martes, 31 de mayo de 2016

La serenata

José Mario Lombardo

“Las Nochebuenas” eran largas. Después de la comida, se prolongaba una sobremesa donde corría la sidra, se desgajaba el pan dulce, crepitaban los turrones y abundaban las charlas y discusiones más inesperadas
Cuando nos despedíamos, habiendo agotado los líquidos, dulces y diferendos, regresábamos cada cual para su casa, en busca del descanso largo y reparador que nos conduciría hacia la mañana de Navidad.
Sin embargo, esa noche algo ocurrió antes del sueño.
Recuerdo aquella serenata. Ya estábamos acostados cuando alguien golpeó el postigo de la ventana de la cocina: “Dedico esta serenata para Angelita, Pepe y familia”, dijo.
Sonaron unos acordes de guitarra y en la penumbra del patio, se escuchó una voz entonando un vals:
“Será una pincelada de viejas tradiciones
“y el son de las guitarras dirá que no murió”
Nunca se me borró esa rara impresión. Escuchar en la oscuridad el sonido apagado y dulce de la guitarra, la voz del cantor diciendo aquellos versos: “Muchachos esta noche saldremos por los barrios” y el sortilegio de la simple y amable dedicatoria, me marcó uno de los instantes irrepetibles de mi vida.
Cuando el cantor terminó y se llamó a silencio, yo sentí que mi padre habría el postigo y decía: “muchas gracias”. Después, me enteré que había entregado una botella de sidra.
Pasó un tiempo (acaso unas cuatro o cinco Nochebuenas) y un día, ya un poco más grande, decidí con unos amigos, salir de serenata: “Muchachos esta noche, saldremos por los barrios”.
Guitarra, no teníamos. Carecíamos del instrumento. No tuvimos más remedio que remplazar la guitarra por una armónica, que yo ejecutaba con algunas deficiencias musicales, pero confiábamos plenamente en la buena estrella de nuestro cantor. Porque cantor, teníamos; él había crecido al influjo de Antonio Tormo en lo criollo y además era un buen intérprete de música española, siguiendo la escuela de don Miguel de Molina, El Niño de Utrera o algún cantaor que alguna vez visitara el pueblo con “El Tronío”.
Una de las primeras estaciones fue el almacén de la esquina de Doña Susana y Don Raúl. Allí, optamos por dedicar unos versos de Gagliardi que recitó uno de los muchachos:
“Una cortina en la entrada
“a rayas en vertical;
varios paquetes de sal,
las conservas alineadas…”
Escuchamos movimientos en la casa mientras nuestro artista concluía:
“¡Yo que tuve la fortuna
de conocerte en mi barrio,
te regalo este rosario
de carozos de aceituna!”
Don Raúl, con su voz ronca, nos dio las gracias y nos obsequió una botella de un vino oporto dulce y oscuro.
En la mitad de la cuadra vivía un amigo de nuestro cantor. Él solicitó el privilegio de ofrecer su serenata, pero para mí eligió mal. No se puede dedicar a un amigo una canción que diga:
“Vas rozando las hilachas de mis trágicos harapos,
una mueca de ironía mi miseria te arrancó,
¡también ríen en los charcos los inmundos renacuajos,
cuando rozan el plumaje de algún cóndor que pasó…”
El cantor, llevado por su entusiasmo trovero, evidentemente no se daba cuenta de las cosas que le estaba diciendo al amigo, pero se notó que el amigo sí estaba atento al significado de aquellos versos, porque nos despidió con evidentes malos modos.
Pero la situación más difícil se nos presentó en la esquina donde vivía la noviecita de uno de los integrantes de la comitiva. En realidad los padres ignoraban el incipiente romance, pero él insistió en “expresar a Eugenia todo su amor en esta serenata”. Cuando empezó la canción, se entreabrió silenciosamente una ventana: “Ella escuchaba”.
“Adiós para siempre, mitad de mi vida,
un alma tan solo teníamos los dos…”
¿Cómo que “mitad de mi vida”?, ¡Como que “un alma tan solo”!, habrá pensado aquel padre celoso…
“Porqué nos separan, no saben acaso,
que pasa la vida cual pasa la flor”
¿Qué es eso de “por qué nos separan”?.! El padre había descubierto el secreto romance de la hija ¡.Hubo pasos apresurados en el interior de la casa, la ventana se cerró con cierta violencia y la verdad es que, sin esperar agradecimiento alguno, partimos raudos hacia mejores horizontes.
Así, entre generosas muestras de agradecimiento y algunas agrias manifestaciones de quienes prefieren el sueño al romanticismo de una canción, nos fuimos acercando a los límites del pueblo y a la llegada del amanecer.
La última dedicatoria fue para la familia del canchero del club. La casa estaba bastante retirada de la vereda. Por eso, abrimos silenciosamente la puerta de alambre tejido del cerco y ya en la puerta del frente, dedicatoria mediante nuestro cantor entonó su pasodoble preferido:
“Eran las monjas las madres,
del niño aquel que sin padres quedó…
La puerta comenzó a abrirse mientras el cantor continuaba:
—“… con ellas en el convento,
su infancia feliz pasó”.
Mientras la canción terminaba con la historia de aquel que “quería ser torero”, la dueña de casa, en camisón pero cubriéndose con un poncho, nos invitó a pasar a la glorieta que estaba al costado de la casa. Allí, cuando nos sentamos alrededor de una pequeña mesa, apareció el esposo con una botella de sidra y unos vasos.
Agradecimos aquella atención y pasamos un buen momento en compañía de esa gente tan amable. Allí, le pedimos que no abriera su sidra, sino que aceptara compartir tanto nuestra serenata como nuestro vino y fue así como aquella madrugada nos sorprendió bajo el color sepia del amanecer, brindando por la vida, con aquel oporto dulce y generoso que nos obsequiara Don Raúl.
Quizá no todo fue así, puede ser que algunas situaciones las haya adornado con algo de humor o de nostalgia, pero es la manera que encontré para poder recordar aquellas serenatas de antaño.
Los versos y canciones que menciono son:
“Almacén”. Poema de De Héctor Gagliardi.
“La vieja serenata”. Vals. Letra: Sandalio Gómez. Música: Teófilo Ibáñez
“Mis harapos”. Canción. Letra: Jorge Luque Lobos. Música: Marino García
“Dos que se aman”. Vals. Letra: Manuel María Flores. Música: Antonio Tormo
“El niño de las monjas”. Pasodoble. Autor Desconocido.
“De La vieja serenata”: “Un ¡muchas gracias! se oyó…

