miércoles, 23 de septiembre de 2015

La colimba - Cuarta parte

Luis Zandri

En la oficina de Seguridad a la que fui asignado hacía trabajos administrativos por la mañana. A la tarde, si quería, me quedaba allí; pero como había poco para hacer me aburría. Entonces, me iba de fajina con un grupo a cortar pastos, desarmar vagones, o cualquier otra tarea al aire libre.
Una vez, me mandaron a la casa de un coronel que vivía en el barrio militar, dentro del predio. Era a la hora de la siesta; cuando llegué, solamente la empleada doméstica estaba trabajando, mientras la familia dormía. Me dijo que tenía que cortar el césped del jardín, que tomara una cortadora que estaba en el galpón, pero que tuviera cuidado porque solía dar “pataditas” la corriente. “Bien, voy a probarla”, le dije. La saqué, la puse en funcionamiento y por un rato funcionó bien, por lo que me confié, pero en un instante me “pateó” mal, quedé agarrado con las dos manos del mango, no podía soltarme, le daba patadas a la palanca pero no conseguía nada, quería gritar y no podía, de mi garganta solo salían sonidos guturales, pensé que era mi fin. Pero no era mi hora todavía, la empleada se dio cuenta de lo que pasaba y la desenchufó, despidiéndome entonces con fuerza hacia atrás, quedando tendido en el suelo. Luego dio aviso al coronel, me levantaron, me sentaron, me atendieron y después de un largo rato de descanso me envió a la enfermería para que me revisaran, por si había quedado alguna secuela. Por suerte quedé vivito y coleando.
Entre los soldados había dos jugadores de fútbol de Newell’s Old Boys y dos de Rosario Central. Los de Newell’s jugaban en la tercera división y los de Central en la reserva. Uno de ellos era José Aurelio Pascuttini, que en ese año debutó en la primera división por lesión de Casares, que era el marcador central derecho. Era muy buen compañero con todos nosotros y lo habían asignado a la zapatería. El otro era Rogelio Poncini, que también jugó en la primera división de Central y años más tarde también en Newell´s. Jugaba en el mismo puesto que Pascuttini, pero era un atorrante. Se juntaba con un grupo que eran los más indisciplinados del ´batallón, en todos los líos o entreveros estaban metidos ellos, por lo que con frecuencia los castigaban con arrestos. Una vez quise ir de fajina con ellos y él me dijo: “Pibe, vos no vengás con nosotros, porque vos sos un buen pibe y te vas a perjudicar”. Años después, en 1978, apareció como ayudante de campo de César Luis Menotti en el campeonato mundial. Se ve que eran muy buenos amigos.
En horas de la tarde jugábamos al fútbol casi todos los días, la cancha estaba ubicada cerca de las instalaciones del batallón y era multiuso: allí hacíamos entrenamiento militar, gimnasia y deporte.
 En septiembre se produjo la primera baja, donde un 25 por ciento del total quedaban liberados. La mayoría de los que se vieron beneficiados tenían “palanca”; es decir, tenían algún “padrino” que influía para que así ocurriera. De los tres que estábamos en la oficina se retiró Javier, mientras Guillermo y yo nos quedamos con una gran bronca y, además, nosotros éramos los que entregábamos las libretas de enrolamiento firmadas y selladas a todos los soldados que se iban, por lo que nuestro rencor era aún mayor.
Tiempo después nuestra oficina fue trasladada a otro lugar fuera del batallón, dependiendo de la Jefatura Militar, y nuestro jefe era un capitán de apellido Becker.
Un día le comenté a un sargento ayudante que yo tocaba el bandoneón, así que me propuso que lo llevara. Accedí a su pedido y, por las noches, después de la cena, nos sentábamos en un amplio espacio, a la entrada del edificio de la “cuadra” (donde estaban ubicados los dormitorios), siempre acompañados por un grupo de soldados y entre tangos, valses, milongas, pasodobles y algunas piezas folclóricas disfrutábamos de agradables momentos de fraternidad y paz. Después, se incorporó al grupo un soldado de Entre Ríos, que también tocaba el bandoneón, claro que su repertorio era el chamamé y el folclore.
Un sargento primero llamado Zunini me propuso ir a tocar a los bares de Fray Luis Beltrán o ciudades cercanas “a la gorra” y él, como mi representante, pero no acepté. En esas reuniones me llevé una sorpresa, porque unos los suboficiales que estaba con nosotros, el cual tenía un carácter bastante agrio y al que yo no tenía nada de aprecio, se convirtió en mi más fiel oyente, disfrutaba con la música que yo tocaba y me pedía que repitiera algunas de las piezas que había escuchado.
En ese año 1965, nuestro presidente era Arturo Humberto Illia, época en que actuaban los grupos subversivos activos, ocurriendo ataques o atentados en distintos lugares del país, por lo que durante todo el año el Batallón estuvo en estado de alerta a raíz de ello, pero felizmente no ocurrió nada anormal.

 Un año después, el 13 de febrero de 1967, ocurrió la mayor explosión de la historia en ese lugar, cuando estallaron los polvorines, resultado de un atentado. Fueron cuatro detonaciones que arrasaron los polvorines y provocaron graves daños en casas, comercios y automóviles de la ciudad.

