domingo, 13 de noviembre de 2016

La cocina: lugar de aromas y sabores

Marta Susana Elfman

Es el lugar de la casa donde se prende la primer luz del día, reunión de la familia para el desayuno, el aroma del café recién hecho, las tostadas calentitas apurados hora de ir al colegio, al trabajo.
Es el lugar por excelencia para cualquier excusa, un café con una amiga de toda la vida o tal vez tomar unos mates; pero, claro, llegado el mediodía, volvemos a casa dejamos los útiles y el primer lugar es la cocina, ese olor de la comida, preguntando “¿qué hay de comer? Claro que la mirada de mamá evita cualquier comentario, ella dice... “comida”.
Vengo desde chica, cuando convivía con mis tíos, con sabores típicos judíos, y al casarse mi padre otra vez ingresé en una familia netamente italiana. Los días de la semana estaba designado el menú; lunes puchero, martes podría ser de milanesas con puré, los miércoles era variado y a gusto de la cocinera, no por eso dejaba de ser nutritivo, jueves pastas, por supuesto, con un buen estofado y esas salsas que nos hacían dejar el plato limpio con el pancito, viernes pescado, sábados era más libre, ya que era el día dedicado a la limpieza general de la casa, los domingos era el pollo en sus diferentes versiones o un buen asado.
Por supuesto, todos los días, primero antes del plato principal... sopa. Recuerdo que cuando decía “yo, sopa no”, la mirada de mi mamá era terrible y, sin decir nada más, tomaba la sopa.
Pero la cocina no solo era el lugar de las comidas; también cuando todavía estaba en la primaria era donde hacia la tarea, después la merienda, donde papa leía el diario los domingos. Era grande espaciosa, el corazón de la casa.
Me gustaba ver cocinar a mi mamá, y preguntar cómo se hacía cada cosa, ayudar para preparar alguna torta y pasar el dedo por la fuente sobre la masa cruda para probar esos sabores.
Tenía 12 años cuando quise hacer mi primer intento de cocinera. Eso sí, pedí primero permiso a mi mama, que no se negó, pero dijo “podés hacer y probar lo que quieras, pero después hay que dejar la cocina y todo lo que usés limpio y en su lugar”. Así que tomé un libro de recetas de los que tenía mi mamá y empecé a buscar alguna que no fuera muy complicada.
Empecé reuniendo primero todo lo necesario y me dispuse hacer la torta. Hasta ahí todo iba muy bien, calenté el horno siguiendo las instrucciones del libro y la torta al horno. Claro en esa época los hornos todavía no tenían visor, por lo menos en mi casa, y mi ansiedad pudo más que el criterio del libro, y abrí el horno antes de tiempo. Bueno, ni hablar de los resultados, entró aire y la torta se desinfló como una pelota pinchada.
Cuando la saqué del horno, tenía la altura de una pizza, mis lágrimas eran más gruesas que la torta, no había nada que me consolara, mi papa decía “pero, de todos modos, esta rica” y mamá, para salvar la situación, “la próxima será mejor”, pero mi decepción en ese momento era terrible, yo decía entre sollozos que nunca más iba a entrar en la cocina. Ah, olvidé decir que tenía doce años.
Con el tiempo olvidé, mi resolución y seguí probando, pero había ampliado también mis recetas, ya entraba comidas además de los postres. Tomé gusto por la cocina y volví a las comidas judías. Llamaba a mi tía por teléfono para pedirle recetas de las más conocidas. Así, mis hijos fueron conociendo un variado tema de comidas.
La cocina sigue siendo para mí el principal lugar de reunión, el más íntimo para la familia y esas buenas amigas con las que nos reunimos a disfrutar de una cena o una tarde de mates o café con algo dulce.
Y, claro depende del día, la temperatura y por supuesto cómo anda de genio la cocinera. 
La cocina sigue siendo el lugar donde se prende la primer luz por la mañana y se despide el día con “un hasta mañana” apagando la última luz de la casa.

Verano del 63

Alicia Del Valle

Eran otros tiempos.
Solo telefonía fija y no en todos los hogares. Conseguir una línea telefónica de la ex Entel era algo así como ganar un premio, sobre todo en los barrios alejados del centro de la ciudad.
De todas formas estábamos comunicados. Nos arreglábamos. Siempre había un vecino o familiar cercano que compartía su teléfono. En mi caso, era una tía, Irma, que oficiaba de Celestina; y una llamada para mí podía significar un futuro marido que no había que ignorar.
De forma más lenta, pero había comunicación. Esa época a la que me refiero era cercana al verano, ya finalizaban las clases, éramos adolescentes y a punto de graduarnos.
Organizamos una tarde ir al balneario “La Florida”, muy popular en Rosario. Éramos cuatro compañeras, estudiantes del mismo curso y escuela, amigas y compinches y allá fuimos, después de almorzar en la casa de Mabel, cercana a la playa y que la familia usaba como casa de verano.
Épocas de risas, de risas porque sí, porque ese es un derecho del joven, solamente podía ser un problema para nosotras, el hecho de que el muchacho que nos desvelaba ni siquiera nos mirara, y a pesar de esas desilusiones se planificaba todo para divertirse.
Llegamos a la Florida, acomodamos nuestras pertenencias luego de seleccionar el lugar y nos dispusimos a tomar sol y a relojear qué podía interesarnos de la concurrencia.
Y… ahí apareció… figura impactante, cuerpo trabajado, con una malla tipo zunga, amarilla brillante con espantosos voladitos, el famoso Pedrito Rico. Era un cantante español que visitaba a menudo la Argentina y en esa oportunidad estaba en Rosario y se animó a ir a la playa, exhibiendo orgulloso su humanidad con un color envidiable, para nosotras, las chicas; los muchachos no lo miraban bien.
Fue un adelantado, mostró sin tapujos su identidad sexual y se arriesgó al prejuicio de la época. En ese entonces todos debíamos ser heterosexuales, no se hablaba de discriminación, de nada. Hoy me pongo en la piel del que no lo era.
Pero esa tarde Pedrito Rico con su andar desenfadado contribuyó ampliamente a nuestras risas, de alguna manera, todos nos reíamos de todos.
Y así siguió la tarde con nuestra infructuosa búsqueda de galanes. Escondidas detrás de las lentes ahumadas, divisamos un profesor de nuestra escuela que venía caminando con unos amigos por la costa del río.
Era un hombre joven y su paso por las aulas lo hacía de forma muy arrogante y en esa oportunidad nos causó tanta gracia verlo desprovisto de esa pose escolar y ser un muchacho más que debimos haber sido provocativas, ya que él y su grupo se nos acercó sonriente tratando de confraternizar sin reconocernos como alumnas.
Nuestra respuesta al unísono fue: “¡Buenas tardes, profesor!”
Huyeron después de un rápido y diplomático saludo.