La plaza

Susana Olivera

 Se casó mi sobrina más joven. El almuerzo se extendió hasta casi las seis de la tarde y antes de que cada uno volviera a sus obligaciones, nos reunimos todos los hermanos y sus esposas en mi casa. No estábamos todos; faltaban los jóvenes que no se nos unieron, nuestros padres y mi marido que partieron tiempo atrás.
 Fue un momento muy feliz.
Cada uno habló de sus hijos, de sus nietos, de su trabajo y los dos mayores, entre los que me incluyo, por supuesto de la jubilación.
 Recordamos cosas de nuestra niñez, de cuando éramos estudiantes, de los amigos, de cuando estábamos de novio y enamorados, de los casamientos, de la llegada de los hijos, de nuestros padres… Cuánta nostalgia en esos recuerdos. Cuántos “¿te acordás?”
Pero al borde de la nostalgia, y justo cuando se nos estaba por hacer metástasis de nostalgia que duele en todo el cuerpo, aparecieron las anécdotas de cuando jugábamos todos en la plaza.
La plaza San Martín. Era como si fuera el patio o el jardín de nuestra casa.
Y allí nos reuníamos una pandilla bastante numerosa de chicas y chicos de edades diversas; algunos preadolescentes –como yo– otros un poco más jóvenes. Y llevábamos también a mi hermano menor en el cochecito. Además, éramos de condiciones sociales muy diversas: apellidos muy rimbombantes que vivían en casas muy bellas, hijos de empleados como nosotros, los hijos de los porteros de los edificios. Teníamos la inocencia propia de nuestros pocos años… solo nos interesaba el juego juntos, compartido.
 No había peligro allí. Llevábamos nuestras bicicletas, los patines a rueditas con correas que se salían siempre, una especie de triciclo pero que se manejaba con los brazos como si remáramos y carritos de madera que fabricaban los varones y se arrastraban con sogas detrás de las bicicletas o bien a mano, corriendo. Había un “vehículo” que envidiábamos: un sulky con un hermoso caballito delante. También los zancos, fabricados por los varones. Infinidad de juegos: trompos, bolitas (el hoyito y quema), figuritas (la tapadita), rayuela, carreras, escondida, popa, rango.
Recordamos los personajes que eran habitués de la plaza y que una de nuestras obligaciones era molestarlos. Uno, el guardián de la plaza, al que llamábamos “Cuero de vaca” o “Tobiano”, porque tenía toda la piel manchada; el vendedor de huevos –el güevero–, un turco a quien se le acercaba la bandada de chicos ante su terror y le arrebatábamos los huevos que llevaba en una bandeja. Gritaba desesperado, invariablemente: Nu tuca los bebos, los bebos se caen, los bebos se rompen, la mama los paga, la mama los reta, la mama les pega”.
Toda esta cantinela nos hacía llorar de la risa y seguíamos con nuestra broma hasta que el hombre cruzaba la calle. Eso lo teníamos prohibido.
También estaba el vendedor de diarios, un eterno borracho al que llamábamos “Jabalí”. Se indignaba cuando lo llamábamos así y repartía coscorrones a diestra y siniestra. El juego consistía en no dejarse golpear y arrimarse a él lo más posible.
Pero… pero lo mejor de todo era la banda de música…
La banda de música iba a la plaza a la noche una vez por semana. Ese día era de fiesta. Desde temprano nos agenciábamos el permiso para ir después de cenar lo que no era fácil en nuestro caso; además robábamos limones a nuestras madres. Por otro lado, había que juntar cascarudos. Lo hacíamos todos, incluso desde días antes.
Partíamos los limones por la mitad y los comíamos –o hacíamos que los comíamos– frente a los instrumentos de viento. Se les llenaban de saliva y tenían que desagotarlos a cada rato.
Los cascarudos tenían doble función: por un lado, los tirábamos disimuladamente dentro de los cornos y trompetas que, lógicamente se tapaban. Pero lo más gracioso era tirarlos sobre los timbales. Cuando los golpeaban con los palillos salían rebotando tan alto como fuerte fuera el golpe.
La “fiesta” se terminaba cuando llegaba “Cuero de vaca” y había que salir disparando.
Pienso qué fácil era a veces ser feliz cuando niños. Qué simples eran nuestros juegos, qué necesidad de aire libre, de estar junto a otros chicos, de correr, trepar, moverse.
¿Cuándo se terminó para mí? Una noche que jugábamos a treparnos al Monumento del general San Martín (ahora está cercado) y correr por los bordes, me vio mi tía Juanita. Fue escandalizada a contarles a mis padres que yo –una señorita– jugaba como si fuera un varón y con los varones. 
No valieron ruegos, llantos, enojos. Se acabó para mí la infancia.