Anécdotas musicales IV

Luis Zandri

Un día sábado de 1963 teníamos que ir a tocar a un baile de un club de la ciudad de Las Parejas, tierras de donde era oriundo don Roque Vasalli, el fabricante de maquinarias agrícolas que llevan su nombre, muy reconocidas a nivel nacional e internacional.
Como siempre, el viaje se iniciaba en Granadero Baigorria donde residía el director de nuestra orquesta, “Wilton Jazz”, Manuel “Pirucho” Hortal. La salida era a temprana hora de la tarde, teniendo en cuenta la distancia y también calculando un tiempo extra por cualquier inconveniente que se produjera en el viaje. El vehículo era una rural Dodge de color rojo con tres asientos para tres pasajeros cada uno; o sea, una capacidad para nueve personas, a la cual llamábamos “la empanada”, y era propiedad del director. Más o menos a las cinco de la tarde yo los esperaba en Juan José Paso y avenida Alberdi, ya que quedaba de paso hacia el destino.
El viaje iba transcurriendo normalmente; pero el problema era que había probabilidad de lluvias y tormentas, de manera que el pronóstico se cumplió y, cuando habíamos cubierto aproximadamente la mitad del recorrido, comenzó a llover y a medida que avanzábamos la lluvia era más intensa, hasta transformarse en un diluvio. Cuando faltarían más o menos 30 kilómetros para llegar, la “empanada” dijo: “Basta, hasta aquí llegué”. Se paró el motor y no dio más señales de vida.
No podíamos hacer nada, porque continuaba lloviendo, de modo que estábamos todos adentro del vehículo debatiendo para ver qué solución le dábamos al asunto. Después de un buen rato de espera, ¡oh sorpresa! Había un grupo de cinco o seis muchachos de la ciudad de San Lorenzo que eran “fans” de la orquesta y ya conocidos por nosotros, que nos seguían frecuentemente a los pueblos y ciudades del interior de la provincia de Santa Fe donde íbamos a actuar, y aparecieron allí como por obra de gracia, de manera que se interiorizaron de lo que nos pasaba y continuaron su viaje para informarles a las autoridades del club para que nos auxiliaran.
Más tarde vino un mecánico con su pick-up y otro automóvil. El auto retornó llevando a varios del grupo y el resto nos quedamos allí. Después de hacer todos los intentos posibles de parte del mecánico, como no pudo poner en marcha nuestro transporte, lo enganchó a su pick-up y nos llevó a remolque. Algunos iban en la cabina pero el conductor y yo, que era de los más jóvenes iba con otros compañeros en la caja, que era abierta, porque llevábamos dos roperitos con ropa que utilizábamos en determinadas “entradas” del baile, cuando tocábamos música de estilo jazz, brasileña o tropical.
El hecho es que nosotros dos íbamos acostados encima de los roperitos por temor a que el viento los abriera y se mojara la ropa, de manera que sin temor a equivocarme, esa fue la peor mojadura que tomé en mi vida y milagrosamente no me enfermé.
Cuando llegamos al club, vimos que tenía un escenario muy alto y la pista era al aire libre; y, por supuesto, el baile se había suspendido. Todo el público se había retirado, menos unos 20 a 30 locos, que se habían quedado esperando a que llegáramos. Apenas nos vieron nos pidieron que tocáramos algo. Al principio nos negamos dadas las circunstancias, pero ante el entusiasmo del grupo y su insistencia, por fin, accedimos.
La mayoría estaban descalzos, la pista de baile era una pileta con unos 10 a 15 centímetros de agua. Subimos al escenario, sacamos algunos instrumentos y tocamos aproximadamente 30 minutos para darles el gusto. Algunos bailaban en la pista inundada y otros en el escenario junto a nosotros. Después, se retiraron todos y nos quedamos con la gente del club.
Apenas si pudimos comer unos sándwiches, porque ya era muy tarde y el personal del bar se había retirado. Pero el problema más serio era dónde íbamos a dormir, ya que obligadamente teníamos que quedarnos porque a la “empanada” había que arreglarla al día siguiente. El inconveniente que surgió era que la gente que había venido de otros pueblos o de los campos de la zona, ante la inclemencia del tiempo se quedó y ocupó todas las plazas disponibles en los hoteles y alojamientos de la ciudad.
Fue entonces cuando el presidente del club nos ofreció gentilmente que fuéramos a pernoctar a su casa, comentándonos que tenía un salón de su negocio y que de alguna forma nos podíamos acomodar para pasar la noche. No teníamos otra opción, así que allá fuimos, pero cuando llegamos y entramos al salón que iba a ser nuestro dormitorio, nuestra sorpresa fue mayúscula ya que este buen señor había omitido decirnos que era... ¡una casa mortuoria!
De manera que el salón estaba decorado por hermosos ataúdes, las tapas de chapa correspondientes a cada uno, grandes cruces de metal y velas y velones de varios tamaños. Nos facilitó sillones, reposeras y algún sofá. Cama no había para nadie, así que cada uno se acomodó como mejor pudo y buenas noches, a tratar de dormir unas horas. Después de un largo tiempo de charlas y bromas nos fuimos calmando, se hizo el silencio y nos dormimos.
De pronto, nos despertamos todos abruptamente, ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!, ¡Fuertes tacazos resonaban en el querido y nunca bien ponderado piso de pinotea!! Y quién podía ser sino otro que... ¡Patuto! El saxofonista, el eterno bromista, que recorría el salón en calzoncillos, con una gran cruz en una mano y una enorme vela en la otra, con cara de película de terror. Por supuesto que recibió un repertorio completo de insultos y le tiramos con todo lo que teníamos a mano.
Antes de las seis de la mañana ya estábamos todos despiertos, mal dormidos y cansados. Como hacía mucho calor salimos y nos sentamos en la vereda. Luego de un rato de comentarios sobre todo lo ocurrido, Patuto le propone a Parolín, el baterista, hacer la parodia de Mister Chasman y su muñeco Chirolita. Una cosa de locos, después de todo lo que habíamos pasado, un domingo a las 6.30 de la mañana, Patuto imitando al ventrílocuo y Parolín al muñeco. Realmente, lo hacían muy bien y nos divertimos un rato. Más tarde vino el presidente, nos llevaron a desayunar y para compensar un poco todos los trastornos que tuvimos que soportar nos invitaron a comer un asado al mediodía; mientras el mecánico reparaba nuestro vehículo.

Así fue como disfrutamos de un buen asado, el director arregló con el presidente del club otra fecha para realizar el baile y a la tarde tempranito partimos de regreso a nuestra ciudad y, con buen tiempo y sin inconvenientes, llegamos a destino.

