miércoles, 27 de mayo de 2015

La colimba – Tercera parte

Luis Zandri

Después del tercer mes desde la incorporación comencé a salir franco con frecuencia y más adelante casi todos los días, menos los que tenía guardia las veinticuatro horas. A veces, salía al mediodía y otras a las l7.30 aproximadamente. A partir de allí, mejoró sustancialmente mi alimentación y fui recuperando el peso que había perdido en el tiempo de entrenamiento, ya que la mitad de las ingestas diarias las hacía en mi hogar y, además, llevaba desde allí algunos alimentos como ser: queso, dulce de membrillo, frutas, salamines y algunas cosas más, las cuales podía tenerlas en el bolso del rancho. Mi madre a veces protestaba un poco, porque yo arriaba con todo lo que podía llevar.
Donde la pasábamos muy bien era en las guardias de veinticuatro horas, ya que junto a mis compañeros de oficina nos hicimos amigos de los soldados del “Detall”, que eran los que organizaban los grupos y turnos de guardia, así que nosotros habíamos formado un equipo con dos compañeros míos de la empresa de seguros donde yo trabajaba. Ellos eran Luis Ferrari que estaba en la Intendencia y Juan Crisci, “el Negro”, en el comedor de suboficiales, y algunos soldados más de nuestra confianza. Éramos diez más o menos. Así que, cuando nos tocaba la guardia, nosotros les dábamos la lista del grupo y además muchas veces elegíamos los puestos de guardia que más nos agradaban por el lugar o las comodidades que había para cocinar y dormir.
Cuando nos hacíamos cargo del puesto de guardia, organizábamos el almuerzo y la cena, y luego le comentábamos al suboficial a cargo. Por supuesto que lo invitábamos a compartir la comida para que nos autorizara a hacerla. Había dos puestos que estaban sobre la ruta 11, uno era la entrada de la fábrica militar y el otro la del Arsenal, que eran los mejores para esos menesteres, porque las casas de la ciudad estaban cercanas, de manera que los más caraduras iban a pedirles a los vecinos algunos alimentos o condimentos y para lo que faltaba hacíamos una “vaquita” y lo comprábamos. Allí, mejoré mis conocimientos culinarios, ya que hacíamos guisos, pastas, asados, tortillas o cualquier otra cosa que se nos ocurriera, dentro de las posibilidades que nos brindaban los utensilios de que disponíamos, que no eran muchos.
Recuerdo que la primera vez que me tocó hacer tallarines pregunté cómo hacía para saber cuándo estaban listos para servir. Uno me dijo: “Es fácil: agarrá un pedazo y lo tirás contra la pared (que era de azulejos), si queda pegado, ya está”. Así lo hice, tomé un trozo de fideo y... ¡paf!! ¡Oh sorpresa: dio resultado!
Otra vez, uno de los soldados llamado Serenelli tenía un tío que tenía un comedor de pescados llamado “Al Gran Paraná”, que creo que estaba ubicado en Arroyito, por bulevar Avellaneda. Trajo varias bogas. Ese día teníamos guardia llamada “Cuarto Relevante”, que era desde las 19.30 hasta las 5.30 del día siguiente. Serenelli y su grupo asaron las bogas a la parrilla en horas de la madrugada, así que como a las tres de la mañana estábamos todos comiendo pescado, incluido el suboficial, por supuesto.
Había un campito situado en nuestro trayecto desde el batallón al puesto de guardia situado en la entrada de la fábrica, que estaba sembrado con maíz, de manera que cuando las plantas estuvieron cargadas de choclos, cada vez que pasábamos por allí nos íbamos con nuestros bolsos del rancho cargados con ellos y, después, nos dábamos la gran panzada haciéndolos hervidos o a la parrilla.
Para las fiestas de fin de año, a todos nos tocaba Navidad o Año nuevo de guardia y la otra fiesta, de franco. Nosotros hicimos la guardia de Nochebuena y Navidad. Instalamos la mesa en la calle de entrada a la fábrica, detrás del portón, y lo festejamos con todo, como en casa. Yo terminé bailoteando con la chaqueta y la gorra del suboficial que estaba con nosotros, total ese día valía todo, no había castigos para nadie.
Recuerdo algunas anécdotas pintorescas de las guardias. Una vez estaba en un puesto llamado “Polvorines”, ubicado en terrenos cercanos al río Paraná, llamado así porque en esa zona están los depósitos subterráneos de pólvora, balas y armas. El soldado que tomaba el turno de guardia se ubicaba en un mirador de unos 10 a 12 metros de altura, construido de madera.
Era un día domingo. Subí al mirador, que era un cubículo de dos metros por dos metros, con cuatro amplias ventanas hacia los cuatro puntos cardinales con una tabla en cada una para apoyarse. Hacia el este veía el río, las islas y las embarcaciones que ocasionalmente pasaban navegando por allí. Por las otras ventanas, eran todos árboles, arbustos, pastos y cielo. El silencio era tal que lo sentía. Sí, creo que hay veces en que podemos sentir el silencio y disfrutarlo; el más puro y profundo silencio, momentos en que ni siquiera debemos pensar, solamente disfrutar los sonidos del silencio. Solamente era interrumpido por el canto de algún pájaro o el gorjeo de las palomas torcazas o del monte, que son más grandes.
No tenía nada que hacer y nada para leer, así que solo me acompañaban mis pensamientos. De pronto, apareció una liebre en mi campo visual caminando y brincando tranquilamente y se sentó cerca de la torre. Tomé el fusil, cargué una bala en la recámara, apunté, puse el dedo en el gatillo y… tuve un segundo de lucidez, retiré el dedo del gatillo, saqué la bala devolviéndola al cargador y levanté el fusil, deseándole suerte y larga vida a la liebre. Si tiraba un tiro en ese lugar iba a provocar un revuelo y alarma general, que terminaría conmigo en un calabozo.
En otra oportunidad, en el puesto de entrada a la fábrica, sobre la ruta 11 estaba apostado más o menos a 150 ms. del portón, era de noche y había altos pastizales en los terrenos cercanos. Era una hermosa y tranquila noche, cuando de pronto noté que los pastizales se movían. Me puse en alerta, tomé el fusil, me acerqué y los pastos seguían moviéndose en dirección a mí. Como nos habían enseñado para esos casos grité a todo pulmón tres veces “alto. ¿Quién vive?”, apuntando con el fusil. ¡Qué chasco! Me respondió: “Muuuuuuu”. Y apareció ante mi vista

¡Era una vaca!