Muslo o pechuga

Alicia Del Valle

Pretender solicitar variados menús en 1958, años más, años menos era complicado.
Por empezar, la comida se preparaba en casa. Era alimento casero.
La oferta comestible era reducida. Nos abastecíamos en almacenes donde se vendía todo suelto, azúcar, fideos, aceite, etcétera.
Recuerdo al almacenero y su habilidad increíble para embolsar azúcar usando solo un papel rectangular blanco. Hacía una especie de repulgue con sus dedos índice y medio, que finalizaba con dos orejitas que se asemejaba a una empanada de papel.
No existían pollerías como las hay ahora. No había shoppings ni supermercados.
En general las casas, de una planta, eran grandes. En la mía había fondo y un patio de considerable dimensiones.
Mi padre, en un sector final del terreno, esquina derecha, lo cercó e instaló un gallinero con dependencias de refugio para las aves.
Teníamos una ponderable cantidad de gallinas ponedoras y cluecas (estas eran, creo, las que empollaban los huevos) y el gallo, amo del lugar.
En un tiempo establecido nacían los pollitos. Había que alimentarlos diariamente con maíz, ayudar a que sobrevivan todos era una gran aventura para mí y un desafío para mis padres. Cuando eso se lograba, con engorde incluido, todos sabíamos que se acercaba el deseado plato “pollo al horno con papas”.
Sacrificar al animal que calmaría nuestros apetitos era el problema.
 “Conmigo no cuenten”, decía mamá, mi hermano desaparecía y la tarea quedaba a cargo de mi padre y la tía Maruca, experta en estos menesteres de mandar a mejor mundo al pollo.
 Era un proceso manual, que se hacía cada tanto por lo complicado y truculento.
Luego del sacrificio, había que desplumarlo, para lo cual mi papá lo sumergía en un recipiente con agua caliente para facilitar la tarea.
Una vez desplumado, se limpiaba, se utilizaban los órganos internos, menudos, para hacer guiso de arroz.
Nada se tiraba, todo lo comestible se aprovechaba.
Era un trabajo sórdido y sucio; pero se tenía que hacer, si lo queríamos comer.
La carnicería del barrio lucía de vez en cuando unos pollos amarillentos, colgados de unos ganchos, que parecían de cera. Inspiraban mucha desconfianza, aunque el carnicero afirmaba muy seguro que eran frescos.
El gallinero con el tiempo se clausuró, se sospechaba que podría contribuir a agravar el asma de mi madre y se convirtió en un lindo jardín.
Eran épocas también en que se engordaban las pavitas para las fiestas navideñas.
No tengo registro de quién se encargaba del cadalso para el pavo, solo el vago recuerdo de él en el jardín de mi casa, mezclándose entre las plantas.
Mi madre lo engordaba con sopa de pan y ajo para que quedara suculento y cuando se acercaba el final le daban coñac para marearlo.
Los tiempos corren muy de prisa, ya dejo esto para después. Me voy a comer a la Avenida un filete de pechuga grillada y gratinada.
Por suerte, hoy, otros se encargan de los trapos sucios.

