Por Susana Olivera
Mi escuela secundaria: Escuela Normal de Maestras Nº 2 “Juan
María Gutiérrez”, año 1960. Solamente para señoritas. Guardapolvo blanco con
seis tablas pequeñas, encontradas, zapatos negros abotinados, medias de seda
que no se vieran las ligas –no existían las cancán–, que no sobresaliera nada
de color por el cuello del delantal, si era necesario abrigo, tenía que ser
azul oscuro, o ¡ponérselo bajo el delantal! El largo del guardapolvo,
cuidadosamente estipulado: se toma desde el suelo hasta diez centímetros bajo
la rodilla. Uñas cortas, sin pintar. Cara lavada, pelo sujeto con bincha
blanca, corto o con hebilla atrás. Se hacía control diario del uniforme y se
amonestaba a quien no lo respetase.
Se esperaba al profesor de pie al lado del banco, en
profundo silencio y se esperaba a su saludo para responder. La celadora nos
avisaba que llegaba el docente; solo nos sentábamos cuando se nos indicaba. Si
teníamos que hablar, levantábamos la mano y nos poníamos de pie al lado del
banco para responder si se nos había autorizado.
Parecen duras todas estas reglamentaciones, sin embargo en
esa época las cumplíamos, no exactamente al pie de la letra, había algunas
“amonestaciones”, pero eran excepciones…
Bella época, el amor a flor de piel, enamoradas siempre,
siempre enamoradas del amor. Nuestros problemas: una prueba, un baile al que no
nos dejaron ir, o que no fue “él”. Alguna mala nota… A veces, celos entre
nosotras por algún promedio. Alguna crítica paterna por la ropa… y el obligado
¡a cambiarse!
Pero, el amor… Yo estaba profundamente enamorada (y era mi
secreto) del profesor de Anatomía de 3º Año. Se llamaba Vicente Cubría, ¡era
médico y soltero! No podía dejar de mirarlo y mi única manera de llamar su
atención era con una carpeta en la que hacía dibujos todos sombreados de los
huesos, o del sistema circulatorio o muscular y la tenía completísima. Además,
estudiaba todas las clases, no solo por el libro de texto sino que buscaba
otros que conseguía prestado de un primo que estudiaba Medicina. Así, levantaba
la mano siempre, aunque no me “llamara” para pasar al frente. Tuve diez los
tres trimestres y me pidió que le diera mi carpeta a fin de año. Fue mi primer
amor. También nos daba Puericultura y nos hablaba del papel de la mujer y la
importancia de la maternidad. ¡Era todo tan bello! El problema era que tenía
una competencia feroz porque todas –las treinta– estábamos “secretamente”
enamoradas de él. Cuando sonaba el timbre que indicaba el final de la hora, nos
quedábamos para “charlar” con él sobre cualquier cosa hasta la llegada de la
próxima clase. Él tan gentil, tan correcto, tan hermoso…
Por supuesto, cuando terminara el secundario iba a estudiar
Medicina… pero no fue así. Hubo otros acontecimientos en el camino que me
desviaron de ese primitivo propósito: el primero, por ese entonces me puse de
novia con alguien un poco más acorde a mi edad; y, segundo, aparecieron otros
intereses que me borraron el anterior.
“Medicina es un carrera tan larga, nena, y tan sacrificada”,
decían mi madre y mis tías. “Después vos te querés casar y ¿qué vas a hacer con
semejante carrera? No la vas a poder ejercer para quedarte en tu casa a cuidar
los hijos y si esperás a terminar ¿cuándo te vas a casar? ¿A qué edad?”
Ese fue un argumento bastante contundente: sí, me quería
casar pronto, estábamos preparando la casa que nos la prestaban mis futuros
suegros, comprando los muebles, haciendo el ajuar… Ahorrando… Entonces todo se
hacía paso a paso y con mucha anticipación,
“¿Y un profesorado? ¿Qué te parece? Cuatro años y tenés
trabajo enseguida”
Podía ser el profesorado de inglés. Yo iba a la Cultural
Inglesa. Allí había conocido al que sería mi marido. Estaba por terminar el
curso final y éste habilitaba para el ingreso que era bastante difícil; pero,
pero…
Un día la profesora de Castellano (se llamaba así la
asignatura) nos propuso leer a Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Gabriela
Mistral aunque no nos correspondía: debíamos estudiar literatura española (Siglo
de Oro y Barroco). También argentina pero la de los orígenes: Crónicas de
Indias, entre otras. Además, había que estudiar Gramática: verbos, análisis
sintáctico, oraciones subordinadas, reglas ortográficas. Versificación. Pero nosotras
queríamos poesías de amor.
Así que nos propuso estudiar a esas poetisas, con una
condición: aprender versificación y aplicarla en los poemas que usáramos,
buscar biografías y hacer un trabajo escrito, una monografía, sobre las tres,
resaltando su papel como precursoras de la poesía feminista posterior. Ese
trabajo debía comenzar con un poema que eligiéramos y que debíamos estudiar de
memoria y recitarlo antes de exponer el trabajo. Siempre había que estudiar
algo de memoria… Fue así como empezamos a conocer a esas tres mujeres tan
distintas que escribían poemas de amor. Y que se rebelaban contra el orden
patriarcal imperante y denunciaban con su poesía la situación de la mujer.