martes, 22 de septiembre de 2015

La fuerza del cariño

María Elena Domenech

Con cinco años mi madre me inscribió para comenzar el primer grado inicial. No tenía la edad, por lo tanto, fue en complicidad con las monjas que la habían tenido como alumna en esa escuela. Si la nena no rendía, repetía el grado. Esa fue la condición. Pero la nena rindió y siguió adelante con muchas otras nenas que sí tenían la edad y que habían hecho, previamente, el Jardín de Infantes.
Época de pactos, complicidad y tragedia. Época de la Revolución Libertadora, que empezó a gestarse desde antes de mi nacimiento. Solo un recuerdo vivo tengo de esos años, estar en la terraza de una casita de barrio con mi mamá y ver pasar muy bajo una formación de aviones, que quizás no pasaban tan bajo y con tres años mi mente lo vio así; pero el miedo que yo percibí en mi madre fue absolutamente real.
El colegio de monjas estaba en un edificio antiguo, bien conservado, con olor nada agradable a las flores que dentro de sus floreros adornaban las imágenes de la Virgen María, presente en todas las salas. En el aula de primer grado, grande, tan fría, con rejas en las ventanas, puertas enormes, pupitres de madera y nada de sol, inicié mi educación y debo decir que al principio no sabía por qué estaba allí ni qué hacer. Mi maestra era una monja, que dentro de su hábito azul noche se veía muy severa, pero con el paso de los años y con otra mirada resultó ser dulce y comprensiva. Lo único que yo hacía era tirarle del velo que cubría su cabeza, porque no me salían los clásicos patitos que ella dibujaba tan prolijamente en el pizarrón. Cuaderno de pocas hojas forrado en papel araña azul y lápiz negro fueron los elementos utilizados para lograr el objetivo. Y había que lograrlo, porque pesaban veladas amenazas, si salíamos del renglón y descubrían el uso de la goma. Obviamente que sin adiestramiento previo, mi cuaderno presentaba todas las pruebas para ser condenada a la pena máxima y cada una de sus hojas parecía gritar sobre mi culpabilidad al mostrar algo semejante a caranchos en lugar de patos caminando con total libertad. Y acá aparece el primer acto injusto en relación a las demás, porque yo sin saberlo gozaba de un salvoconducto por ser la hija de Normita. Por lo tanto, no me retaban y se sacaban de encima el problema haciéndome practicar en casa hasta que saliera bien.
Mi prima, que es unos meses mayor que yo, también iba a ese grado. Recuerdo a las dos peinadas iguales, raya al medio, flequillo, cabello tirante recogido en dos rodetes a ambos lados de la cara, delantal blanco con tablas y moño bien almidonado atrás; las dos arrastrando un portafolios de cuero enorme para nuestra estatura y que iba prácticamente vacío; pero que tenía como objetivo ser usado durante toda la primaria. Nada de comprar uno nuevo cada año. Llevábamos en el bolsillo un paquete de galletitas dulces “Manón”, pequeño, y un vasito plástico plegable para el agua que bebíamos en los recreos. Esto fue siempre mi mayor problema, ya que no quedaba bien abierto y se cerraba cuando comenzaba a beber con el consiguiente derrame de agua sobre el delantal. Odiaba ese vaso de color verde. pero nunca me lo cambiaron. En realidad, nunca se enteraron de que el vaso estaba fallado, porque era una época donde no se reclamaba, ¡mucho menos se exigía! Aceptábamos lo que nos daban y ni se nos ocurría pensar en que teníamos derecho a participar en la elección de los útiles escolares o la ropa que usábamos. Crecimos y sobrevivimos a esas costumbres.
Con los años mi escuela dejó de tener secretos y cada pasillo o pasadizo era conocido por nosotras que pasábamos muchas horas allí adentro, especialmente cuando se organizaban los actos escolares, que para mí eran maravillosos, porque se representaban obras de teatro y yo siempre tenía que actuar. ¡Me encantaba hacerlo!
Además de mi prima, encontré a mis primeras amigas y, aunque en ese momento no podía saberlo con ellas, di muchos de los mejores pasos de mi vida.
Me gusta hablar de mis amigas, cada una de ellas es una novela en sí misma, una suma de historias, paleta de colores que cubren el gran abanico de la vida. Personalidades y caracteres muy diferentes que se unen en un tronco único, el del cariño que fue creciendo a lo largo de tantos años. No siempre hemos estado juntas, cada una hizo su vida y algunas de nosotras nos alejamos de la ciudad de origen; sin embargo, seguimos siendo tan amigas como al principio; mejor que al principio.
Hace tiempo que mantenemos la costumbre de viajar por unos días todas juntas. El destino es Pinamar, que fuera de temporada se brinda lánguidamente a nosotras. Vamos allí, porque una de mis amigas tiene un departamento y generosamente lo comparte con todas.
Si nuestra infancia estuvo plagada de juegos, rondas y cantos, nuestra adolescencia de risas, descubrimientos y sufrimientos por amores que parecían eternos y eran olvidados en poco tiempo, nuestra madurez tiene el corazón incondicionalmente abierto para guardar los secretos del alma de cualquiera de nosotras, tiene la fortaleza para escuchar sin emitir juicios, la honestidad de la palabra suave que contiene o fuerte que hace reaccionar y en esos días sacamos lo mejor de cada una como muestra de la fuerza del cariño que nos tenemos.
Son cuatro días de caminar, tomar sol si el tiempo lo permite, de hablar de manera caótica donde una frase quizás queda completa varias horas más tarde, de relajarnos mirando el mar, de cantar, bailar y reírnos hasta lo indecible; mientras se prepara la gran mesa para comer y donde además de la comida y la bebida cada una toma y deja lo que su alma necesita. Volvemos enriquecidas de paisaje y buena compañía. ¡Qué mejor que la compañía de las amigas de toda la vida!
Somos mujeres grandes, que seguimos dibujando patitos cada día de nuestras vidas con el compromiso de hacerlo siempre sobre la línea y no caer de ella.

Los laosianos

Teresita Giuliano

“En el marco del Proceso de Reorganización Nacional iniciado con el golpe militar del 24 de Marzo de 1976, tuvo lugar la implementación del Programa de acogida a personas refugiadas del sudeste asiático (principalmente laosianos).
Este programa de refugio se implementó en respuesta a la convocatoria de las Naciones Unidas a los países miembros, de acoger a personas desplazadas del sudeste asiático tras los conflictos bélicos en esa región.
En el caso de la Argentina, la decisión del gobierno de aceptar a un contingente de personas refugiadas resultaba una situación propicia para difundir una imagen internacional que lo mostrase respetuoso de los derechos humanos.
Luego de una breve selección de candidatos, arribaron al país entre 1979 y 1980 alrededor de trescientas familias provenientes de países del sudeste asiático”.
(De: “Refugiados del sudeste asiático en la Argentina – 30 años de historia”. Dirección Nacional de Población, Ministerio del Interior y Transporte).

…Y nos dimos cita frente a la Comuna del pueblo. Recuerdo que hacía muchísimo calor y era el mediodía. Estábamos todos, las familias enteras, las autoridades y ¡la banda! con sus bastoneras y músicos uniformados sudando a mares.           Ese día nadie almorzó… esperábamos… hasta que llegaron.
 Apenas hizo su aparición en la esquina del cine “Central” un colectivo del Ejército, la banda comenzó a sonar. Estacionó frente al edificio comunal y comenzaron a bajar los “laosianos” (como les llamábamos), con cara de susto y sin entender nada.    Mucha gente mirándolos fijamente (aunque sonrientes), algunos que les tendían las manos, otros que los querían tocar, la música de la banda, las autoridades del pueblo preparadas para el discurso de bienvenida… y ellos, con su escasísimo conocimiento de nuestro idioma y algún chapuceo en inglés o en francés.
 No queríamos dejarlos solos. Con la banda adelante y todos nosotros a su alrededor, los llevamos a dar una vuelta por las calles céntricas y luego los acompañamos hasta el lugar de residencia provisorio, que les habían preparado.
Los ubicaron en la maestranza comunal en unos pequeños depósitos convertidos en habitaciones. Allí quedaron un tiempo. La idea era hacerlos pasar por un período de adaptación y aprendizaje a sus nuevas condiciones de vida.
Los chicos del pueblo, colgados del portón de ingreso, se pasaban horas mirándolos y tratando se entablar algún tipo de conversación.
Pronto se corrió la voz: “¡Los laosianos comen cascarudos y chicharras!”.
Decían que los freían en unas pequeñas sartenes y los comían como si fuera maní tostado. Nunca lo comprobé, aunque mis hermanos lo aseveran.
Al poco tiempo, fueron llevados a vivir y trabajar como peones en chacras de la zona rural del pueblo.
Se suponía que aprenderían los rudimentos de nuestra agricultura y ganadería para radicarse definitivamente en los campos necesitados de mano de obra.
Por esos años (pre-transgénicos), se empleaba mucho personal temporario para “cortar los yuyos de la soja”, trabajo este que se realizaba en forma manual y que implicaba un gran esfuerzo físico.
Los laosianos no eran agricultores ni estaban ligados a las actividades del sector agropecuario (había profesores, maestros, pero en su mayoría tenían una formación militar), por lo que no pudieron adaptarse a las condiciones laborales locales.
…Y un día, el pueblo que los acogió con su mejor predisposición los vio partir hacia las ciudades, donde encontrarían otros medios para subsistir.

