Luis Alberto Zandri
En agosto de 2011 tuve la oportunidad de compartir un viaje
a la ciudad de La Falda con los jubilados del Seguro, gremio al que pertenezco.
Yo viajaba solo, pero había en el grupo varias personas conocidas, algunos que
forman parte del personal del sindicato y otros que se habían desempeñado en
distintas compañías y con los cuales había tenido algún trato a través de los
30 años que trabajé en “La Comercial de Rosario SA”, ubicada en Córdoba y
bulevar Oroño.
El hotel “El Prado”, donde nos alojamos, es magnífico y
pertenece al Sindicato del Seguro, sin lujos pero muy amplio, cómodo y
confortable, con todos los servicios correspondientes, una limpieza impecable,
muy buena comida y excelente atención por parte de todo el personal. Posee además
un extenso parque arbolado con una espléndida pileta de natación, que no
pudimos utilizar debido a la época del año en que viajamos. Era uno de los
hoteles tradicionales de la ciudad que había adquirido el gremio.
El primer día de estadía fue el peor para mí, lo pasé mal
porque viajé con un estado febril. A la noche tuve que ir al médico, ir y venir
por dos veces más al consultorio teniendo que caminar varias cuadras, porque la
receta estaba mal confeccionada y la farmacia no la aceptaba, además de recorrer
tres farmacias hasta conseguir los medicamentos, de modo que todo ese traqueteo
me puso de muy mal humor. Cuando regresé al hotel la hora de la cena había concluido.
Igual me la sirvieron, pero debido a mi estado apenas la probé y me retiré a mi
habitación a descansar.
No menos de diez veces me levanté esa noche, porque además
del estado gripal tuve otros inconvenientes físicos ,que no tenían nada que ver
con eso y me preocuparon. De manera que casi no dormí.
Por suerte, el resto de la estadía fue bueno. A partir del
segundo día, mi estado fue mejorando y pude participar de todas las actividades
con el resto del pasaje. Había un muchacho del personal del hotel que hacía los
anuncios durante el almuerzo o la cena de lo programado para ese día o el
siguiente y, además, organizaba los entretenimientos como: excursiones,
caminatas, juegos de salón y al aire libre en el parque. Un par de noches hubo
baile después de la cena con música en vivo, así que la mayoría aprovechamos
para mover las tabas y sacudir un poco el esqueleto que buena falta nos hacía.
Valga todo lo relatado como introducción, porque lo que
realmente quiero contar es sobre un ser querible y entrañable: Rodrigo.
Entre los pasajeros había un señor de apellido Méndez, que
trabajaba en la Caja de Ahorro y Seguros y, que por razones laborales, solía
venir a nuestra empresa y por esa razón entabló con varios de nosotros una relación
amistosa. Estaba con su hijo Rodrigo, de 37 años, que padece el síndrome de Down.
Era muy sociable y simpático, se relacionaba fácilmente con todos los que allí estábamos
y además era muy pícaro.
Él me decía que tenía dos novias, una era Susana, su
profesora de computación, y la otra Liliana, la cajera del local de Mc Donald
de calle Córdoba al 1700, adonde solía ir a menudo con el padre. Entonces, como
yo me había convertido en una especie de confidente y compinche suyo, me pedía
que hablara con el personal de la recepción para que lo comunicaran con alguna
de sus “novias” y que por favor no le dijera nada al padre al respecto, porque
lo iba a regañar si se enteraba.
Así que allá íbamos los dos. Por supuesto que las señoritas
o los muchachos recepcionistas accedían gentilmente a nuestro pedido y puedo
asegurarles que esas charlas eran imperdibles, las disfrutábamos todos junto con
él.
El hotel tenía una sala de esparcimientos, compuesta con una
mesa de pool y varios juegos electrónicos, que dicho sea de paso casi no fue
utilizada por el pasaje. Un día lo invité a Rodrigo a jugar al pool.
—Rodrigo, ¿te gusta jugar al pool?
—Sí, me contestó.
—¿Sabes jugar?
—Y… un poco.
—Bueno, no importa. Vamos, yo te enseño.
Así fue como armé el juego, le expliqué más o menos como era
el reglamento y arrancó Rodrigo muy sonriente con el tiro de partida. Tacazo
va, tacazo viene, con muchos yerros y ayuditas, la cosa fue que Rodrigo resultó
el ganador.
¡Qué felicidad tenía ese muchacho! Le contó a todos que habíamos
jugado y que él había ganado!
Otro día organizaron un bingo; una empleada del hotel
cantaba los números y ¿quién era su ayudante? Por supuesto, Rodrigo. En fin, él
se convirtió en mi mejor amigo por el resto del viaje.
Tres años después, el 8 de noviembre de 2014 se realizó la
fiesta anual del “Día del jubilado del Seguro” en un salón del club Provincial.
Como siempre, todos disfrutamos mucho en esas reuniones, porque nos reencontramos
con ex compañeros de trabajo y muchos amigos o conocidos de otras empresas de
seguros, además de la buena comida y lindos premios que se sortean todos los
años.
Pero en esta última fiesta yo tuve el mejor premio. Cuando
ya iba transcurriendo la reunión, disfrutando el menú y compartiendo la mesa
con dos ex compañeros de trabajo y sus esposas, en una mesa cercana lo veo a Méndez,
y a su lado quien sino: Rodrigo.
Me levanté como
impulsado por un resorte y fui a su encuentro. Apenas me vio, comenzó a sonreír
y nos prendimos en un fuerte abrazo de oso. “¿Te acordes de mí?, le pregunté. “Sí”,
dijo. “¿Cómo me llamo?”, le pregunté. “Luis, respondió”. “¿Te acordás cuando
jugamos al pool?”. Él contestó “sí”, con una sonrisa de oreja a oreja.
Después me enteré por el padre de que había estado enojado
desde que había llegado, aunque no supe el motivo.
Ese
encuentro con Rodrigo fue el premio mayor para mí, ya que me llenó de alegría y
emoción.