Las pibas de mi barrio

Enzo Burgos

Década del 50, las mujeres podían ser bebitas, nenas, señoras, minas, pacatas, locas de miércoles, veteranas, divorciadas, viudas, abuelas, etcétera, etcétera. Propongo hablar de las pibas del barrio, considerando que aquella edad de las mocosas fue irrepetible. La sangre hervía y ellas surgían a la vida, como si hubieran estado hibernando. Era el despertar. La primavera estallaba con pajaritos en la cabeza, olvidos incomprensibles y lagunas mentales que semejaban mares.
La naturaleza copaba también a los muchachos y ahí andaban zumbando reinas y zánganos en torno a ese panal en que se transformaba el barrio.
Fanáticas gregarias lucían sus mejores galas caminando por amplias veredas, charlado en voz alta para hacerse oír, porque en grupo se sentían más jugadas. Cada tanto, los muchachos lanzaban alguna gansada que ellas escuchaban con mohines rayanos en la tontería, pero a nuestras pibas ¡le quedaban tan lindos! A aquellas quinceañeras patronas de la vereda, todo les quedaba bien. La mayoría concurrió a la escuela primaria pública mixta, en Pasco 1537. Como alumnas doblaban en aplicación a los varones y de allí en adelante, las mujeres nos aventajaron en todo. Hoy, con casi ocho décadas en la mochila, noto que nada cambió, porque desde cuando eran las pibas tuvieron la inteligencia de hacernos creer, hombres huecos al fin, que éramos los mejores. ¡Qué montón de salames!
La mayoría de las pibas no trabajaban. Si bien éramos clase media pura, ellas rara vez lo hacían y la mayoría de las mamás tampoco. Las pibas ayudaban a progenitoras sin fanatismo en la cocina y pasando el cepillo pesado. Los mandados eran exclusivos de las madres. En este tema mandaban ellas, porque almacén, verdulería o panadería eran centro de distribución de chimentos y a las veteranas eso las enloquecía. Algunas pibas aprendían Corte y Confección. Unas pocas, música. O patín. O cualquier otra pavada. Se trataba de entusiasmos poco consistentes.
El deporte a las pibas no les quitaba el sueño. Siendo nenas se entretenían con “la rayuela”, “el aro”, “las escondidas”, “la popa”, “las esquinitas” o “el madre puedo”. Si tiraban a machonas se podían mezclar en un “picado”, “el lopa” o “un ring raje”. Pero apenas pasaban a ser las pibas, se ponían insoportables, agrandadas como galleta en el agua y ya, de deportes ni hablar. Creían que los clubes solo servían para ir a bailar o asistir a los partidos de básquet para ver a los muchachos.
Les gustaba el baile, siempre con mamá a cuesta, y seguir al equipo del barrio a cualquier cancha. Muchas eran bastante fanáticas. ¡Ah, si pudieran hablar las desaparecidas barandas de Club Ben Hur!. Si habrán iniciado idilios apoyadas en las mismas, sin importarles un pito si en ese mismo momento, los locales perdían por veinte tantos. ¡Qué época divina, Dios mío! Aquellos metejones eran inolvidables y todo se lo debían a ellas, las pibas del barrio. Bendita época en que la pava se calentaba, pero el mate no se tomaba
Sencillitas, con los primeros toques de rouge y rubor en los cachetes, leían “Nocturno”, “Para Ti”, “Radiolandia”, algunos libros de cuentos donde podían encontrar un clavel aplastado entre sus hojas, resabio de algún romance, vaya uno a saber con quién. Disfrutaban de asaltos y picnics, en los tiempos de “la jazz y la típica”. Para las pibas, el paseo preferido era por la avenida Pellegrini, en especial los fines de semana. Los piropos les llovían, pero ellas escuchaban como quien oye llover, gansadas tales como: “¡Adiós, las tres Marías, la del medio es la mía”.
Otro paseo obligatorio era el vecino Parque Independencia, con bancos ideales para el primer beso y penumbras que invitaban al chape, pero medidito ¿Eh?
El centro recibía cada tanto la visita de las pibas, quienes se lucían paseando por Córdoba no peatonal, concurriendo a los cines y ¿por qué no? a la granja “Royal”. Siempre en barra o acompañadas por el salame de turno, porque ellas eran espléndidas, pero los muchachos portaban cara de paparulos y con barritos, certificación de la “edad del pavo”. Inolvidables los bailes de Carnaval. Divertidos y mersas los del club del barrio, pero para obtener brevet de princesa había que ir a los clubes “grandes: Gimnasia, Newell’s o Provincial. Aguantando algunas de las viejas, pero con tanta concurrencia no existía cancerbero capaz de contener a las pibas.
Las que hoy son maduras señoras no pueden olvidar noches refulgentes con Tito Rodríguez, Xavier Cugat, Abbe Lane, D’Arienzo o “Varela Varelita”. Diga la verdad, doña, ¿no se le pone la piel de gallina? Y hablando de música, cómo olvidar los boleros, tan ideales para el chape, y Mario Clavel diciéndole al oído: “¡Abrázame así, que en la vida no hay nada mejor, que decirle que si al corazón!”. ¡Era para volverse loco, era!
Cholulas al mango y capaces de pedir fotos autografiadas a las empresas cinematográficas de Estados Unidos. Irse tan lejos teniendo aquí mejores ejemplares de la raza humana ¿Quiénes? ¡Nosotros! Los muchachos del barrio, aunque finalmente lo reconocían y nos engrampaban para toda la vida.
No existía la tele, y todo se circunscribía al cine y los radioteatros. En el primero molestaban los del barrio, porque se colaba la vieja y te conocía medio mundo. De todos modos, nunca dejo de agradecer lo vivido en aquellos palcos altos del cine “Esmeralda”, donde parejitas de tórtolos se perdieron de ver tantas películas. Las pibas admiraban a Zully Moreno o Lolita Torre; pero se hacían los ratones con Tony Curtis, Carlos Thompson o Cary Grant. En radio únicamente escuchaban las novelas, acompañando a las mamás. ¿Preferido?: “El Teatro Palmolive del Aire”, Hilda Bernard, Oscar Casco. La imaginación volaba a mil con la voz del relator: Julio César Barton. Los libretos de Nené Cascallar, Abel Santa Cruz o Alberto Migré, llenaban de pajaritos los bochos de las mocosas.
Señora de las chiquisientas décadas. ¿Se acuerda de las ropas que lucían: pollera plato, soleras, pollera tubo, chatitas o mocasines casi cero en vaqueros. De gran gala: tacos agujas. ¿Ojotas? ¡hum! Eso, sí, zapatillas blancas (las de gimnasia) y no olvidar el cinturete que servía para remarcar la silueta (cintura de avispa le decían). ¡Qué horribles los bombachudos y que juego más aburrido la pelota al cesto! Ah, me estaba olvidado: ¡Cómo renegaban con las costura de la medias! Porque llevarlas chingadas, no quedaba lindo y aquellas pibas del barrio eran demasiado coquetas.
Todo lo narrado era la vida de aquellas mocosas y puedo asegurar que eran muy felices y siempre en otro mundo, mejor dicho, el mejor de los mundos. Después, aparecía el plomo definitivo (o casi), la secundaria, el trabajo, el amor, los compromisos, algunos desencantos, obligaciones, dejan de ser las pibas y se convierten en señoritas. O señoras, que es peor todavía.
En una caja de cartón y en la parte alta del placar, quedan arrumbados sueños, ilusiones, ganas distintas, metejones y un montón de cosas más, que hicieron que la vida de las pibas de mi barrio, fuera la mejor del mundo.
Doña, un consejo: cada tanto vuelvan a la vieja caja y notará que al frasco de mermelada de la Vida, aún le queda un restito. Pasen el dedo y vuelva a disfrutar la dulzura de sus mejores años. Y ¿por qué no? Conviden al pesado ese que eligieron, que es inaguantable, no entiende nada, se equivoca a cada rato o se olvida de todo, pero es casi tan bueno, como fueron aquellos años en que ustedes eran las pibas de mi barrio.