Actualmente, la mayoría de los refugiados del sudeste asiático que vinieron a la Argentina, reside en la provincia de Misiones, donde las características climáticas, el tipo de vegetación y determinados alimentos son similares a los de sus países de origen.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Humberto

María Elena Domenech

Generalmente se habla de la migración y adaptación de las personas que se mueven desde el campo o pueblos rurales hacia las grandes ciudades. En este relato voy a contar mi experiencia al migrar de mi ciudad, Rosario, hacia un pueblo pequeño del departamento Castellanos. Aaron Castellanos fue la persona que se ocupó del movimiento migratorio europeo blanco en la zona. Actualmente, es la cuenca lechera más importante del país.
Por motivos de trabajo, nos trasladamos mi marido y yo a la edad de 26 años a este nuevo mundo llamado Humberto o Umberto Primo, nombre dado en honor a un rey de Italia, pueblo de origen piamontés, muy pequeño que contaba en ese momento con unos cuatro mil habitantes de los cuales la mayoría eran de edad media y avanzada. La franja joven no aparecía, ya que al terminar el colegio secundario se iban a estudiar a las grandes ciudades y no regresaban. Honestamente la alegría que habrá sentido Colón al llegar a América no fue la mía al descubrir esta nueva tierra.
Con todo el equipaje citadino que traía de todos mis años en Rosario, no tardé en chocar con muchas de las costumbres del lugar; saludar a todos los que me cruzaba por la calle no existía en mis genes que apenas conocían el nombre del vecino de mi casa de Rosario; mover la cabeza demostrando el saludo cuando iba dentro del auto, menos todavía. Ese aprendizaje fue agotador, especialmente, porque era el blanco de todas las miradas del lugar, algunas muy exageradas tratando de encontrar la respuesta sobre mi identidad, preguntando a algún vecino o, los más impacientes, preguntándome directamente quién era yo, de dónde venía y qué hacía. En una sociedad tan machista siempre fui la señora de… y pasaron muchos años hasta que tuve nombre y apellido propio.
Las puertas de las viviendas no tenían llave y permanecían abiertas facilitando la entrada de cualquiera que se avisaba haciendo sonar las manos. No había timbres, ni espera para ser permitidos a ingresar en la casa. Se escuchaba el sonar de las manos y simultáneamente se encontraba a la persona en medio de la sala. La privacidad no se vivía como yo lo había vivido hasta entonces.
También hubo que adaptarse a no encontrar algunos de los productos alimenticios que consumía en cualquier época del año. Una noche de diciembre queríamos comer ravioles y ningún negocio del pueblo tenía. Alguien me explicó que no se vendían en esa época por el calor, la gente no comía pastas en el verano; o sea que tenía que esperar hasta marzo o abril para darme ese gusto. Otra persona me preguntó demostrando mucho asombro si yo no amasaba y la verdad es que no amasaba. Me costaba encontrar leche en saché que no estuviera vencida estando a 30 kilómetros de la fábrica de Sancor. Pensándolo así era algo inconcebible, pero había que entender que la mayoría de la población consumía la leche que obtenía directamente del tambo y el recambio de productos en los almacenes no era diario.
Para la semana del Día de los Muertos mejor no pedir turno en las peluquerías ni pretender una modista, porque no se conseguía. Estaba todo reservado desde tiempo atrás. Al cementerio había que ir con las mejores ropas y bien peinadas. Con el tiempo me hicieron entender que ese espacio se convertía en una pasarela de moda y en un centro de encuentro social. Por suerte y por respeto a los muertos, no se llegó a realizar el concurso sobre el panteón mejor arreglado, aunque al día siguiente siempre se hablaba de eso y aparecían los elogios tanto como los desprecios.
En algún momento busqué un lugar donde tomar un café pero ir sola tal como solía hacerlo en mi ciudad fue imposible. Los bares eran sólo para los hombres que tomaban, jugaban a las cartas y se juntaban en grupos todos los días después de la cena, café de por medio, a hablar con total impunidad sobre una u otra persona. Los bares eran la fábrica de los peores y crueles chismes del pueblo y sus autores eran hombres, lo que tiraba abajo la teoría sobre las peluquerías de mujeres como generadoras de rumores de hechos nunca comprobados.
No había cine, pero tenía una sala de teatro con una acústica maravillosa adonde algunas veces llegaron espectáculos. La Sociedad Italiana, que quedó mucho tiempo casi abandonada, hoy luce maravillosa gracias al trabajo de recuperación que se encargaron de hacer un grupo de humbertinos. Tampoco había restaurantes, no era la costumbre comer afuera. Eso ocurría cuando las escuelas u otra institución organizaban una cena con fines benéficos en algún club del lugar; iba mucha gente, cada familia era portadora de su canasta donde llevaba la vajilla. Resultaba gracioso ver cómo, con el último bocado del postre, invariablemente un heladito envasado, se marchaban. Bastaba con que se levantara uno para que en pocos minutos quedara el salón vacío. Efecto dominó. A veces, a la cena seguía el baile con músicos de la zona o gente contratada de otros pueblos. Todas estas reuniones sociales eran con fines de recaudar fondos para la institución organizadora. Otra forma muy peculiar de hacerlo fue el lechón móvil. Un domingo bien temprano empezaba a circular por el pueblo un camioncito o una chata, donde se preparaba especialmente una parrilla muy grande y comenzaba a asarse un lechón. La gente compraba números durante toda la mañana; después del mediodía se hacía un sorteo y el beneficiado se llevaba el lechón listo a su casa para el almuerzo.
La confianza con que se manejaban en temas comerciales me impresionó. Nadie nos conocía, pero nos abrieron una cuenta en un corralón para sacar materiales durante el arreglo de nuestra casa, que íbamos pagando con toda comodidad; también apareció la libreta del almacén y de otros comercios donde se anotaba lo comprado. Nadie pagaba en efectivo el mismo día del consumo. Los pagos eran a fin de mes. Quizás esto se hiciera en algún barrio de Rosario; pero donde yo vivía, que también era un barrio, no se practicaba.

