miércoles, 24 de junio de 2015

Mi viejo

Norma Azucena Cofré

Mi viejo, nacido en Guañacos (1), provincia de Neuquén. Fue un hombre inteligente, hermoso, un morocho atractivo; además, honesto, buena gente, honrado, trabajador. No demostraba ternura ni era delicado en sus llamados de atención (nos daba en la cabeza con lo que tenía en la mano); sí, era muy alegre y siempre con ocurrencias graciosas. Le gustaba bailar y, aunque no sabía, se las arreglaba para pasarla bien.
Todo tiene una justificación, cuando amamos y hemos sido amados.
Mi madre nos contaba las aventuras de papá. Cruzó la cordillera a escondidas del su padre, con el atuendo que según él enloquecía a las chilenas. Casados, economía escasa, buscaba la forma de ayudar, tenían animales como capital, pero hacía falta dinero para lo demás, vendía pastelitos en las cuadreras, “volvía sin plata y sin canasto”, viajó a Bariloche con un colchón a cuestas para trabajar, “volvió con las manos vacías”. Con el tiempo, vinieron a vivir a Cutral Có, entró a trabajar en las fuerzas policiales, siendo policía y, con cuatro hijos, decidió terminar la escuela primaria, terminó siendo abanderado. Un día, en un acto cívico estaba con la bandera y un agente vino a buscarlo, porque había un desorden y las fuerzas lo requerían, entregó la bandera al escolta y salió a cumplir con su deber. Ponía orden dentro de la escuela si veía a un alumno fumando (me enorgullece recordarlo).
En ese momento alquilábamos en un lugar que, según recuerdo, tenía un patio muy grande donde jugaba cuando era chiquita, y había tres familia viviendo. Luego, comenzó a trabajar en YPF, compró un terreno, empezamos a construir nuestra casa, ¿quién podría haber sido su albañil? Yo, que tenía siete años y era la más chica de las tres hermanas. No me mandaban a la escuela todavía. Le ayudaba a traer agua, le cargaba las cosas que me pedía.
Tengo un recuerdo  que me parece estar viviéndolo ahora. Él estaba arriba del techo y me dice: “Norma, hechá mezcla al balde”. Lo lleno y él lo sube. “Ahora, largame los ladrillos, de a uno, que aquí los agarro”. Yo lo miraba y le decía: “Papá, te voy a romper la cabeza”. Él me respondía: “No, lárgalos fuerte yo los atajo con las manos”. Se los largaba y daba vuelta la cara, no quería verlo cuando le pegara.
De esa manera, como yo era el comodín, siempre me llamaba para que le ayude o para enseñarme algo: cómo se ponían los vidrios en las ventanas. Me hacía amasar y hacer varillitas redondas con una pasta que compraba con un aceite especial, colocaba el vidrio y me explicaba: “Una vez que lo colocas, le vas dando unos golpecitos para sacar el aire que queda. Así, se prende mejor”.
Estábamos viviendo en casa nueva. Puso un negocio grande, que parecía una botica, había de todo, lo más llamativo era tres bordelesas de vino, tino, rosado y blanco. El comercio era atendido por mi mamá y mi hermana mayor.
Un día, papá trajo caños e hizo una hamaca en el patio. En otra oportunidad, llegó del trabajo, se desprendió la pechera del overol y saltó un gatito negro, que después fue más guardián que un perro. Otro día, llegó, saludó con cara pícara, se sacó la gorra y cayeron lagartijas de la cabeza. Siempre hacía algo que nos llamaba la atención.
Los años van pasando, crecí, me hice señorita, una de mis tías me regaló un pantalón, que empezaban a usar las mujeres. Llegué a mi casa contenta, estaba parada haciendo algo en la cocina y siento un palo en la cabeza, me grita: “Andá a sacarte ese pantalón, yo putas no quiero en mi casa”. Lloré y me lo saqué. Era el concepto que tenía de la moda. Nos trajo de regalo sorpresa una máquina de escribir, juegos de mesa, y muchas cosas con lo que demostraba su amor y disfrazaba su falta de ternura.
Viejo querido, tengo tantos recuerdos hermosos de vos y, unos muy feos… que te hayas convertido en un adicto al alcohol y eso lograra que no todos tus hijos puedan tener el mismo recuerdo que yo de vos. Te amo viejo, pero la vida es “la Vida” y debo seguir, aunque no hice nada por vos después de haber formado mi familia.
¡Feliz día, papá! Solo y únicamente vos, ¡mi viejo!

(1) Etimología: Guañacos.  Según Gregorio Álvarez, Gua o, Hua es apócope Huartro, que es una planta llamada Chilca o Rari, que crecía en forma abundante a orillas del arroyo. Ña, partícula aditiva muy usada entre las tribus para referirse a pertenencia. Co, es agua. Termina en plural. El nombre de la localidad se debe a que un cacique muy rico, padre de cinco hijos, tenía abundante hacienda en el cajón “Los Guañacos. Según el censo nacional de 2010, es considerada población rural dispersa.