Santa Rosa

José Mario Lombardo

¡Como se vino aquella tormenta!
Promediaba setiembre, desde principios de agosto el sol castigaba fuerte y ni un chaparroncito aliviador, ni una brisa del sur aparecía siquiera para refrescar la noche.
Pero ese clima agobiante con esa calma chicha, los hormigueros que hacía días se abrían como una flor, el tordillo que siempre pastaba tranquilito en la vía corriendo como un enloquecido y los pájaros que en bandadas que no se decidían hacia dónde ir, anunciaban ceremoniosamente la función.
El grito del primer trueno sonó como una clarinada de alerta. Por el sur, unos nubarrones negros avanzaron amenazantes, un orgulloso remolino de tierra sopló su furia buscando el cielo y el sol cayó derrotado.
¡Tormenta de viento!
Doña Dominga apareció en el patio del fondo con el frasco de sal gruesa y hacha en mano, porque esa tormenta había que cortarla, y allá fue la cruz con el hacha y la sal al aire como granizo.
¡Qué va a cortar!
La primer ráfaga no la sentó de traste, porque veloz como un rayo buscó reparo en la letrina. La segunda ráfaga levantó una chapa del gallinero y la estampó con tanta furia contra el tapial, que “El Negro” (mi gato), ante el estrépito, saltó hacia el centro de la cocina con el lomo hinchado, la mirada amenazante y listo para el zarpazo.
Doña Dominga, disparando de la letrina con el hacha enarbolada, parecía la mágica sacerdotisa que con sus conjuros, alimentaba la ira de los dioses, mientras que el viento se regodeaba con un techo, le enrollaba las chapas como un pergamino y las impulsaba con rabia contra el eucaliptus de Don Pedro que allá, en el centro de la manzana, aguantaba a pié firme los tremendos bandazos.
La puerta del frente se arqueaba porque un gigante la empujaba con una fuerza inusitada. Por momentos, parecía, que la tranca al ceder saltaría por los aires con puerta, ventanas, techos. Todo.
Se cortó la luz y las velas, tímidamente, temblequearon en la penumbra. Un polvillo como talco se filtraba por la hendijas y opacaba los pisos que sonaban “zip”…”zip”…al caminar.
Afuera volaron pájaros, tordillo, hormigueros, yuyos. Se volaba el mundo.
En el medio de la cocina, hipnotizado por la luz negra de la ventana, “el negro”, agazapado y desafiante, mostraba su instinto felino atento al ataque final.
Con las primeras gotas el viento comenzó a ceder. El gigante se alejaba apuntando su fuerza hacia el norte.
Y todo se fue aplacando hasta que por un instante, reinó una misteriosa calma donde hasta los pájaros no cantaron.
Esa fue la señal: dicen que llovió como trescientos. ¡Vaya uno a saber!
Sin viento, caía agua tupido y a plomo. Los galpones del Ferrocarril, el tanque y la chimenea del molino desaparecieron borrados por semejante aguacero. El calor sofocante, que se había adueñado de la casa, escapaba por las ranuras y los techos de chapa redoblaron parejito mientras calmaban la sed de los aljibes.
Cuando aparecieron las primeras goteras, palanganas y ollas ejecutaron su concierto de gárgara cantarina y el agua, dibujaba en el piso lamparones transparentes que la escoba comenzó a pechar por los umbrales. La pelota de goma, que estaba pinchada y habíamos quemado con una aguja caliente para inflarla, estaba clavada en el barro del patio.
Ahora todo era lluvia.
Apareció otra vez Doña Dominga cubriendo su cabeza con un hule, caminó torpemente hasta la letrina y volvió con el frasco de la sal que había olvidado en la disparada.
Se escucharon unas taloneadas en el pasillo vecino, era el José que corrió por la vereda, recuperó un cajón de fruta vacío que había volado y, veloz como un diablo, a las patinadas se refugió en el mercadito. Cuando cerró, la puerta fiambrera sonó como un latigazo.
Un limón que había rodado hasta la cuneta miraba como el carro del lechero pasaba parsimoniosamente anunciando ufano la imposibilidad de interrumpir su rutina.
El olor a frito anunciaba que tortas y buñuelos ayudarían a partir la tarde por la mitad y el silbido de la pava congregaba para el matecito dulce de la cinco.
Mientras la grasa gorgoteaba en la sartén, las chapas ya canturreaban bajito, porque la lluvia se iba convirtiendo en una fina llovizna.
Aquel día, “Poncho Negro” se llamó a silencio. Con su compañero “Calunga” se perdió enancado en el vendaval que nos había dejado a oscuras.
Lentamente fue llegando la calma.
Cesó de llover.
Con el primer trino, el sol volvió a salir.
Todavía tendríamos luz para mirar la tarde.

Pd. “Poncho Negro”. Programa radial de los años “50” que se transmitía después de las cinco de la tarde.