Anécdota sobre personajes famosos: Jorge Luis Borges

Susana Olivera     
“Yo creo que fuimos
nacidos hijos de los
días, porque cada día
tiene una historia
y nosotros somos
las historias que vivimos”
Eduardo Galeano

Por ese entonces, yo trabajaba en la Asociación Rosarina de Cultura Inglesa; todos le decíamos familiarmente y sin tanta pompa, “la Cultural”. Trabajábamos en la Secretaría, en la parte administrativa. Éramos cuatro auxiliares administrativos. Todas rondábamos los veinte años y teníamos una jefa mucho mayor, Julia Shakespear. Además. estaba la secretaria del director, que también tenía algo más de veinte años, y el auxiliar de Contaduría, joven como nosotros.
Se trabajaba a pesar de que los chistes, la charla y las bromas estaban a la orden del día. Nos encargábamos de la inscripción a los cursos, del cobro de los aranceles a los alumnos, de los archivos, hacíamos las estadísticas sobre asistencia, sobre recaudación de fondos, nos ocupábamos de dar información al público en general, de atender el teléfono. Se trabajaba. José, el contador, pagaba los sueldos, llevaba los libros de contaduría –no había computadoras en la Cultural en 1964– y hacía los bancos.
Nuestro director era enviado por el Consejo Británico que tenía su sede en Buenos Aires y era, por supuesto, inglés. En esa época Mister George Rudolph Sanderson era el director, un hombre de pelo enrulado, rubio, de ojos claros, que siempre llevaba un bastón, no por necesidad sino por coquetería. Así, lo demostraban también sus trajes oscuros, impecables. Su tono de voz era suave, mesurado, y todas sus órdenes estaban precedidas por un “por favor, ¿usted sería tan amable de hacer esto o lo otro por mí?”. No nos daba trabajo entenderlo, porque todos los que trabajábamos allí debíamos ser estudiantes en la institución.
Se hacían muchas reuniones, algunas de carácter cultural, otras sociales en el hall del primer piso. Era realmente un lugar hermoso, con vitrales en las ventanas, pisos en damero de mármol blanco y negro, y un hogar de piedra con un escudo en la parte alta. Las paredes, revestidas en madera y cómodos sillones de cuero. Tenía el sabor, el olor y la suntuosidad de las mansiones antiguas. Estaba próximo a la biblioteca que también era un lugar muy acogedor.
Ese día se habían cursado invitaciones para una conferencia sobre escritores famosos y, si la memoria no me falla, creo que en esta oportunidad era sobre Joseph Conrad. El conferencista era Jorge Luis Borges.
Ya sabíamos cómo sería todo el procedimiento: se alojaría al conferencista en el hotel Italia ubicado en Maipú 1065, uno de los más importantes de la época. Actualmente es la Sede de Gobierno de la Universidad Nacional de Rosario. Se lo iría a buscar en auto a la hora de la conferencia y se lo agasajaría con un lunch al finalizar el acto.
Nos encantaban esas reuniones por un montón de razones. La primera, se cerraba Secretaría; de manera que estábamos libres, siempre y cuando no nos obligaran a quedarnos a la conferencia para hacer número. Pero eso tenía sus ventajas, porque también nos quedábamos al agasajo y comíamos los acostumbrados, pero riquísimos bocaditos.
Otra razón y muy importante era que nuestros novios tenían la obligación de concurrir a la conferencia, así que era una oportunidad para verlos. Digo “nuestros novios”, porque tanto mi novio, Jorge, como el de Ana, Oscar, eran alumnos de la Cultural. No tenía la misma suerte Leonor, porque su novio raramente nos visitaba en nuestro lugar de trabajo.
Esa vez ya estaba todo dispuesto: las sillas para los concurrentes y el estrado para el conferencista. Solo se esperaba al público.
Jorge Luis Borges estaba sentado cerca del estrado. Esperaba. Y estaba solo. Allí lo había dejado la directora de cursos, seguramente ocupada en otra tarea. Nosotros lo mirábamos desde la puerta vidriada de la oficina.
Estaba solo. Esa imagen hoy tan conocida de él, sentado con la mirada perdida en algún punto del piso, su cabeza agachada por una espalda cargada, con un traje gris y prolija camisa blanca con corbata. Esa imagen, era la imagen que veíamos sintiendo una ligera inquietud de pena. Tenía el bastón frente a las piernas y ambas manos apoyadas en él. No se movía.
Era Jorge Luis Borges y estaba solo.
Se acercó a nosotros Mister Sanderson y con su educado “por favor, ¿tendría inconveniente alguno de ustedes de acompañar a Mister Borges. Estoy esperando una llamada del Consejo Británico y voy en cuanto termine.”
Nos miraba esperando voluntarios… Nadie se atrevía… ¿Qué le decimos? ¿De qué le hablamos a Jorge Luis Borges?
Finalmente, y ante nuestra vacilación, me eligió a mí. Creo que mi timidez no era porque iba a hablar nada menos que con Jorge Luis Borges… no estoy segura de que me diera cuenta de la importancia del personaje como escritor… solo temía no saber qué decirle…
Hoy, han pasado cincuenta años y creo que me sentiría igual de tímida, pero valorando la oportunidad de hablar unas palabras con él o sentirlo allí…
Me acerqué… No había sillas, así que me quedé de pie. Yo miraba a todos lados para ver si alguien venía para auxiliarme. Esperaba a alguna profesora, a algún estudiante, a alguien de Regencia… Pero no había nadie dispuesto. Empezaba a llegar el público.
“Buenas tardes”, le dije.
Demoró en contestarme, creí que no me había oído, porque yo tenía la voz cortada y no paraba de carraspear; pero la pausa era demasiado larga.
—Buenas tardes -repetí-. Yo trabajo acá.
—¿Dónde trabaja?- me preguntó. No me miraba. Había levantado la cabeza y sus ojos miraban al techo.
—Acá, en la Cultural. En la Secretaría. Voy a escuchar su conferencia (mentí); pero quería saludarlo antes… No le podía decir que me había mandado el director a acompañarlo…
—Ahhh… (larga pausa)… Gracias…
Su voz era baja y parecía que le costaba hablar, como si le faltara la respiración… Y tenía un gesto en los labios que parecía una sonrisa…
“Esteee… ehhh…”. Yo ya no sabía qué más decirle.
“Por Dios”, rogaba, “que alguien me ayude…”.
Apareció Mr. Sanderson. Me dijo: “Thank you, Susana”.
¡Ahh, al fin! Volví corriendo a la oficina, toda colorada contando lo que habíamos “conversado”.
Qué daría por “entrevistar” a Jorge Luis Borges hoy. No sé si sería capaz de tener muchas más cosas para hablar de lo que hice entonces, pero me sentiría tan feliz de estar próxima a él.

 Tal vez, tal vez le preguntaría cuál es, de los suyos, su poema preferido… No sé, solo para saber si es también mi preferido…

Las pelotas de trapo

Enzo Burgos

Estas rechonchas ecológicas son la versión pobre de las pelotas de fútbol, especie de parientes carenciados que no tienen lugar en el árbol genealógico del balompié argentino.
Muchos pretenden olvidarlas, pero existieron ocupando un lugar en la cultura popular. Y siguen estando. Yo en casa tengo muchas y ya les cuento mi historia:
Fabriqué un par para mis nietos. Como sobraban materiales y estaba embalado, confeccioné varias más y las llevé a los festejos del Día del Niño en Plaza de la Libertad para regalar a los chicos y, además, algo de materiales para elaborar algunas más.
Entonces sucedió lo increíble. A todos –grandes y chicos– les pareció una idea estupenda; y surgió esta idea descabellada.
Inicié la campaña para conseguir materia prima. Con los trapos no tuve problemas ya que una fábrica de confecciones me entregaba bolsas con retazos. Con las medias sucedió lo increíble. Coloqué carteles en negocios del barrio pidiendo medias viejas. Sonaba alocado pero la respuesta fue muy buena, aunque todo se aceleró cuando el doctor Luis Novaresio me efectuó una entrevista radial sobre este extraño berretín. La repercusión la percibí en el acto. La nota terminó a las nueve y pasado el medio día el teléfono de mi hogar seguía sonando. Fue como si en la gente se hubiera despertado ese duende callejero que dormitaba en lo más profundo de sus almas.
Para tener una idea cabe consignar que en 2008 fueron 150 pelotas, pero al año siguiente llegaron a 1.000. A veces más, a veces menos, hasta que llegó el momento culminante, el 24 de noviembre de 2012 donde se vivió “la catarata de pelotas”: nada menos que 2.000 cayendo por las escalinatas de Parque España. Ahí se cumplía el sueño del pibe, un pibe con mucho más de siete décadas en su mochila.
Comienzan a reclamar mi presencia de escuelas y allá voy con mis pelotas, material para enseñar y poder charlar con los locos bajitos, aprovechando para contar alguno de mis cuentos infantiles. Aseguro que charlar con un chico es una experiencia irrepetible. Aprendí tanto de los mocosos que considero a estos encuentro lo mejor que me dejaron las pelotas de trapo. Recuerdo las escuela del “Padre Claret” y “Juana Manso”, Pando, un comedor guardería de Italia 2051, otra escuela de Villa Gobernador Gálvez; y, como broche de oro, una visita invitado por las autoridades de la Municipalidad de El Trébol, con charlas el viernes 9 de agosto en una escuela y el sábado un stand preparado en la plaza (era la fiesta de pueblo) donde estuve trabajando con un grupo de “chicas” del Taller Adultos Mayores “El chalecito verde”. Luego, el regreso a Rosario, muerto de cansancio, pero contento como perro con dos colas. Hasta mi bastón se cansó.
Como se puede ver, las rechonchas ecológicas son el mejor regalo que me dio mi amiga la Vida, por eso ahora solo pienso en volver a fabricarlas.
¿Después? ¡Qué importa del después! 