La Nona Ángela

Enzo Burgos

Doña Ángela Giacomodonato de De Leonardi, oriunda de Campobaso, analfabeta pero con buen manejo de los números, especialmente los de la quiniela. Madre prolífica de nueve hijos, todos laburantes y ninguno prontuariado.
¿Y qué hacía esta doña Ángela? Simplemente, era la curandera del barrio. Ni bruja ni adivina con lechuza o azufre quemado. No, nada que ver. Mi abuela era curandera. Y de las buenas. La mejor.
Su domicilio estaba en Corrientes 2079, a metros de Corrientes y Cerrito, la esquina de mi vida.
Familia muy vieja del barrio, habían vivido antes en Independencia (hoy Presidente Roca) al 1900. Se casó con don Francisco en 1906 en Rosario, siendo ambos italianos.
 Era realmente famosa. Cierta vez una persona comentó que creía conocerme y no sabía de dónde. Entonces, mencioné mi dirección, la escuela primaria, el club Ben Hur del que fui presidente; pero el tipo no me sacaba. Le nombré el secundario, el café donde paraba, algunos amigos. Nada. Entonces, quemando las naves, comenté: “Yo soy nieto de doña Ángela”.
Y el curioso exclamo: “Pero hubiera empezado por ahí, hombre.. ¿Quién no conoce a doña Ángela?”.
La especialidad de la abuela era el empacho (con tirada de cuerito y masajes en la panza). Ahí nomás, venía el mal de ojos (con oraciones) y tenía doctorado en dolor de muela, pata de cabra, dolores musculares, huesos, etcétera, etcétera.
La casa era del tipo chorizo, con parra y gallinero en el fondo. Aclaremos que con tantos hijos jóvenes era un albergue de locos, bien divertidos y prestos a las bromas. La Nona atendía en su habitación, en una cama de bronce bajo un cuadro enorme del Ángel de la Guarda, quien sin dudas la protegía, porque la abuela era bastante jugada, aunque nunca tuvo un reclamo por mala praxis. Sin dudas en su oficio era muy buena. El resto de la habitación lo ocupaba una cama matrimonial de lustre obscuro con un Cristo sobre su cabecera, apretando una ramita de olivo reseca. Esta cama desde la muerte de su esposo solo era ocupada los días de festejo familiar por un montón de nietitos que dormían mezclados con tapados y sobretodos. También atendía “pacientes” en una precaria pieza con techo de chapas y la familia comentaba que ahí iban a parar los de la “Obra Social”.
Porque la nona no cobraba, pero aceptaba “lo que usted quiera”. Había que vivir, los años eran duros y mi abuela era buena pero no tanto.
 Al respecto, esta historia jocosa. Cierta vez un vecino estaba muy mal e internado en un hospital. Vinieron a buscar a doña Ángela, porque “La Chancha”, así le decían, se moría. El tipo había cenado lechón caliente con vino frío y, como postre, bombas de crema. ¡Una barbaridad! No sé cómo, pero le encontraron la vuelta para que entrara al nosocomio para tratar de curar al pobre tipo. La abuela con sus manos regordetas le entró a masajear la barriga y el hombre terminó vomitando todo. ¡Y se salvó! Un milagro, comentaron todos. Ya repuesto, el hombre fue a casa de mi abuela a agradecerle y le trajo como regalo un Cristo de yeso pintado en dorado y con unas piedrecitas rojas incrustadas, manifestando que había comprado ese obsequio tan caro, sabiendo que ella era muy católica. Mi abuela agradeció el gesto de “La Chancha”, pero cuando el hombre se retiró, comentó: “Ma, mecore me hubiera dado la plata a me (mejor me hubiera dado la plata a mí)”.
 Sí, mi abuela era una fábrica de anécdotas. Cierto día llega una señora con una chica de unos catorce años. Comentó la mujer que estaba preocupada porque su hija no andaba bien y tenía vómitos. Al rato de la charla, la Nona advirtió que la piba estaba embarazada, por ese sexto sentido que sin dudas, tenía.
Pero no dijo nada y la llevó a la cama para revisarla un poco. La madre angustiada la abrumaba con preguntas: “¡Ay!, ¿qué tendrá la nena? ¡Qué trabajo dan los hijos!, ¿verdad, doña? ¿No estará incubando alguna enfermedad?”.
La abuela no respondía, meditando la respuesta a darle a la atribulada mamá. Hasta que la mujer preguntó: “Doña Ángela, ¿no será algo que comió y le hizo mal?”.
Y la respuesta no se hizo esperar: “¡Sí, le ha fatto male lu chorizo! (Si, le hizo mal el chorizo)”.
 “Puchi” Garibaldi era el carnicero de la esquina. Cierta tarde le atacó un dolor de muelas impresionante. Le recomendaron que concurriese de doña Ángela, porque de noche se iba a volver loco. El buen hombre fue de la abuela y ésta “se la encantó”. Consistía en colocar el índice sobre el dolor y pronunciar una oración. Concluida su tarea le dijo al buen hombre que fuera tranquilo porque el dolor no volvería. Pero aquella vez la cura fracasó y el pobre carnicero pasó una noche terrible. En la mañana siguiente cuando recién abría, apareció doña Ángela llevando de la mano a uno de sus hijos más pequeños. A través del tejido mosquitero de la puerta vaivén, le dijo: “¡Eh, Puchi! Aguardame nu kilo de puchero, io me ne vado al ospedale perche al mio figlio le duele molto la muela. (Guardame un kilo de puchero, yo me voy al hospital porque a mi hijo le duele mucho la muela.)”.
 El tema de las oraciones es el siguiente: mientras curaba al paciente, decía una oración, más bien la mascullaba, porque no se entendía nada. La misma se debía aprender el día de Navidad, justo a medianoche.
Anécdotas como esta son tantas que no alcanzarían varias de estas Jornadas para hacerlas conocer.
Ahora quiero referirme a la “clientela”. Había de todo, desde la esposa del médico que traía a su chico para que le curase la pata de cabra hasta esposas de policías o jugadores de fútbol. Tanto podía atender a la chica de la farmacia de la esquina, el tipo que tenía mucha plata o el más seco del barrio. Todos, quien más quien menos, desfilaron con sus dolores a cuesta por la casa de mi abuela.
 Otra de las características notables de doña Ángela: era muy difícil entenderle cuando hablaba. Decía mi abuelo que no lo hacía en italiano, español o en su dialecto. No, ella mezclaba todo e inventaba palabras. Para ella yo siempre fui “Enzetieli”, su diminutivo de Enzo. Cuando novios le presenté a quien sería mi esposa. Descendiente de polacos no pescaba una palabra de lo que decía mi abuela y respondía a todo “Sí, Nona, sí”. Charlamos un rato con la abuela y toda la participación de mi novia se limitó al monótono “Sí, Nona, sí”. Cuando avisé de nuestro retiro, ella le dijo a Zulema: “Adame un bachio, figlia mia (Dame un beso, hija mia)”. Y la muchacha contestó: “Sí, Nona, sí”.
Insistió mi abuela: “Ma, dame un bachio, figlia mia”. Y tuvo la misma respuesta. Entonces tuve que intervenir: “Zulema, por favor dale un beso a la abuela, o no nos vamos más”.
 Aún a mi me desconcertaba, como un día que me dijo: “Meti disqui”. Pensando que deseaba escuchar música le pregunté: “¿Qué disco querés escuchar, Nona?”. Pero lo que ella pretendía era que me sirviera un whisky, porque algún paciente le había regalado una botella.
Increíblemente, la única vez que habló claro, tampoco la entendieron. Envió a uno de sus hijos a la farmacia a comprar tela adhesiva. El muchacho en el camino olvidó lo encargado y volvió con su madre. “Mamá, ¿qué tengo que comprar?”, preguntó y la correcta respuesta fue: “Tela adhesiva”. Y él dijo: “Sí, ya sé mamá, que me lo decías, pero ¿qué me decías?”. Y, así, hasta que se aclaró todo.
Doña Ángela era algo distinto en aquel barrio. Una vecina única. Recuerdo que por las tardes venía a toma mate doña Nuncia, la panadera vecina y cuando se retiraba, mi abuela comentaba: “Ma, cuesta viene a tomare lu mate e se mangia lo biscocho que io le compro a ella. (Pero, ésta viene a tomar mate y se come los bizcochos que yo le compro a ella)”. 
No tengo ninguna duda. Doña Ángela era el personaje del barrio y ahora la imagino en el Cielo en la cabecera de una mesa larga con mantel de hule y comiendo los tallarines cortados a cuchillo con aquella salsa matadora, por culpa de los picantes “mala palabra”, que crecían en una maceta del patio. Y está integrando el coro de familiares que destrozan “Oh Marí”; mientras Dios, que está sentado en la otra punta de la mesa, como no sabe la letra, acompaña marcando el compás con un tenedor sobre una copa. Entretanto, guiña un ojo a la abuela, perdonando todas las travesuras que esta tana tan querible le hizo sufrir.

martes, 23 de junio de 2015

Mi padre

Tú lees mejor el texto vivo.
El alma en su guerrear callado, escribe.
 (Fina García Marruz)

Ah, gracias… Yo no existo.
¿Qué queda para nosotros?
¿Qué significa eso? ¿No querés a tus propios hermanos? ¿No somos nosotros tus hermanos ¿Y no querés a tus sobrinos, a los primos? Claro… ¿no tenés amigos?