Mis abuelos

Noemí Irene Peralta

No conocí más que un abuelo, mi abuelo paterno; pero ya tenía ochenta y cinco años cuando yo nací en mil novecientos cuarenta y uno; falleció a los noventa y tres años.
Al compartir tan poco tiempo con él y ser yo muy chica, no preguntaba mucho por cómo había sido su vida, de la cual me enteré cuando fui mayor.
Por lo que recuerdo, era un hombre delgado, de bigotes y no muy alto y era de Tostado, en el norte de la provincia de Santa Fe.
Al principio de mi niñez, venía de vez en cuando a casa, con una de mis tías que lo cuidaba, luego debido a su edad dejó de venir, pero como mi padre era muy familiero, íbamos todos los domingos al mediodía a visitarlo junto con mis hermanos. La comida dominguera era siempre arroz con pollo.
En ese entonces no comprendía porqué mi madre nunca nos acompañaba, pero no preguntaba.
También visitábamos a quien era mi madrina de bautismo, que era una prima de mi padre, pero mi madre tampoco iba a su casa. Cuando fui adolescente de a poco me interesé en conocer los porqué, y al ir preguntando, me enteré que la familia de mi padre tenían una candidata para el casamiento destinada a mi padre, cosa que él no aceptó y su familia entonces despreciaba a mi madre.
De mi abuela paterna solo sé lo poco que me contó mi padre, que mucho no sabía, porque falleció cuando él nació.
De mi abuela materna sé todo lo que me contaba mi madre, que la adoraba y admiraba mucho. En sus fotos se ve una mujer elegante con su corte a la garzón, como se decía entonces, su sombrerito, sus zapatos con presilla y taco ancho, vestidos de talle bajo... Recuerdo una imagen, especialmente, en el parque Independencia junto a mi madre y mis tías adolescentes. Falleció muy joven, a los cuarenta tres años, por ese motivo tampoco la conocí, solo tengo esos recuerdos atesorados por mi madre y sus fotos.
Mi abuela se separó de su marido muy joven aún, así que ni siquiera tenía una foto de él; pero mi hermano, indagando en los lugares donde se asientan la llegada de los inmigrantes españoles, pudo obtener una foto de él de los archivos correspondientes. Así, hace unos años conocí la cara que tenía mi abuelo paterno, gracias al tesón en su búsqueda de mi hermano.
Mis abuelos maternos habían venido de España muy jovencitos, no sé cómo se conocieron en Rosario y se casaron, él con diecisiete años y ella con tan solo quince. Tuvieron tres hijas, de las cuales la menor era mi madre, y luego se separaron.
Mi abuela Ana, que así se llamaba era la abuela que hubiera querido conocer y compartir su vida, llegué a quererla mucho aunque solo tenía los recuerdos de mi madre.
Siempre añoro esos momentos no compartidos, que me mimaran, me contaran cuentos, me malcriaran como hago yo, ahora que soy abuela y disfruto con mis nueve nietos que son para mí una bendición en mi vida.
Me imaginaba en mi niñez a las abuelas gorditas, con un delantal amplio protegiéndole los vestidos largos, sus cabellos blancos recogidos en un rodete. Quizás porque así era la abuelita de una amiga de la infancia.
Nuestras mesas familiares cuando nos reunimos son muy alegres y bulliciosas. Somos familia numerosa, pues tuvimos cinco hijos que se completan con otra generación de nueve nietos.
Así, hubiera querido que fuera mi niñez, con abuelos a quienes querer y con quienes compartir las reuniones familiares.