Fue una tarde anecdótica, para no parar de reír, pero acordamos algo parecido a… “lo que pasa en la playa queda en la playa” y en nuestro ámbito escolar: “Profe, si te vimos, no nos acordamos”.

El castillo de Cluny

Susana Olivera

En la torre, cerca de las almenas, en lo más alto del castillo, una ventana oval. No tiene vidrios y el grosor de las paredes parece resguardar del frío y el viento. Soy prisionera en ese castillo medieval, el castillo medieval de Cluny, próximo al río Sena.
Con mi traje largo, la cintura apretada y terminando en un triángulo invertido en la falda miro hacia la lejanía. Las mangas abultadas, con bordados de oro llegan hasta mis manos enfundadas en largos mitones que atrapan mis dedos índices. Quiero hacer sombra en mis ojos, el sol brilla y atisbo la lejanía esperando, esperando.
Prisionera en ese enorme y frío castillo… ¿quién es mi torturador? Tal vez, ese monstruo que veo desde mi celda en el aljibe del patio? ¿Cuánto tiempo hace que soy prisionera? ¿Cuánto tiempo más deberé esperar?
Espero. Espero a mi enamorado. Que vendrá. Vendrá montado en un unicornio blanco vestido con sus ropas brillantes. Vendrá a salvarme de mi prisión… jinete garboso en su unicornio blanco.
Lo veo. Al fin. El rostro más bello. Viene trotando con su melena rubia al viento; la pluma de su romántico sombrero sube y baja marcando el ritmo del galope del unicornio. Su capa es un pájaro negro. Sus calzas oscuras, sus escarpines espolean a la cabalgadura. Él también desea rescatarme…
Entra por la enorme puerta de madera con trabas de grueso metal en medio de un escándalo de cascos rebotando en las piedras. Se abren las puertas para él. Pero deberá llegar hasta mi ventana en lo más alto de la torre rodeada de horribles gárgolas.

Ya está allí, al pie de la ventana oval desde donde se asoma mi anhelo.
¿Cómo trepará hacia mis brazos?
Se quita la capa negra que aletea al viento y cae en aspavientos sobre el suelo empedrado. La levanta con sus largos blancos dedos y cubre con ella la imagen horrible del aljibe. La capa es ahora un enorme pájaro abatido.
 Tal vez, su capa negra destruya la fuerza del monstruo que me condena.
Quiere trepar el alto muro por las piedras toscas usando sus manos. Cae una vez, dos, diez. El unicornio blanco tasca el freno; está nervioso, inquieto.
¿Qué hacer? Mi corazón rebota en mi pecho ante cada intento.
Tramo algo desesperado. Deshago mi peinado y arrojo mis largas trenzas hacia él. Que trepe por ellas para un beso de amor.
No son lo suficientemente largas… Mi dulce enamorado levanta con sus largos blancos dedos la capa negra que se infla en el suelo empedrado. Y ata sus extremos en mis dos largas trenzas.
Y llega a mí. Iniciamos una danza de amor por el frío castillo… Giramos y giramos con pasos menudos como si nos deslizáramos sin tocar el suelo, rodeados de luces de lentejuelas. Danzamos por salones helados, por salas con estatuas mutiladas, más frías que el frío castillo… llegamos a la sala de los tapices que parecen entender y miran curiosos nuestro pas de deux.
¿Soy yo la dama del unicornio? ¿Es mi mano la que acaricia tiernamente al animal?
¿Es él el caballero de aquel otro tapiz?
¿Es mi enamorado ese garboso caballero que gira como trompo de cadera abullonada llevando entre sus brazos mi cintura en triángulo?
La luz que ilumina los tapices de la dama del unicornio nos enmarca como si fueran las luces de un escenario y giramos los dos enlazados en nuestra danza…
Y nuestro tierno pas de deux nos arrastra por salones de piedra dura y mis manos que sostienen las manos de mi enamorado se sueltan, se despenden, y mi enamorado sigue danzando y girando interminablemente… Y se pierde en su danza por los interminables y fríos salones con estatuas decapitadas y cabezas de reyes o papas antiguos heridas por el tiempo.
El monstruo del aljibe no me perdona y estoy otra vez aquí, prisionera. Prisionera de mi lápiz y papel. De mi escritura. Prisionera de un recuerdo que sueña la bella dama del unicornio. 
Soy yo, yo la que escribe la historia de la dama y su caballero que cabalga un unicornio blanco. Soy yo la que escribe y sueña. Sueña con el amoroso pas de deux. Con el dúo de amor.

