la mitad sin entender, si pedimos ayuda nos responden: “Jugá con la computadora o la tablet o el Blackberry y vas a ver como sola aprendés”.
Como no nos podemos quedar afuera del mundo, es que realizamos nuestros mayores esfuerzos de concentración y voluntad para lograr el fin, es decir, manejar la comunicación y la tecnología.
En un momento recapacito y pienso: “Qué maravilla haber conocido el mundo sin tanta comunicación y tecnología”. Porque de esta manera puedo valorar lo que tenemos en el día de hoy, cosa que no pueden hacer ni los jóvenes, ni los niños. Ahora necesitamos conectarnos con otra persona o investigar sobre un tema y simplemente nos sentamos frente a la computadora. Tenemos que escribir algo y ya no usamos ni las máquinas de escribir en las que cada tecla debías apretarla con un martillo, ni tampoco las eléctricas que eran una fiesta, también te sentás frente a la computadora y luego vas a la impresora.
Cuando alguien se iba de viaje y esperabas noticias, ya sabías a la hora en que pasaba el cartero y salías a la calle a preguntarle: “¿Hay algo para mí? Ni hablar si se había ido fuera del país, allí sabías que debías esperar como mínimo de veinte días a un mes para tener noticias. Ahora recibís un mensajito por el Whatsapp desde cualquier lugar del mundo y ya te quedás tranquila. Y, al mismo tiempo, se entera toda la familia, ya que instalás el “Grupo Familia” y no hace falta juntarse los domingos a comer los fideos, porque durante toda la semana estuviste conectado con todos.
Cuando fue la Revolución Cubana, me acuerdo que toda la familia iba a la casa de una tía que tenía esas radios cuadradas y grandotas de madera a determinada hora de la noche a escuchar Radio Colonia del Uruguay, que ellos nos cantaban la justa, sobre cómo se estaba moviendo Fidel Castro y el resto. Ahora, querés saber qué está pasando en la Franja de Gaza y simplemente ponés el canal de noticias internacionales y ya te enterás, y de muy buena fuente, de los últimos acontecimientos. Cuántos heridos, cuántos muertos, cuántos atentados y lo mismo para una catástrofe climática, ya sea un terremoto o un huracán o alguna de esas otras calamidades que ocurren en el mundo.
Podría seguir escribiendo sobre la Comunicación, pero quiero dedicarle un poquito a la tecnología, la cual ayudó muchísimo a las mujeres. Ahora, la mayonesa se vende en cualquier lado, con infinidad de marcas, tamaños y sabores. Antes, solo la hacíamos para las fiestas importantes, revolviendo con dos tenedores las yemas de huevos y agregando el hilito de aceite. ¡Ojo! Si estabas indispuesta, no podías hacer mayonesa porque se cortaba. Además, no podía durar más de veinticuatro horas. Lo mismo con la crema chantilly. Si querías recalentar comida, se recurría al consabido “Baño de María”. Ahora, vas al microondas. Si querías hacer un juguito de naranjas o de frutas, recurrías a los viejos exprimidores, ahora tenés procesadoras, jugueras y no sé cuántas cosas más. Para el café, había que empezar por moler los granos y después tener bien limpia la bolsita de tela para filtrarlo. Ahora, lo tenés instantáneo o directamente la cafetera que se encarga de todo. Si querías hacer una tarta, tenías que comenzar por hacer la masa, al igual que para las empanadas. Ahora, vas al supermercado y las compras están hechas. No me tengo que olvidar del detergente, a cambio del jabón blanco o lavasa para lavar los platos, como tampoco de la leche en polvo para no esperar al lechero que venía con el carro y los tarros.
La lista sería interminable, la puedo recontar en mi día a día y por eso valoro y admiro todo lo que tenemos con respecto a la informática y tecnología, pero no quiero dejar escapar los afectos y valores, que deben mantenerse inalterables porque son los que movilizan al ser humano y en consecuencia a la sociedad.
No todo lo pasado o lo actual es lo mejor, el secreto está en saber adaptarse a las circunstancias y encontrar el equilibrio.