Palabras dichas entre risas, pero que escondían sorpresa, confusión, tal vez un poquito de dolor. Yo acababa de decir que solamente existían y habían existido dos hombres en mi vida: uno, mi padre y el otro, Jorge, mi marido.
Quiero yo misma entender. Probablemente, tenga que recorrer hacia atrás mi pasado y remontarme a una foto sepia rescatada de entre papeles perdidos en la que está el abuelo sosteniéndome en sus brazos cuando yo era un bebé. Sorprenderme, porque papá era muy parecido al abuelo y sentir un rencor sordo por no haberlo conocido, por no tener recuerdos de él, excepto esa amarilla, vieja foto.
Desgarrón inaudito, dolor de dolores, alarido de rabia tener en las manos solamente una vieja foto. Foto del abuelo parecido a papá, foto de papá viejo y encorvado teniendo en sus brazos a un bebé, foto de Jorge… de Jorge, tan parecido a papá…
Y tratar de explicarme esos parecidos, entender, aclarar tantos ¿por qué? Necesidad de acumular recuerdo tras recuerdo, recobrar sensaciones, olores, música, afectos tan fuertes como pueden ser los afectos de la infancia. Quedarme en los afectos maduros, sólidos, de sueños compartidos, de calles caminadas de la mano, de noches de dormir abrazados, de caminos despedazados por quedar solamente plasmados en una vieja, amarilla foto.
Foto de papá andando a caballo junto a nosotros en las sierras.
Foto de papá llevándome a Jorge emocionádisimo. Papá emocionádisimo, Jorge emocionadísimo… Yo, riendo… dejando escapar la dicha de estar junto a los dos hombres amados…
Fotos de papá celebrando sus cumpleaños, papá con sus nietos, los nietos soplando sus velitas…
Papá y sus pequeños, continuos regalos… unas hebillitas para Lala, mi bebé…
Para que vos no la retés si se la saca y la pierde…”.

 Un billete de lotería…
Lo compartís ¿eh? Si ganás lo compartís con todos…”.

Un libro de las fábulas de Samaniego, yo estaba en cama, con mucha fiebre…
“Leelas, después me las contás… Son muy lindas…”.

Una frutera de alambre…
“Se te pone fea la fruta en ese canasto que tenés… la fruta tiene que estar fresca, con mucho aire…”.

Unas chinelas azules…
“Para que la estrenes para Año Nuevo”.

Tu vejez, papá… tu vejez fresca y solitaria después de la partida de mamá… Tu alegría cuando llegaba a verte.
Vino Susi… Vino Susi…
Yo soy un viejo solitario, es que todos mis amigos se han muerto, también mis hermanos… Solo tengo a mi hermana Leda, que vive en San Nicolás.- Hace mucho que no nos visitamos. Un día me gustaría ir a verla...

Estabas solo después de cincuenta años de largo, feliz matrimonio, pero te rodeaban tus hijos, a veces sin estar junto a vos pero con el afecto continuo. Te rodeaban tus nietos… Tus bisnietos. Algunos muy lejos, pero no distantes.
Tu hermosa familia, papá. Esa que supiste crear y levantar.
Familia a la que inculcaste tu sencillez, tu alegría de vivir, tu aceptación de la realidad, tu fortaleza, tu capacidad de disfrutar gozosamente el momento, tu mostrarte siempre impecable, con corbata hasta casi en tus cien años, corbata que dejabas armada en el perchero antes de irte a dormir porque no te “salía bien el nudo”…
Me parece que no voy a poder usar esta remera que me regaló Carlitos, ¿Te parece para salir? No me encuentro con remera…
Estoy muy nulo… ¿Me ayudás, a hacer el arqueo? Sumé todos los gastos y conté cien veces lo que me queda hasta el día de cobro y me sale siempre distinta la cuenta… Ayudame a hacer el arqueo…
Salgo a dar una vuelta para estirar las piernas… No puedo estar siempre sentado. A veces me cansan las palabras cruzadas, además tengo todas las palabras difíciles anotadas, y la televisión… me sabe aburrir si la miro todo el día. ¿Sabés qué? Me gustaría comprarme un televisor chiquito para llevar al dormitorio y ver desde la cama… ¿Vamos juntos? ¿Cuándo podés? Yo sé que los martes no tenés escuela… ¿Podés el martes?
¿Cuál es el programa hoy? ¿Dónde vamos? (Te sabías unir a nuestras salidas, a nuestros paseos y a veces hasta nuestras vacaciones… Me esperabas con la boina lista sobre la mesa del comedor. En verano, con la malla y un toallón en una bolsita. Jorge te había adoptado como papá, Jorge querido).
Viejito, no me hagás eso… Te estoy buscando desde las cuatro de la tarde y son casi las nueve. Pregunté a los vecinos, nadie te había visto… No sabía qué hacer, estaba desesperada. Jorge llamó a San Nicolás por si te habías ido a visitar a la tía sin avisarme…
No… no… sabés qué me pasó… Salí a estirar las piernas, la tarde estaba linda, así que me llegué hasta el centro. Me metí en una galería, me tomé un cafecito y cuándo salí… no sabía dónde estaba. No era la calle por donde había entrado, era otra. No sabía que calle era. Estuve caminando, para ver si me ubicaba, pero estaba perdido…Así que… me tomé un taxi… y bueno, acá estoy… No sé por qué no me pude ubicar.