La adaptación me llevó unos cuantos años. Entender las costumbres de un pueblo no siempre es fácil, cuando inconscientemente no se quiere perder las propias. El desarraigo se instala y es algo de lo que no se vuelve, no se termina nunca de pertenecer al nuevo espacio y tampoco se pertenece del todo al viejo; pero fue un lugar ideal para criar los hijos que tuvieron la posibilidad de criarse sin miedos, manejarse en bicicletas solos desde muy chicos y vivir con la libertad que brindan estos lugares pequeños y tranquilos. Hoy el pueblo cambió y mejoró mucho en ciertos aspectos, las nuevas generaciones se encargaron de eso, ya que comenzó una etapa donde los nuevos profesionales originarios del lugar vuelven a instalarse en el pueblo, y traen las ganas y la juventud que faltaba.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Memorias de un ferroviario

Susana Olivera

“Yo hablo lombardo y piamontés.”
Lo hablo con mi buena esposa Pina, cuando al final del día nos sentamos en nuestros banquitos bajos en el andén de la estación mirando la puesta del sol.
Mientras, Pina teje.
Nos gusta hablar en piamontés, es dulce, sonoro y nos trae recuerdos… montones… Algunos, de la patria vieja cuando éramos chicos; otros, los más, de cuando vivíamos en Colonia Candelaria con la familia y otros italianos que también había traído junto con mis padres don Carlos Casado… las mesas grandes, todos gritando como si fuéramos sordos…
Y es hermoso mirar el horizonte ancho, limpio, con algún árbol o mata dibujado con lápiz negro, allá lejos, donde nos alcanza la vista… Y el sol redondo que baja y baja y… ¡ya, ya se ocultó! Queda el cielo rojo tiñendo los pastizales por un tiempo hasta que de golpe cae la oscuridad.
Yo trabajaba en el ferrocarril como pesador de vagones cuando vivía en Candelaria; mi compañero don Cicinio Torresani me había cambiado el turno, porque yo no podía trabajar de noche por un problema que tenía en la vista. Se lo agradeceré siempre, porque el sueldo del pesador era bueno y me permitió casarme con mi novia, Cándida, Pina. Fue el 5 de diciembre de 1920.
Como sabía telégrafo, tenía una muy hermosa caligrafía y había ocupado distintos cargos en el ferrocarril, me nombraron a los cuatro años de casados como jefe de Estación en Santa Emilia. Y acá estamos, un lugar solitario, a 180 kilómetros de Rosario, sin vecinos cercanos, sin negocios donde comprar lo necesario para vivir. Tenemos dos hijitos pequeños, tres años Cesarito y uno Tita.
El puesto de jefe de Estación es como la vida del caracol que lleva siempre la casa a cuestas. Así, le ocurre al jefe de Estación. Nosotros cargamos todos nuestros muebles y utensilios en un vagón, llegamos y los ubicamos acá en la vivienda que nos provee el ferrocarril, a un costado de la Estación. Y haremos igual cuando nos trasladen de Santa Emilia a otro destino que no conocemos.
Recuerdo cuando llegamos a Santa Emilia… Escuchaba a Pina llorar a escondidas por el estado que se encontraba la casa, muy fría, paredes descascaradas, el baño muy sucio… Y también por la soledad.
Yo lloraba sin lágrimas. Había que salir adelante. Y luchamos. En un par de días blanqueamos las paredes, nos hicimos un brasero que alimentábamos con leña seca, ya que había mucha en la estación, limpiamos el baño con ácido muriático y solamente ¿solamente?: faltaba ver cómo conseguíamos las provisiones. Recogimos el grano que caía de la carga de los vagones; Pina lo cocinaba. Lo que habíamos llevado se acababa rápidamente…
Había dos estancias separadas por las vías: Santa Emilia y Santa Isabel. En la primera, el administrador era Mister Stephen Cox (don Esteban) y en la segunda Mister John Harper.
Una semana después de nuestra llegada nos visitó el señor Esteban Cox. Su visita nos devolvió el alma al cuerpo. Nos dijo que la estancia nos daría dos kilos de carne diarios, granos, sebo para hacer jabón y nos prestaría una vaca para la leche. Así se había hecho siempre con el jefe de estación. Además, nos dijo que cada ocho días, venía de Hughes Pacífico Ricciputi, el panadero, y nos dejaba el pan.
Sí, nos volvió el alma al cuerpo. Nos secamos las lágrimas y Pina y yo dijimos ¡a seguir trabajando! No estábamos solos.
Construimos un gallinero, habíamos traído cuatro gallinas y un gallo; dispusimos un terreno próximo a la casa, lo desmalezamos y comenzamos la huerta. También sembramos papas ayudados por personal del ferrocarril, que vivía en campos cedidos por ambas estancias.
Tiempo más tarde nos visitó el señor Harper y nos trajo ocho gallinas más. Ya teníamos huevos frescos. Además, pollitos que cuando crecían aumentaban nuestra dieta y hasta llegamos a venderlos.
La vida era dura, pero ya sin lágrimas; con el tiempo compramos la vaca, mandábamos huevos y pollos a Rosario para venderlos, también vendíamos verduras de nuestra huerta y llegó el momento en que casi podíamos guardar el sueldo que nos ganábamos en el ferrocarril.
Hicimos amigos entre el personal del ferrocarril, cargadores, apuntadores, pesadores, cambistas, señaleros. No estábamos solos. Los domingos nos venía a buscar en un sulky un colono, Sinforoso Barrera, que trabajaba en la estancia y tenía cuatro hijos de edad parecida a los nuestros. La esposa doña Asunta, se había hecho muy amiga de Pina y era muy agradable estar con esta gente laboriosa y sencilla, que nos recibía con abundante comida y enorme cordialidad y que, como nosotros, estaban perdidos en la soledad. Los chicos, que estaban creciendo sanos y fuertes, disfrutaban la compañía de sus amiguitos, quienes les enseñaron a andar a caballo, a hacer nudos en el lazo y otros juegos infantiles.
No existía el transporte en camiones, así que llegaban a la estación varios trenes diarios para cargar grano y ganado, además trenes de pasajeros y yo alternaba mis tareas como jefe con las labores de campo para ayudar a Pina. Era ella quien trabajaba la tierra.
En una oportunidad un linyera me pidió trabajo y yo lo mandé a ayudar a Pina; le decían “el Barba” y estuvo con nosotros mucho tiempo, su “casa” era un vagón en desuso. Hasta que un día pudo más su veta de trashumante y partió en busca de su rumbo.
Así, se pasaba la vida, trabajábamos duro, en la estación se luchaba contra la falta de agua, el molino era muy viejo, y si no había viento… solo nos quedaba el agua que guardábamos en el aljibe, pero estábamos juntos, teníamos estabilidad y paz y veíamos progresar a nuestros hijos, nuestros ingresos y nuestra capacidad económica.
Nos daba gusto ver nuestra obra: las alacenas repletas de conservas que hacíamos con el producto de nuestra huerta, salsas de tomate, dulces, escabeches de perdiz y martineta que yo solía cazar ayudado de mi fiel perro Top, el gallinero que ahora tenía también pavos y gansos, con la leche de nuestra vaca preparábamos manteca, crema y quesillos, atendíamos la huerta y los terrenos linderos sembrados con papa, trigo y una sola vez lino.
El día era largo, de trabajo intenso, por eso nos gustaba el momento de descanso y mirar la puesta de sol charlando con mi buena esposa Pina en nuestra lengua natal… A veces cantando. Cuando caía la noche, entrábamos en nuestra casa y escuchábamos radio: ahora teníamos una “Atwater Kent”, nos la había regalado don Esteban Cox.
Pero no todo era trabajo… se hacían grandes fiestas que duraban el día entero en las estancias… se comía asado con cuero, empanadas, tortas variadas, se jugaba a las carreras, a la taba, se disfrutaba de música, de canto y baile… siempre había yerra y también doma…
Se contaban anécdotas.
 En una de estas fiestas John Harper contó en su castellano chapurreado y el whisky dándole vueltas por la cabeza, lo que había ocurrido a “un gringo”, Fortunato Citadini, hombre que se había aquerenciado en su estancia y vivía en un galpón en el que se guardaban herramientas, junto con su mujer “La Angiulina”.
 “Ehhhh, estoooo, Foochunateu atiende chivos y ceedos…los alimenta y limpia los corales y…ahh estoo… y io le daba comer a los dos y lugar para dormir… y unos pesos para cigariios…Foochunateu habla italiano, pego no entendible, un dialetou, I believe… Un día… llega coriendou… guitando y iorando…”: “¡La vecchia fu topata!¡La vecchia fu topata!”
¿La vecchia? ¿Qué vecchia?- ¿ es la Angiulina?- pegunto.
Futopata, futopata… mamma mia, futopata…- se agaraba la cabeza con las manos.
¿Dónde está la vecchia?
—.. a vechia fu topata…
Síi, yes, vamos a veela. …- corimos todos con él.
—¡Ayyy! Mamma mía… No se despierta La Angiulina…fu topata… ¡È morta! …
Ahhh, la Angiulina ehhh ¿la vecchia…?
Cherto, la vecchia…
Well, la Angiulina esta cabeza abaxo en el coral de los ceedos, toda sucia ehhh e inconsciente… un chivo le topó poo atrás al estaa agachada y ella pega la cabeza con palo del coral… “Fu topata”… La tuvimos que ehhh… levantar y lavar. Solo se golpeó. Al fin, abrió los ojos y dijo: “uyuy… siamo tutti rovinati”.
Cómo nos reímos… tan graciosa la mezcla de idiomas, el hablar del señor Harper… el vinito que todos habíamos disfrutado, nuestros pocos años, la vida simple de toda esa gente trabajadora, haciendo crecer el campo y el ganado.
Yo… hablo lombardo y piamontés. También un poco de inglés con lo que me entiendo con don Esteban y John Harper…
Estamos en nuestra cocina después de la fiesta.
Mi buena esposa Pina teje… Yo escucho la radio… los chicos juegan y ríen.
Pina y yo nos reímos también recordando a John Harper, su castellano, su whisky rodeándole la cabeza y su anécdota.
Miro las agujas de Pina que hacen clic clic al avanzar el tejido, miro el ovillo de lana que se mueve en la canasta como si fuera por arte de magia… como si estuviera vivo.
Dios, qué bella vida, qué felicidad.
Años más tarde fuimos trasladados a Casalegno. Pero añoro esa época de nuestros comienzos, éramos tan jóvenes, tan sanos, con tantos deseos de progresar, de ir adelante, de ver crecer nuestro destino.

