martes, 28 de abril de 2015

Rodrigo

Luis Alberto Zandri

En agosto de 2011 tuve la oportunidad de compartir un viaje a la ciudad de La Falda con los jubilados del Seguro, gremio al que pertenezco. Yo viajaba solo, pero había en el grupo varias personas conocidas, algunos que forman parte del personal del sindicato y otros que se habían desempeñado en distintas compañías y con los cuales había tenido algún trato a través de los 30 años que trabajé en “La Comercial de Rosario SA”, ubicada en Córdoba y bulevar Oroño.
El hotel “El Prado”, donde nos alojamos, es magnífico y pertenece al Sindicato del Seguro, sin lujos pero muy amplio, cómodo y confortable, con todos los servicios correspondientes, una limpieza impecable, muy buena comida y excelente atención por parte de todo el personal. Posee además un extenso parque arbolado con una espléndida pileta de natación, que no pudimos utilizar debido a la época del año en que viajamos. Era uno de los hoteles tradicionales de la ciudad que había adquirido el gremio.
El primer día de estadía fue el peor para mí, lo pasé mal porque viajé con un estado febril. A la noche tuve que ir al médico, ir y venir por dos veces más al consultorio teniendo que caminar varias cuadras, porque la receta estaba mal confeccionada y la farmacia no la aceptaba, además de recorrer tres farmacias hasta conseguir los medicamentos, de modo que todo ese traqueteo me puso de muy mal humor. Cuando regresé al hotel la hora de la cena había concluido. Igual me la sirvieron, pero debido a mi estado apenas la probé y me retiré a mi habitación a descansar.
No menos de diez veces me levanté esa noche, porque además del estado gripal tuve otros inconvenientes físicos ,que no tenían nada que ver con eso y me preocuparon. De manera que casi no dormí.
Por suerte, el resto de la estadía fue bueno. A partir del segundo día, mi estado fue mejorando y pude participar de todas las actividades con el resto del pasaje. Había un muchacho del personal del hotel que hacía los anuncios durante el almuerzo o la cena de lo programado para ese día o el siguiente y, además, organizaba los entretenimientos como: excursiones, caminatas, juegos de salón y al aire libre en el parque. Un par de noches hubo baile después de la cena con música en vivo, así que la mayoría aprovechamos para mover las tabas y sacudir un poco el esqueleto que buena falta nos hacía.
Valga todo lo relatado como introducción, porque lo que realmente quiero contar es sobre un ser querible y entrañable: Rodrigo.
Entre los pasajeros había un señor de apellido Méndez, que trabajaba en la Caja de Ahorro y Seguros y, que por razones laborales, solía venir a nuestra empresa y por esa razón entabló con varios de nosotros una relación amistosa. Estaba con su hijo Rodrigo, de 37 años, que padece el síndrome de Down. Era muy sociable y simpático, se relacionaba fácilmente con todos los que allí estábamos y además era muy pícaro.
Él me decía que tenía dos novias, una era Susana, su profesora de computación, y la otra Liliana, la cajera del local de Mc Donald de calle Córdoba al 1700, adonde solía ir a menudo con el padre. Entonces, como yo me había convertido en una especie de confidente y compinche suyo, me pedía que hablara con el personal de la recepción para que lo comunicaran con alguna de sus “novias” y que por favor no le dijera nada al padre al respecto, porque lo iba a regañar si se enteraba.
Así que allá íbamos los dos. Por supuesto que las señoritas o los muchachos recepcionistas accedían gentilmente a nuestro pedido y puedo asegurarles que esas charlas eran imperdibles, las disfrutábamos todos junto con él.
El hotel tenía una sala de esparcimientos, compuesta con una mesa de pool y varios juegos electrónicos, que dicho sea de paso casi no fue utilizada por el pasaje. Un día lo invité a Rodrigo a jugar al pool.
—Rodrigo, ¿te gusta jugar al pool?
—Sí, me contestó.
 —¿Sabes jugar?
—Y… un poco.
—Bueno, no importa. Vamos, yo te enseño.
Así fue como armé el juego, le expliqué más o menos como era el reglamento y arrancó Rodrigo muy sonriente con el tiro de partida. Tacazo va, tacazo viene, con muchos yerros y ayuditas, la cosa fue que Rodrigo resultó el ganador.
¡Qué felicidad tenía ese muchacho! Le contó a todos que habíamos jugado y que él había ganado!
Otro día organizaron un bingo; una empleada del hotel cantaba los números y ¿quién era su ayudante? Por supuesto, Rodrigo. En fin, él se convirtió en mi mejor amigo por el resto del viaje.
Tres años después, el 8 de noviembre de 2014 se realizó la fiesta anual del “Día del jubilado del Seguro” en un salón del club Provincial. Como siempre, todos disfrutamos mucho en esas reuniones, porque nos reencontramos con ex compañeros de trabajo y muchos amigos o conocidos de otras empresas de seguros, además de la buena comida y lindos premios que se sortean todos los años.
Pero en esta última fiesta yo tuve el mejor premio. Cuando ya iba transcurriendo la reunión, disfrutando el menú y compartiendo la mesa con dos ex compañeros de trabajo y sus esposas, en una mesa cercana lo veo a Méndez, y a su lado quien sino: Rodrigo.
 Me levanté como impulsado por un resorte y fui a su encuentro. Apenas me vio, comenzó a sonreír y nos prendimos en un fuerte abrazo de oso. “¿Te acordes de mí?, le pregunté. “Sí”, dijo. “¿Cómo me llamo?”, le pregunté. “Luis, respondió”. “¿Te acordás cuando jugamos al pool?”. Él contestó “sí”, con una sonrisa de oreja a oreja.
Después me enteré por el padre de que había estado enojado desde que había llegado, aunque no supe el motivo.
Ese encuentro con Rodrigo fue el premio mayor para mí, ya que me llenó de alegría y emoción.

Fiesta en el cementerio

Teresita Giuliano

Los 1° y 2 de noviembre se conmemora en nuestro país el Día de los Santos y de los Muertos.
Recuerdo que cuando era niña para esa ocasión, ya unas semanas antes, se limpiaban y pintaban los nichos y panteones que guardaban los restos de los seres queridos. Había que adecentarlos para recibir a las visitas, que en esos dos días se dedicarían a recorrer los cementerios de la zona.
Las familias organizaban con antelación los días y horarios en los que acompañarían a los muertos, ya que algunos se encontraban enterrados en distintos pueblos.
La ocasión ameritaba ropa nueva (los vestidos veraniegos se estrenaban allí), también zapatos; sacos y corbatas en los hombres, por supuesto.
En la mayoría de los pueblos del interior, el cementerio se encuentra alejado unos cuantos kilómetros del mismo, razón por la cual la gente, una vez llegada, se instalaba dispuesta a pasar unas cuantas horas. Las familias más pudientes y tradicionales contaban con amplios panteones equipados con bancos y a resguardo del sol, donde se originaban verdaderas tertulias. Se recibían parientes que venían únicamente esa vez en el año, generándose un clima festivo, no exento de lágrimas y emociones. También los chicos disfrutábamos y jugábamos a las escondidas entre los nichos y las tumbas. Toda esa algarabía era permitida y aceptada con normalidad.
Afuera del cementerio, los protagonistas eran los vendedores que aprovechaban el momento para hacerse de unos pesos.
Se colocaban unos tablones para la venta de golosinas y bebidas. Estas se enfriaban en grandes tachos con hielo. Y para felicidad de los chicos… ¡los primeros helados del verano!
Esos días eran feriados, a nadie se le hubiera ocurrido ir a trabajar.
Al día siguiente, cuando volvíamos a la escuela, la pregunta obligada era: “¿Fuiste al cementerio ayer?”.


jueves, 23 de abril de 2015

Alguna vez...