martes, 8 de noviembre de 2016

Cajita de recuerdos. Y un día empecé a trabajar

H. B. Carrozzo

El 4 de Noviembre de 1967, el Médico del Distrito Militar Rosario me firma mi libreta de enrolamiento con la inscripción: “No incorporado por comprendido en el N° 163E141 del RRMSCFA”. En otras palabras, me salvaba del Servicio Militar Obligatorio, una buena noticia que compensaba la del sorteo que me había premiado con un 996. ¡Me iba a tocar Marina! clavado y dos años.
Yo estaba estudiando Ingeniería Química en Santa Fe y ya había decidido que si me salvaba de la colimba, iba a empezar a trabajar y continuaría estudiando donde pudiera.
Así que empecé a buscar trabajo y me inscribí en la UTN. Gracias a los contactos de mi padre, conseguí entrar en el frigorífico Swift. Y un día de diciembre del 67 me presenté a trabajar al laboratorio del Swift.
El laboratorio estaba compuesto de dos grandes sectores: Analítico y Microbiología. El Analítico a su vez se dividía por mesada de trabajo: mesa de aguas, leche, suministros, conserva, aceite, y otras. A mí me tocó la mesa de Leche y Eduardo era mi instructor. Ese día no se pudo aprender nada y solo fue de inicio y presentaciones.
Al otro día Eduardo me empezó a enseñar las técnicas de análisis y dividía el trabajo entre los dos. Así que mientras yo pesaba muestras de leche líquida y en polvo para hacer humedad, sólidos, materia grasas, sal, etcétera, Eduardo se dedicaba a otros análisis. Por allí me pide que traiga un vaso de precipitado de un litro que había en la sala de estufas, pero marcado con las letras “S” y “L”. Con ese vaso él se agachaba y trabajaba en una puerta inferior de la mesada, se levantaba y continuaba con otra tarea. “Traeme dos cubeteras de hielo de la heladera que está en la camarita de frío”. Él volvía a la puerta inferior con el hielo, el vaso y un agitador de vidrio. Yo no podía ver nada, ¡qué estaba haciendo allí abajo! No me dejaba siempre con alguna excusa. Yo no entendía, algo pasaba, pero con el entusiasmo seguía mi aprendizaje.
A las diez en punto me dice: “Listo, ya está, andá y traé los dos vasos de precipitados de 250 centímetros cúbicos de la sala que están marcados con ‘S’ y ‘L’ y esperame en la camarita de frío”. Así aprendí la primera tarea que había que hacer en la mesa de leche: una formidable leche chocolatada helada con la leche en polvo previamente analizada por nosotros. Era el test de degustación no incluido en el protocolo, pero imprescindible para el descanso de las diez en el único lugar que tenía refrigeración, la camarita de frío.
“Cajita ‘e recuerdos, llena de momentos,
Cartas amarillas, flores secas ya”.

Como dice la canción, cuántas historias guardas son recuerdos de un pasado que está vivo en mi memoria.

La gran mudanza

María Victoria Steiger

Hoy voy a contarles un poco de cómo fue la adaptación de mi familia a nuestra vida en Rosario.
Nos dijeron en casa, no me acuerdo bien si a principio del año escolar o en las vacaciones de invierno, que nos mudábamos a fin de año, antes de Navidad.
Eso fue como una “bomba”: todos con mil preguntas y pocas respuestas. Era algo sin vueltas.
 Mi padre no andaba bien de salud ni económicamente. Fue muy duro para todos, además teníamos que terminar con las materias en orden porque si nos llevábamos alguna la tendríamos que rendir en el colegio nuevo. ¡Era muchísimo!
Para mí, eso era muy difícil, la única que me acarreaba siempre unas cuántas para diciembre o marzo en casa era yo. Como verán, por un lado, prepararse a cambiar de ciudad amigos y además no quedarse con ninguna materia “colgada”. Logré terminar sin materias a rendir lo que fue todo un ¡éxito!
La preparación de la mudanza fue larga y pesada, las despedidas durísimas, todo junto con el calor de esa época del año.
Llegamos acá a una casa que nos alquiló una hermana de mi padre. Era una casa grande bien ubicada En ese momento no tenía idea de esto, había venido a Rosario varias veces, pero solo conocía la casa de mi abuela y de alguna tía.
El tema de las escuelas también lo tenían resuelto. Nosotras sabíamos que nuestros padres lo habían arreglado por teléfono con mi tía, que recomendó las monjas de La Misericordia que quedaba muy cerca de nuestra nueva casa.
Nosotras no teníamos ni voz ni voto. En realidad, a mí no me afectaba el cambio de monjas y si el cambio de amigas de costumbres de salidas etcétera.
 Mi hermana Susana estudiaba piano y yo guitarra en la Universidad de Cuyo. Pedimos las constancias y acá veríamos cómo seguir. En esa época cursaba tercer año de la secundaria y tendría cuarto y quinto para hacer en Rosario. La parte de los estudios de música lo averiguó una prima que estudiaba en la facultad de Música y nos dijo que tendríamos que rendir examen de ingreso. La verdad es que no tuve problemas con eso. Llegamos a Rosario en diciembre, no conocía a nadie así que estudié todo el programa que pedían para rendir en marzo.
El verano fue aprender a ir de un lado a otro sin perderme, ya nos dejaban ir solas, por supuesto, con la clásica pregunta: “¿Dónde vas? ¿A qué hora volvés? No te olvides que la cena es a las nueve, venite antes así ayudás, mira que tu padre quiere que todos estén a tiempo en la mesa”. No tenía muchos lugares para ir. En general, me daba una vuelta por el centro para aprender los nombres de las calles (ómnibus todavía no sabía usarlos) y cansada de caminar “aterrizaba” en la casa de mi abuelita que siempre tenía un matecito preparado para el que llegaba. Fueron tiempos difíciles para todos en relación a tantos cambios.
Entre preparar el examen de guitarra con curso de ingreso al Instituto de Música de la Universidad, mis caminatas por el centro y las visitas a casa de mi abuelita se me pasó el verano. Con mi mejor amiga de Mendoza nos seguimos actualizando por carta por muchos años. Tiempo después, yo ya con todos los chicos, viajamos allá y nos reencontramos, y actualmente con tanta comunicación es mucho más fácil charlar como cuándo éramos “tan chiquitas”.
Esta es una versión de la mudanza muy acortada y vista desde mi parte. Charlando el otro día sobre este tema con mi hermana (la quinta, recuerden que somos ocho) me decía que ella sufrió muchísimo el cambio y se sintió muy sola y encerrada.
Claro, yo no lo vi ni lo viví así, y la diferencia de edad, (yo soy la segunda), pesaba mucho.
No me voy a extender en este relato, porque fueron tantos cambios y vivencias en poco tiempo, que son muy difíciles de enumerar.