jueves, 7 de agosto de 2014

Baronesa Mocciaro

Por Juan José Mocciaro
juanjosemocciaro@gmail.com 

En mi tercera visita a Gangi, en Sicilia (2012), tenía una materia pendiente que cumplir: visitar el Palacio del Cavallieri Giusseppe Mocciaro, que en la actualidad era privado. Lo había adquirido la Familia Migliazzo.
Después de varias gestiones realizada entre el dueño y el intendente de la ciudad, me hicieron recorrer el mismo donde en cada pared y techo había pintados unos frescos de la época medieval y, algo más contemporáneo, un cuadro de Giuseppe Garibaldi, todos muy bien mantenidos porque habían sido restaurados hacía poco tiempo. Bibliotecas y muebles de la época engalanaban dicho palacio.
En esa recorrida no dejaba de preguntarme: “¿Mi apellido será descendiente de este Barón?”.
El dueño me comenta que cuando compró el Palacio vino incluida una capilla llamada San Juan y tenía una sorpresa para mostrarme. Al abrir la puerta, veo un ataúd de hierro y me dice: “Ahí está embalsamada la Baronesa  Concetta Mocciaro que murió con solamente 19 años”. Sacó de su bolsillo una llave de grandes dimensiones, como se usaba en la antigüedad, y su cabeza era de oro macizo; abrió el ataúd y entre tres personas tuvimos que levantar la tapa de hierro muy pesada, donde al costado había una lámpara (tipo la de Aladino) grabada hacia arriba con la fecha de nacimiento, 10-9-1903, y una hacia abajo, 6-1-1922; y a través de un vidrio la puede observar.
A través de un vidrio la pude observar. Realmente, para mí, fue una experiencia única lo vivido en ese lugar. Una cosa que me llamó la atención fue que las flores naturales mantenían el color y no eran plásticas.  Y, así, me pude encontrar con los antepasados que llevan mi apellido. También en dicha capilla existe un osario de los Mocciaro.
Ahí nomás, le dije a mi esposa: “Cuando me llegue la hora tenés que traer mis cenizas y dejarlas acá. Sería volver al pasado de donde vinieron mis ancestros”.



Y un día me enamoré

Por Ana Padovani

Tan solo eran 14 años, allá por el año 61. En ese tiempo sí que era una niña, con las limitaciones propias de la época. ¡Si casi todavía jugábamos con las muñecas!
Tenía una amiga con la que compartía hermosos momentos de la infanciay un día nos invitaron para formar parte del grupo de niñas de la Acción Católica. No nos divertía mucho la idea, pero era una buena excusa para salir los sábados por la tarde. Entonces, aceptamos, sin saber que también había un grupo, que eran “los niños”, casi todos de nuestra edad; y los jóvenes, de entre 15 y 16 años.
En mi pueblo, el 10 de agosto se festejaba el día del Santo, la fiesta de San Lorenzo, y en el predio del viejo convento se organizaban las kermeses para recaudar fondos para los campamentos.
Yo era la encargada de las rifas. Había vendido casi todas, pero ¡oh sorpresa! La última se la vendí, al más apuesto, sonriente, cariñoso y amable de todos los jóvenes.
Y, así, comenzó esta historia que lleva 50 años; y, a lo largo de la vida, me ha dado tema para escribir varios libros…
Vaya si han pasado cosas.
Durante un año fuimos novios por carta. Todos los días iba hasta mi escuela a llevarme ese papelito, lleno de dulzura que aún conservo. En un año fueron miles de cartitas, que al dármelas y rozar mi mano hacía que el corazón saltara de mi pecho.
Recién después de cumplir los 15 pudimos empezar a darle forma a este proyecto.
“¡Ese chico!”, decía mamá, “¿Qué raro? Te hizo un regalito solo, ¿por qué será que no se unió con los otros?”.
Él tenía una bicicleta grande, de color negro y mil veces al día pasaba por casa, y yo para verlo me había vuelto tan hacendosa, que el barrio se sorprendía de las veces que barría la vereda y limpiaba las ventanas.
¡Qué tiempos! ¿No? nos conformábamos con tan poco, y ese poco era todo y nos alcanzaba.
La primera vez que fuimos al cine, casi por los 18; con mamá, al baile, con todas las madres; y, si salíamos a dar una vuelta y anochecía, veíamos a papá con su viejo auto que venía a buscarnos, para llevarnos a casa, siendo como mucho las ocho de la noche.
Los tradicionales bailes del petróleo o los de Carnaval en el viejo club eran también buenos pretextos para el encuentro…y las canciones lentas…o un beso robado en la mejilla…y los sueños de una vida juntos, qué parecía nunca llegaría.
Pero llegó y, después de siete años, nos casamos. Y estábamos tan felices, y la fiesta tan divertida, que perdimos el colectivo que nos llevaría de luna de miel, y no faltó un familiar comedido, que nos llevó con su auto hasta Buenos Aires y, de ahí, partimos a Bariloche, que era nuestro destino tan deseado.