La profesora de Castellano era ancha, muy ancha
especialmente de caderas, un metro cincuenta de estatura, usaba zapatos
abotinados con cordones como si fueran de hombre, vestía invariablemente de
marrón: pollera y chaqueta con una blusa abotonada al cuello. Y era fea,
irremediablemente fea: cara enjuta, que no condecía con el ancho de sus
caderas, y lo peor, un prognatismo muy pero muy marcado, escaso pelo peinado
siempre para un costado, lentes que ocultaban unos ojos miopes… Pero tenía una
cualidad que aprendí a valorar mucho tiempo después: nos escuchaba, nos
respetaba, amaba su trabajo y también a sus alumnas. Y yo, pasada esa etapa de
bromas continuas, también aprendí a reconocer todas sus virtudes y a quererla.
Tocó mi turno: yo había elegido el poema “Dulce milagro” de
Juana de Ibarbourou. Empecé a recitar: “queesestoprodigiomismanosflorecenrosasrosasrosasamisdedoscrecen…
Ella dijo: “Nooo, señorita –nos trataban de “usted” y por el
apellido–, eso no es recitar. Parece que usted está cantando una retahíla, debe
dar expresión a sus palabras, marcarlas con ademanes, hacer las pausas, dar
cambios en el tono de voz… Le voy a mostrar…
Estaba de moda entonces una recitadora que se llamaba Berta
Singerman y la profesora quería que siguiéramos su modelo. Comenzó:
“¿Qué es esto?” (cara de sorpresa mirando sus dos manos
extendidas frente a sus ojos)
“Prodigio” (grito de soprano)
“Mis manos florecen” (aleteo de las manos como de dos
pájaros)
“Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen” (olía las manos con
deleite como se fueran rosas y las alejaba de la cara)
““Mi amante besóme las manos” (corrida de un extremo a otro
del salón con los ojos en blanco y los brazos alzados)
“Y en ellas han brotado rosas como estrellas” (aleteo de los
brazos como si fueran alas)
“Y voy por mi senda
voceando el encanto y de dicha alterno la risa y el llanto” (carcajada entre
las palabras para terminar con lágrimas)
Y siguió así hasta el final del poema.
Todas mis compañeras aguantaban la risa haciendo un esfuerzo
terrible –era tan importante la disciplina–, algunas se agachaban buscando algo
perdido bajo el banco, otras bajaban la cabeza y se tapaban la boca, a la mejor
alumna, escolta de bandera, se le caían las lágrimas por el esfuerzo por no
reírse…
“Ahora, señorita Olivera es su turno…”, dijo.
Dios mío, todavía no se me había calmado la risa de ver a la
profesora, ridículamente exagerada, bañada de nostalgia, emocionada hasta las
lágrimas, hablando del milagro del amor… ¿Qué hacer?
—Señorita -dije muy compungida- déjemelo estudiar mejor para
la próxima clase, si quiere puedo seguir con el resto del trabajo, la biografía
de Juana, la versificación del poema. Mire, he ilustrado las poesías que elegí…
—Bueno, se ve que a usted le cuesta la memorización…Exponga
la próxima clase ¿Qué otro grupo quiere seguir?
No había muchos candidatos, todas estábamos conmocionadas y
ninguna nos sentíamos Berta Singerman. Hasta que la mejor alumna –olfa le decíamos siempre; pero, por
supuesto, no ese día– se ofreció para continuar: el suyo fue un trabajo
realmente excelente y duró casi hasta el final de la hora.
Ese fue mi pero… No estudié Medicina, no hice el Profesorado
de Inglés. Estudié la poesía, esa poesía, la saboreé, sentí en mis enamorados
jóvenes años el peso de estas, las palabras de Juana, más las de Alfonsina, más
las de Gabriela…más las de tantos otros. Palabras, bellas palabras y fue ahí,
entonces que me enamoré de las Palabras para siempre. Hasta hoy que han pasado
tantas cosas en mi vida desde aquel episodio que me marcó definitivamente… mi
carrera, mi trabajo, mi casamiento, mis hijos… Pero estuvo, está ahí siempre mi
amor por las palabras…
Pasó mucho tiempo y la encontré un “Día del Maestro” tomando
café con otras viejas profesoras del Normal todas jubiladas. Me acerqué y le
conté que gracias a ese poema recitado por ella yo había seguido sus pasos…
Vi entonces su cara iluminada por una sonrisa, e imaginé
“qué ternura tan honda habrá hecho nido en su alma sencilla de árbol”, como
diría Juana de Ibarbourou.
Unos años después me enteré por el diario que había muerto.
Querida, querida profesora, “¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?”
No escribo tu nombre, me duele hacerlo.