(Estas “Memorias” fueron obtenidas de recuerdos contados y repetidos infinitas veces por mis padres políticos Ángel Natalio Sessa y su esposa Cándida Erba).




                                                                                                        

Los sesenta

Luis Alberto Molina

La nostalgia me retrotrae al comienzo de una década. Terminaban los cincuenta, época dura, dejaba un sabor amargo quizás por el hecho de haber perdido a mi padre. Era época de la Revolución Libertadora, mis pocos años no registraban el hecho y mi ciclo escolar llegaba a su fin.
Recuerdo a aquellos compañeros, sin dar nombres, sobre todo aquel delgado y con lentes que vivía frente a la Mixta, con quien disputábamos la bandera, por ser “buenos alumnos”. Mi vida de estudiante fue fácil, tenía facilidad para el estudio, más aún por el hecho de ser asiduo lector, devoraba libros. Recuerdo aquella colección “Robín Hood” que leí en casi su totalidad, donde acompañe a Sandokán por sus aventuras en Malasia, al Tamborcito Valiente en medio del fragor del combate y a tantos otros personajes que volaban en mi imaginación.
Comenzaba otra etapa, pero aún quedaban resabios que para mi madre era motivo de orgullo. En quinto grado no viajé con mis compañeros por no poder costearme el pasaje. Ellos sabedores de mi condición, quisieron hacerse cargo para que compartiera el mismo, me rehusé, con la escusa de no dejar sola a mi madre. En realidad era vergüenza, y un orgullo mal entendido. Ese episodio dio pie para que me consideraran un muy buen hijo.
El Rotary Club de Rosario decide premiar a un alumno elegido entre todas las escuelas de la ciudad. En la mía me proponen para el evento, por lo que salí elegido para orgullo de mi madre, trabajadora incansable, que nunca bajó los brazos. Directivos del mismo fueron a casa a comunicarlo, pero antes recuerdo que estando en clase, la maestra sin ninguna razón me envía a dirección, con lo que eso significaba en aquellos años para cualquier alumno. Con tremendo susto me dirigí a la misma. Allí, se encontraba el director con un señor muy amable, quien tras presentarse me comunicó que había sido elegido como el “Primer Muchacho del Mes”. No podía entenderlo, era tímido y no muy seguro. Luego, venía el agasajo al volver al salón donde mis compañeros ya habían sido anoticiados.
El premio consistía en un agasajo que se realizó en el country del Jockey Club, donde asistirían además de mi madre, mi maestra, el orgulloso director, el juez de menores y otras personas que no recuerdo, era una cena informal. Pero había un problema, no tenía ropa para un evento semejante, una amiga de mi madre se lo comunico al representante del Rotary, por lo que esta gente decidió regalarme la ropa necesaria para el acto además de otra para que concurra por un año a la Asociación Cristiana de Jóvenes en carácter de socio. También el libro “El Santo de la Espada” en una versión muy lujosa, que recuerdo haber prestado a un vecino de calle Montevideo al 2700, que nunca me lo devolvió.
Mi madre guardó durante décadas el recorte del diario donde anunciaban el hecho.
Los vecinos de calle Montevideo al 3000, donde vivía me saludaron tras felicitarme. Poco sabían de aquel chico, que ingresó con solo cinco años a la escuela, sabiendo leer, sumar y restar, incluso la tabla del cuatro. Pero eso sí, con un cuaderno armado con hojas de papel de envolver, que Don López, almacenero de avenida Francia al 1600 le había facilitado a mi madre. Recuerdo vagamente aquel local, donde todo se vendía fraccionado, tras el viejo mostrador, grandes cajones contenían azúcar, fideos, yerba y otros comestibles que llegaban en bolsas al comercio. Aquel español amable y sencillo que solía atenderme con mis pocos años, tras cruzar la avenida con poco tránsito, su cantero central amplio donde el picadito era posible, aquellas calles empedradas por donde salían los micro a Buenos Aires.
En la esquina se encontraba una fraccionadora de oxígeno para la industria, la AGA que hoy se encuentra en Bella Vista, esta se incendió varias veces, debíamos dejar la casa y retirarnos a un par de cuadras, dado el peligro de explosión que por suerte nunca sucedió, esta empresa tenía bajo tierra un tanque de grandes dimensiones que si explotaba no sabían que consecuencias tendría el barrio.
A pocos metros de la esquina de Estanislao Zeballos vivía Camilo Serbali, quien sería el creador del primer canal de cable de la ciudad, “Cablehogar”, y ya llegando a calle Mendoza la familia Lagos, del diario La Capital.
Mi barrio tenía cosas, hoy la nostalgia me trae aquellos momentos vividos.
Y quién podría pensar que aquel director de escuela, cuarenta años después me contactara para saber de mi vida, tan solo porque en reunión de amigos en el legendario bar “La Capital”, un día contó esta historia y uno de sus amigos preguntó: “¿Y nunca supiste nada de él?”. No imaginó como encontrarme hasta que alguien le sugirió buscar en la guía telefónica. Llamó a todos los Molina de la lista y tuvo suerte, eso sí, como les contó la historia, varios le pidieron que si me hallaba se lo comunique, por sentirse conmovidos por la misma.
En fin, el tiempo ha transcurrido, más de diez lustros y el muchacho creció, fue padre, abuelo y hoy feliz recuerda. Creo que esto sería bueno escribirlo, lo pensaré.