La Polaca

Paquita Pascual

Podría haberme inventado una, pero yo no necesito inventar nada.
Hace tres años que lo estoy sufriendo y relatarlo me servirá de catarsis.
Apareció en mi barrio de repente un día de verano; alta, discretamente vestida, su cabello cortado carré, denotaba una apariencia normal, con ciertos rasgos polacos o, tal vez, alemanes. Su edad, indefinida.
Siempre activa no aparentaba más de cuarenta años.
Siempre me intrigó la necesidad de congraciarse con los vecinos
Especialmente conmigo.
Con su casa a cuestas metida en bolsas de plástico se aparece todas las mañanas, donde una vez elegido el portal donde deposita sus pertenencias barre toda la vereda de la cuadra, limpia persianas y rejas.
Una vez terminada esa tarea cose o teje sentadita en el suelo. A veces, escribe y. cuando le pregunto “¿a quién escribes?”, ella me responde: “A Dios”.
Su figura se está deteriorando día a día. Ya no tiene aquel cabello brillante cortado a lo carré. Hoy, su cabeza parece una bola de billar.
Alguien me dijo que esos cortes lo hace la policía, que de noche hace otra vida…
Su blanca piel, que otrora lucía anacarada, hoy está ajada y marchita. Su boca, sin dientes, ya no pueden disfrutar de los alimentos que algunos vecinos le acercan.
Quisiera llegar a ella y ofrecerle mi ayuda, pero su orgullo me lo impide. Niega dormir en la calle y yo sé que lo hace.
Cuando le pregunto “¿qué estás cosiendo?”, me responde: “¡Me compre un pantalón y me queda largo!”. O: “Me compré medias y las guardo para salir”.
Yo que me digo cristiana no hago nada por ella más que alcanzarle algún alimento u alguna ropa abrigada, pero no la traigo a mi casa ni la siento a mi mesa
Ni le brindo una cama.
Cuando a la noche, al abrigo de mi hogar, su recuerdo me atormenta, le pido a Dios la envuelva en su calor; y, a la mañana siguiente, cuando salgo a la calle, busco desesperadamente su figura, para sentir que Dios me ha escuchado…
Pero yo sigo sin hacer nada por ella. 

La escuela en casa

Por Ana María Miquel

Ya les conté en otra oportunidad que mi papá escribía cuadernos enteros en lápiz y que luego les dejaba como tarea a mis hermanos que pasaran la pluma con tinta sobre sus escritos. Allí, se podían encontrar copiados textos de algún libro, palabras sueltas, el abecedario, números, poesías. Es decir, cualquier tipo de literatura. Con el correr de los años, los tres hermanos tenemos la letra muy parecida. Y la de él, de mi padre, era una letra estilizada, inclinada hacia la derecha, con unas mayúsculas que parecían góticas y las minúsculas bajas, tanto como las que pasan el renglón o bajan el renglón, todas a la misma altura.
Había estudiado en colegio de curas.
Para mi papá, la educación era fundamental y aprovechaba cualquier oportunidad para transmitir conocimientos a sus hijos. Recuerdo un libro con hojas satinadas al cual ya le faltaban las tapas que se llamaba “El libro de los por qué”. En él encontrábamos todo tipo de respuestas a nuestros por qué, desde por qué los indios andaban desnudos o hasta qué pasó con los dinosaurios. Otro de los libros importantes que andaba en nuestras manos era “Upa”. Ese era mi libro de cabecera, me encantaban los dibujos y los colores, las letras en cada dibujo. Yo todavía no iba a la escuela, pero se ve que ese libro ya lo habían usado mis hermanos. Mi mamá se enojaba, porque decía que así no se aprendía a leer o escribir, ya que veíamos el dibujo y sabíamos lo que era. Decía que había que saber escribir y leer sin ver dibujos.
Otra cosa que nunca faltó en las casas que habité durante mi infancia y adolescencia era un gran pizarrón, como el de las escuelas, pero en la cocina. Las cocinas eran siempre los lugares más grandes de la casa y en la nuestra se instalaba nuestro pizarrón, y de la familia y de los primos y amigos que jugaban en él.
Además, estaba la máquina de coser Singer de mi mamá y en el medio una gran mesa rectangular de madera maciza y unos bancos alargados tipo campo, fabricados por mi papá para los chicos, además de las sillas para los mayores. La mesa tenía un cajón grande en el medio donde se guardaban los manteles, la tabla de arriba estaba limpiada con “Virulana” y lavandina, porque allí entre mi abuela y mi papá amasaban los fideos para los domingos. El resto del tiempo permanecía cubierta con un hule. En esa mesa se hacían los deberes.
Mientras yo seguía enamorada de mi libro “Upa”, mis hermanos debían leer “La razón de mi vida” de Eva Duarte de Perón.
Creo que este escrito está un poco desordenado, pero son los recuerdos que vienen corriendo como potros desbocados.
Vuelvo al pizarrón. Estaba pintado de color negro –todos los años mi papá lo restauraba–, tenía un marco de madera alrededor y el estantecito para apoyar el borrador y las tizas. Como lo usábamos los tres, a veces lo dividían en tres partes para que todos lo pudiéramos usar al mismo tiempo. Allí practicábamos cuentas. Se escribían las tablas de multiplicar para memorizarlas y verlas durante todo el día. Nos hacían dictados. Y cuando ya estaban terminados los deberes y realizada un poco de práctica escolar, se nos permitía usarlo para dibujar.
Pero llegados a ese punto mi hermano Miguel y yo preferíamos meternos debajo de la mesa y jugar a la casita. Él trabajando con sus manos y fabricando, por ejemplo, un telar o una máquina de lavar siguiendo las instrucciones de la revista “Billiken”, que nos compraban semanalmente, y yo con mis muñecas siendo una abnegada mamá.