Y así fue como empezamos a ser familia. Llegaron los hijos, crecieron, formaron sus propios nidos. Llenaron nuestra vida de nietos y ahora, ya en el ocaso, miramos hacia atrás y sin hablarnos podemos decirnos que valió la pena y que se puede, con paciencia, tolerancia, respeto y mucho amor, se puede amar para siempre; pues aun hoy, al rozar nuestras manos, sentimos cosquillitas en el corazón.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Fiestas del corazón

Por Carmen G.

Estoy atareada. Mientras trajino, pienso. Jamás puedo dejar de pensar…. Mientras trajino, pienso que en apenas unos pocos días voy a cumplir años. ¡Qué extraña sensación! Han pasado sobre mí, yo he transitado junto a ellos y, como diría el poeta, “cómo se pasa la vida, tan callando”. Ya son unos cuantos y siento que no me pesan, pero cuando digo “han pasado sobre mí” es literal, lo denuncian las arruguitas, el físico que ha cambiado, pero por dentro sigo sintiendo un corazón joven, siento fluir la sangre por mis venas y, parafraseando a Víctor Heredia, todavía tengo mi “sonrisa” urgente.
Soy docente, hace un tiempo que estoy retirada, pero lo digo en presente porque quien lleva en su alma la docencia, sabe que muere con ella. “Genio y figura hasta la sepultura”, decía mi abuelo con toda razón ¡cómo me reconforta recordar sus dichos!
El teléfono suena insistente y logra sacarme de mis pensamientos. ¿Aló? (me encanta romper con la rutina del ¿hola?), del otro lado, una voz pequeñita, media ronca, no muy decidida, me dice: “Abuela, ¿cómo eran las fiestas patrias cuando vos eras chica?”.
Es Juan Ignacio, el mayor de mis nietos. Está en segundo grado. Apurada, sin pensar le contesto: “Como son ahora”.
Y, como estoy “apurada”, sigo con mis cosas. ¿Sigo? No, no sigo. Su pregunta frena mi apuro, me moviliza y me ubica allí, en mis años de niña… en mi escuela. Me siento y, como una vorágine, mi pensamiento recupera lugares, calles, personas, delantales, escarapelas, banderas, algarabía, familias, ¿fantasmas? ¡Qué bella sensación. ¡Un viaje al pasado con tan sólo una pregunta que pretendí evadir! Levanto el teléfono.
—¿Juan por qué me preguntaste esto?
—Porque la seño nos dijo que charláramos este tema con nuestros abuelos.
—Juan ¿sabés que te amo?... en casa, cuando yo tenía tus años, en mi mundo de niña, todo, absolutamente todo era muy distinto. Por empezar, las familias eran más numerosas. Mis abuelos maternos, Carmen y Antonio, andaluces los dos, tenían seis hijos, mis tíos: Miguel, Juan, Manolo, “el Negro”, “el Tito” y María Julia que era mi mamá. Cuatro de mis tíos estaban casados y, a su vez, tenían dos hijos cada uno (mis primos). Entonces éramos: uno, dos, tres… veintiuno en total, a los que, en las fiestas de “los Jiménez”, se sumaban siempre amigos y vecinos, porque, en aquella época, las puertas de casa permanecían siempre abiertas.
La algarabía de las fiestas patrias se vivía con anticipación. Eran días muy importantes que se esperaban con mucho patriotismo. No había solapas ni pechos sin escarapelas. Tal vez, no tantas banderas en las puertas y balcones, como para impresionar al vecino. No, eso no importaba, era en el corazón donde queríamos lucir con orgullo nuestra identidad argentina.
La escuela también se vestía de celeste y blanco y en los pizarrones del vestíbulo y de los patios, las maestras se encargaban de contarnos, con letra dibujada y textos breves, porqué estábamos de fiesta y qué festejábamos.
En nuestras casas también se olía ese aroma de festejo, de cumpleaños, de reunión…
El día antes de la fiesta, la Ita (mi abuela) amasaba, como todas las semanas, el pan casero que, como siempre, cocinaba en su horno de barro, hecho por mi abuelo, solo que para las fiestas también nos hacía “pan con chicharrones”. El abuelo Salvador, mi papá, en la noche de ese mismo día hacía la masa para las empanadas, que quedaban preparadas, silenciosas y tapaditas en la mesa hasta la mañana siguiente. Si nos dejaban, ayudábamos a armarlas. El repulgue ¡qué difícil!
Por la mañana del 25 de mayo, o del 9 de Julio, o del…, todo era mágico y festivo. Temprano nos llevaban al desfile, por supuesto bien abrigaditos y con la escarapela que lucía en nuestro pecho, y con mucho más orgullo en el de esos dos andaluces (mis amados abuelos), que se sentían muy argentinos y amaban a esta patria tanto como a su España natal, solo por ser la patria de sus hijos.
Al mediodía, al regresar a casa ya estábamos todos. De cortar las tapas de las empanadas, sobraban retacitos de masa que, la Ita, para probar la temperatura de la grasa, los freía primero y los espolvoreaba con azúcar después y, a la voz tan añorada de “niños a acercarse, vamos que ya están los retacitos”, corríamos todos: los niños y los no tan niños. Y en esa mesa larga y apretada, primero las empanadas… después el asadito y, siempre, engalanando la mesa, siempre ese pan, el pan de la Ita…
—¡Abuela!!!!
—Sí hijo, ya sé que hablo mucho!