Por el lado de lo que es una mudanza con cambio de ciudad, es difícil. Años después me di cuenta de que no era una pavada.

Las despedidas

Haydée Sessarego

Recuerdo muchas despedidas a lo largo de varias décadas. Entre ellas, las de Fin de Año, especialmente durante la escuela secundaria y al terminar quinto año, en 1968, en mi caso.
Esa despedida fue en la casa de Raquel en la localidad que, por ese entonces, se llamaba o la seguíamos denominando Paganini y hoy es Granadero Baigorria.
En diciembre de ese año, marchamos en el colectivo de la línea “9 de Julio”, que hacía el trayecto expreso desde la Plaza “Sarmiento”, también llamada “Santa Rosa”, quizás por la proximidad de la iglesia del mismo nombre, hasta nuestro querido Paganini. No recuerdo si fue casi todo el curso o el grupete de las ocho o nueve, más algunas otras compañeras.
Allí “Queta” tenía su casa de fin de semana. No piensen en un chalet coqueto, ¡nooo!, para nada . Una casita cuadrada, como se diseñan ahora, pintada de blanco, construida sobre la barranca del Paraná, que se presentaba majestuoso, marrón- plateado, según el día. Bajando nos permitía disfrutar de sus playitas con poca arena, tierra y algunos pastos. Arriba, sobre la barranca, había un bosquecito de no sabría precisar qué árboles, muy altos y frondosos.
Llevábamos cada una nuestras viandas, que casi siempre eran de sándwiches, llamados” familiares” de pan “Felipe”, descortezado o no, según el gusto. Rellenos de jamón , queso y manteca o mayonesa o ¡salame de Milán y queso! (mi preferido en esos bellos tiempos), acompañados por bebidas gaseosas, que adquiríamos en granjitas cercanas. Alcohol, tengo un vago recuerdo, podía ser cerveza al atardecer, antes de volver a Rosario. Tampoco faltaban los “amargos” cebados luego de comer por Patri, Bichi y Dalila o el cafecito instantáneo, que preparábamos batiendo muy bien el producto con agua fría y azúcar en el fondo de la taza, antes de llenarla con agua caliente.
Una especialidad que nos hizo descubrir Queta, fue el licuado de bananas con “Nesquik” cuando en su casa, siempre sin padres porque viajaban mucho, preparándonos (las más amigas) para las cuatrimestrales finales, obligatorias de todas las materias por resolución ministerial del gobierno de Onganía. Eso también era una rica merienda con facturas en Paganini.
Recuerdo que jugamos a diferentes juegos de cartas en los que Raquelita, Mariela, Patri y Stella eran muy avezadas, en especial en el truco porque mentían maravillosamente bien.
Entre otros imborrables recuerdos de ese día y varios fines de semanas cercanos a los fines de año de cuarto y quinto año, llevo bien grabados en mis retinas, las bicicleatedas por las calles de arriba, siempre cercanas al río.
Jamás olvidaré una de esas tardes en que hicimos una recorrida larga Dalila y yo. Ambas ataviadas solo con nuestras bikinis, ya que el calor se hacía sentir. ¡Impensable andar a la siesta, solas dos adolescentes, según rezan los testimonios de lugareños y crónicas actuales!
Algunas veces iban los novietes de algunas de nosotras y el “Huevo”, Hugo, novio y luego marido de Raquel. ¡Ni contar los arrumacos o chapadas en la playita a orillas del río!
Al narrarlo lo revivo con nostalgia. Siento que me hace bien porque, ya no están entre nosotras desde hace muchos años, ni Raquel ni Dalila. Susana también partió hace 2 años.
No quedan fuera las despedidas de solteros/as. A los “varoncitos”, sus amigotes los llevaban de juerga a bares donde “casualmente” había señoritas dispuestas a hacerles pasar un rato muy “hot”. Eso todo muy bien regado con alcohol allí y unas horas antes, cenando. Entre mis amigos y familiares no se dio el desnudar al chico casadero y pasearlo en el baúl de un auto por el centro. Pero sé que esa práctica era muy común y lo es aún hoy.
Para nosotras las chicas, la despedida de soltera, consistía en una juntada en un bar o restaurante, con amigas y familiares mujeres, nunca madres o tías. Se nos regalaban pequeñas utensilios o adornos para la casa, como también ropa interior bien “sexi”. Ahora…, nunca faltaba la caja que al abrirla contenía, por ejemplo una zanahoria muy grande con dos huevos a los costados y demás alusiones. No importaba si el sexo había acontecido antes del casamiento, ese tipo de presentes eran infaltables.
Nada muy “bullanguero”, ni escandaloso más las palabras siempre bellas plenas de buenos augurios de una o varias amigas, que escribían acerca de nuestras historias de noviazgo y también amistad, deseándonos: ¡Toda la Felicidad del Mundo! .
Hoy, cerca del 8 de noviembre tenemos otra despedida. Es la que haremos entre nosotros, los compañeros de los martes a las 18.15 en el espacio llamado : “Contáme una historia”.
De mi parte no es una despedida final, porque deseo seguir reuniéndome con todos de ustedes y el profe, José, en 2017. Soy consciente que finaliza otro ciclo de encuentros que me han sido muy gratos, por lo que personalmente pude producir, tanto como por lo que, atentamente escuché de mis compañeros. Sabemos que algunos nos emocionaron hasta la médula sacándonos lágrimas. Otros nos hicieron sonreír gratamente y algunos más, nos produjeron directamente, carcajadas.
Valoro profundamente estos momentos. Por eso, hoy rememorando antiguas despedidas, les digo y me digo: ¡Sigamos disfrutando, compartiendo, haciéndonos cómplices de nuestros venturosos recuerdos! , diciéndonos : “hasta el año que viene en el mismo lugar y a la misma hora”.

¡Gracias a todos por tanto!