Vendedores ambulantes

Noemí Irene Peralta

Cuando era niña, allá por el año 1946, nos mudamos del centro a una casa más amplia, pues ya éramos tres hermanos y mi padre decidió que necesitábamos más espacio y un patio grande con muchas plantas. A mis padres les gustaba mucho la naturaleza, pero era mi madre quién más sabía de plantas y de ella heredé ese hermoso legado.
Era una casa de dos pisos con mucho espacio y habitaciones y con un fondo arbolado de frutales, como lima, limón, pomelo, manzano, peral, quinoto, además de algún arbusto u otras plantas ornamentales, con hermosas flores.
Estaba ubicada en la calle Vieytes a media cuadra de bulevar Rondeau. En ese entonces era una zona muy tranquila y por esa calle transitaban muy pocos vehículos, lo que hacía que pudiéramos jugar tranquilamente en la calle.
Recuerdo que en esa época venían variados vendedores ambulantes, diariamente algunos como el panadero, el verdulero, el sodero, el diariero y el lechero.
El lechero era de nacionalidad vasco, venía con su vehículo y con grandes tarros llenos de leche, vestía todo de blanco con una boina negra y alrededor de su cintura llevaba una faja de tela negra, que le daba varias vueltas.
Bajaba un tarro menor y ponía en un jarro de metal medidor, supongo de uno o dos litros, la leche que íbamos a comprar, la cual volcaba en una jarra nuestra para tal fin.
La leche se hervía religiosamente, pues no existía la pasteurización. Cuando se enfriaba. se formaba una capa gruesa de nata, que a ninguno de nosotros los niños nos gustaba.
Los sifones del sodero eran de vidrio, pues aún no se había inventado el plástico.
De vez en cuando venía a vender su mercadería “el alemán”, que así llamábamos a quien traía embutidos y quesos de muy buena calidad.
Todos los días venía el diariero, y mi padre compraba “La Capital”.
Los domingos la entrega se completaba con las revistas para el resto de la familia.
Para los chicos el “Billiken”, “Patoruzú”, “Patorucito”. Para mi madre, “Radiolandia”, “Para Ti”, “Vosotras” y no recuerdo cuántas más. Éramos ávidos lectores.
Los demás alimentos los comprábamos, en la carnicería o el almacén. No había supermercados. No recuerdo en qué año comenzaron a proliferar.
En el almacén se podía comprar de todo, no solo alimentos, artículos de limpieza y de bazar.
En los pueblos se llamaban almacenes de ramos generales.
Sí había grandes mercados. Yo conocía uno en el centro en calle San Juan y otro en bulevar Avellaneda, cerca del Club Rosario Central. Allí, se podía comprar hasta pescado fresco. Quizás haya habido otros, pero lo ignoro.
Pasaban también los carros tirados por caballos, que compraban cualquier artículo en desuso y se anunciaban a voz en cuello su actividad.
Otro personaje de esa época eran los colchoneros. Como los colchones eran de lana de oveja, esta con el tiempo se apelmazaba y el colchón parecía duro, así que estas personas venían a nuestra casa y realizaban el trabajo de escardar esa lana y luego en un cotín nuevo ponían la lana escardada, que había quedado suave y más abultada.
El escardado se hacía con un elemento muy original. Eran dos planchas de madera una fija y la otra movible, con pinchos de metal donde se enfrentaban las dos maderas curvas. La superior se deslizaba con un vaivén y la lana, así, se iba separando de sus nudos. Al final, quedaba una montaña de lana muy suave. Luego de rellenar el cotín, lo cosían para cerrarlo con unas agujas curvas muy grandes.
Cuánto tiempo ha pasado y cuántos cambios ha habido desde que yo era niña.

Nos fuimos adaptando poco a poco a otras cosas, otras costumbres; pero es bueno recordar tiempos pasados que para mí fueron muy felices.