El viaje a Jagüel del Monte

José Mario Lombardo

“En el 2015, la Escuela Nº 12 de Jagüel del Monte cumple 80 años”
Fueron tres los que decidieron en aquel verano de 1965 hacer el viaje desde Cañada Seca, pueblo ubicado en el noroeste de la Provincia de Buenos Aires, hasta Jagüel del Monte, lugar donde se encontraba la Escuela número 12, en el centro norte de la provincia de La Pampa, unos 70 kilómetros al sur de Victorica: el Coco, reconocido panadero de Cañada Seca; Oscar, en ese entonces director de la ya mencionada Escuela número 12; y Mario, que estudiaba en Rosario, pero pasaba sus vacaciones en el pueblo.
En la madrugada del 4 de enero de 1965, en un jeep Ika comandado por Oscar, partieron con rumbo oeste por los caminos de tierra que llevaban a Santa Regina, Charlone y Larroudé ya en la provincia de La Pampa.
El camino era muy arenoso (o limoso), volaba el fino polvillo y el calor de enero comenzaba a hacerse sentir. La ruta era una nube y los tres pretendían mirar a través de esa niebla de limo finísimo tratando de adivinar la huella del camino.
Desde Larroudé tomaron rumbo al sur por la Ruta Provincial nº 1 para ir en busca de General Pico que es una de las principales ciudades de La Pampa.
Esa época había sido particularmente seca. En 1951/52, La Pampa había sufrido los efectos de una sequía tremenda. Muchos emprendimientos y hasta colonias enteras habían quedado deshabitadas, los campos se volaban y los médanos se movían como un mar tapando hasta los alambrados de los campos. En aquel año de 1965, todavía se percibían los efectos de tamaño fenómeno.
Llegaron a General Pico cerca del mediodía. Sabían que restaba mucho camino, pero el Coco y el Mario insistieron en conocer esa ciudad de calles anchas, buenas arboledas y casas bajas.
Oscar buscó la salida por la ruta 102 y siguieron rumbo suroeste a Eduardo Castex y de allí otra vez bien hacia el sur por la ruta 35 hasta Santa Rosa.
Entraron en Santa Rosa a media tarde. El calor convertía la cabina del jeep en un caldero. Por eso, hicieron un alto en pleno centro buscando el fresco bajo un árbol. Santa Rosa, capital de La Pampa, en 1965 ya había construido el nuevo edificio de la gobernación, parte de su Centro Cívico, uno de los primeros grandes proyectos del arquitecto Clorindo Testa. Santa Rosa es una ciudad muy abierta, con calles muy anchas, típicas en la provincia. A principios del siglo pasado, Santa Rosa disputó con Toay la ubicación de la capital, siendo la pericia de don Tomás Mason la que decidió, luego de una gran disputa, la ubicación de la capital en Santa Rosa.
Salieron rumbo hacia el oeste por la ruta provincial 14 y pasaron por Parque Luro, en las afueras de la Ciudad.
 Parque Luro nace como “San Huberto”, establecimiento de 20 mil hectáreas, propiedad de Pedro Luro, hijo del artífice de Mar del Plata y casado con una hija de Ataliva Roca: Arminda, que era la verdadera dueña de esos campos. En ese lugar, Pedro construye un verdadero castillo y organiza un coto de caza trayendo varios ejemplares de fauna exótica. Entonces, aprovechando su relación con importantes personajes de la aristocracia francesa, logra que visiten el parque hasta personajes de la realeza europea. Las tierras del parque tienen hondonadas, lagunas y grandes bosques de caldén que hoy las convierten en una singular reserva natural.
Continuaron esa larga recta que dibuja la ruta 14 hasta el paraje “El Durazno”. En ese tramo del camino hicieron un alto en dos tradicionales almacenes de campo denominados “boliches”: “El Tropezón” y “La Araña”, almacenes de ramos generales y despacho de bebidas, que alguna vez habrán cumplido las funciones de albergue y de posta para los viajeros.
La ruta provincial 14 estaba en construcción y al llegar a “El Durazno” se interrumpió, dejando solamente libre su trazado con la tala de los árboles del monte, como ya caía la tarde no tuvieron más remedio que seguir por ese claro, pero no habían recorrido más de cien metros cuando el jeep quedó plantado sobre un enorme pozo producido por la extracción de una raíz. Fue con mucho cuidado que maniobró Oscar guiado por los otros dos amigos para poder sacar el vehículo de tamaño pozo sin caer en él.
Llegaba la noche y los tres viajeros se encontraban solos, sin camino y sin saber exactamente donde estaban, pero encontraron un contrafuego que atravesaba el campo. Los contrafuegos se realizan limpiando totalmente de plantas y malezas una ancha franja de terreno a fin de evitar, ante la alternativa de incendios, que el fuego pueda propagarse. Por allí, continuaron el viaje, pero ya con la noche cerrada, era como navegar en un inmenso lago, donde no se veía más allá de la línea que trazaban las luces mientras arriba brillaban las estrellas como si fueran luciérnagas.
Según Oscar, no faltaba mucho para llegar a destino. Mario sostenía que estaban viajando en grandes círculos y Coco rezaba Avemarías y Padrenuestros sosteniendo que había olor a jabalí.
A las diez de la noche, vieron blanquear unos muros. Habían llegado a la Estancia de Vigliercho. Los recibieron como reyes. Les dieron de comer milanesas de oveja, galletas con un buen vino y lo mejor de todo, tres camitas donde los amigos durmieron hasta bien entrada la mañana siguiente.