Susana Olivera

… por ahí, por 1953, cuando yo tenía diez años y era la mayor de los hermanos y mi hermano más joven no había nacido todavía pero mamá ya tenía una hermosa panza… y empezaba el invierno, y hacía fresco y ya todos habíamos retomado las clases en la escuela…
Papá, hoy es sábado… ¿nos llevás al parque?
No, hoy no… estoy limpiando las estufas y cargándoles el kerosene. Me parece que esta noche va a hacer mucho frío. Hay que probarlas antes de llevarlas a las habitaciones.
Mirá viejito, los tres queremos ir… un ratito después de comer.
Mañana domingo, si está todo ordenado y los deberes hechos y han ayudado a su madre, a lo mejor…
Tarde de tareas. Meter en el ropero todo lo que estaba sobre las sillas o por el suelo; invariablemente no cabía, así que había que sostener con una mano las cosas adentro y con la otra cerrar la puerta de golpe y meter la llave. Vigilar en la pieza de los hermanos que hubieran hecho igual; ordenar los juguetes, lustrar los zapatos que usábamos para la escuela, buscar medias iguales, terminar las cosas de la escuela…
El parque Independencia era mucho mejor que la plaza, había juegos, el Laguito, el Palomar ¡y la calesita!
Lleven estas masitas para comer en el parque.
No, mamá. No llevamos nada, compramos todo allá. ¿Vos no venís?
Me quedo a preparar la “ejercitación” para toda la semana. Además, hay que almidonar y planchar los guardapolvos. Vayan, vayan ustedes.
Ufa, el almidón… Me rasguña por todas partes…
Llegaba la hora. Papá llevaba su habitual sombrero marrón, ¡saco y corbata!; y nosotros, ropa que no importaba que se ensuciara.
Yo peleaba a brazo partido con los hermanos para sentarme al lado de papá en esos asientos con listones de madera para dos pasajeros; por eso, era una de atropellarse y empujarse para ver quién subía primero al tranvía, al tranvía amarillo, al 15. Si yo ganaba, no decía nada, pero los miraba burlonamente y ellos me hacían gestos indicándome que después me la cobrarían. Qué me importaba. Papá, a mi lado, papá querido.
Venía el guarda a cobrar los boletos. “¡Boletos! ¡Boletos!”. Tenía una maquinita redonda que colgaba de su cinturón. De ella iba cortando uno a uno los papelitos que indicaban que ya habíamos pagado. Guardaba el dinero en una pequeña cartera de cuero sujeta también a la cintura. Otra pelea con los hermanos: arrebatábamos los boletos para ver si había alguno capicúa. Papá se conformaba con un “¡bueno, basta!”. Pero no terminaba allí. Había que hacer sonar la campanilla que avisaba al motorman que nos bajábamos. El motorman estaba adelante, en una cabina vidriada y manejaba el tranvía con dos palancas que hacía girar en redondo.
Estaba alto el cordón, por eso tenía lengüetas de cuero cada dos asientos, que caían para hacerlo más accesible. Al sacudirlas movía un brazo que golpeaba el timbre…así que saltábamos para alcanzar las lengüetas y lógicamente, el timbre sonaba varias veces. Y con violencia. “Descender por la puerta trasera”, decía y todo el tropel iba hacia atrás…
Cada paso, era toda una aventura que gozábamos con una alegría infinita, como cuando uno lee un cuento que sabe de memoria y disfruta, anticipando lo que viene más adelante…
Primero, los juegos.
Papá nos hamacaba a los tres, y era otra competencia para ver quién iba más alto. Yo ya sabía hamacarme sola, pero no decía nada porque me encantaba que papá me hamacara. Papá querido. Pero después yo seguía sola y seguro, seguro les ganaba a todos.
El tobogán. Tan alto. Siempre me tiraba con tanta velocidad que caía al suelo sentada y me quedaba sin respiración. Papá me golpeaba la espalda para ayudarme. Cuando recuperaba el aire, corría a los chicos que se habían estado riendo de mí, descomedidamente.
Después, el Palomar.
¿Nos comprás semillitas para darle a las palomas?
¿Por qué no trajeron miguitas de pan? Mamá quería darles algo para que trajeran.
Un paquetito, uno solo, y lo repartimos entre todos.
Sí, como si yo no los conociera.
Y teníamos cada uno su paquetito. A veces, corríamos y tirábamos las semillas al aire, y era un revolotear de pájaros sobre nuestras cabezas; otras, nos sentábamos y se juntaban las palomas, y también gorriones y otros pájaros y era un rumor de alas y arrullos de las palomas y nuestras risas y sonrisas de papá desde lejos… Papá querido.
Tengo sed. ¿Compramos jugo de naranja?
Vamos, papá… allí está el carro. Y está también el que vende tortas fritas.
El jugo de naranja venía en una copa negra (debíamos devolverla). Creo que era de baquelita. Tenía adentro un vaso de papel encerado que se tiraba después de usarlo. El jugo era exquisito. Se vendía en un carro que se parecía un poco a lo que ahora llamamos “combi” o a los carritos choripaneros. Lucía una naranja enorme en relieve a cada costado y otra arriba. El que vendía tenía un delantal blanco y un gorro redondo también blanco.
Nos sentábamos a la sombra en algún banco y, con las chorreadas, nos endulzábamos la ropa y la vida.
El Laguito. Había dos etapas: la primera era una vuelta en un barco grande, que hacía un recorrido por bajo los puentes. Lo que causaba otra de empujones era que había que sentarse en los bordes para poder pasar la mano por el agua mientras el barco andaba. La segunda etapa, la más importante: papá alquilaba un bote a remo y ¡remábamos nosotros! El peligro era cuando nos poníamos de pie para turnarnos en la remada… El bote se bamboleaba y debíamos hacer equilibrio para no irnos al agua. ¿Otro peligro? Acercarse demasiado a los barcos, que llevaban pasajeros para recorrer el lago porque había oleaje y el bote se movía para todos lados y, además, el peligro más serio, era la presencia de otros botes a remo conducidos por chicos más grandes que nosotros Con ellos intercambiábamos insultos más o menos gruesos y tratábamos de escapar remando a toda velocidad.
Y el final. La calesita.
Dos vueltas para cada uno y nada más. ¿Oyeron?
Sí, total, después sacamos la sortija…

