Luis Zandri
En la oficina de Seguridad a la que fui asignado hacía
trabajos administrativos por la mañana. A la tarde, si quería, me quedaba allí;
pero como había poco para hacer me aburría. Entonces, me iba de fajina con un
grupo a cortar pastos, desarmar vagones, o cualquier otra tarea al aire libre.
Una vez, me mandaron a la casa de un coronel que vivía en el
barrio militar, dentro del predio. Era a la hora de la siesta; cuando llegué,
solamente la empleada doméstica estaba trabajando, mientras la familia dormía.
Me dijo que tenía que cortar el césped del jardín, que tomara una cortadora que
estaba en el galpón, pero que tuviera cuidado porque solía dar “pataditas” la
corriente. “Bien, voy a probarla”, le dije. La saqué, la puse en funcionamiento
y por un rato funcionó bien, por lo que me confié, pero en un instante me “pateó”
mal, quedé agarrado con las dos manos del mango, no podía soltarme, le daba
patadas a la palanca pero no conseguía nada, quería gritar y no podía, de mi garganta
solo salían sonidos guturales, pensé que era mi fin. Pero no era mi hora
todavía, la empleada se dio cuenta de lo que pasaba y la desenchufó,
despidiéndome entonces con fuerza hacia atrás, quedando tendido en el suelo.
Luego dio aviso al coronel, me levantaron, me sentaron, me atendieron y después
de un largo rato de descanso me envió a la enfermería para que me revisaran,
por si había quedado alguna secuela. Por suerte quedé vivito y coleando.
Entre los soldados había dos jugadores de fútbol de Newell’s
Old Boys y dos de Rosario Central. Los de Newell’s jugaban en la tercera
división y los de Central en la reserva. Uno de ellos era José Aurelio
Pascuttini, que en ese año debutó en la primera división por lesión de Casares,
que era el marcador central derecho. Era muy buen compañero con todos nosotros
y lo habían asignado a la zapatería. El otro era Rogelio Poncini, que también
jugó en la primera división de Central y años más tarde también en Newell´s.
Jugaba en el mismo puesto que Pascuttini, pero era un atorrante. Se juntaba con
un grupo que eran los más indisciplinados del ´batallón, en todos los líos o
entreveros estaban metidos ellos, por lo que con frecuencia los castigaban con
arrestos. Una vez quise ir de fajina con ellos y él me dijo: “Pibe, vos no
vengás con nosotros, porque vos sos un buen pibe y te vas a perjudicar”. Años
después, en 1978, apareció como ayudante de campo de César Luis Menotti en el
campeonato mundial. Se ve que eran muy buenos amigos.
En horas de la tarde jugábamos al fútbol casi todos los
días, la cancha estaba ubicada cerca de las instalaciones del batallón y era
multiuso: allí hacíamos entrenamiento militar, gimnasia y deporte.
En septiembre se
produjo la primera baja, donde un 25 por ciento del total quedaban liberados.
La mayoría de los que se vieron beneficiados tenían “palanca”; es decir, tenían
algún “padrino” que influía para que así ocurriera. De los tres que estábamos
en la oficina se retiró Javier, mientras Guillermo y yo nos quedamos con una
gran bronca y, además, nosotros éramos los que entregábamos las libretas de
enrolamiento firmadas y selladas a todos los soldados que se iban, por lo que
nuestro rencor era aún mayor.
Tiempo después nuestra oficina fue trasladada a otro lugar
fuera del batallón, dependiendo de la Jefatura Militar, y nuestro jefe era un capitán
de apellido Becker.
Un día le comenté a un sargento ayudante que yo tocaba el
bandoneón, así que me propuso que lo llevara. Accedí a su pedido y, por las
noches, después de la cena, nos sentábamos en un amplio espacio, a la entrada
del edificio de la “cuadra” (donde estaban ubicados los dormitorios), siempre
acompañados por un grupo de soldados y entre tangos, valses, milongas,
pasodobles y algunas piezas folclóricas disfrutábamos de agradables momentos de
fraternidad y paz. Después, se incorporó al grupo un soldado de Entre Ríos, que
también tocaba el bandoneón, claro que su repertorio era el chamamé y el
folclore.
Un sargento primero llamado Zunini me propuso ir a tocar a
los bares de Fray Luis Beltrán o ciudades cercanas “a la gorra” y él, como mi
representante, pero no acepté. En esas reuniones me llevé una sorpresa, porque
unos los suboficiales que estaba con nosotros, el cual tenía un carácter
bastante agrio y al que yo no tenía nada de aprecio, se convirtió en mi más
fiel oyente, disfrutaba con la música que yo tocaba y me pedía que repitiera
algunas de las piezas que había escuchado.
En ese año 1965, nuestro presidente era Arturo Humberto
Illia, época en que actuaban los grupos subversivos activos, ocurriendo ataques
o atentados en distintos lugares del país, por lo que durante todo el año el
Batallón estuvo en estado de alerta a raíz de ello, pero felizmente no ocurrió
nada anormal.
Un año después, el 13
de febrero de 1967, ocurrió la mayor explosión de la historia en ese lugar,
cuando estallaron los polvorines, resultado de un atentado. Fueron cuatro
detonaciones que arrasaron los polvorines y provocaron graves daños en casas,
comercios y automóviles de la ciudad.