Un camino vecinal los llevó hasta la escuela. ¡Por fin, la Escuela número 12! Oscar se las presentó a sus amigos con orgullo propio de un pionero, maestro y segundo padre de esos chicos, que se animaban a asistir, aprender y vivir en la escuela, lejos de sus hogares pero con el cariño cercano de sus maestros.
Nadie había en la escuela, estaba todo a nuestra disposición: las aulas, la casa de familia, el comedor, los dormitorios, etcétera. Y en el patio de tierra del frente se distinguía el mástil, el alambrado que cerraba el predio y una tranquera con una puerta de ingreso.
El calor no les impidió visitar un monte cercano donde pudieron observar todos los bichos del lugar, las infaltables cotorras, los gorriones, los esquivos zorros, algún charito muy arisco y muy lejano, una gran vizcachera en un claro que parecía haber sido una antigua laguna y principalmente, el árbol del lugar: el caldén.
El bosque de caldén, dicen, ocupaba desde el sur de San Luis y Córdoba hasta el Rio Negro. De madera muy noble, con un ramaje tortuoso, hojas caducas y espinas cónicas que nacen en sus nudos, este árbol fue utilizado para leña y también para hacer muebles, adoquines, parquets, postes de alambrados, etcétera. Su fruto, una chaucha leguminosa, sirve de alimento para los animales y con su fermentación el indio hacía su “chicha”. La tala indiscriminada, convertida en un gran negocio de principios del siglo XX y hasta 1930, hizo desaparecer una gran superficie del monte originario. Árbol noble, árbol sagrado para los mapuches (“el huitru” para ellos), guarda en sus huecos el agua de la lluvia y los habitantes del lugar bien que lo saben. Los hacheros vinieron de Santiago, de Córdoba, de Mendoza y vivieron en el mismo monte construyendo sus viviendas como covachas subterráneas cubiertas con hojas. Herían el árbol en la parte inferior del tronco para que perdiera su savia y lo cortaban ya seco. Lo mataban de pié.
Salieron del monte y fueron a visitar la “Estancia San Manuel”. De allí no los dejaron ir, pusieron la parrilla debajo de la glorieta donde pasaron el final de la tarde guitarreando, riendo con las ocurrencias de Coco que les bailó un malambo que más que malambo fue una extraña mezcla de danza arábigo-criolla y por último el asado, el vino y la vuelta a la escuela bajo un cielo de estrellas que sólo es posible ver en la oscuridad plena que ofrece el campo. Era la Noche de Reyes. Ubicar la estrella que guía hacia el pesebre era cosa de baqueanos, pero a ellos los salvó el camino que acompañó al jeep y lo ubicó en la entrada de la escuela, bien abajo del mástil.
Llegó el seis de enero. Coco se levantó y abrió los postigos de la ventana. En la mañana temprano el calor ya cubría la escuela de una bruma pesada y polvorienta. Los pájaros planeaban buscando agua en el tanque del patio y, después, volvían hacia un cielo, que los recibía tan limpio como si estuviese recién lavado. Por el camino, llegaron dos niños a caballo, uno de ellos traía en ancas una niña. Bajaron, ataron los caballos y entraron al patio. Desde la otra punta del camino venían tres niños en un sulky. Oscar salió con sus dos amigos y los niños saludaron a su maestro. En una media hora, el patio se pobló con una decena de niños y niñas que jugaban y charlaban con Oscar y fue entonces cuando Oscar les preguntó cómo se habían enterado de su llegada y cómo se habían puesto de acuerdo para venir a saludarlos. Uno de los niños, el menos tímido, le dijo que en realidad sus padres, les habían dicho que en la mañana de Reyes ellos fueran a la escuela porque seguro que los Reyes pasarían por allí para evitar ir casa por casa porque estaban muy separadas.
Oscar casi tropieza con el mástil y el Coco y el Mario miraban para otro lado haciéndose los que admiraban el paisaje. ¿Qué Reyes? La escuela en la noche había estado cerrada y en el patio no se veía nada. Buscaron por todos lados, en el comedor y en las piezas. No encontraron nada; en la casa, menos que menos; en las aulas, tampoco. La situación la verdad que se tornó bastante molesta hasta que en un momento Oscar exclamó: ¡Claro… fue en el jeep…en el jeep!
Y allá fueron: dos grandes cajas descansaban en el asiento trasero. Las bajaron presurosos. Oscar rodeado de niños abrió la primera. Estaba repleta de juguetes: avioncitos, trencitos, muñecas, bolsas de bolitas, pelotas de goma, que Oscar fue distribuyendo cuidadosamente. El patio alrededor del mástil era una fiesta, la felicidad de aquellos niños contagiaba a los tres amigos.
Oscar pidió al Coco, que estaba cerca, que abriera la segunda caja. Coco, con gran cuidado le desató el hilo, le abrió la tapa y… ¿Qué encontró en ella? Con gesto de ofrenda, el Coco levantó en sus manos bien hacia el cielo: ¡un pan dulce! Se ve que alguno de Los Reyes era panadero y había preparado un pan dulce para cada uno.
En la mañana siguiente, los tres amigos acondicionaron el jeep, miraron si el radiador estaba con agua, subieron un paquete con comida para el viaje y emprendieron el regreso. Dejaban la escuela y volvían al pueblo. El camino los esperaba. Volvían satisfechos por la tarea cumplida. ¡Menos mal que se les ocurrió ir aquel día a Jagüel del Monte! ¡Mirá si Los Reyes pasaban de largo!