martes, 3 de mayo de 2016

La tercera estación

Susana Olivera

A ver, díganme. ¿Grabaron sus nombres?- pregunté a los ancianos que se mostraban muy ansiosos.
No, no lo hubiéramos nunca lastimado así.
Pero un corazón sí le grabaron ¿verdad? Una fecha, algo que los haga recordar ese hecho.
No, hijo… no lo lastimamos nunca.
Habíamos cambiado nuestro Fiat 600 por un auto más grande, con cuatro puertas –un Siam Di Tella– y en ese entonces, 1974, los autos nuevos debían asentarse. Es decir por un tiempo llevarlo a determinada velocidad, correr por ruta, a una velocidad uniforme, sin detenerse y arrancar continuamente, como se debe hacer en la ciudad; llevarlo a control a determinado kilometraje, etcétera: nuestro auto estaba “en ablande”. Decidimos entonces hacer un viaje a Tanti e invitar a mis padres políticos, que estaban sumamente orgullosos del nuevo auto. Era el mes de marzo.
Camino a Córdoba, nos pidieron que pasáramos por Ordóñez, una población a la que se llegaba por la ruta provincial número 6, población que está a unos ochenta kilómetros de Villa María y cuarenta y cinco de Bell Ville.
Estábamos paseando, de manera que no tuvimos inconveniente en hacerlo.
Los dos ancianos no paraban de hablar y de recordar anécdotas de su paso por esa estación. Estaban tan entusiasmados por volver que no se escuchaban: uno hablaba y el otro lo interrumpía constantemente sumando detalles a sus recuerdos. Me llenaba de ternura verlos tan juntos, tan afectuosos, tan llenos de “¿te acordás?” después de sus cincuenta años de matrimonio.
Nos contaron que Ordóñez fue el tercer destino que tuvo mi suegro como jefe de estación.
Recordaban que era una población pequeña, pero con una colonia de agricultores y ganaderos importante.
Las tierras eran buenas, se cultivaba alfalfa y cereales… También había caza y muy buena: perdices, martinetas… Ah, les cuento: una vez después de una cacería…
Pero había un inconveniente muy serio, el agua. La calidad del agua era muy mala, tenía arsénico y no era buena para consumo. Muchos pobladores tenían aljibes en los que recogían el agua de lluvia; otros, la recogían de los techos en enormes fuentones que ponían bajo los aleros- interrumpió Pina.
Por suerte a nosotros nos llegaba el agua en tanques desde Río Tercero.
De todas formas nos acostumbramos a cuidarla: no se derrochaba en riego y se re utilizaba cuando era posible- volvió a interrumpir la anciana. Por ejemplo, el agua de cuando nos bañábamos se usaba para el inodoro.
Sin embargo había quienes la consumían. ¿te acordás cómo tenían las manos ásperas y todas cortadas?
Sí que me acuerdo. Había zonas bajas que se inundaban y hacía que el agua de las napas fuera más dulce.
Pero tenía arsénico lo mismo, aunque en menores cantidades- no daba su brazo a torcer el anciano.
Era una zona de viento y tierra. Todos los días teníamos ese fenómeno que nos acobardaba. Si me acordaré… teníamos que poner bolsas mojadas bajo las puertas y en los marcos de las ventanas para que no entrara la tierra. Pero a pesar de todo, entraba igual. Se sentía los granos de tierra en la boca y constantemente había que cubrir los muebles para que no se ensuciaran.
El trabajo en la estación era intensísimo: trenes enteros se cargaban con trigo, con alfalfa, con cereales. Para poder completar la tarea debíamos trabajar doce horas diarias y hasta los domingos- recordaba el “jefe de estación”.
Claro, Natalio. Todo se hacía por tren, si no había caminos pavimentados. El camión no se había hecho presente. ¡Cuánto trabajo, hijos, cuánta lucha!
Cuando llegamos, los dos se quedaron sorprendidos con el cambio de clima: no había viento y tierra, y el día era agradablemente templado. También se sorprendieron por las calles pavimentadas y la cantidad de gente que se veía. No era así en 1936, que fue cuando ellos vivieron ahí. Entonces la población era de unos tres mil habitantes.
Recorrieron la estación actual, que mostraba algunas mejoras desde su época. Iban adelante de nosotros del bracete, sin parar de hablar.
Nos habían contado que Diógenes Gianelli, un vecino, estaba forestando su estanzuela para tratar de “cortar” los vientos. Habían trabado amistad y en una visita, este vecino les regaló un eucaliptus. Ellos –después de buscar cuidadosamente el lugar– lo plantaron en el patio de la casa que el ferrocarril les cedía.
Es lo que querían ver. Les permitieron acercarse: y allí estaba el árbol, enorme, frondoso, corpulento.
Los ancianos se cobijaron un momento bajo su sombra. Nosotros nos alejamos para permitirles recordar el tiempo cuando eran jóvenes, estaban llenos de esperanzas y luchando por el destino de ellos y de sus tres hijos.
 Los mirábamos de lejos… ellos continuaban su emocionada charla. Sus cabezas blancas, juntas, casi tocándose, sentados en un banco uno al lado del otro, mirándose. De vez en cuando, una mano señalaba algún pájaro que se atrevía a acercarse. Otras veces, esa mano sujetaba la mano del otro. Reverdecía la ternura del ayer, de épocas que creían olvidadas; pero que estaban allí, bajo ese árbol que les daba su frescura, plantado entonces, cuando enfrentaban el vivir, por sus manos laboriosas. 
Evidentemente, no necesitaban grabar sus nombres dentro de un corazón en el árbol. Los tenían grabados dentro de ellos.

Historias de familia


Marta Susana Elfman

Entre los años 1885 y 1889 llegaron al país a bordo del barco Weser, un grupo de inmigrantes rusos judíos proveniente de Kiev, traídos a nuestro país por el Barón Hirsch. Venían a un nuevo mundo en busca de paz y libertad, al dejar su Rusia natal perseguidos por los hombres del Zar (los pogrom).
Entre ellos llegó Mauricio Elfman, mi abuelo paterno.
Se establecieron en una colonia agrícola en Entre Ríos con centro en Basavilbaso, donde fueron conocidos como los gauchos judíos a raíz de un libro de Alberto Gerchunoff, del cual también hicieron la película. Algunos se acordarán.
Es el comienzo de mi familia (rama paterna), el zeide, como decíamos nosotros, que significa abuelo en idish que es un dialecto del alemán.
Al poco tiempo se traslada a Buenos Aires, Capital Federal, dado que su profesión no tenía que ver con la tierra: era peletero, cuando usar un tapado de piel era el sueño de toda mujer y no era un crimen.
Se casó en este país, donde nacieron sus cuatro hijos, entre ellos mi papá: Antonio, David, José y Marcos.
Recuerdo con gran cariño a ese hombre alto, dulce, con estilo europeo en su vestir, que hablaba un perfecto castellano además de su idioma natal, idish y francés.
El zeide instala su negocio en Pellegrini 608 de Capital, la peletería Colón, pues estaba enfrente de dicho teatro antes del ensanche de la venida 9 de julio.
Era unos se esos típicos locales largos con grandes vidrieras y espejos, probadores y unos roperos vidriados de donde colgaban los importantes tapados de piel. Todo esto me lo conto mi papá.
Bueno contando un poco de mí, a partir de mis tres años pasé a vivir con mi tío Marcos, mis primos y por supuesto el zeide (la causa pertenece a otra parte de mi historia).
De los primos yo era la mayor. A mis seis años, Daniel tenía cinco y Liliana tres; y, por supuesto, el que nos malcriaba era el zeide.
Los domingos el tema era levantarse e ir a saltar arriba de su cama hasta que nos descubría mi tía.
Por la noche nos venía a dar un beso y las buenas noches; pero lo que más nos divertía era cuando venía un hermano de él, los sábados por la tarde, a jugar al dominó, hasta que perdía y se enojaba y se peleaban en idish. A todo esto nosotros nos sentábamos detrás de un sillón grande que había en el living, pues nos divertía y de paso aprendíamos malas palabras en idish.
Fue una época que recuerdo con tanto cariño de mi infancia.
Vendrían después otros años y otras historias y cómo llegué a Rosario con tan solo 10 años. 