Viejito, tenías noventa y cinco años… y te perdiste en el laberinto de las galerías… A tu regreso no podía parar mis manos, te quitaba el saco, te llevaba agua, te hacía sentar, te acariciaba…Vos te reías, me contabas cuánto te había salido el taxi, me habías hecho una picardía…
Te llevamos a ver a Leda, tu hermana. Fuimos con Jorge, también llevamos a Blackie, nuestro perro, porque íbamos a estar todo el día afuera.
Ibas en el asiento de atrás compartiéndolo con el perro, que siempre te gruñía porque vos caminabas arrastrando los pies y eso no lo podía tolerar. Lo llamabas Cachi.
Reconocías los arroyos, el camino, mirabas los campos sembrados de trigo, que corrían como locos hacia atrás, comentabas sobre qué pocas vacas se veían en los campos, disfrutabas el viaje…
Yo iba sentada al lado de alguien que se parecía enormemente a papá, compañero forjador de todos mis sueños…
Una última foto de papá… abrazado a su hermana, dos seres casi centenarios cosiendo con el hilo de la vida un apretado abrazo…
¿Eh? ¿Qué queda para nosotros?

¿No somos nosotros tus hermanos? ¿Solo dos hombres en tu vida?

Escuela “Obispo Boneo”

Juan José Mocciaro

1º Inicial "B", escuela "Obispo Boneo". La maestra es Lidia Laurino De Latorre. El autor del relato está en la hilera de los arrodillados y es el cuarto de izquierda a derecha.

Enclavada en barrio Refinería, “escuela de curas”, como le decían en el barrio, pareciera que uno entra en el túnel del tiempo, donde afloran los recuerdos, campana de bronce que hacían sonar las porteras, una gran galería que se transformaba en un pista de carrera en los recreos, siempre había una pelota de medias para despuntar el vicio, el amplio patio tenía plantas de mora, donde si te caía una en el guardapolvo, no había mancha más difícil de sacar y te ligaba un reto en tu casa, pero qué ricas que eran. Con una capilla donde todos los domingos teníamos la obligación de ir a misa y que nos sellaran un carnet de asistencia. Cuando llegaba el lunes e ingresábamos a clase, la maestra controlaba uno por uno al carné.
Todos los meses en cada curso elegían a los mejores alumnos sobresalientes y distinguidos, y consistía en que te entregaban un diploma de color marrón con la imagen de Don Orione y al distinguido azul, además en la entrada de la dirección había un gran cuadro con el nombre de los premiados del mes.
En la parte superior estaban los dormitorios de los curas y un cine, que los fines de semana daban películas para todo el público, el matiné para los niños. Una vez al año daban una película de cómo había que limpiarse los dientes y nos regalaban una crema dental “Kolynos” con su cepillo.
Durante los recreos dos o tres curas recorrían el patio para mantener el orden.
En la esquina de Gorriti y Santa María de Oro había una canchita de futbol que pertenecía al colegio, donde los alumnos jugábamos durante la semana y los sábados los mayores. Los arcos eran de caños desmontables y, ahí, pude ver jugar al "Pato" Pastoriza, que luego se fue al profesionalismo. En es lugar, actualmente está la nueva iglesia.
Un personaje de ese colegio era el maestro Bernal, siempre tenía tercer grado turno mañana. Él había comprado dos juegos de camisetas para sus alumnos y los viernes a la última hora los hacía jugar en la canchita. En época del barrilete los regalaba a los mejores alumnos de la semana, como así también al que realizaba alguna travesura te hacía pasar al frente, con el brazo estirado y los dedos juntos y te pegaba con una regla de madera llamada “pica pica” (ese momento no se borraba más).
Cuando llegaba fin de año y nos íbamos de vacaciones nos daban un carné para que cuando vayamos a misa se nos selle. Cuando me lo da el cura, yo todo inocente le digo: “Mire que yo me voy a Córdoba”. Y él me responde: “En Córdoba hay iglesias como acá”.
Así, mi recuerdo y homenaje al colegio que me vio hacer los primeros pasos en la educación. 

Luciérnagas cautivas

Teresita Giuliano

Mis juegos de niña fueron compartidos con tres hermanos varones.
Jugábamos mucho en el patio de casa, en la vereda, en la calle, en la plaza de enfrente.
Jugábamos a los indios y vaqueros, donde yo cumplía el rol de la muchachita que debía ser rescatada.
También a los piratas: enterrábamos tesoros en pozos cavados en el patio y confeccionábamos los planos para llegar a ellos.
Trepábamos al peral de la nona que se convertía en fuerte, en atalaya, en casita, en escondrijo.
Hacíamos montañas con las hojas del otoño y las ramas de los árboles podados.
Nos pintábamos las manos, la cara y la ropa comiendo las moras que juntábamos de los árboles del callejón.
En el verano, nuestros cabellos se ponían amarillos por la exposición al sol y los juegos en la pileta que nos había construido el tío Bartolo en el patio.
Con mis hermanos aprendí a disparar el rifle de aire comprimido, a usar la gomera, a encarnar lombrices en los anzuelos de las cañas de pescar, a construir casitas en los árboles y chozas entre los tomatales, a andar a caballito sobre “Chiquita”, nuestra perra policía, a disfrutar aventuras y a callar travesuras, a compartir frutas robadas y a idear estrategias para no dormir la siesta.
Vi desde pequeña a mi perra parir sus cachorros, a mis hermanos destripar pescados, a mi nona haciendo a un lado con la mano los sapos mientras cortaba lechuga de la quinta.
Una vez en el arroyo llené una carterita con montones de luciérnagas, que cacé a la tardecita imaginando que, cuando las largara en mi habitación a oscuras, la iluminarían.
Fue un duro aprendizaje, cuando comprendí que estaban muertas.
En una ocasión, mamá estaba preocupada, porque sentía un olor desagradable dentro del ropero donde estaba la ropa de mis hermanos.
Investigando halló la causa: en el bolsillo de un gamulán que usaba mi hermano mayor encontró ¡un puñado de lombrices en avanzado estado de descomposición!
Así, aprendíamos el ciclo de la vida, viviendo lo dulce y lo amargo, lo efímero y lo permanente, en ese interactuar con la naturaleza, sin dramas innecesarios, palpando la realidad.
Y el regreso a casa para tomar la leche, siempre con algún invitado, como si fuéramos pocos.
Ahora, pienso que todo el pueblo fue el “patio de casa”, porque nos movíamos en él con la seguridad que da lo conocido y lo propio.
Aún hoy, cuando vuelvo a mi pueblo y camino por sus calles, siento dentro de mí esa sensación de seguridad, de que allí no puede pasarme nada malo, de que detrás de cada puerta puedo encontrar un rostro conocido… una sonrisa amiga. 

¡ A la calle todos!