martes, 26 de mayo de 2015

La colimba – Segunda parte

Luis Zandri

Una vez finalizada la etapa de instrucción todo se hizo más llevadero ya que esta fue reemplazada por gimnasia aeróbica, fútbol y vóley, aunque de los movidos bailes no nos salvamos nunca, ya que estuvieron presentes todo el año. Hacíamos ejercicios militares, pero más espaciados y siempre practicábamos marchas, que sobre todo se intensificaron en los meses de mayo y junio para ir a la jura de la bandera y el desfile del 20 de junio, en la zona del Monumento y la avenida Belgrano. Cuando faltaba poco para esa fecha yo enfermé de anginas, pero no dije nada a ningún suboficial, y tomaba medicamentos sin que se dieran cuenta y aguantaba. Me sentía mal por el estado febril y transpiraba mucho, pero no aflojaba y le pedía a mis compañeros que me ayudaran, porque si comunicaba que estaba enfermo me enviaban a la enfermería, me perdía la jura y el desfile, y luego cuando mejorara iba a tener que hacer doble tiempo de guardias para cubrir a los soldados que sí iban a ir.
Así fue como el 20 de junio de 1965 me di el gusto de jurar nuestra bandera y desfilar. Realmente, fueron momentos de emoción para nosotros.
Después de ese período de instrucción, un día nos pusieron en filas a todos, Éramos 400 en total y nos preguntaron a uno por uno a qué nos dedicábamos, qué estudio y oficio teníamos y conocimientos adquiridos, para determinar las asignaciones que nos corresponderían. A los mecánicos los tomaban los oficiales o suboficiales de más alto rango para que atendieran sus vehículos, los que tenían algún padrino pasaron a ser secretarios, ayudantes y/o alcahuetes de alguno de ellos, los oficinistas fuimos distribuidos en las distintas dependencias de la jefatura del Batallón: un grupo al “Detall”, donde se organizaban los turnos y grupos de guardias; “Intendencia”, donde recibían los alimentos y luego los entregaban a la “Cocina” para las cuatro comidas del día. Debo acotar que los mejores cortes de carne y otros alimentos eran el botín de los militares, que se los llevaban a sus domicilios para sus familias. El resto quedaba para nosotros. La Intendencia también era depositaria de las armas que eran entregadas a cada soldado para las guardias, teniendo que devolverlas cuando retornaban de ellas. Cada uno tenía sus armas, identificadas por un código y era responsable por ellas.
Javier, Guillermo, con quien realizamos todo el ciclo primario juntos en la escuela “9 de Julio” de avenida Alberdi al 900 y yo quedamos en la Oficina de Seguridad, a cargo del sargento ayudante Montenegro, un hombre bajito, regordete y bonachón, algo raro en un militar. Nuestra tarea fue diseñar los diagramas en casos de incendio, ataques o atentados y otros trabajos administrativos. Más adelante mi jefe me enseñó a descifrar los telegramas codificados que enviaban los mandos superiores, tarea de la cual él se encargaba.
Los soldados que no tenían ningún conocimiento, habilidad o estudio en particular, algunos fueron asignados a la “Cocina”, otros al “Horno de Ladrillos”, y un grupo a la “Proveeduría”, donde se ocupaban de la ropa y el calzado de todo el batallón, entregando al principio a cada uno su equipo completo compuesto por prendas de vestir, calzado y rancho (un bolso con los utensilios para las comidas),y durante el año haciendo el mantenimiento de las mismas. Al resto de la tropa los enviaban a realizar trabajos de fajina como cortar pastos, desarmar vagones de ferrocarril, efectuar limpieza en los talleres de la fábrica o el arsenal, hacer tareas en los domicilios de los militares que vivían dentro del perímetro en el barrio militar y alguna que otra cosa más.
Al dormitorio lo llamábamos la cuadra, porque era un enorme galpón con varias hileras de camas cuchetas triples, algo así como 400 en total para albergar a todo el batallón. Pobre al que le tocaba la cama de arriba como a mí, ya que estaba muy alta y, como eran de madera, frecuentemente se hacían bromas, tomándolas entre varios de los parantes, empujando hacia uno y otro lado, produciéndose un peligroso bamboleo.
Cada uno tenía un roperito con sus pertenencias, aseguradas sus puertas con un candado, para evitar posibles robos o hurtos, aunque muchas veces no era suficiente. Había que cuidar muy bien todo, porque periódicamente y sin previo aviso nos ordenaban colocar todo dentro de una frazada a modo de bolsa y luego pasaban revista controlando uno por uno todos los elementos del equipo. Si a alguno le faltaba algo, se le descontaba del pequeño sueldo que nos pagaban; y si no era suficiente, había que pagarlo del propio bolsillo. Si lo que faltaba era importante, hasta podía corresponder días de arresto, de manera que a cualquiera que le faltara algún elemento tenía que tratar de recuperarlo como fuera, ya sea comprándolo a otro que le sobrara o hurtarlo o robarlo por su cuenta o encargarle a un tercero que lo hiciera, era la ley de la selva.
 Una vez me faltó el capote, una especie de sobretodo verde oliva con botones. Era la prenda más cara de todo el equipo. Un compañero sustrajo uno de un roperito y me lo dio, pero yo lo reconocí porque tenía botones distintos a todos y le dije que lo devolviera a su lugar, porque pertenecía a un soldado que estaba en la Proveeduría y era un gringo enorrrrme del campo, una mole, que si me agarraba me hacía papilla. Luego, en una guardia nos tocó un suboficial que yo sabía que podía abordarlo, así que le propuse que me vendiera el suyo, que era igual al que usábamos nosotros, a buen precio, ya que él tenía posibilidades de conseguir otro, a lo cual accedió y zafé de mi problema.
Un día después del almuerzo estábamos descansando en el pasto haciendo fiaca cuando el encargado de la compañía, el suboficial principal Grimi, sin motivo aparente, nos hizo sacar las camisas quedando todos en cuero y nos ordenó que hiciéramos roll dando vueltas a uno y otro lado según lo ordenaba. El inconveniente fue que el terreno estaba lleno de abrojos y él lo sabía, por lo que nos quedó el torso y los brazos con cardenales por todos lados.
Era un hombre muy cínico, por eso y varias jugaditas suyas más lo odiaba, pero por esas vueltas de la vida, trece años después, en octubre de 1978, en un viaje a Bariloche con mi esposa y mi hijo de ocho años, conocí a su hermano mellizo, Mingo y su esposa, de quienes luego nos hicimos amigos íntimos. Cuando me dijo su apellido, le pregunté si tenía algún pariente militar y él me respondió: sí, mi hermano mellizo Ángel.
Cuando le comenté que había sido mi jefe en el servicio militar, me pidió que le dijera como era él con los soldados, lo miré fijo y la respondí: “¿Vos querés la verdad? Era el más h... d. p... de todos los suboficiales!”.
Ante mi respuesta se reía a carcajadas tomándose el estómago y llamaba a su esposa a gritos: “¡Rosita! ¡Rosita!, vení, escuchá lo que dice Luis de Ángel”.
Con el transcurso del tiempo ellos nos invitaban a sus fiestas familiares y en una de ellas, casualmente en el club de mis amores: Newell`s Old Boys, me encontré por primera vez con mi odiado exjefe, sentado frente a mí a la mesa de la fiesta. Mi amigo nos presentó, él no me recordaba, después comenzamos a charlar, dejé de lado mi encono y le relaté varias “cositas” de las suyas, riéndonos con esas anécdotas.
En lo referido a la comida, los tres primeros meses durante los cuales no hubo prácticamente francos, tenía que comer lo que nos servían en el comedor y no la pasé muy bien. Las comidas no eran buenas y desabridas. Cuando servían sopa o fideos, había que retirar los gorgojos o gusanos para poder comer algo, lo cual me producía asco. Igual comía, porque como hacíamos mucha actividad física más que apetito vivía hambriento. Lo que comía con ganas eran las papas, que venían hervidas con la cáscara, y la carne del puchero; y en el desayuno y la merienda tenía la revancha, porque tomaba uno o dos jarros de mate cocido con leche y comía abundante pan que remojaba en el mate cocido. Una delicia.