Papá querido. Nos saludaba con la mano cuando pasábamos, a veces, llevaba la mano al ala del sombrero y festejaba si alguno había ganado la sortija. Yo esperaba la vuelta completa para volver a saludar a papá con la mano y lo seguía saludando aun cuando la calesita ya había terminado su giro y lentamente iba parando para que entendiéramos que se había terminado el juego… sin sospechar entonces que cada vuelta me acercaba más y más al final del juego, al final de la infancia, al adiós, a tantos adiós que da uno en la calesita de la vida…

Recuerdos de la primaria

 Carmen Gastaldi

“No te des por vencido ni aun vencido”
Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)


 Voy tomada de su mano. Su mano, que le transmite alegría a la mía; y esta a mi cuerpo, que se expresa a través de mis pies con pequeños saltitos, que acompañan su paso joven y ágil.
 Hace rato que caminamos buscando la sombra de los frondosos árboles que acordonan las veredas de la calle ¿Catamarca? Hum… sí, creo que era Catamarca. Ella alta, yo pequeñita, las dos con el mismo objetivo. Al llegar a Alvear, en la esquina, una mimbrería. Cruzamos presurosas, entramos y ¡allí estaba! Allí estaba la canastita de mimbre, ovalada, con tapa y un botón y con dos manijitas para llevarla. La tomé y ya no quise dejarla.
 Salimos y por el camino de regreso a casa la fuimos llenando de cosas que mamá tenía anotadas en un papel: un platito con su taza, un vasito plegable, lápices de colores, hojas blancas, tijeritas, goma de pegar… Las cartulinas y la tela a cuadritos rosa y blanco ya no entraron.
 A la tela, las hacendosas manos de mamá la convirtieron en un mantelito y su servilleta, amorosos, adornados con una puntilla blanca que ella misma tejió. El resto pasó a ser los fruncidos voladitos que, una vez pintada de rosa por papá, adornarían, en varias vueltas, mi canastita de preescolar.
 Del primer día de clases no recuerdo nada, supongo que habrá sido tan grande mi emoción que se escondió en algún rinconcito de mi memoria y no lo encuentro. Sí recuerdo perfectamente mi estancia en la escuela y a la escuela misma, con su entrada con varios escalones de mármol blanco, una puerta cancel y más allá el inmenso hall, con su piso de brillantes mosaicos blancos y negros, semejando a un damero. Estaba separado del patio, bello patio, por una mampara con vidrios de colores, que a la tarde, al enfrentarse al sol, vestían la escena de maravillosos reflejos.
 Para la izquierda, la dirección, la biblioteca, puertas al patio, una escalera y un pasillo demasiado oscuro. A la derecha, un aula, luego la salita de preescolar y nuevamente otro pasillo demasiado oscuro. Las veces que he soñado con la escuela, esos pasillos siempre estuvieron presentes, causándome una sensación tenebrosa, creo que era lo único que nunca me agradó.
 Como para entonces no era obligatorio el preescolar, la salita se había improvisado donde se guardaban los mapas, y pequeños animales e insectos dentro de grandes frascos con un líquido especial en su interior para preservarlos. ¡Nada que ver con las salitas actuales! Sí tenía varias mesitas redondas con sus sillitas pintadas de colores, algunos pocos juguetes; y estaban los compañeritos y la señorita Norma, a quien yo prestaba suma atención.
Por esos años, la graduación de la primaria era: 1ro. Inferior, 1ro. Superior, segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto grado. Al año siguiente, pues, pasé a 1ro. Inferior, pero lo transité solo por dos semanas, porque según la señorita Lidia (nada de seño) yo estaba preparada para el superior. No sé cómo me evaluó, pero con el consentimiento de mamá, la tercera semana cambié de grado y terminé ahorrándome un año de primaria.
A la mañana concurrían los varones y por la tarde sólo niñas. En los días de frío los recreos eran en el hall. “Prohibido correr”, decía un cartel. Así que paseábamos saboreando nuestra merienda. Allí, instalados al resguardo de las lluvias y del sol, estaban el busto del General San Martín y, un poco más allá, otro en honor a las madres.
 Los días lindos lo eran aún más, porque el patio era nuestro. ¡Bello patio!, inmenso, de mosaicos grandes color arena, con guardas en un azul desteñido.
En el medio, justo en el medio, totalmente a la intemperie, un pedestal cremita donde se apoyaba, todo de mármol blanco, el busto de un señor que durante mis primeros años me intrigó. No era Belgrano ni Sarmiento ni Moreno. Su nombre, que apenas leía: Pedro Bonifacio Palacios.
 Equidistante de esta estatua, hacia los cuatro vértices del patio, nos alegraban el alma cuatro bellos ejemplares de jacarandá que, aparte de ofrecernos su sombra, en primavera, sus flores lilas nos inundaban con su color y su dulce aroma; y, como dice Ma. Elena, “al este y al oeste llueve y lloverá una flor y otra flor celeste de jacarandá”. El patio, para disgusto de las porteras, se alfombraba con sus flores, que contribuían a más de un porrazo nuestro y, por qué no, de alguna que otra maestra desprevenida.
 Siempre amé ir a la escuela. Tal vez, porque me inquietaba la idea de aprender o, tal vez, porque ya soñaba con enseñar; o porque era casi el único lugar que compartía con otras niñas.
 Los días “feos” no me mandaban. Recuerdo que, tanto a la hora de entrada como a la de salida, me instalaba en el balcón de mi casa y, mientras miraba los globitos que la lluvia hacía al chocar sus gotas con el piso o como corría el agua por los cordones, acompañada, a veces, por un barquito de papel, o las chicas que con sus guardapolvos blancos, debajo de las capitas de lluvia, iban o ya regresaban de clase; sí, recuerdo mi llanto, callado y sumiso por haberme perdido ese día.
¡En esa época de mi vida los años eran larguísimos!, pero igual fueron pasando. La señorita Olga y después la señorita María del Carmen que nos acompañó hasta el final.
 Estaría en tercero o cuarto, caminando por el patio, siempre intrigada por “Pedro Bonifacio” y su gesto pensante plasmado en el mármol blanco. Ese día me detuve y leí toda la placa. Debajo del nombre, entre paréntesis decía: “Almafuerte”. ¡Así se llamaba mi escuela! De regreso a casa, mi padre me contó su historia que jamás olvidé. Era escritor, maestro (sin título), periodista contestatario, que aun viviendo en la pobreza más pobre no se dejó corromper y mantuvo sus ideales hasta el fin de sus días. Me enternece su recuerdo.
Fui muy buena alumna. La “libretita de estímulo” venía muy seguido a casa. A pesar de eso, de mis muy buenas notas, del concepto de mis maestras, jamás llevé la bandera, nunca integré un “Organismo Interno” como tampoco participé de ningún acto escolar. Solo una vez arrié la bandera. ¿Discriminación? Tal vez, no con esa palabra, pero sí, claramente de eso se trataba. A la distancia lo veo con más claridad. Éramos pobres, mamá no “vivía todo el día en la escuela”; yo llevaba, muy pocas veces, algunas flores del jardín de casa, a la maestra, pero jamás fui “la ganchuda”.