María Victoria Steiger

Volviendo a lo que relataba de nuestra vida en Mendoza.
Había contado sobre la mudanza de barrio que fue muy pesada para todos y creo que en todos los casos, sin tener en cuenta las edades, ¡es difícil!
Ya nos habíamos acostumbrado a la casa nueva, a cada uno sus lugarcitos. Mi hermano ya empezaba con la escuela (jardín de infantes en esa época) y traía de la casa grande todas las “diabluras” que le enseñamos.
Mi padre era muy madrugador y también se adaptó a la casa. En el baño había instalado su equipo de mate y la radio. Creo que la prendía más o menos a las 6 de la mañana; y empezaba la hora de tango, noticias y mate, mientras se afeitaba y bañaba.
Eso significaba que faltaba poco para la despertada general “¡Arriba todos. Ya es la hora!, decía con una voz como para que despertaran todos los vecinos.
Como nosotras éramos más grandes teníamos nuestras tareas. Yo quedé para la cocina. Cuando estábamos de vacaciones, me ocupaba de la sopa, que era infaltable todos los días, fuese verano o invierno. Claro que lo de la cocina no era la sopa solamente, sino también el arroz con carne, pastel de carne, milanesas, etcétera, todo para nueve personas. No me resultaba difícil y entre las cosas de la cocina me quedaba un tiempito para leer.
Para Navidad nos regalaron libros a todas. Mis hermanas no tenían problema en que yo los leyera primero y les contara, si estaba bueno. Así, entre el caldo de la sopita y las otras comidas, leía todo lo que había en casa.
No faltaba entretenimiento. Teníamos una perra salchicha, que ladraba a todos y molestaba al vecino de la casa de al lado; y cuando salíamos a la vereda, rápidamente se escapaba a toda velocidad.
El gato se escondía en lugares insólitos y cuando nos descuidamos merodeaba cerca de la jaula del canario.
Tantas escapadas de la perra, el gato que aprovechaba, una mañana apareció el canario desplumado y el gato escondido tras un mueble. Para sacarlo fue un problema. Estaba enredado con los cables y nos dio corriente. Me arañó las manos, y entre esto y el pobre canario, mi padre se lo llevó al negocio.
Mis hermanas también tenían tareas en casa: el orden del dormitorio, poner o levantar la mesa, planchar, etcétera.
En general, se las cambiaban entre todas; pero nadie agarraba la cocina. Así, aprendí un poco.
Un día empezó todo normalmente con el tango a todo volumen y nosotras aprovechando el último “tironcito” cuando… a todo volumen se escuchó: “Todos a la calle, así como están y rápido!
Se movía todo, ya otra veces había pasado, pero esta vez era fuerte,mi guitarra arriba del ropero iba de un lado al otro, no pude hacer nada porque tenía que subirme a la silla y teníamos que bajar. Pero no todas se despertaron rápido.
En nuestro dormitorio, Susana se fue rápido al otro dormitorio a ayudar con los más chicos; y Eugenia, la mayor, sentada al borde de la cama a los gritos, no quería bajar. No sé cómo la convencí. Me parece que bajó con un “cachetón”.
Fue, como ahora le dicen, ataque de pánico. Además del temblor, había ruido subterráneo.
Nos encontramos con todos los vecinos en camisón. Fue todo muy feo y muy rápido.
Después que pasó, estuvimos un buen rato en la calle, porque cuando tiembla se espera el remezón, que le dicen allá a las réplicas que suelen ser iguales o más fuertes. Bueno, todo pasó y fuimos entrando con un poco de miedo, pero entre cambiarnos y desayunar se volvió a la normalidad.
Después, mi papá escuchaba la radio y comentaba lo fuerte del temblor y las distintas reacciones. Nosotras, exageradas, le contamos lo de Eugenia y nos dijo a todas que era común que cada persona fuera distinta. Pobre, ella estaba enojada con nosotras, que la obligamos a bajar y no entendía nada. Por muchos años y a pesar de la explicación de mi padre, la cargábamos al primer movimiento que sentíamos, aunque fuera poco.
Creo que fue el último temblor que sentimos en Mendoza. Después, ya de casada, en nuestro primer departamento acá en Rosario, aunque no lo podía, creer tembló.
Ya teníamos a nuestra primera hija y mi marido no entendía de temblores, además era “liviano”. Teníamos una sola lámpara colgante y se movía un poco, tan poco que iba de un lado al otro. Por supuesto, prendimos la radio y se confirmó lo del temblor que para ésta zona es rarísimo.
Cuantos años que pasaron y hace un mes o un poco más me acordé de los temblores. Una de mis hijas, que está viviendo en el norte de Italia, se despertó de madrugada. Primero, se sintió un poco mareada y creyó que algo le había caído mal al estómago; pero se levantó y se le movía un poco todo y se acordó de lo que yo en algún momento le contaba de los temblores. Todo pasó muy rápido y, por la mañana, confirmó que sí, que era un temblor, por suerte liviano.

Así fue como tuve las ganas de contarles un poquito más de mi época de Mendoza.

jueves, 18 de junio de 2015

Vacaciones y juegos

Susana Olivera

¿A quién contarle?
¿A quién le importa
si las rosas se marchitan?
(Antonia Taleti)