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Aprender a leer

Norma Azucena Cofré

La lectura no fue una tarea fácil para mí. Mis padres no podían ocuparse, dedicarme tiempo; y mis hermanas mayores, que tenían solo dos y cuatro años más que yo, no se daban cuenta de mi necesidad. Era solo la maestra, que me hacía pasar al frente y no estoy segura de que nos escuchara, porque de la vergüenza que me daba leer me salteaba media página y no me decía nada.
Leer no era algo que me entusiasmara tanto como para disfrutar, me costaba expresar la palabra entera: “mi ma má me mi ma”. Me sentía incómoda, grande, ya que por razones familiares comencé primer grado cumpliendo ocho años. La superioridad de mis compañero, por ser menores que yo y saber leer, me hacían sentir ridícula.
Cuando descubrí que había lecturas atrapantes como “Patoruzú” y “Patorucito” y toda su gente, me escondía de mamá, disfrutaba de cada acción, personalizándola en mi mente. No recuerdo cómo adquiría las revistas. Seguro que me las prestaban, no creo haber comprado una, pero… cuando tenía una en mis manos, no la soltaba hasta que terminaba de leerla.
Respecto de los libros, vivía la historia como si los actores de la misma estuvieran frente a mí: con “Don Quijote de la Mancha” veía al flaco luchando contra los molinos de viento; a “Martín Fierro”, como un gaucho honesto y de ley.
Nunca me gustó leer sobre temas que tuviera que memorizar, sí, los que podía imaginar, analizar y descubrir. De Aritmética, me encantaba leer problemas. Eran un desafío, tenía que buscarle solución.
Pasaron los años y la inseguridad en mi lectura era terrible, buscaba la forma de leer si sentir que titubeaba, leía la revista “Selecciones”, de la que me gustaban mucho sus temas. Trataba de leer en voz alta para, para sentirme segura. Si iba a misa, leía aunque sentía que temblaba mi voz. El padre me decía que siguiera haciéndolo que él también tenía algunos errores y seguía adelante.
Mi lucha por lograr seguridad en la lectura fue grande, pero no me dejé vencer. Leo bastante, generalmente de noche. Antes que un programa de televisión prefiero un libro. No necesito pastillas para dormir, ya que cuando siento que los párpados comienzan a caer, cierro el libro y duermo plácidamente.
“Aprender a leer” no fue un placer, fue una necesidad y un desafío.
“Aprender a leer” me dio la oportunidad de saber, conocer, sentir, amar, disfrutar.
¡Ser libre!

miércoles, 20 de mayo de 2015

La colimba – Primera parte

Luis Zandri

Una de las pocas cosas buenas que hizo el presidente Carlos Menem fue eliminar el servicio militar obligatorio, claro que no por decisión propia ni porque se le ocurriera a algún iluminado funcionario de su entorno, sino presionado por la muerte de un conscripto de apellido Carrasco, quien falleció después de que sus superiores lo sometieran a un baile, el cual consiste en ejercicios físicos exigentes, como carreras, saltos de rana, cuerpo a tierra, la tabla o lagartija, tocar el piso con una y otra mano mientras uno va trotando y varios más, rutinas utilizadas habitualmente por los militares para entrenar o castigar a los soldados conscriptos.
En el sorteo que se realizaba todos los años para determinar a quiénes se incorporaba y a cuál de las tres armas iba a ser destinado cada conscripto, en noviembre de 1964 me tocó en suerte el número 318. Si hubiera sacado unos pocos menos, me hubiera salvado por número bajo. Creo que ese año fueron incorporados hasta el 300. De acuerdo a la cantidad de incorporaciones ese número límite era variable cada año. Los números más bajos eran asignados al Ejército, los más altos a la Armada y los del medio a la Fuerza Aérea.
Fui incorporado el 4 de marzo de 1965 y dado de baja el 15 de abril de 1966, 13 meses y 11 días largos e interminables. Mi destino fue la 4ta. Compañía de Vigilancia, ubicada en el área de la Fábrica de Armas "Fray Luis Beltrán" y el Arsenal "San Lorenzo", en la ciudad de Fray Luis Beltrán. Durante ese año le cambiaron el nombre y la 4ta. Compañía de Vigilancia pasó a ser: Batallón de Arsenales 121.
Durante los tres primeros meses fue una experiencia muy dura, pero yo la tomaba con buen ánimo. Nos sometían a efectuar ejercicios físicos muy exigentes, maniobras militares y marchas todos los días y, además, por cualquier motivo que se les ocurría a algunos de los suboficiales a cargo de los distintos grupos, nos regalaban un baile como detallé al comienzo. Como a mí me gustaba mucho jugar al fútbol, todo eso lo hacía con buena disposición y entusiasmo, ya que lo tomaba como entrenamiento y puedo asegurar que daba buenos resultados.
Gracias a eso, varias veces me premiaban con descansos, por estar entre los mejores, mientras los demás seguían trajinando.
Además, en ese período de más o menos 90 días, nos enseñaron el uso y mantenimiento de las armas, que consistían en el fusil FAL y la pistola calibre 11.25. La instrucción incluía también el desarme, limpieza y armado de las mismas.
Cuando realizamos los ejercicios de tiro cuerpo a tierra con el fusil, con un blanco triangular pequeño a 150 metros me fue muy bien, ya que de cinco tiros los acerté todos y gané un día de franco, pero cuando me tocó hacerlo con la pistola, de pie, con una silueta humana a 25 metros me fue pésimo, de tres tiros los erré todos. El segundo jefe de la compañía, que era cordobés me estaba observando y con su particular cantito me dijo que parecía una vaca empantanada tirando con la pistola. Tuve que repetir el ejercicio y menos mal que acerté dos tiros porque si no me daban unos días de arresto.
En esos primeros meses también nos enseñaron los saludos militares, el comportamiento ante la presencia de un superior y el cumplimiento de órdenes y consignas.
(Esta historia continúa)


