Luis Zandri
Después del tercer mes desde la incorporación
comencé a salir franco con frecuencia y más adelante casi todos los días, menos
los que tenía guardia las veinticuatro horas. A veces, salía al mediodía y
otras a las l7.30 aproximadamente. A partir de allí, mejoró sustancialmente mi alimentación
y fui recuperando el peso que había perdido en el tiempo de entrenamiento, ya
que la mitad de las ingestas diarias las hacía en mi hogar y, además, llevaba
desde allí algunos alimentos como ser: queso, dulce de membrillo, frutas,
salamines y algunas cosas más, las cuales podía tenerlas en el bolso del
rancho. Mi madre a veces protestaba un poco, porque yo arriaba con todo lo que
podía llevar.
Donde la pasábamos muy bien era en
las guardias de veinticuatro horas, ya que junto a mis compañeros de oficina
nos hicimos amigos de los soldados del “Detall”, que eran los que organizaban
los grupos y turnos de guardia, así que nosotros habíamos formado un equipo con
dos compañeros míos de la empresa de seguros donde yo trabajaba. Ellos eran
Luis Ferrari que estaba en la Intendencia y Juan Crisci, “el Negro”, en el
comedor de suboficiales, y algunos soldados más de nuestra confianza. Éramos diez
más o menos. Así que, cuando nos tocaba la guardia, nosotros les dábamos la
lista del grupo y además muchas veces elegíamos los puestos de guardia que más
nos agradaban por el lugar o las comodidades que había para cocinar y dormir.
Cuando nos hacíamos cargo del
puesto de guardia, organizábamos el almuerzo y la cena, y luego le comentábamos
al suboficial a cargo. Por supuesto que lo invitábamos a compartir la comida
para que nos autorizara a hacerla. Había dos puestos que estaban sobre la ruta
11, uno era la entrada de la fábrica militar y el otro la del Arsenal, que eran
los mejores para esos menesteres, porque las casas de la ciudad estaban
cercanas, de manera que los más caraduras iban a pedirles a los vecinos algunos
alimentos o condimentos y para lo que faltaba hacíamos una “vaquita” y lo comprábamos.
Allí, mejoré mis conocimientos culinarios, ya que hacíamos guisos, pastas,
asados, tortillas o cualquier otra cosa que se nos ocurriera, dentro de las
posibilidades que nos brindaban los utensilios de que disponíamos, que no eran
muchos.
Recuerdo que la primera vez que me tocó
hacer tallarines pregunté cómo hacía para saber cuándo estaban listos para
servir. Uno me dijo: “Es fácil: agarrá un pedazo y lo tirás contra la pared
(que era de azulejos), si queda pegado, ya está”. Así lo hice, tomé un trozo de
fideo y... ¡paf!! ¡Oh sorpresa: dio resultado!
Otra vez, uno de los soldados
llamado Serenelli tenía un tío que tenía un comedor de pescados llamado “Al
Gran Paraná”, que creo que estaba ubicado en Arroyito, por bulevar Avellaneda.
Trajo varias bogas. Ese día teníamos guardia llamada “Cuarto Relevante”, que
era desde las 19.30 hasta las 5.30 del día siguiente. Serenelli y su grupo
asaron las bogas a la parrilla en horas de la madrugada, así que como a las tres
de la mañana estábamos todos comiendo pescado, incluido el suboficial, por
supuesto.
Había un campito situado en nuestro
trayecto desde el batallón al puesto de guardia situado en la entrada de la fábrica,
que estaba sembrado con maíz, de manera que cuando las plantas estuvieron
cargadas de choclos, cada vez que pasábamos por allí nos íbamos con nuestros
bolsos del rancho cargados con ellos y, después, nos dábamos la gran panzada haciéndolos
hervidos o a la parrilla.
Para las fiestas de fin de año, a
todos nos tocaba Navidad o Año nuevo de guardia y la otra fiesta, de franco.
Nosotros hicimos la guardia de Nochebuena y Navidad. Instalamos la mesa en la
calle de entrada a la fábrica, detrás del portón, y lo festejamos con todo,
como en casa. Yo terminé bailoteando con la chaqueta y la gorra del suboficial
que estaba con nosotros, total ese día valía todo, no había castigos para
nadie.
Recuerdo algunas anécdotas
pintorescas de las guardias. Una vez estaba en un puesto llamado “Polvorines”,
ubicado en terrenos cercanos al río Paraná, llamado así porque en esa zona están
los depósitos subterráneos de pólvora, balas y armas. El soldado que tomaba el
turno de guardia se ubicaba en un mirador de unos 10 a 12 metros de altura, construido
de madera.
Era un día domingo. Subí al
mirador, que era un cubículo de dos metros por dos metros, con cuatro amplias
ventanas hacia los cuatro puntos cardinales con una tabla en cada una para
apoyarse. Hacia el este veía el río, las islas y las embarcaciones que
ocasionalmente pasaban navegando por allí. Por las otras ventanas, eran todos árboles,
arbustos, pastos y cielo. El silencio era tal que lo sentía. Sí, creo que hay
veces en que podemos sentir el silencio y disfrutarlo; el más puro y profundo
silencio, momentos en que ni siquiera debemos pensar, solamente disfrutar los
sonidos del silencio. Solamente era interrumpido por el canto de algún pájaro o
el gorjeo de las palomas torcazas o del monte, que son más grandes.
No tenía nada que hacer y nada para
leer, así que solo me acompañaban mis pensamientos. De pronto, apareció una liebre
en mi campo visual caminando y brincando tranquilamente y se sentó cerca de la
torre. Tomé el fusil, cargué una bala en la recámara, apunté, puse el dedo en
el gatillo y… tuve un segundo de lucidez, retiré el dedo del gatillo, saqué la
bala devolviéndola al cargador y levanté el fusil, deseándole suerte y larga
vida a la liebre. Si tiraba un tiro en ese lugar iba a provocar un revuelo y
alarma general, que terminaría conmigo en un calabozo.
En otra oportunidad, en el puesto
de entrada a la fábrica, sobre la ruta 11 estaba apostado más o menos a 150 ms.
del portón, era de noche y había altos pastizales en los terrenos cercanos. Era
una hermosa y tranquila noche, cuando de pronto noté que los pastizales se movían.
Me puse en alerta, tomé el fusil, me acerqué y los pastos seguían moviéndose en
dirección a mí. Como nos habían enseñado para esos casos grité a todo pulmón tres
veces “alto. ¿Quién vive?”, apuntando con el fusil. ¡Qué chasco! Me respondió: “Muuuuuuu”.
Y apareció ante mi vista
¡Era una vaca!