 Dolió, pero todo me dejó una enseñanza en mi paso por la escuela. Esto me enseñó que las personas valen por sí mismas. Que a los niños hay que inculcarle los valores, con el propio ejemplo. Que no hay “patitos feos” y que justamente hay que integrar a los que más necesitan.

Promesa

Ofelia Sosa

Reuní a mis hijos y les conté por qué tenían un campo.
Primero pregunté: “¿Saben porqué tienen un campo?
Lucas se rió y contestó: “¡Porque lo heredamos mamá!”
“¿Y ustedes, qué piensan?”, les pregunte a sus dos hermanos.
Juan Ignacio dijo sonriendo: “Porque el abuelo era un gaucho”. Pablito festejando asintió.
“Está claro ninguno tiene noción”, dije con decepción y, como en un cuento, comencé a contarles:
“Había una vez, en un pueblito llamado La Vanguardia, una señora muy humilde, que trabajaba en la casa de un gran estanciero, limpiando y cocinando.
Su patrón, Juan, originario de la provincia de Buenos Aires, tenía grandes extensiones de campo donde desarrollaba su tarea diaria. Casado y próximo a ser papá.
El esposo de la mucama, apuesto joven, trabajaba haciendo changas (localismo usual para los trabajos de todo tipo no fijos)
Este señor se llamaba Juan José y era el papá del abuelo Juan. Tanto la patrona como la empleada estaban esperando un bebé. Ambas embarazadas de su primer hijo.
Los matrimonios transitaban sus vidas dentro del ámbito de la familia y el trabajo. Había que preparar el ajuar del bebé o la beba, porque en esa época no había forma de saber el sexo del tan ansiado primogénito. Ponerse de acuerdo con la elección de los padrinos y el nombre que elegirían era el ritual que insumía gran parte de sus momentos de ocio.
Un día, Marta, la señora del estanciero, amaneció descompuesta. Como medida de precaución el médico del pueblo, aconsejó descanso.
‘Quédese tranquilo, esto es normal en una señora en su estado. Que coma bien’, aconsejó.
Pasaban los días y el cuadro empeoraba. Cada día más fatigada, sin fuerzas y demacrada.
Mientras tanto, la mamá del abuelo dio a luz a Juan un hermoso y robusto bebé, el abuelo de ustedes.
No todo fue festejo, porque a la semana, falleció Marta, en pleno parto.
Comenzó el luto, la tristeza invadió a las familias, porque antes, salvando la distancia, también se compartían las tristezas.
La bisabuela, amamantaba a los dos niños y se ocupaba de todo. Su trabajo se acrecentó, ya que tuvo que encargarse de ambos hogares.
Un día sus abuelos fueron llamados por Juan, el viudo, que les dijo:
‘Quisiera que se ocuparan de mi hijo, hasta que tenga edad suficiente para llevármelo a Buenos Aires a vivir conmigo. Cuando esto suceda les dejaré unas hectáreas como agradecimiento’. Y con un apretón de manos, sellaron el contrato.
Pasaron seis años y el padre y el hijo partieron. Pero Juan, el estanciero, no olvidó su promesa”.

miércoles, 22 de abril de 2015

Las cábalas

Ana María Miquel

Ya estaba anunciada la fecha de casamiento y enviadas las participaciones. En pocos días, pasaría a ser “la señora de”; aunque nunca tuve en cuenta ese requisito y seguí usando solo mi apellido.
La cuestión fue que una mañana tocaron el timbre de casa y cuando atendimos era lo que en aquella época se llamaba “una camionera”, que me traía un baúl desde Buenos Aires.
¡No lo podía creer, un baúl! Sí, era un baúl gigante, más un colchón de una plaza enrollado y atado con una soga. Ese regalo no podía ser de otra persona más que de la tía Elena. Efectivamente, era de ella. En medio de la excitación de toda la familia, mirábamos ese baúl que en sí mismo era una reliquia. Rectangular, gigante, con precintos en una hermosa madera, todo de madera maciza, pero forrado en tela con unas grandes iniciales que decían AP, “Alejandro Piaseski”. Era un baúl que su marido había traído de Polonia cuando vino a radicarse a la Argentina; y, ahora, fallecido el marido, ella me lo enviaba a mí.
Siempre fui su sobrina preferida, aunque mis dos hermanos también eran de la partida. Ella siempre estuvo cerca de nosotros y nos quiso como si fuéramos sus hijos, los que ella no pudo tener por un defecto físico que merece otro capítulo aparte.
Volvamos al baúl. Nos dispusimos a abrirlo para saber lo que me enviaba, cuando estuviera toda la familia presente. Así lo hicimos y no lo podíamos creer. Se ve que durante días o semanas, estuvo armando las cosas que irían adentro del baúl y las fue colocando con todo esmero, sin dejar un solo resquicio vacío. Fue así como empezaron a aparecer: gamuza para limpiar muebles, broches de la ropa, platos de diario, repasadores, manteles, trapos de piso, jabones, cubiertos, fuentes, sábanas, frazadas, vasos, tazas, cacerolas, jarritos, pomada para lustrar zapatos. La lista sería interminable; pero, así, con toda ternura íbamos desempaquetando cosa por cosa y ante cada objeto había exclamaciones. No se había olvidado de nada que fuera necesario para el movimiento diario de una casa. Hasta envió un pesado palo de amasar, que conservo y uso todavía, no con mi marido, por supuesto.
Todas esas cosas fueron puestas en funcionamiento, pero muchas las guardé, porque eran demasiadas para una pareja que recién empieza. Por ejemplo, una cantidad de cuchillos de alpaca marca “Solinger”, que venían directamente de Alemania y estaban hechos en una sola hoja, tanto la vaina como el mango.
A medida que fueron pasando los años, yo necesitaba siempre tener algo de ella cerca o usar sus cosas en la casa, como así también darles a mis hijos, cuando comenzaron a formar sus nuevos hogares, o a las personas más queridas algo de “la tía Elena” para que los protegiera y les trajera suerte, ya que no muchas personas quieren a otras de la manera que ella nos quiso. Y por ende si me quería a mí y a mis hermanos, igual quería a mis hijos y sobrinos. Así es como cada vez que voy a la casa de los más allegados, me encuentro con objetos de ella que se siguen usando. Me quedo tranquila pensando: “Ella los está cuidando y están bien”. La cábala funciona.
Cuando llegó el día del casamiento, tía Elena ya estaba instalada en mi casa de Mendoza y esperó a verme vestida de novia (traje confeccionado por mi mamá) para entregarme más regalos que me traía y que debía usar esa noche: un rosario de cristal de roca, que desde mi mano llegaba al dobladillo del vestido, junto al ramo de novia y para las manos un anillo antiquísimo de brillantes con una forma muy extraña –según ella, era florentino– y otro que era un ópalo que me cubría la falange entera del dedo mayor, engarzado en oro; y en el mismo estuche, otro ópalo igual, pero sin engarzar. Mi mamá no quería que me pusiera el anillo de ópalo, porque, según ella, esa piedra traía mala suerte. No me lo puse. Ya eran demasiadas joyas para alguien que nunca usaba ninguna.
La noche del casamiento, en el medio de la fiesta y mientras se sacaban fotos y se bailaba el vals, mi mamá lloraba como una marrana. Se arrimó la tía Elena a consolarla:
—¿Estás llorando de felicidad?
—¡No, estoy llorando por el mal casamiento que hace mi hija!
Antes de los tres años, ya estaba divorciada y con un hijo. Volviendo arrepentida a la casita de mis viejos.