La Quinta

José Mario Lombardo

“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”. Borges en sus dichos parece sugerir que la memoria aparece cuando en algún momento se “agrieta” ese olvido: desde las grietas del olvido surge “el recuerdo”.
Yo creo que aquel que sabe que olvidó es porque recuerda. El que olvida realmente no sabe que olvidó. Es muy gráfico el ejemplo de aquellos versos de Silva Valdés que dicen de alguien que, sabiendo de la existencia del “Árbol del olvido”, se tiende bajo su sombra con la esperanza de olvidar a la amada perdida y al cumplirse su deseo, “se olvida de olvidar”. Olvidar que se ha olvidado es, en definitiva, recordar.
Nos íbamos bordeando la vía hasta el segundo paso a nivel, que embocaba la calle que salía para Bunge, después tomábamos ese camino y, más o menos a una legua, encontrábamos la tranquera de “la quinta”.
La tranquera tenía un guardaganado hecho con rieles y allá abajo, en la cuneta que lo atravesaba, siempre encontrábamos sapos y escuerzos. A los escuerzos los sacábamos con una caña. Los bichos chupaban la caña y nosotros lentamente los levantábamos.
La casa quedaba a unos trescientos metros de la entrada, era de ladrillo y adobe. Tenía la cocina y las dos piezas formando ángulo y una galería de chapa que protegía las habitaciones. A un costado estaba el gallinero y del otro lado el corral para ordeñar. En el centro del patio había un viejo aljibe fuera de uso con una enredadera que se había apropiado del destartalado balde de madera zunchada que colgaba del horcón.
Mis tíos se habían ido a vivir a la quinta y se hicieron cargo del tambo. Rulo, mi tío, se dedicó a repartir la leche. Fue uno de los lecheros del pueblo. Vivía con ellos el hermano de mi tía, un morrudo criollo bien petiso y más noble que la tuna, oriundo de Banderaló, que se llamaba Antenor. Entre los tres se las arreglaban para hacer las tareas del campo: apartar, arriar, dar la comida, ordeñar, preparar los tarros, la leche y cargar el carro para que mi tío pudiera salir todas las mañanas muy temprano para hacer el reparto.
El carro era un noble y distinguido carro lechero, de ruedas altas, color amarillo, finamente fileteado y tirado por un buen caballo que estaba adiestrado para sus tareas de reparto. Rulo bajaba del carro con el tarro y la medida ante la casa del primer cliente de la cuadra y luego la caminaba completa repartiendo la leche mientras el caballo llevaba el carro de casa en casa y se detenía ante la puerta de cada cliente. Cuando terminaban el reparto, el caballo no necesitaba orden alguna y ante la voz de su patrón regresaba a la quinta como si tuviera un piloto automático.
Los sábados por la tarde, en la quinta se reunía toda la familia. Generalmente nos pasaba a buscar Antenor con el carro y allí nos acomodábamos con mis padres, mi abuela, algún otro tío y a veces algún vecino, para dirigirnos alegremente a compartir la jornada.
La cita era para jugar a la lotería (hoy bingo). En la cocina, que tenía una buena mesa de pino con el tablero blanco de tanto cepillo y jabón, preparábamos el juego con sumo cuidado. Cada uno elegía sus cartones de un mismo color, es decir de la misma serie, para no tener números repetidos. Los mayores jugaban con cuatro o cinco cartones, mientras que a los chicos nos permitían participar con dos. Se aportaba unos veinte centavos por cada cartón y luego los premios se repartían con el cuaterno, la lotería y finalmente el premio mayor con el cartón lleno. Supongamos que eran quince personas con cinco cartones cada una, eso hacía un suculento pozo de quince pesos, pozo que otorgaría cuatro pesos al cuaterno, seis pesos a la lotería y ¡diez pesos! al cartón lleno.
¿Cuánto tiempo nos llevaba un juego? Yo calculo que más o menos en una hora se llegaba a finalizar cada partida, de manera que en cuatro horas cada jugador habría arriesgado la friolera de ¡cuatro pesos! y, suponiendo que hubiera ganado por lo menos una lotería, el afortunado se iba con ¡dos pesos! de premio.
Yo supongo que nadie hacía ese tipo de cuentas tan arduas. En realidad todos nos dedicábamos cuidadosamente a atender los números cantados, mientras se escuchaban las ocurrencias y dichos de los participantes y se producían las situaciones más inesperadas.
Una noche mi primo (hijo de Rulo), se levantó de la mesa a los gritos y hurgándose una de las orejas. Los números cantados los anotábamos en los cartones con maíz y al parecer, distraído, se había metido un maíz en el oído. Se interrumpió la partida y no se reanudó hasta que, revisado que fue cuidadosamente con distintos elementos como cucharas, pinzas de depilar, alfileres de gancho y linterna, se concluyó que solo era una impresión suya y que el maíz habría caído al suelo.
Con la noche cerrada eran infaltables los cuentos de miedo. Allí aparecían “el hombre de la bolsa”, el “chancho sin cabeza” que por las noches rondaba atrás del hospital, “la viuda de la laguna”, “el loco del parque” y un sin fin de dudosas apariciones asomadas ante las sombras que producía el sol de noche en las paredes encaladas de la galería.
En el regreso, el recuerdo de los relatos de la cocina se subía con nosotros en el carro lechero conducido por Antenor y no nos abandonaba ni siquiera al descender en el pueblo. Cuando volvíamos a pisar tierra firme, despedíamos ruidosamente a nuestro chofer que volvía para “la quinta” solo en el carro y solita su alma. El noble caballo sabía el camino de día o de noche y llevaba el carro a su destino a pesar de la temerosa inmovilidad de su conductor.
Pero el maíz no había caído al suelo. Una mañana mi primo despertó con un tremendo dolor de oídos. Lo llevaron al hospital y allí le sacaron el maíz. Estaba germinando.


La colimba ¿no es la guerra?

Teresita Giuliano

Mi mamá decía que ella había cumplido con la Patria. Le dio tres hijos varones. Los tres hicieron el servicio militar obligatorio, la colimba.
Cuando escucho a señoras y señores con aires de moralistas pedir que vuelva el servicio militar porque allí los jóvenes se “enderezaban”, aprendían a “valorar” lo que tenían, a “obedecer”, a respetar a los mayores, y otras yerbas (de mate cocido), pienso que: a) no tienen memoria o b) no han tenido hijos, nietos, hermanos, sobrinos que pasaron por esa situación.
Mi mamá tenía razón. Cumplió. Con creces, con lágrimas, con angustia, con zozobra.
También con la alegría y el alivio de ver regresar a sus hijos sanos y salvos.
También con la desdicha de otras madres que no fueron tan afortunadas como ella.
Y mis hermanos también cumplieron…

Omar

El mayor. El primero de la familia en ir al servicio. Le tocó por sorteo Rosario, Batallón de Comunicaciones 121. Bueno, no estaba tan lejos, eso daba cierto consuelo, podía volver a casa cada vez que le daban franco. Pero… era el año 1978: conflicto con Chile por el canal del Beagle.
Y, mientras el almirante Massera enviaba tropas a la frontera y en las ciudades del sur argentino se realizaban ejercicios de oscurecimiento para prepararnos para un cercano enfrentamiento bélico, a los conscriptos los amenazaban con enviarlos al sur y las familias penábamos.
¡Mediación Papal!, Cardenal Antonio Samoré, venerado y convertido en santo por mi madre desde su llegada.
Una tregua, podíamos contar con cierta tranquilidad. Pero a Omar no le daban la baja, le retuvieron la libreta ¡dos años!, convertido en reservista, de prepo, nomás.

Eduardo

El siguiente, ahí nomás, al toque. Sorteo. Todos pegados a la radio, esperando algún milagro, que por supuesto no existió.¡Marina!, destino Buenos Aires y la Guerra de las Malvinas acechando, dolorosamente concretada.
Vivir con un solo pensamiento, noche y día… vivir con el miedo royendo las entrañas de una manera que nunca habíamos sentido.
Juan Pablo II vino a Buenos Aires y hacia allí fue mi mamá. Le parecía que, si podía estar cerca, verlo o tocarlo, tenía más chance de convencer a Dios de que frene esa locura llamada guerra.
 Claro, no lo logró. Tocar al Papa, digo. No pudo tocarlo… ni verlo. Ni de lejos. Solo vio gente, gente, gente. ¡Ella sí que fue a Roma y no vio al Papa!
Mi hermano no llegó a participar directamente en el conflicto bélico, pero como toda su generación, aún lo carga en su mochila.
También estuvo dos años.

Andrés

El menor… ¡parecía tan chiquito!. Le tocó en Crespo, Entre Ríos. Años 1983-1984.
La democracia en Argentina asomaba presurosa, desafiante y a la vez medrosa. En ese período de confusión y descubrimientos, el presidente Raúl Alfonsín pretende una desmilitarización y, como había tantas cosas urgentes y graves que resolver, los batallones de reclutas quedan a la deriva, casi diría que en el olvido, especialmente los del interior.
Con cada vez más bajo presupuesto, los soldados no tenían ni para comer. (Andrés cuenta que se había hecho amigo del cocinero, que le procuraba alguna ración extra, porque estaban siempre hambrientos, y en una ocasión se hizo un sándwich de ¡arroz!)
Los mandaban seguido a casa y, aunque la distancia no era corta, él se las ingeniaba para llegar, haciendo dedo en las rutas, generalmente. A veces, llegaba con algún compañero que no tenía recursos para ir a su hogar.
En la cocina, mi mamá desarrollaba una actividad frenética. Había que alimentarlos.
Creo que estuvo alrededor de seis meses y luego ya no supieron qué hacer con ellos.
Le dieron de baja pronto.

El relato precedente está escrito con la mirada y los sentimientos de hermana.
Seguramente, ellos contarían otras cosas, otras vivencias. Anécdotas para reír y otras para llorar.
También callarían muchas cosas, de las que raspan el alma y es mejor no ponerlas en palabras para no revivirlas.
Pero de lo que estoy segura es que no fue la mejor época de sus vidas.
Festejamos cuando levantaron el servicio militar obligatorio.