El mes que más me gustaba cuando niña era diciembre, por un montón de razones. Una es que no había escuela, así que la plaza y los juegos no tenían horarios. Además, venían la Navidad, los regalos, las fiestas; pero, sobre todas las cosas, venían las vacaciones.
Las vacaciones. Tenían sabor de mudanza. Era un movimiento de cosas, de utensilios, de ropa. Se preparaban los colchones, que entonces eran rellenos de lana. Sobre ellos, mamá ponía ropa de cama, sábanas y frazadas, la ropa de toda la familia, ollas y sartenes, cubiertos, vajilla, nuestros juguetes. Después de largas discusiones, acordábamos llevar solamente los juegos: ludo, oca, naipes, damas. Mis hermanos, sus trompos, soldaditos, figuritas, pelotas. Y yo, mi osa de peluche de enormes ojos fijos, algunas de mis muñecas y el álbum de figuritas de Blancanieves.
 Además, antes de partir, se cubrían los muebles, los sillones y las arañas con sábanas viejas. Solo quedaba en pie la habitación de papá y mamá. Parecía que nos íbamos al fin del mundo.
Enrollaban el colchón –quedaban todas las cosas adentro– y lo cubrían con una lona. Papá la cosía como si fuera un paquete cilíndrico con piolín y una aguja curva enorme, de manera que quedaba todo protegido dentro del colchón. Los seis colchones se despachaban por tren.
 Las tías y la abuela en su casa hacían lo mismo. Íbamos con ellas.
Papá podía acompañarnos solamente quince días y algún fin de semana largo. Nosotros nos quedábamos los meses de vacaciones hasta marzo. Esa separación era lo único que me estrujaba un poquito la alegría, pero se escondía por la enorme expectativa, ya conocida pero no por eso menos disfrutada.
Alquilábamos una casa, siempre la misma, que quedaba frente al arroyo Vaquerías, en Casagrande, un poco antes de llegar a Valle Hermoso, en un recodo del sinuoso camino de montañas. En ese entonces, era un lugar agreste y solitario. Solo se veían chivos trepando por las laderas cubiertas de piedras y espinillos. La única vivienda cercana era una que estaba frente a la nuestra, cruzando el arroyo; era muy humilde, el baño era de chapas y estaba afuera de la casa. Pertenecía a una mujer que vivía sola –a veces la visitaba un señor con grandes bigotes negros y una escopeta– y criaba patos y gallinas. La llamábamos “La Patera”. Era muy lindo verla sacar los patos empujándolos con una rama y caminando todos en una fila blanca con un gran vaivén de caderas. Y las gallinas seguidas de sus pollitos que andaban por todas partes y hasta sabían cruzar el arroyo y meterse en nuestra casa.
Viajábamos en tren, debíamos trasbordar en Córdoba y continuar en coche motor después de recoger las cosas que habíamos enviado con anticipación. Y, finalmente, ¡la llegada a la casa!
Mientras los mayores acomodaban las camas y alistaban el almuerzo, nosotros íbamos a la cochera, lugar enorme lleno de cosas que nos fascinaban: parrillas de camas, cajones de madera, baúles cerrados con llave, herramientas para jardinería, frascos vacíos, otros más grandes con víboras y pájaros flotando en un líquido blanquecino, diarios y revistas viejas, gomas de auto en desuso. Eso era lo que de inmediato sacábamos y empezaban las carreras alrededor de la casa empujándolas con nuestras manos que quedaban negras de tierra. Ganaba el que llegaba primero y no se le había caído la goma ni una sola vez. No era fácil porque el jardín tenía muchas piedras y no era parejo.
Luego, la bajada al arroyo. La casa se encontraba bastante más arriba, probablemente para evitar las crecientes muy comunes en esa zona. Como el balneario “La Samaritana” se encontraba lejos, papá nos hacía un piletón en el arroyo: sacaba las piedras más grandes, las ponía en los extremos y con una pala hacía un poco más profundo el fondo. Todo era perfecto… nos molestaba que nos llamaran a comer, porque debíamos entrar y dejar lo que estábamos disfrutando…
Al atardecer, empezábamos a cazar sapos. Llevábamos linternas para alumbrarnos cuando caía el sol. Los levantábamos sujetándolos por la mitad del cuerpo y cuidábamos que no nos orinaran. Los llevábamos a la cochera, los metíamos en baldes con un poco de agua que habíamos sacado bombeando y los guardábamos hasta el día siguiente. Les dábamos de comer las moscas que habíamos cazado y guardado en los frascos de vidrio. Y, al día siguiente, empezaba el juego. Debíamos hacer todo en silencio, porque nos tenían prohibido jugar con los sapos y cazarlos; pero… la cochera estaba muy alejada, en el fondo del terreno.
Cada uno de nosotros tenía sus propios sapos que los distinguíamos por el color o el tamaño. Trazábamos con tiza una línea, los acomodábamos y ¡a correr carreras!
Otro juego era atarlos con un hilo y llevarlos a pasear como si fueran perros.
¿Cuándo se terminaba todo? Cuando algún adulto nos obligaba a soltar todos los sapos después de un buen reto. (Los recuperábamos la noche siguiente).
Creo por mi experiencia de infancia, y por los juegos de mis hijos, que lo que más placer causa es repetir y repetir siempre lo mismo: allí está el sentido del juego.
A la noche, Abuela sacaba una perinola y jugábamos todos con ese trompito con varias caras que tenían la leyenda: “Pon uno, pon dos, saca uno, saca dos, saca todo, todos ponen, deja todo”. Jugábamos con porotos. Si ganábamos, la abuela nos daba una moneda para comprar caramelos cuando fuéramos al pueblo… Y si no ganábamos, igual recibíamos la moneda que la Abuela nos alargaba con una sonrisa. La Abuela, cuánta ternura y cuánta gracia en su afecto…
Todas las noches repetíamos lo mismo y esperábamos impacientes la moneda que señalaba el final del juego y la hora de ir a la cama. Siempre demorábamos ese momento con juegos, corridas y risas como si nos diera pena terminar el día; mientras se escuchaban los imperiosos pedidos de silencio.
A veces, nos visitaban amigos de mis padres con sus hijos que tenían más o menos nuestras edades y con ellos compartíamos nuestros juegos preferidos. Éramos seis chicos; a veces, ocho, si estaban también nuestros primos.
Les dábamos a los pájaros migas de las meriendas que mamá nos había llevado al jardín. Poco a poco se iban acercando y picoteaban el pasto. Pronto eran toda una bandada.
Entusiasmados, desmigábamos panes enteros y los tirábamos al aire, parecían palomas. Levantábamos los brazos como si voláramos mientras cantábamos rondas infantiles… girábamos cada vez más rápido rodeados de pan, de alas y de pájaros, y formábamos un raro cortejo de niños-pájaro.
 Solíamos reírnos de las primas mayores, que no jugaban con nosotros, que nos llamaban “tontitos” y que olían asquerosamente a perfume. Además, todo el tiempo hablaban de sus novios sentadas a la sombra de los árboles moviendo sus cabezas como si dijeran “sí… sí... no… no…” Le tirábamos piedrecitas y nos corrían indignadas. También tratábamos de tocarlas con algún sapo, que manteníamos escondido y era tan gracioso escuchar sus gritos asqueados…
Un día, un día se terminó la ilusión del viaje a Casagrande. ¿Cuándo fue? Continuaron los viajes hasta que fuimos adolescentes en la escuela secundaria… murió la Abuela, hubo casamientos en la familia; pero ¿cuándo se terminó para mí?
Creo, me parece que fue en una oportunidad que mamá me dijo:
¿Vas a llevar las muñecas y la Osita? Estás demasiado grande para eso. Sos una señorita…
¿Una señorita yo? ¿Una señorita?
No más carreras, no más cacería, no más juguetes, no más rondas de pájaros. ¿No juegan las señoritas?

¿Una señorita yo?