Ángel

José Mario Lombardo

Por calle La Paz, entre Corrientes y entre Ríos, está el ingreso al Jardín de Infantes del Normal Nº 3. Durante varios años, allá por mil novecientos ochenta fui integrante de la cooperadora de esa institución. Recuerdo que una de las cosas que ayudamos a reacondicionar fue su patio. Hicimos un nuevo arenero, arreglamos los desagües perimetrales y también realizamos un mural con restos de cerámica de distintos colores sobre el muro que separaba el jardín del patio de la escuela.
Con el paso del tiempo, ese viejo muro se fue deteriorando y los directivos de la escuela y el jardín solicitaron al Ministerio de Educación provincial una ayuda para repararlo. Fue entonces que se propuso cambiar el tapial por un muro corrido de menor altura, pilares y un enrejado parecido al que tiene la escuela en su fachada.
Ya hacía unos años que yo no era parte de la cooperadora y me tocó en suerte, licitación mediante, hacerme cargo de la ejecución del nuevo cerco.
Acostumbrábamos con mi socio a recorrer diariamente las obras que teníamos en ejecución, porque considerábamos que, sin nuestra presencia, seguro que se cometía algún error o aparecía algún inconveniente o faltaba algún material para realizar los trabajos. En fin, nos suponíamos indispensables y nuestra gente estaba habituada a nuestra infaltable visita.
Una mañana llegué al Jardín y me quedé observando desde cierta distancia el avance del nuevo cerco. El primer patio, casi todo de arena, con el enorme árbol central que lo cubría totalmente con su copa, los senderos de entrada, el patio posterior de baldosas de cemento y las aulas laterales se conjugaban bastante bien con nuestro trabajo. Ya habíamos completado la parte inferior del cerco y ahora estábamos haciendo los pilares trabajando sobre andamios.
Sobre el andamio estaba Ángel. Ángel era uno de nuestros mejores albañiles: callado, casi ensimismado, solo interrumpía su trabajo para saludar o para escuchar alguna sugerencia. Si uno lo observaba, su trabajo parecía lento, parsimonioso, pero lo ejecutado por Ángel no tenía errores. Con el tiempo, comprendí que parte de su técnica era esa lentitud y esa lentitud le daba certeza a su trabajo.
Mientras pensaba en esas cosas, veía como desde el fondo del patio se acercaba muy decidida la señora directora…
Ángel siempre venía a su trabajo en bicicleta, una tipo inglesa de cubiertas anchas, guardabarros, frenos a varilla y un portaequipajes trasero donde traía la vianda, la cuchara de albañil y el martillo de carpintero. Vivía en la zona sur, en uno de los tantos asentamientos rosarinos donde viven miles que, como él, transitan diariamente el camino hacia su labor. La mayoría son obreros: albañiles, carpinteros de obra, pintores, ayudantes, etcétera, que toman sus bicicletas, colocan sus viandas en el portaequipaje y se aseguran de que llevan consigo sus elementos de trabajo. Son correntinos, entrerrianos, jujeños, santiagueños, tucumanos, también paraguayos que saben de carpintería de obra y chilenos o bolivianos que conocen el oficio de la yesería y que componen, en su mayoría, el plantel de obreros de la construcción de la ciudad. Viven allí. Casi todos vinieron de otras tierras y ya los más jóvenes, son nacidos en el lugar.
La decidida Señora Directora llegó hasta mí y me saludó.
Buen día José, quería hablar unas palabritas contigo…
Buen día, Nancy.
Nancy me miró y dijo: “En realidad quería referirme a uno de tus obreros”
¡No podía ser! ¿Qué habrían hecho? Con ellos nunca se sabe. Me preparé para lo peor.
Continuó: “En realidad quería comentarte algo con respecto a ese, ¿ves?... el que está ahí, arriba del tablón”.
 Me esperaba cualquier cosa, pero justo con Ángel, ¿Qué haría yo sin Ángel en este trabajo? Hacía el ladrillo visto como nadie y si debía remplazarlo, me iba a costar mucho conseguir otro albañil semejante.
Como yo no sabía que decir Nancy continuó: “Tú sabes que al entrar, todas las mañanas, formamos a los chicos en el patio, allá frente al mástil, izamos la bandera y los chicos cantan ‘Aurora’. Bueno, resulta que vengo observando que todos los días, desde que está arriba de ese tablón, mientras los chicos cantan, este hombre detiene su labor, se descubre y se queda muy firme mirando la ceremonia. Cuando terminamos el acto, vuelve a su trabajo. Silenciosamente vuelve a su trabajo”.
Y como yo continuaba sin poder decir nada ella terminó: “Era por eso nada más. Para felicitarte”.
Se fue y me dejó solo.

Me acerqué, saludé a todos, le alcancé un balde con mezcla a Ángel y me fui. Ese día no habría de faltar ningún material ni era tiempo de andar corrigiendo errores.