Cine "Apolo"

Ofelia Alicia Sosa

A veces recuerdo las tardes de los domingos de invierno de mi niñez.
Yo vivía en una casa grande, de las comúnmente llamadas casas chorizo.
Estaba ubicada en la calle Necochea 1625, entre avenida Pellegrini y Montevideo.
Jardín, patios con enredaderas, macetones con calas, malvones y helechos. En el medio un gran pino azul, que en diciembre se transformaba en árbol de navideño.
Todos los domingos por la mañana, papá nos llevaba a las tres hermanas, a la plaza del parque Urquiza. Decía: “Vamos a tomar sol, mientras mamá cocina”.
Después, volvíamos para darnos el gran festín: pastas con estofado. Eran ravioles o tallarines hechos por mamá.
De entrada se comía el estofado, así se llamaba a la salsa que tenía carne y papas.
Luego el postre, que normalmente era flan casero con dulce de leche o arroz con leche y canela. Después una siesta. Luego, nos levantábamos para bañarnos y vestirnos para ir al cine.
El famoso cine “Apolo”, cine de mi barrio.
Recuerdo una tarde en especial. Habíamos ido como siempre con mi mamá, y una gran bolsa de facturas para la merienda de los intervalos, que eran dos, porque daban tres películas. La gente en general llevaba su merienda, ya que se entraba de día y se salía de noche. 
Año 1963, mis hermanas tenían 17,12, y yo 10 añitos.
Fue una tarde muy divertida. A mi hermana del medio se le ocurrió contar cuántos vecinos había.
Mira decíamos asombradas y sin poder contener la risa. Allá está el carnicero con la señora… la farmacéutica… Somaschini, el profesor de canto. ¡Mira, mira los albañiles! Cuando nos dimos cuenta estaba el barrio entero.
El verdulero; Tamberito, como le decíamos al lechero que nos llevaba la leche a la puerta de casa y la vendía suelta.
Todo el mundo con su familia. Hasta estaba María, que curaba el empacho y el dolor de cabeza.

Luego, volvíamos a casa y, mientras cenábamos, le contábamos a papá las tres películas, que soportaba estoicamente ya que él no iba al cine porque no le gustaba.

Estampas del siglo pasado

3- El primer hogar
Casa Muñoz…
donde un peso
vale dos”.

¿”Valen dos” mis recuerdos, José?

A veces me duele la memoria a pesar de ser memoria de momentos felices.
El primer televisor en blanco y negro que compró Jorge, mi marido, fue una sorpresa, lo trajo envuelto en papel madera. Era algo más grande que una caja de zapatos.
¡Adiviná qué tengo acá!
Te compraste zapatos, pero la caja es demasiado grande… ¡Ah, un televisor!
¿Dónde te parece que lo pongamos? Tiene que ser en un lugar donde lo podamos ver siempre. Además, hay que ubicar el transformador…

Teníamos televisor, José.
Es la nostalgia, que duele como puede doler la espalda, o el cuello, o la cintura. Son palabras del pasado, retazos de diálogos metidos en los dobleces del olvido.
Mamá, ¿cómo no tenés WhatsApp?
¿WhatsApp? No, mi celular no lo admite, tiene más de diez años…
Pero, comprate otro. Es necesario que tengas WhatsApp.

¿Necesario, José?
Necesario, ¿para qué? Me sobra el crédito de mi celular y hago llamadas compulsivas para gastarlo cuando se acerca la fecha de recarga.
Mamá, te has quedado en el tiempo.

Me he quedado en el tiempo, José.
Me he quedado en mi cama “camera”, llamábamos así a nuestra cama grande, con sábanas blancas, blanquísimas por el Azul, (suplemento que venía en forma de cajita cuadrada que agregábamos al último enjuague). Sábanas bordadas, duras por el almidón, y la colcha también blanca, tejida al crochet por mis tías.
Me he quedado en nuestro primer auto, un Fiat 600 azul, chapa RAD 6856. Fiat de dos puertas en el que Jorge debía poner muy atrás el asiento porque no le cabían sus largas piernas y sus pies enormes calzados con zapatos negros acordonados.
Me he quedado en sus lecciones para enseñarme a manejarlo, en sus explicaciones interminables sobre cómo estacionar.
Jorge, poniendo cajones para simular dos autos y allí tenía yo que meter el Fiat.
¡Se impacientaba!
Yo era, (soy), torpe, José. Qué me importaba estacionar. Yo quería sentir a Jorge a mi lado, sentir su tibieza, abrigarme con sus palabras que a veces no escuchaba para sentir solamente el sonido de la voz, rozar su mano puesta en el cambio de marcha…
Mamá, hacé una transferencia de banco a banco. No andés por la calle con dinero.
¿Transferencia?
Te has quedado en el tiempo, mamá.

“ He pintado mi casita
Y la verja del jardín,
pero antes de pintarla
he consultado a Martín”.

Pinturerías Martín. Pintamos nuestra casita, José, ante de casarnos. Discutíamos sobre los colores:
Mejor blanco, toda la casa blanca, incluso las aberturas. Así, parecen más grandes las habitaciones.
Me gustan colores más fuertes… Un celeste para la pared del respaldo de la cama. A lo mejor, en el comedor alguna paredcita de color. Y todo lo demás, blanco, Jorge.

“Pinturas Colorín
de pinturas el campeón
y así queda consagrado
el mágico pincelito
y colorín colorado”.

Usamos pinturas Colorín, José.
Pintamos celeste la pared del respaldo de la cama y beige subido la que estaba detrás del trinchante, un mueble antiguo que nos regalaban mis padres y que había pertenecido a los abuelos paternos. Y nada más, porque la casita solo tenía dos habitaciones, cocina y baño. En un rincón del comedor, el Winco, el tocadiscos. Y en otro, sobre una mesita, el televisor en blanco y negro.
Jorge, ¿dónde metemos la Remington? Tu máquina de escribir es enorme. Y vos la usás todos los días.
No te preocupes. La guardamos en la parte de abajo del trinchante y cuando yo la necesite, la saco… También ponemos allí los papeles.
Poco tiempo después –por 1968– compramos el lavarropas, tenía rodillo a manija para estrujar la ropa y había que enjuagar a mano. Otro problema: ¿Dónde ubicarlo? Tenía que estar cerca de una rejilla para desagotarlo… Lo pusimos en la cocina, José, porque tenía más espacio y además estaba la pileta para enjuagar la ropa. Con el lavarropas ya no fue necesaria la tabla de lavar… Usaba jabón en polvo “Rinso”; y para lavar las prendas más delicadas que no se ponían en el lavarropas, jabón en panes “Sunlight” (sunli). Para los bebés con piel delicada, jabón “La perdiz”.
Jorge, no te pongas gomina en el pelo. Dejalo suelto. Te queda más lindo. Además es más moderno.
Queda más prolijo así pegado.
Parecés Carlos Gardel en rubio… Papá usaba hace años gomina “Brancato” o “Glostora” y no le dejaban el pelo tan duro…
Ahora sí que usa “el pelo suelto”… pelado como está…
Jorge se peinaba con raya al costado y el pelo hacia atrás, en ambos lados.
Jorge se compró un traje negro y una camisa con gemelos en casa Muñoz para nuestra boda.
La primera ilusión, la primera vez, duele el recuerdo, José… es que implica que fue, que ya no está, que es sólo memoria arrancada de alguna parte para contar estas cosas… añoranza de tiempos ya vividos.
No me importa haberme quedado en la época de mi niñez, de mi juventud, de mi primera vez para tantas cosas, de la llavecita para abrir la lata de paté foie (pronunciábamos patefuá), del “Eau de Cologne Atkinson”, de los fósforos “Rancherita”, de mis amores.
Soy obsoleta.
¿Soy obsoleta? Voy a buscar la palabra en el diccionario…
Sí, soy obsoleta ¿y qué? No me molesta.

Basta por hoy, José. Basta de nostalgia.