Las siestas del verano

Noemí Vizzica

Todos sabemos que dormir la siesta trae beneficios a nuestro cuerpo y mente; pero para nuestra madre, además de estas ventajas, era obligatoria.
Cuando mi hermano y yo éramos niños asistíamos a escuelas de turno mañana, por lo tanto aceptábamos un poco las siestas invernales, pero acostarse a descansar en el verano, era “un suplicio”.
En los rigurosos días de verano, después del almuerzo, mamá comenzaba con el ritual de extender en el suelo una sábana doble o una loneta, cercana a la puerta de la habitación para que corriera un poco de aire, si lo había, ya que esta se encontraba al lado del patio. Ella hacía lo mismo en el dormitorio contiguo pero auxiliada por el ventilador.
Ambos hacíamos esfuerzos por dormir, pero el deseo de ir a jugar era más fuerte. Cuando intentábamos levantarnos sigilosamente, los gritos de mamá se hacían sentir y debíamos regresar inmediatamente a acostarnos.
Después de un tiempo, decidimos de común acuerdo, aceptar sus órdenes, nos hacíamos los dormidos y, con una mirada pícara y algún gesto, esperábamos que mamá se durmiera profundamente. Un leve ronquido nos daba la certeza de que eso había ocurrido.
 Tratando de no hacer ruido, descalzos y en punta de pie, salíamos de la habitación. Mi hermano se dirigía al fondo a trepar en los árboles y yo al altillo a jugar a la maestra o con las muñecas.
Pasó el tiempo. Cuando comencé a estudiar y trabajar, comprendí la necesidad de la siesta, pero las múltiples obligaciones ya no me permitían realizarla. 
Ahora en la etapa de la jubilación, sin exigencias, ya no es una obligación –como en nuestra infancia– ni una necesidad –como en la época del trabajo–, pero para mí se ha transformado en un plácido momento y cuando algún llamado telefónico inoportuno, interrumpe mi sueño, siento que me parezco más a mi madre, para la cual la siesta era “sagrada”.

Sentimientos

Noemí Peralta

Con los años aprendí a disfrutar de las pequeñas cosas. La vida me ha enseñado.
Son pequeñas, pero grandiosas a la vez. El canto de una calandria bien en lo alto de un árbol; colibríes libando el néctar de mis flores rojas en forma de campanitas o los azahares perfumados del limonero, o bañándose bajo el agua de la manguera en forma de lluvia, cuando por las tardes riego las plantas.
El gozo de plantar una semilla y ver cómo brota con el tiempo y se transforma en una plántula, que quizás se transforme en árbol.
Ver llenarse de flores amarillas al lapacho de mi jardín, que nació solo por obra de alguna semilla que trajo el viento quién sabe desde dónde.
Observar el juego de los niños, sus caritas alegres y sus risas.
Los perritos del barrio, que todos me conocen y acaricio por turno a medida que vienen a mi encuentro. Sus corridas y juegos.
Amo toda la naturaleza con todos sus elementos.
Por otro lado, soy una persona simple. No me interesa sobresalir en nada, soy feliz así. Solo quiero sentirme satisfecha con lo realizado hasta ahora y con el cariño de mi familia y afectos.
El pasado ya fue, no puedo modificarlo y el mañana aún no llegó y vivo el presente con esperanza.

Tía Petty y regalos originales

Noemí Peralta

Su apodo se debía a que era bajita, con unos kilos de más. Tenía una nariz aguileña como mi abuela materna, y unos ojos celestes igual a ella.
Con mi tío Carlos, su marido, vivían siempre en la naturaleza, la cual amaban; por lo general, en campos con animales y mucha vegetación.
Durante mi niñez y adolescencia fueron muchos los lugares a los cuales se mudaron, y siempre lejos de Rosario, en otras provincias.
Vivieron en Chaco, Formosa, Miramar, Buenos Aires en el Delta; pero siempre en el campo.
Les gustaba criar animales como gansos, patos, gallinas, pavos, vacas y algunos más que no recuerdo.
También tenían algunos caballos para recorrer montados todo el campo.
De vez en cuando, venían a visitarnos a Rosario y los recibíamos con mucha alegría.
Mi tío tenía muchísimos relatos de sus vidas en el campo, que supongo que adornaría bien cuando nos contaba a nosotros sus sobrinos.
Muchas veces me escribía contándome de los animalitos de la zona, como cuando estuvieron cerca de un bosque en el norte y veía a los monitos ir a descansar por la noche y levantarse al alba, haciendo tanto alboroto como los pajaritos.
Relataba muy bien y tenía una caligrafía hermosa. Algunas veces, para que yo viera cómo eran las mariposas que allí había, me enviaba algunas de muy vistosos colores.
A mi tía le gustaba regalarnos distintos animalitos y eso a mi madre la desesperaba.
Cierta vez nos trajo tres conejitos blancos, cada uno marcado en una oreja, para que no peleáramos por ellos y pudiéramos distinguirlos.
El de mi hermana era muy tranquilo y ella lo usaba como si fuera una muñeca, le ponía vestiditos y jugaba a la mamá.
El mío no era muy tranquilo, pero dejaba que lo tuviera en brazos y lo acariciara.
En cambio el de mi hermano era muy arisco y fue el primero que se escapó, cavando bajo el alambrado que daba al terreno baldío.
Cuando nos comunicó por carta que nos enviaba una ovejita color rosada (que había teñido), saltábamos de contentos.
Cuando llegó el tren en el cual nos la enviaba, nos dijeron que se había muerto en el camino. Grande fue nuestro pesar.
En otra oportunidad nos trajo un coatí, que se comportaba como un monito, era muy cariñoso y podíamos tenerlo upa. Lo queríamos mucho, pero debía estar atado a un árbol, al cual se subía a veces, porque nuestro temor era que se escapara.
Cierto día, cuando aún vivíamos en calle Rioja y Alvear, donde no teníamos ningún terreno, nos envió un camaleón dentro de un frasco de vidrio con tapa, el cual había perforado para que el animalito respirara.
La cosa fue terrible. Cuando mi madre se disponía a abrir el paquete y al ver semejante bicho, pegó un grito y del susto tiró el frasco, el cual se rompió y el pobre animalito salió disparado por todos lados. Corrimos al dormitorio y nos subimos a las camas, mientras la chica que ayudaba a mi madre lo corría con una escoba en alto. No recuerdo como terminó la historia, aunque supongo que fue con la muerte del pobre bicho.
Quería enviarnos un monito tití, pero mi madre se opuso rotundamente, así que nos quedamos con las ganas de tener uno.
Luego, en una de sus visitas nos trajo un cuero de víbora de dos metros, un cascabel de los que pierden estas víboras cuando cambian la piel, y un caparazón de carpincho, menos mal que esta vez no eran animalitos vivos.
Adoraba a esta tía y tío. Ella te abrazaba con un abrazo de oso cada vez que venía.
Ahora a la distancia, me hacen sonreír estos recuerdos y es gracias a ella que amo a todos los animales.