La bolsita de "alcanfor"

Juan José Mocciaro

Corría el año 1954, había comenzado las clases y estaba en 1º Inicial de la escuela “Obispo Boneo”, el salón estaba inundado por el olor del alcanfor. Cada uno de nosotros tenía colocada en nuestras ropas una bolsita de género con una pastilla de ese producto, abrochada con un alfiler de gancho. La poliomielitis acechaba a los niños con la muerte y dejando lisiados a miles. Todavía no había una vacuna contra ese flagelo y esa pastilla que llevábamos tampoco era la solución.
Era un método “casero”, que había adoptado la población para evitar el contagio.
Nuestros padres salían a la noche a pintar los árboles con cal y a blanquear los frentes, convencidos de que eso frenaba el virus. Se erradicaban los terrenos baldíos y todo lo que podía poner en duda de ser un foco de infección.
El 23 de febrero del 54, un grupo de chicos de la escuela elemental “Arsenal”, en Pittsburg, Pensylvania, Estados Unidos, recibieron por primera vez la vacuna Salk.
En 1955, Jonas Salk anunció que su vacuna había sido probada con éxito y se convirtió de inmediato en un personaje célebre.
La peste rozó mi casa. Mi hermana Mónica un día comenzó a renguear. Tenía solamente cinco años y el médico les dijo a mis padres que gracias a Dios que estaba vacunada. Ese reflejo había sido un ataque de poliomielitis.
En 1962 la vacuna Salk es reemplazada por la vacuna oral de Albert Sabin que es más fácil de administrar.
En nuestro país la enfermedad está eliminada desde 1984.

Le rindo un homenaje al doctor Jonas Salk por lo realizado y por su humildad. Cuando le hablaron de patentar su descubrimiento, dijo: “No va haber patente, ¿se puede patentar el sol?”.

Relato de un viaje de vacaciones

Alberto Nicolorich

Todo comenzaba con los preparativos y la ansiedad de compartir una aventura que empezaba la noche anterior. Recuerdo que teníamos un Ford 39 al que papá le había colocado un portaequipaje que cubría todo el techo. Luego, venia la lona para cubrir las valijas que era de una tela impermeable, por si nos llovía, cosa que casi siempre ocurría. A todo esto mamá tenía toda la ropa preparada en sus respectivas valijas, bolsos y sándwiches de mortadela y queso de un pan francés, del cual todavía siento el olorcito. Cargábamos el auto muy temprano a la mañana, pues el viaje a Córdoba nos llevaba casi un día. Salíamos por la ruta 9 y no habíamos hecho muchos kilómetros cuando empezábamos a reclamar la correspondiente comida y agua fresca.
La velocidad de viaje era 80 kilómetros por hora, por lo que teníamos tiempo de recrearnos con el paisaje siempre cambiante del viaje. Todo se ponía más lindo cuando entrabamos en el cruce de las sierras grandes, por Pampa de Achával, en un típico camino de montaña y precipicios , ruta angosta y de tierra con puentes de madera que había que pasar despacio. Dos por tres, nos encontrábamos de frente con el colectivo que hacia el viaje de Mina Clavero a Córdoba por Carlos paz y que cuando aparecía en una curva –siempre había que tocar bocina para que el que venía de frente se corriera o bien contra la montaña o hacia el precipicio, pues el camino era muy angosto–, teníamos que frenar y ceder el paso.
El cruce de la pampa siempre era emocionante. Los cóndores nos pasaban volando cerca como para que podamos disfrutar de su majestuosidad o algún atrevido zorro se pavoneaba al paso del auto. Llegábamos a Mina Clavero y de allí a Cura Brochero, donde parábamos en el hotel de don Busto –típico hombre de sierra, con su sombrero negro de ala ancha, bombachas color caqui y alpargatas negras–, que era el único del pueblo, frente a la plaza, al costado de la iglesia y la comisaría, de la que tengo una experiencia graciosa para nosotros en su momento. Tendría unos diez años y nos vino a visitar un primo un poco más grande, a la tarde. Cuando mis padres y mis tíos se sentaban en la vereda del hotel a tomar algo, vimos que en la otra esquina había un surtidor de nafta de los que eran verde con dos botellones arriba cubiertos con un enrejado, que se cargaban con una manija. Como no tenía el candado en la manija, hicimos una apuesta que consistía en ver quién llenaba antes un botellón. Todo bien, mi primo comenzó y llenó uno a lo cual comencé a llenar el otro. Hasta allí, todo diversión, pero cuando se llenó el otro comenzó a descargarse todo por la calle, que por suerte era de tierra. Allí, se terminó nuestra diversión y salimos corriendo a subirnos a un árbol de la plaza, porque se empezó a reunir gente para saber qué había pasado y también vino la Policía y nuestros padres, que creo que conociéndonos sabían que por allí habíamos estado.
Mientras tanto, nosotros estábamos lo más quietos posible en lo más alto de un árbol y desde allí veíamos el panorama, hasta que todo se calmó, tuvieron que pagar el combustible y recién cuando se calmó todo volvimos al hotel y tuvimos una buena reprimenda, que nos duró algún día.

Así, terminaron para nosotros esas inolvidables vacaciones, que a través de los años nos traen hermosos recuerdos.

El médico de familia, una especie estinguida

Haydeé Sessarego

Pensé en una variedad de temas bastante amplia acerca de vivencias de mi generación para comenzar a escribir en el curso “Contáme una Historia”
En el primer encuentro nuestro profesor, José Dalonso, me hizo una pregunta sobre mi apellido. Cuando terminó la hora me acerqué para indagar el porqué de dicho interrogante y el resultado fue un emotivo recuerdo de él relativo a mi padre, que fue médico de su familia.
Comencé a recordar que en muchas oportunidades, durante mi infancia, había acompañado a papá, junto a mi hermano mayor y mi hermana menor, en sus visitas a domicilio a pacientes de la, hace décadas, desaparecida mutual “La Fraternal”.
Fueron vivencias que dejaron huellas indelebles en mi psiquis y desencadenan, hoy emociones muy vívidas.
Papá o papi iba a atender a los enfermos días de semana y también sábados, domingos y feriados, supongo ahora que esto sucedía especialmente con los que eran pacientes de mucho tiempo. Entre esas remembranzas tengo grabados diferentes barrios y zonas del macrocentro a que llegaba en su auto, por cierto, nada lujoso ni último modelo. Para ejemplificar lo antes narrado, recuerdo una casa ubicada en lo que creo que es Avenida Pellegrini y Crespo, aproximadamente. Típica vivienda de barrios, puerta de metal, pintado y los dos tapiales a ambos lados. Profusión de plantas en el patio central y porqué no gallinero al fondo. ¿Por qué lo cuento aquí? Porque mi comida preferida eran los huevos fritos. Como mi padre debe haberlo comentado con esa familia, y como era de uso tener atenciones ¡bien caseras! con los médicos, la señora de la casa fue hasta su gallinero y sacó debajo de una “ponedora” una buena cantidad de huevos frescos calentitos, y los envolvió en papel de diario.
Otro momento, en este marco fue, ir varias veces a atender a “Villa Manuelita”, ubicada por aquel entonces sobre las barrancas del Paraná de Pellegrini hacia el sur. Ningún peligro, nada de violencia, gente humilde, pero con trabajos estables o changas que permitían vivir a las familias, especialmente en el puerto. Era casi la única o única “villa miseria” (así se las llamaba) de Rosario.
Es aquí donde me interesa además reflexionar: ¡Cuánta falta hacen hoy los médicos de familia a domicilio!, ya desaparecidos, salvo excepciones.
Viví el cariño y respeto con que era tratado mi papá con la misma devolución de su parte, ya que era un “gringo” grandote y de muy buen humor.
Un intercambio de palabras con el profe trajo inmediatamente este bello recuerdo a mi memoria y se lo agradezco.