Crecí jugando

Norma Azucena Cofré

Recuerdos de una infancia feliz.
Nostalgia por esos momentos en que el tiempo era solamente mío.
Los deseos se hacían realidad en mi imaginación. ¿El mejor juguete? Era llevar a la práctica y desarrollar las fantasías que habitaban mi mente… no las adquiridas por el avance de la tecnología, que atraen la atención de los niños, entregando todo creado, anulando esa capacidad propia del ser humano, desde que el mundo es mundo, de crear su propio mundo.
Puedo narrar con alegría y felicidad los juegos que acompañaron mi niñez. La vida quiso que naciera más cerca de la cordillera que de la ciudad, donde si por casualidad tenía un juguete comprado, seguro era en tiempos de elecciones y los mandaba el “partido”, igual que los guardapolvos, con un sello que decía “Evita Perón”.
Jugaba sola. En ese momento éramos tres hermanas y un bebe varón. Mis hermanas más grandes, por un lado, tal vez ayudando a mamá, yo… jugando al sol, con mi juguete regalado y haciendo casitas de arena, mientras dialogaba con un amigo invisible.
Nació otro varón, yo cumplía seis añitos. En esa época era muy chiquitas de mente; pero lo suficientemente diestra como para cuidar del bebé. Era mi hermanito y, a su vez, mi juguete, lo cuidaba como una mamá, le hablaba, le enseñaba cómo debía portarse y a hacer las cosas que la mamá le mandaba. A tal punto era la mamá, que estando casada y con mi primera hija sentía que mi hermano me pertenecía como hijo.
En la escuela primaria, hacíamos juegos grupales: la payana, la rayuela, saltar a la soga, la mancha, la escondida, la hamaca. Siempre incorporábamos a cada juego una dificultad para competir en destrezas. Pasábamos los recreos jugando.
En mi casa, había gallinas, pavos, patos, gansos, chanchos, perros y, una chivita que encontramos lejos del rebaño. Me divertía molestando a las gallinas cuando comían el maíz; o entran al gallinero a juntar los huevos, revisando la canasta de la gallina que empollaba, para ver si los pollitos habían comenzado a cascar el huevo para nacer, siguiendo a los patos en su carrera.
Los chanchos tenían su chiquero. Era cuestión de acercarme y tirarles algo para que se agruparan y empujaran para comer lo que les tiraba; a veces era solo una varilla, que ellos creían que era comida.
Los años pasaban y los juegos cambiaban. Siempre fui muy inquieta, mi tiempo tenía que estar ocupado, algo tenía que inventar.
Una mañana, mi madre había salido tras un arriero a comprar un chivo para que papá lo hiciera a la estaca, aproveché la ocasión de esa libertad en la cocina y comencé a elaborar una pizza, como la hacía mamá, con harina leudante y soda, (hoy hago la masa con levadura), así fui aprendiendo a cocinar y me encanta.
Papá, siempre que encontraba una novedad para que desarrollemos destreza física y el intelecto, la fabricaba o la compraba y nos la traía de regalo. Una vez, apareció con unos caños e hizo una hamaca en el patio de casa. Siempre hacía que compitiéramos o nos ganáramos las cosas. Nos mostró lo que había fabricado y nos instó a trepar por el caño, cruzarlo y bajar. De las tres, fui la única que llegó a la cima.
Un día apareció con el cerebro mágico, nos hacía demostrarle que sabíamos tanto que la lamparita se encendía con la respuesta.
En otra oportunidad llegó con una máquina de escribir “Remington”. La puso sobre la mesa y nos llamó. “Aquí dejo esta máquina (ya había fabricado la caja que cubría el teclado) -nos dijo-, la que aprenda a escribir al tacto, es dueña de la máquina, mi paciencia para aprender a escribir sin mirar el teclado terminó enseguida. No era para mí, mis intereses pasaban por inventar o leer historietas.

Hoy, que han pasado los años y soy abuela, sigo siendo inquieta, desafío mi capacidad en cada oportunidad que me ofrece la vida. Asisto a la UNR para Adultos Mayores, al taller “Contame una Historia”. Escribir y recordar la historia que me formó, me da mucha felicidad y alegría: descubrir que cada momento que viví fue el momento que tenía que vivir, para ser quién soy y ser inmensamente feliz”.

Camote asado

Enzo Burgos

La cosa estaba clara: había que juntar mayor cantidad de madera para concretar la mejor de “las fogaratas”. El Gordo dirigía el operativo indicando a cada pibe dónde debían ir para conseguir maderas en desuso o ramas de una reciente poda. Todo iba a servir para derrotar a las demás fogatas del barrio.
El ritual anual estaba en marcha y los chicos acataban las órdenes del líder. Cuando todos partieron a cumplir con su misión, quedó Humbertito, el más pequeño, sentado en un umbral y observando al Gordo con los ojos humedecidos.
“Mirá, Bertito, no te enojés. Vos querés entrar en la barra, pero sos muy pulguita. Si conseguís algo bueno, pero muy bueno, yo hablo con los chicos para que te acepten”, le dijo el Gordo.
El chiquilín, sin contestar, se puso de pie y salió corriendo. Él ya sabía dónde había maderas y hacia allí se dirigió.
Desde los fondos de su casa podía llegar a la vivienda de doña Margarita, quien tenía sobre el precario techo de su gallinero, una enorme cantidad de escobas viejas. Ese sería el botín que permitiera su entrada a la barra.
Cuando descendía desde la terraza vecina al techo del gallinero, lo invadió un sentimiento de culpa. Aquello era robar y su padre nunca lo perdonaría. Meditó un instante y se decidió: no robaría. Si lo querían aceptar en la barra, que fuera por ser un buen chico, pero por ladrón ¡no!
En ese momento resbaló cayendo en medio del gallinero, mientras sentía un agudo dolor en el tobillo. Las manos y la cara, además de sucias, olían horribles. Comenzó a gritar asustado.
En su habitación, doña Margarita, viuda y costurera, estaba dale que dale a la vieja Singer para ganarse la vida. Pese al traqueteo de la máquina de coser y la novela radial que invadía el ambiente, escuchó el llanto del mocoso en medio de un cacareo infernal.
Cuando descubrió a Bertito, se asombró; pero la sorpresa se fue transformando en sonrisa al notar el estado lamentable en que se encontraba.
El pibe la miraba asustado y la buena mujer lo ayudó a levantarse. Después tras ponerlo en medio del piletón del patio, lo lavó y secó. Luego, lo peinó pasando las yemas de sus dedos sobre el jabón mojado, improvisando un fijador, para armarle un peinado gardeliano al chiquilín.
Desde la inocencia de sus pocos años, narró lo sucedido, sin ocultar nada. Dijo de su arrepentimiento y juró no volver a robar nunca más.
Doña Margarita, tras consolarlo, le preguntó si tenían muñeco para la fogata y, ante la negativa del ladrón arrepentido, le propuso fabricarle uno enorme.
Con ayuda de la vieja máquina y sobrantes de costuras, construyó uno tan grande como el mocoso, con boca roja y dos ojos enormes hechos con botones de un tapado apolillado.
El chico loco de alegría, comentó: “Lindo, doña, lástima que no esté vestido”.
La mujer se dirigió a un antiguo ropero y de su interior extrajo un sombrero y un saco que colocó al enorme pelele. Entonces, comentó a Bertito: “Bueno, andá volando con tus amigos. Creo que con este muñeco te ganás seguro, un lugar en el grupo”.
Cuando el pibe llegó, en medio de la calzada, se levantaba una pila impresionante de maderas. Al ver al muñeco los demás chicos no lo podían creer, alabando la gestión del chiquilín.
“¡Te pasaste, pulga!, comentó el Gordo y trepó sobre aquella maraña de maderas y ramas secas para ubicar al muñeco en su cúspide.
Luego, el fuego fue consumiendo lo conseguido por los chicos ante la alegría de los vecinos. Cuando las llamas alcanzaron al muñeco, la gritería tornó ensordecedora y cada puñado de sal gruesa que se tiraba al fuego, estallaba en miles de chispitas. Eran los fuegos artificiales de los pobres, la alegría de divertirse con poco, casi diríamos con nada. Debe ser por eso que Alguien dijo que de ellos será el reino de los Cielos.
Doña Margarita también participó de este festejo barrial desde la puerta de su casa. Cuando el fuego tomó contacto con el sombrero y el saco, dos lágrimas cayeron de sus ojos cansados de seguir la línea de la costura y descendieron zigzagueantes entre las arrugas de su rostro.
Se secó con una de las puntas de la pañoleta que cubría su encorvada espalda y retornó a su hogar. porque el frío era tan bravo que ¡hasta hacía llorar!
Ya en su pieza, que era dormitorio, taller y comedor, se preparó su sopita de todas las noches y al disminuir el bullicio, que llegaba de la calle, imaginó que en el rescoldo habrían colocado camotes para comerlos luego sentados en el cordón de la vereda.
Se sentó para cenar acompañada por su soledad y tras la primera cucharada, miró el retrato de un hombre de grandes bigotes, quien la observaba desde el interior de un marco ovalado.
Tras minutos de jugar con la cuchara dando vueltas a la sopa, le clavó la mirada al de los mostachos, diciendo: “Vos siempre recomendaste me deshiciera de todas tus cosas, por eso me quedé tan solo con tu sombrero y un saco, porque eran los que más me gustaban, pero hoy vino un chico que… mirá, viejo, no sé cómo decirlo, pero estoy contenta. Y vos, aunque me mirés serio como siempre, también lo estás.
De pronto, se sobresalta al escuchar que llaman a su puerta. Vuelve a colocarse la pañoleta y al abrir encuentra a su pequeño amigo, quien sin decir nada le entrega un paquete hecho con papel de diario.
—Nene, ¿qué es esto?- inquiere azorada la mujer, mientras el pibe sale corriendo y sin detenerse ni darse vueltas, le grita.
—¡Gracias doña, la quiero mucho!
Cuando doña Margarita abre el paquete, la sorprende su tibio contenido: camotes asados. En ese preciso instante, la anciana descubrió que no solo el frío hace llorar. También el camote asado.