Antonia

Noemí Peralta

Un ser muy especial compartió mi vida apenas nací, el 28 de Junio de 1941.
Se llamaba Antonia; con el tiempo fue “la gorda Antonia”, apodo que se impuso en mi familia por el cariño que sentíamos todos hacia ella y porque era una mujer voluminosa, pero al mismo tiempo muy activa.
Comenzó a ayudar a mi madre desde que nací.
En esa época ella había tenido también una bebé y, como mi madre no podía amamantarme, era ella quién lo hacía, pues tenía leche suficiente para alimentar a su hija y a mí.
Así, pasó a ser mi mamá de leche, como se decía en ese entonces. Y su hijita mi hermana de leche.
Tuvimos una relación muy estrecha basada en el cariño con ambas, hasta que fui adolescente.
Cuando cumplí mis quince años, allí estaba ella ayudándole a mi mamá, aunque ya no se sentía muy bien de salud y compartiendo la fiesta que se realizó en el jardín de nuestra casa en Alberdi, ella y sus dos hijas.
Pasaron algunos años y, cuando me casé, allí también estaba ella presente demostrándome su cariño.
Sé que a algunos bebés, cuyas madres no los pueden amamantar, buscaban alimentarlos con leche de otras mujeres, pero en ese caso la extraían de sus pechos y ponían en mamaderas, pero no fue en mi caso, pues yo fui alimentada directamente de sus pechos generosos. Claro que yo no recuerdo esos momentos, pero mi madre me contaba.
Guardo un recuerdo cariñoso para quién fue mi mamá de leche y su hija, a mi hermana de leche, con quién pasé gratos momentos en mi adolescencia.
Recuerdos que nunca se olvidan y surgen a mí por alguna circunstancia, la que me hace muy feliz.

Uno, dos, tres (*)

José Mario Lombardo

I
Como todas las mañanas, su mujer le alcanzó el mate.
Sentado frente a la ventana, parecía mirar cada vez más lejos mientras tarareaba una canción que se repetía y se repetía como un trino.
Sus dedos, que traqueteaban sobre la mesa el mismo ritmo monótono, muy de vez en cuando pellizcaban una galleta que de seca se desintegraba en mil pedazos.
La mirada cada vez más lejos.
Ella, cual tibia ofrenda, le acercó el segundo mate: Una vez había traído un hijo entre sus brazos para que Juan lo acunara.
No era entonces monótona la canción de Juan. Como lentas bagualas las canciones de cuna, como alegres ritmos cuyanos los juegos, como sabias milongas del sur sus consejos.
Y las manos habían modelado la arcilla.
Pero llegó el tiempo en que a la arcilla modelada le crecieron alas. El hijo reclamó el cielo para volar y se fue con todas las ganas a buscar la vida (como alguna vez Juan).
Juan sintió que un trocito de galleta le endulzaba la boca.


II
Juan es ahora una estatua tensa y atenta que espera.
Espera el silencio y el silencio viene.
Pero recién con el canto del primer pájaro y cuando el sol comienza a salir todo naranja, él le clava la pala a la tierra gorda y húmeda de rocío.
Después (como de costumbre), saca las tres semillas de la tabaquera y las acomoda cuidadosamente en el nido de la tierra.
Termina cuando el sol ya es un gran disco naranja. Cuando el canto de los pájaros es la canción de la vida nueva.
Todos los años, Juan y las tres semillas repiten la ceremonia de la siembra.
Juan camina lentamente hacia la casa. El olor del tabaco lo incita a recordar. Una lágrima, que parece rocío, le moja la boca y él, presuroso, guarda la tabaquera en el bolsillo.
Los recuerdos, como el tabaco, van irremediablemente a su lado.

III
Cuando Don Estrella, el almacenero, le ofreció por primera vez las semillas, le indicó cuidadosamente la forma de sembrarlas. Y la hora. Y el día. Y la tierra gorda. Y el rocío necesario.
El, por mantenerlas frescas, las guardó en la tabaquera.
Después, partió en su bicicleta feliz portador de las tres semillas palpitando la vida.
Al entrar en la casa la encontró sentada sosteniendo el papel como una carga.
Leyó con desconsuelo. Atinó a buscar un apoyo y susurró: “perdón”, vaya a saber por qué. Después, salió al patio y miró el cielo que se le teñía de negro: “No, no es verdad. Yo sé que no es verdad…” Y entrando nuevamente gritó desesperado: “Cuando germinen él vendrá. ¡El vendrá!”.
No podía ser. No era verdad. El hijo habría de volver.
Tenía las tres semillas y la tierra gorda y húmeda de rocío: “Cuando germinen, él vendrá”.
En la madrugada del día siguiente, abrió la boca de la tierra y las tres semillas partieron con el hijo a buscar el centro del tiempo.
Y cada año repitió la ceremonia con la esperanza clavada en un tierno tallo y una flor que abriese para revelar el nacimiento de la nueva vida que le devolviera la vida del hijo.
Pero tallo y flor se negaban a anunciar la buena nueva.
Se hizo templo. Se volvió cada vez más roca.
Y así fue como la canción se transformó en monótono trino.
Ella, acaso para no morir, aprendió a descifrar el mensaje en la canción.
Hoy, con el último atardecer, seguramente podrá observarlo como de costumbre hamacándose levemente al compás y mirando fijamente la tierra.
La monotonía del canto, le acercará una vez más el angustiado grito de Juan tentando el camino de la esperanza.
De la desconsolada esperanza.
                                                                           “PEPE”