El barrio del Abasto (un cuadrado mágico)

Enzo C. Burgos

No hace demasiado tiempo que nuestro barrio del Abasto tiene nombre propio. Anteriormente se lo conocía por el número de la seccional policial correspondiente. Por eso, aquellos vecinos éramos de la Séptima. Con el tiempo y como siempre se toman medidas que en realidad no cambian nada, los mismos vecinos pasamos a ser de la Quinta. Lo mismo les ocurrió a nuestros vecinos del otro lado de San Marín, habitantes orgullosos de la República de la Sexta que acabaron siendo súbditos de la Cuarta.
Como no me agradaba que se comentaran peyorativamente que mi barrio “no tenía nombre”, inventé “El Cuadrado Mágico”. Después, apareció gracias a la lucha de la Vecinal el decreto, que imponía el nombre de Abasto, que hoy lucha palo a palo con mi idea loca. Y creo, modestamente, que en el argot barrial lo mío va ganando.
Los límites del barrio del Abasto no son iguales a los de la seccional. Las calles son: avenida Pellegrini, Moreno, bulevar 27 de Febrero y San Martín. Según mi tesis, los límites son los mismos pero como mi cuadrado es mágico, los mismos son un poco elásticos.
Según Lito Bayardo en su libro “Mis cincuenta años con la canción argentina”, en los años treinta se lo conocía como barrio de las Monjas, debido a que en la zona existían de alojamientos de religiosas, uno de ellos en la esquina sudeste de Viamonte y Moreno.
Comenzó siendo un barrio de casas bajas con preponderancia de italianos, muchos trabajadores del Mercado de Abasto, por lo general de clase media baja. Muchísimos conventillos, muchos de los cuales se transformaron en departamentos de pasillos.
La característica elemental del dibujo del barrio es que se trata de una cuadrícula casi perfecta, ya que en sus 90 manzanas solo se cuentan dos cortadas: Middleton y Amelong. Salvo las calles Entre Ríos y Moreno, todas las demás tienen, por fortuna, veredas anchas. El toque distinguido de nuestras calles eran los inolvidables adoquines que, como el sol, aunque no los veamos siempre están; porque solo fueron cubiertos por la capa de asfalto hace medio siglo.
Otro detalle era la falta de baldíos. Por eso, llamaba la atención la cantidad de excelentes jugadores de fútbol que brindó el barrio, pese a esta falencia.
Recién a mediados de siglo apareció el famoso hueco de Victoria en Cerrito a 1500, gracias a la desaparición de la molienda de ladrillos de la firma Disiena.
Como dijimos el pulmón del barrio era el Mercado de Abasto (Mitre, Sarmiento, Pasco e Ituzaingó), hoy Plaza de la Libertad. Se trataba de un mundo de trabajo con vida propia, con todas las grandezas y miserias imaginables.
El corazón del barrio, sin ninguna duda, era la esquina de Corrientes y Pellegrini. Ahí había dos cines: “Esmeralda” (muy familiar) y “Sol de Mayo” (uno de los más populares de la ciudad). Montones de bares, pizzerías, heladerías y se destacaba el café “Sol de Mayo”, luego “Saigo”, con once mesas de billar. Además, estaban el Rosarino Boxing Club y el Olímpico Rosario, todo esto en un espacio muy acotado. Por eso, aquella esquina era, sin dudas, el corazón de mi barrio.
El barrio, pese a la proximidad del centro, tenía sus atractivos propios, que ayudaba para que los vecinos disfrutaran del mismo, en primer lugar, de la incomparable Avenida Pellegrini, la siempre linda. Aparte de los cines de Pellegrini, estaban el “Ambassador” en calle San Martin al 1800, “Star” en bulevar 27 de febrero al 1000 y “Claret” en Paraguay al 2400. Había tres iglesias muy importantes: Corazón de María (Roca y Viamonte), San José (Cochabamba y San Martín) y del Carmen (Pellegrini al 1500).
Otro de nuestros orgullos es nuestra vecindad con el Parque Independencia, que viene a ser nuestro patio de atrás ¡Un lujo!
Tras lo narrado pienso se debe comprender mi orgullo por “El Cuadrado Mágico”. Si no es así, me pueden llamarme y gustosamente ampliaré datos e informaciones.

¡Cuántos años!

¡Hola! ¿Cómo anda el año? Acá, Victoria, retomando los relatos.
Mis intenciones de seguir escribiendo en verano, que “teóricamente” tengo más tiempo quedaron en veremos.
Se me pasó volando y sin aburrirme.
¿Se acuerdan del relato de la primavera?
Pasó muchísimo tiempo de ese picnic de la primavera y tantas cosas.
Estuvimos dos años de novios y decidimos casarnos. Él ya trabajaba muy bien en una empresa. Yo tenía algunos conciertos no todos pagos, tenía alumnos particulares y daba clases en la universidad, al principio ad honórem y después quedé contratada.
Empezamos de “cero cosas”, pero con trabajo y ayuda de nuestros ahorros buscamos dónde vivir.
No fue nada fácil.
Al principio, queríamos una casita en Alberdi. Claro, a lo que llegábamos eran todas casas para rehacer, inhabitables.
Alberdi quedó descartado. Ya cuando casi todos los ahorros más nuestros sueldos para seguir pagando nos permitían acceder a un mínimo departamento, salió en el diario un aviso de uno de dos dormitorios en el centro.
Lo fui a ver, y le faltaba pintura y arreglo en la mesada de la cocina. Estaba ubicado en el centro y lo vendían con un crédito hipotecario para transferir.
Bueno, fue complicado para poder ir a verlo juntos y la gente tenía apuro para vender.
Al final salió, nosotros estábamos muy contentos, pero…
Por supuesto, había que escuchar los comentarios familiares: “está muy barato algo escondido” tendrá.
La verdad es que no todos los papeles estaban en orden, pero con un poquito de presión se pudo hacer la transferencia del crédito y después la escritura.
Con todo esto quedamos sin un “mango” en los primeros meses. Nuestras salidas eran puras plazas, caminatas y con suerte un cafecito.
Peso que juntábamos dinero, este iba a pintura. En estos trabajos éramos poco expertos, parecía re-chico el lugar, pero para rasquetear y pintar resultaba enorme.
Fuimos haciendo el trabajo los fines de semana, pero mi padre no me dejaba ir al departamento, si no me acompañaba alguna de mis hermanas o amigas. El decía “sin libreta” –por la de casamiento– no van juntos. ¡Pobre, eran otras épocas!
De a poquito y con algunos regalitos, fuimos amoblando: diván cama de la casa de mis suegros, mesita de la casa de mis padres, etcétera.
La cuestión fue que pusimos fecha para casarnos. No se por qué, todos opinaban, de un lado y del otro, pero no decían quien pagaba la fiesta. En casa la plata no sobraba para fiestas y en la casa de mis suegros tampoco; o sea que discutían tranquilamente.
Bueno, entre ida y vueltas, fue una fiestita con familia y pocos amigos nuestros.
Las presiones entre las familias no cedieron hasta el mismo día del casamiento; pero por suerte ya teníamos el viaje de bodas.
Unos amigos nuestros se habían casado un tiempo antes que nosotros y nos recomendaron un hotel lindo y barato en Bariloche, que reservé un mes antes, cuando me invitaron a un dúo y a mí a tocar en la biblioteca de Bariloche.
Todo muy lindo y, por supuesto, la tranquilidad y el cambio fueron muy importantes para nosotros.
Pasaron ya cuarenta años, con cosas muy lindas y otras tristes que pudimos ir solucionando; algunas bien, otras sin solución.
Lo más importante de estos cuarenta son nuestros cinco hijos y cuatro nietos, que todavía podemos disfrutar
En otro relato les contaré un poquito de esa etapa que fue “dura” con tantos chiquitos que ellos mismos, que ya tienen algunos uno y otros dos, preguntan cómo hacíamos nosotros con ellos.