* Con mi familia viví hasta mi adolescencia en un departamento de pasillo en Corrientes 2057, a metros de la sede de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la UNR. La vivienda aún existe y en aquellos años en uno de los departamentos, creo que el 2, vivía una señora viuda que cosía “para afuera”.

Papi

Luis Molina

Papi…
Qué palabra…
Tantas veces repetida por mis hijos, pero…
¿La dije alguna vez?
Ha pasado mucho tiempo y no lo recuerdo. Él era muy mayor y quizás por esa cosas de la época, o vaya saber que, no me dejó muchos recuerdos. Eso sí, su educación, algo en los genes que me arrastró a este camino de letras.
Fue tipógrafo del diario “Los Principios” de la ciudad de Córdoba, luego emigró con mi madre (muy joven ella) a esta ciudad, donde vi la luz hace tantos años. Hoy, una charla sobre el tema puso en mí la pregunta: ¿Quién era mi padre?
Lo recuerdo sí, pero vagamente. Se fue siendo yo muy pequeño. En mis siete años recién cumplidos no tenía cabida la palabra muerte. Lo tomé como algo que pasó; luego, sí, a medida que el tiempo avanzaba comencé a notar que era el único en la escuela que no tenía papá, me sentía diferente a los demás.
Ramalazos de memoria me traen a aquel nene de cuatro años, que cuando llegaba el diario todas las tardes (“La Tribuna”, que en aquella época era vespertino), quería ser el primero, ya que por entonces me fascinaba entender qué significaban aquellas letras, en especial “El Gato Félix”, “Doña Tremebunda”, “Pepita y Lorenzo”, caricaturas que leía ávidamente, de hecho fueron muchas palizas que no se si lograron hacerme entender que debía aguardar mi turno. El patriarcado tenía la potestad sobre el periódico.
Recuerdo, sí, la jardinera azul y el caballo bayo que tiraba de ella. El reparto de hielo era su medio de vida. Algunas veces lo acompañé, pero no me bajaba hasta llegar de vuelta a casa. El barrio Echesortu era nuestro mundo.
Excesivo con la pulcritud de su ropa, siempre salía de traje, asiduo del hipódromo, no faltaba los fines de semana. Mi madre, en tanto, me llevaba al Parque de la Independencia. Hamacas, juegos, un chupetín Misky, eran nuestras salidas. Una vuelta en la lancha de Nino, que tenía forma de hidroavión. Dado que ese señor era vecino, no nos cobraba.
En verano disfrutábamos la zona de “El Palomar”, que era muy fresca (no sé por qué) en invierno, demasiado fría. Algunas veces, subía a la calesita. Debía conformarme con una vuelta.
Aquél hombre elegante, de traje cruzado y sombrero, que lustraba sus zapatos él mismo, tal su manera de vestir (nada que ver con el hijo), tenía un letra impecable, era perfecta, casi dibujada, nada podía envidiar a la manuscrita de los libros de primer grado. Una vez (Creo que fue para reyes) me trajo un camión de madera, grande y fuerte, a tal punto, que me duró casi un día y medio sano.
Entre sus actividades, como changa en época de la exposición rural, supo cuidar a la vaca campeona. En aquellas botellas de dos litros, que por ese momento existían, traía a casa leche pura de la campeona, que yo degustaba a placer.
Pero viejo; ¿vos jugaste conmigo alguna vez?
¿Te dije “Papi”? ¿O solo te miraba con respeto y temor ya que, travieso como era, sabía que me reprenderías, sobre todo cuando llegaba el diario?
No te recuerdo enseñándome a patear una pelota. Mi mente busca en la oscuridad del olvido respuestas que parecen no estar y me pregunto, ¿cómo habría sido mi vida de haberte tenido en mi adolescencia? Nunca lo sabré.
En verdad no sé por qué me pregunto esto hoy…

Papi, viejo, la vida no nos dio oportunidad y, bueh, es lo que hay…