(*) Este relato lo envié allá por 1985  a “Certamen de cuento Breve” de Carlos Pereiro. Editor, firmándolo con el seudónimo “PEPE”. Y fue elegido para  su edición en compañía de otros relatos, en un libro que nunca pude conseguir. Hoy, que ya son ciento veintiuno los nietos recuperados, presiento que Juan logró por fin ver los tallos en flor. 

martes, 1 de noviembre de 2016

El apagón

Alicia Del Valle

Esa guerra que no fue, pero que nos tuvo preocupados, allá por el 1978, fue el conflicto por el canal de Beagle, en el sur, tan lejos para los que vivimos en el centro del país.
El problema había comenzado por la posesión de las islas e islotes, ubicado en el llamado “martillo”, un polígono definido en el arbitraje de 1971 en la zona del canal.
Allí, se hallan ubicadas las islas Picton, Lenox y Nueva, Gratil, Augusto, Snipe, Becasses, Gable e islotes adyacentes.
Me atrevo a opinar que Chile siempre buscó una salida o paso al Atlántico. Fueron años de arbitrajes, laudos, resoluciones y desacuerdos que estuvimos a punto de declarar la guerra a Chile.
La “Operación Soberanía” se puso en marcha con despliegue militar del gobierno de facto (juntas militares) y el apagón fue un ejercicio que afectó a la población civil.
Mi juventud de ese entonces y, confieso, mi indiferencia al hecho en sí enojaba mucho a mi padre.
En esa época otros eran mis intereses, que estaban relacionados con resolver asuntos financieros que afectaban a mi familia y me acongojaban. Eran malas rachas que nos perseguían.
La cuestión fue tan enojosa con nuestro vecino país que aquí comenzaron a preparar a los ciudadanos por si se desataba lo que nadie quería.
Se fijó un apagón en todo el país a hora y día determinado para preparar a la población en caso de bombardeo. El mismo requirió de una estructura logística, cuyos últimos eslabones fueron los coordinadores de zona y los jefes o vigías de manzanas, que recorrían el lugar asignado controlando que hubiera luces.
Dos o tres días antes del simulacro, hablo vía telefónica con mi hermano para pedirle que lleve a su casa a mi papá, ya que eran vecinos, con el argumento de que era grande y podía tropezar y caerse durante el apagón. A mi casa no iba a venir, no era el día que le correspondía y él no hacía concesiones.
Del otro lado de la línea telefónica mi hermano me solicita que si estaba parada me sentara y lo escuchara atentamente: “Papito es jefe de manzana y está buscando un brazalete de la Cruz Roja de tu hija para llevarlo al revés. Es lo que necesita para usarlo esa noche”.
Quedé sin palabras y acordé que me trasladaría con mi familia a su casa para acompañarnos en ese problema, que lo era, para nosotros. Sacarle esa idea era imposible, lo conocíamos.
Mi enojo era con un primo, que como empleado estatal lo designaron coordinador de zonas y tenía que seleccionar a ciudadanos para jefes de manzanas.
Ante mi reclamo por reclutar gente mayor, sin experiencia me confiesa que ningún joven quería hacerlo y solo se ofrecían los “viejos”, no podía hacer nada y el simulacro había que hacerlo.
Comprendí su situación, en mi condición de docente yo también había padecido esa responsabilidad, convocando gente para los censos ante la deserción de los asignados.
Mi papá se tomó muy en serio su tarea y anduvo dando indicaciones, haciendo advertencias a todo el mundo, sobre todo a una amiga, que no quería adherirse al apagón y le aseguraba que una luz iba a encender.
Tuvimos que calmarlo con mi hermano y hacerle entender que éramos vecinos de toda la vida y que un ejercicio de esa naturaleza no iba a destruir ninguna amistad.
Usamos el mismo tono amenazante que él y se calmó bastante.
Era un chico con un juguete nuevo. Creo que era el único argentino jugando a la guerra. Después, comprobamos que no.
Llegó el día, alistamos al jefe, lo saturamos de recomendaciones, le informamos que íbamos a estar en la terraza y que, ante cualquier inconveniente, avisara con la linterna que llevaba. Él sonrió y se fue.
El tiempo no ayudó, fue una noche clara, tan clara, que se veía todo, la mayoría de nuestros vecinos hicieron lo mismo, una hora tomando mate, creo que de 22 a 23.
Hubiéramos sido un blanco perfecto.
Nuestra tarea fue cuidar a nuestro padre y ser testigos de la inconsciencia de algunos jóvenes bromistas que tiraron agua y cohetes cuando pasaba el vigía de manzana con el solo propósito de molestar y divertirse. Por suerte, en la nuestra, mi papá no tuvo oportunidad de pelear. Fueron más civilizados.
Mi padre vivió con orgullo esa tarea y cada tanto contaba alguna anécdota graciosa de esa ocasión.