Por suerte, no nos fue tan mal porque tienen lindos recuerdos. Cuando están todos juntos, se acuerdan de “diabluras” y se ponen contentos y discuten si los hechos fueron de una u otra forma, como sucede con mis relatos de cuando yo era chica, que he contado y que mis hermanas recuerdan de manera distinta y me lo aclaran. 

El Nono Enrico y su hija Arpalice

María Susana Vidoni

Allá por el año 2000, decidimos ir con mi marido por primera vez a Europa. Empezamos a planificar el viaje por nuestra cuenta. Sería España, Francia e Italia. Después nos decidimos ir solamente a Italia por un mes. Queríamos hacer todo el norte de Italia, en especial las regiones de nuestros ancestros: Véneto (mi marido), Lombardía y el Friuli (yo).
Entonces, empecé a averiguar de qué pueblo vino mi bisabuelo paterno. De los otros, ya sabíamos. Nadie tenía mucha información, dado que mis abuelos habían fallecido.
Tenían idea de varios pueblos de la región, de donde podría haber vivido.
Parte de la historia de mi nono paterno Enrico fue así: Venía casado de Italia con su esposa y una hija Arpalice. Su esposa contrajo tifus en el barco y murió, por lo tanto fue arrojada al mar, dado que no se podían conservar los cadáveres. Él venía a “hacerse la América” en 1889 en el Barco Giovanni B. Lavarello.
Al llegar al puerto de Buenos Aires, se vio con esa hija de la mano y sin familia. Entonces, buscó a alguien que viajara a Italia y ahí mismo después de unos días decidió enviar a su hija Arpalice de vuelta a Italia en otro barco.
Después de unos años, Enrico se instaló a trabajar en un campo, conoció a una mujer que había enviudado y se casaron. Tuvieron varios hijos. Nunca más se supo de esa hija. ¿Cuántos años tenía cuando volvió a Italia? Nadie lo sabía, tampoco qué fue de su vida.
Debido a nuestro viaje, empecé a escribir a varias comunas para pedir certificado de nacimiento del nono Enrico y de Arpalice. Después de muchas respuestas negativas, ¡llegó! Con esto supimos que esta niña era muy chiquita cuando la envió el nono de vuelta para que la cuide la familia de su esposa fallecida. Arpalice tenía dos años cuando viajó solita.
Conseguí el acta de casamiento y el de defunción, así supimos que se casó con un primo y se fue a vivir a otro pueblo, donde falleció a los 72 años.
Aún no logré averiguar si tuvo hijos. Estoy en esta etapa de la investigación.


La cabra al monte tira

Ana María Miquel

En estas palabras no pretendo ser obsecuente, ni demagoga, ni que piensen que soy una víctima. Sí, pretendo ser justa. Dar al César lo que es del César y a cada uno lo suyo.
El año pasado, con vergüenzas y temores, comencé a escribir en el curso “Contame una historia”. Estaba rodeada por compañeros, más o menos, de mi misma década cronológica y un profesor que tenía más expectativas sobre nosotros, que nosotros sobre él.
En esos momentos era una mujer madura, tímida, inhibida a veces, temerosa de todo y de todos, con miedo a las críticas y a la gente. Ya de vuelta de varias cosas, buenas y malas, y podríamos decir que con casi todo ya hecho en la vida. Lo que viene de ahora en más es un regalo que nos da Dios o el destino o también por qué no: los genes.
La cuestión es que, estimulada por el ambiente, comencé a escribir y puedo dar fe que cuando me siento frente a un papel en blanco las palabras se escriben y se sueltan tan rápido como mis pensamientos. Es muy raro que vuelva a leer o corregir lo escrito.
De esa manera, fueron surgiendo recuerdos y más recuerdos de tiempos pasados, de cosas compartidas, de objetos entre mis manos, de personas que me marcaron con su ejemplo. Seres que me quisieron, otros que me ignoraron y otros que me odiaron.
Pero en esa sucesión de recuerdos que sobre todo se me venían a la cabeza por las noches y me ponían en estado de desvelo, surgía la necesidad de escribirlos y al ir escribiéndolos fue cuando se produjo el milagro.
Redescubrí la mujer que había sido y la pude comparar con la que me había transformado. “¡Epa!”, me dije, “¿qué estoy haciendo con mi vida?, si yo era de las personas que se llevaban el mundo por delante, que no le tenía miedo a nada, ni siquiera a la soledad, que como dice la canción hasta un cierto momento viví a mi manera”. Ojo, la actual no es la Ana María que yo conocía. Tengo que ir a buscarla, reencarnarme nuevamente en esa mujer con coraje y alegría de vivir.
Así fue, creo, como este curso me transformó, me reinventó, me permitió decir “basta” a un montón de cosas y reemplazar mis tardes de martes con mis compañeros y mi profesor por las mejores sesiones de psicoterapia.
¿Renací? ¿Me reinventaron? ¿Otro regalo de la vida? No importa lo que haya sido. Aquí estoy, nuevamente rodeada de recuerdos y de cosas para contar, y agradeciendo sinceramente a todos mis compañeros y a nuestro profesor, por brindarme y brindarnos esta nueva oportunidad.

Siento que aquí tengo un lugar en el mundo, al igual que en cada rincón de mi casa. Gracias, una vez más.