Mi vecino Lorenzo

Por Alberto Nicolorich

Tuve la dicha de nacer en un lindo barrio de mi pueblo, San Lorenzo, que queda sobre la ruta 11, a 30 km de Rosario, sobre la costa del majestuoso Paraná y en donde se gestara la batalla del mismo nombre.
Cerca de mi casa, que quedaba frente al colegio de la Misericordia y a una cuadra de la primera escuela de la Patria, el Colegio San Carlos, que vio su inicio a la sombra del Convento allá por el año 1810, como todo barrio tenía varios personajes; pero hoy me voy a ocupar de Don Lorenzo, como le decíamos de chicos. Era sin edad, vivía en una muy humilde casa en un terreno que daba a los fondos con la nuestra, con piso de tierra que tenía impecable. Lo barría con una escoba casera armada con ramas de sus árboles, atadas entre sí por alambre que sacaba de los cajones de madera. Lo recuerdo sentado en un banco de rama, construido por él, vaya a saber uno en qué tiempo, pero lo aguantaba y le servía para sentarse a tomar mate y armar unos cigarros de hoja, fuertísimos. Cuando lo pitaba, su rostro se transformaba y parecía que recordaba, quién sabe qué cosas.
Su rancho era de techo de chapa y alguna pared también, muy humilde. Siempre vivió solo o por lo menos desde que recuerdo. No tenía luz y a la noche se alumbraba con un candil a kerosene, que le solíamos traer de un almacén en la esquina de casa
Tenía un pequeño gallinero que le servía para tener huevos y algún pollo para comer o venderle a los vecinos, que siempre estaban dispuestos a ayudarle, lo mismo cuando criaba algún lechón para las fiesta.
Nosotros jugábamos en su patio grande de tierra y nos juntábamos a la salida de la escuela a disfrutar de unos picados o carrera de autitos o a jugar a la bolita, que siempre alguno traía un acerito de algún ruleman perdido en los talleres de amigos de nuestros padres. Y él estaba presente participando desde su asiento y, de vez en cuando, nos convidaba con algún verde amargo.
Su estampa era delgada, con la piel gastada por el sol y los años de trabajos duros, con una gorra, alpargatas negras y sus bombachas batarazas. No era muy conversador, pero siempre tenía alguna historia que contar y en algún descanso de los juegos escuchábamos. Ojos profundos oscuros como el cielo de noche, pero que irradiaban una paz que nos llenaba.

Pasaron los años, me casé y mude de barrio, mis padres también cambiaron la querencia, el progreso avanzo sobre el terreno y con el paso de los años perdí todo contacto. Nunca supe qué fue de Don Lorenzo, como siempre lo llamábamos con cariño. El solo recuerdo me llena de tristeza y de alegría por la dicha de haber podido conocer un personaje humilde, pero de un corazón trasparente.

Cuestión de tiempo

Por María Rosa Fraerman

Hay una calle que mi corazón se ha robado de los barrios de mi infancia.
El óxido de la cerradura crujió, telarañas, humedades, ayeres que regresan.
Un espejo cuenta mis arrugas, y el amarillento almanaque me habla de tiempos.
Recorro la casa con asombro, el silencio me aturde, solo el tic-tac del viejo reloj me vuelve a la realidad, y a pesar de las ausencias, busco aquella niña en el aroma de las glicinas y las tostadas de los amaneceres.
El tiempo me cambió el paisaje, me impaciento, me apresuro y casi en un suspiro transcurre la vida.

Sin dejar hojas en blanco ni espacios sin recorrer, disfruto de los instantes en un horizonte despejado, antes de que el tiempo se acabe.