Gracias a Dios todo quedó en preparativos, ya que con los años y la intervención de la Iglesia como mediadora se logró la ansiada paz.

viernes, 21 de octubre de 2016

Aquel 2 de abril

José Mario Lombardo

En el año 1963, el Ejército, la Marina y la Aeronáutica andaban lidiando con algunas diferencias de opinión que, al final, terminarían mal.
Estaban por un lado los “Azules”, integrados por casi todo el Ejército, que (según ellos) eran un poco más democráticos; y por el otro lado, la Marina y la Aeronáutica, con alguna pequeña fracción del Ejército se hacían llamar “Colorados” y estos (según sus manifestaciones) no eran para nada democráticos.
Los “Azules” se alineaban tras las ideas del general Onganía, mientras que, las filas “Coloradas”, seguían al almirante Rojas, (de vasta experiencia) y a un general retirado del Ejército de dos apellidos: Toranzo Montero, con sus buenos antecedentes guerreros.
El 2 de marzo de 1963 llegamos a nuestro destino de colimbas: el Batallón de Comunicaciones Comando con asiento en City Bell, un lugar muy cercano a la ciudad de La Plata. Allí, con mis compañeros de milicia, participaríamos de una situación inesperada, pues aquellas diferencias entre “Azules” y “Colorados” se dirimieron en el campo del honor, exponiendo no ya las humanidades de los directos interesados, sino las nuestras, que éramos ni más ni menos que aquellos ciudadanos de la “clase 42”, que recién habíamos llegado “a cumplir con nuestro deber”.
Fue un mes después de nuestro arribo: en la mañana del 2 de abril, reunida toda la compañía en la cuadra del cuartel, nos hicieron vestir con ropa de fajina, borceguíes, bolsa de rancho, casco y nos entregaron el fusil y un cargador con municiones.
Salimos de la cuadra en formación, al trote y hacia los fondos del cuartel. Allí, había un bosque de eucaliptus donde diariamente realizábamos nuestro período de instrucción. Por el camino, pudimos ver como algunos aviones sobrevolaban el lugar a muy baja altura, mientras se notaban confusos movimientos por todo el batallón.
No todo estaba en su lugar. Aquella no era la rutina de todos los días.
Bajo los árboles, observando extraños movimientos y sin saber que ocurría realmente, pasamos el resto de la mañana mirando las inquietantes evoluciones de ese avión que pasaba rozando los eucaliptus.
Terminamos de almorzar un guiso de arroz que era casi una sopa y, luego de enjuagar los cubiertos en un arroyo que teníamos cerca, nos quedamos adormecidos al pié de los grandes árboles.
De pronto, la improvisada siesta se interrumpió: un ruido como a tela que se desgarra seguido de una especie de golpe sordo que parecía el impacto de un gran pisón sobre el suelo, fue como una orden para que se desatara el temporal.
Un subteniente de nuestra compañía, apareció a la carrera pistola en mano, saltando el tronco de un árbol caído. El avión pasó más rasante que nunca sobre nuestras cabezas. Se escuchó un tableteo de ametralladoras. Y nuestro subteniente dio la orden: ¡Todos a City Bell!
Fue una desbandada total. Corríamos como nos habían enseñado, un tanto agachados y en sig-sag y nos escudábamos en los árboles, buscando apresuradamente el alambrado que nos separaba del pueblo.
Mientras corríamos, sentíamos el silbido de las balas. De pronto, otra vez volvió a repetirse aquel sonido de un gran pisón impactando sobre la tierra: había caído una bomba en la caballeriza.
El alambrado que limitaba el cuartel era un viejo cerco de siete hilos que estaba bastante flojo, de manera que logramos saltarlo sin inconvenientes. Más allá, podríamos guarecernos por el interior de las manzanas, entre los patios de las viviendas, los gallineros. Todo por hacernos invisibles a ese avión que se dirigía sabiamente hacia el enemigo que se escondía. Ese avión que siempre nos apuntaba. Que siempre nos amenazaba. Que semejaba un temible péndulo flotando sobre nuestras cabezas.
Y mientras tanto, se escuchaba el sonido de aquella tormenta inesperada. El temor a lo invisible. Los disparos. Era un caos.
El disparo y el posterior silbido del proyectil no son para nada agradables. No se ve nada: se escucha. No se sabe si va dirigido hacia este o aquél. Quien lo dispara posiblemente sabe su destino, quien lo recibe no sabe nada. Pero: ¿A quién dispararle?, y ellos ¿Hacia dónde apuntaban?
Y no sabíamos nada de nada. Algunos fuimos guarecidos en casas vecinas. A otros, que fueron capturados, se les retiró el percutor del fusil y fueron agrupados en la plaza, mientras algunos caminaron por la ruta rumbo hacia Buenos Aires o La Plata.
Toda la tarde se escuchó el seco ruido de los disparos en la ciudad de City Bell.
Cuando caía la tarde volvió la calma y entonces pudimos regresar al cuartel. Caminamos lentamente en fila india, mientras otros soldados como nosotros, formaban una especie de guardia de honor en ambas veredas. No podíamos distinguir entre los nuestros y los “otros”. En realidad, todo parecía lo mismo.
La toma del cuartel la llevó a cabo la infantería de marina y por la noche ya se habían retirado. En el cuartel quedamos unos pocos. A la mayoría se les dio una licencia de unos diez días.
Al día siguiente pudimos ver los resultados de aquella insensatez: edificios averiados, el pozo de la bomba en la caballeriza, algún carro blindado abandonado y una bomba que no explotó y quedó varios meses clavada en el borde de la plaza de armas, frente al comedor.
No nos enteramos si hubo heridos en City Bell. Después, con el tiempo, supimos de los muertos y heridos en Magdalena en aquel triste episodio del 2 de abril de 1963. Según algunos datos aportados por el diario “Clarín” hubo un total de 24 muertos y 87 heridos y solo en Magdalena, donde se desarrollaron las acciones más violentas, se registraron nueve soldados muertos y 22 heridos.
Ahora, pasado el tiempo, ya sabemos el resto de la historia: Aquella sublevación “colorada” del 2 de abril, había pretendido derrocar al presidente Guido y remplazarlo por el general Benjamín Menéndez, movimiento que fue abortado por las tropas “azules” que en su mayoría pertenecían al Ejército.
En octubre del 63, fue electo presidente el doctor Arturo Illia. 
Y tres años después, el general Onganía, “el democrático”, “el azul”, se metió en la Casa de Gobierno, echó al presidente porque se sentía el dueño de la verdad y, de paso, en una noche aciaga de aquel 66 entró en la Universidad para desalojar violentamente a quienes se atrevieron a poner en duda, que fuesen los bastones largos los dueños de la razón.