Crisol

Victoria Steiger

No sé si lo tengo armado para contar, pero me pareció un lindo tema para escribir.
Cuento en mis relatos en estos dos años que comparto “Contame una historia”, momentos de mi vida: viajes, “diabluras” y distintas experiencias.
Pero todo lo aprendido, vivido, creo que tiene una base. Pasa por, digamos, raíces o mezclas de generaciones anteriores.
No soy una especialista en distintas culturas.
Mi visión es muy chica y ubicada en mi propio entorno, pero en nuestro país hay una buena cantidad de intercambios culturales.
Mi idea no es armar mi árbol genealógico, sino simplemente y a mi forma básica de relato, expresar mi “mezcla” de influencias que quizás sea la de muchos en nuestro país.
Con esto, quiero contarles un poco cómo influyen en los usos y costumbres de la vida cotidiana en cada familia.
Mi papá era hijo de madre de origen italiano y alemán, y padre de origen suizo alemán.
En casa de mis padres aprendí a saborear y a cocinar distintas comidas.
El clásico pucherito, si venía con choclo y caracú era de primera, locros completos, empanadas y todas la especialidades bien de acá. Pero… ¡las comidas de mi papá o de mi mamá eran tan ricas y distintas!
Mamá hacía tortas de las clásicas alemanas. No me animo a escribir los nombres porque los sé pronunciar pero… mejor se las cuento: una era como arrollado de masa muy fina con manzana, canela, pasas de uva; otra, de chocolate rellena de dulce ácido esto en cositas dulces. En comidas hacía unas cuantas: unas torrejas de papas ralladas y fritas, que para el batallón que éramos resultaba un evento; otra que consistía en unas carnes cocinadas a la cacerola con abundante condimento, que ella servía con unos ñoquis hechos a mano.
Todas esas cosas a mi papá le gustaban; pero su raíz italiana era fuerte: las pastas con un súper estofado ganaba a cualquier menú.
Esto era una de las características que todos heredamos de casa, las otras son difíciles de describir.
Las de la parte de educación, la disciplina, honestidad, el valor de la palabra dada y tantas cosas, que no sé si eran por la mezcla de “raíces” o propias de casa.
Todo en casa era como muy ordenado en horarios, permiso de salidas, vestimenta, estudio y tareas para limpieza o cocina, para colaborar en la vida diaria.
En las cuestiones de nacionalidad, mi padre no heredó más que las costumbres de la cocina italiana, en idioma tampoco, ya que venía de dos generaciones de argentinos natos.
Mi mamá aún conserva el idioma alemán que aprendió de su abuela. Actualmente, nosotros, sus hijos, le preguntamos varias veces por qué no nos enseñó y nos dice que papá no entendía nada y era muy difícil con la cantidad que somos (les recuerdo: ocho).
Esto lo experimenté en mi propia familia, les cuento: me casé con un hijo de polacos. Mi suegra y mi suegro llegaron a la Argentina después de la segunda guerra mundial.
Mi suegro, ingeniero, venía a trabajar con un contrato del General Savio en Fabricaciones Militares. El idioma lo empezaron a aprender en Inglaterra, donde quedaron al finalizar la guerra y se conocieron y casaron.
Acá tuvieron sus hijos y siempre seguían las tradiciones de su país al que no quisieron volver por razones políticas. Polonia estaba bajo el régimen soviético.
Claro, ellos en nuestro país fueron “olvidando” lo que pasaron en la guerra. De mis suegros tendría varios relatos para contarles, en este me quedo con las influencias en mi familia.
Como verán, yo venía con una mezcla interesante, pero lo que conocía de mi familia era quizás poco. La de mi marido fue muy importante en la crianza de nuestros hijos.
Les conté de las comidas preferidas en mi casa paterna. Bueno, ahora, aprender de los gustos de mi marido fue un poco más complicado.
Algunas de las cosas las fui probando en casa de mis suegros, que para Pascuas y Navidad seguían las tradiciones polacas y sobre todo para Nochebuena; que es comida sin carne, de varios platos y allá, es pleno invierno, ¡todo muy rico en calorías y de elaboración difícil y artesanal!
Hoy, que ellos ya no están, en casa se sigue esta tradición pero por suerte mis hijas han aprendido y cada una para las fiestas colabora con distintas especialidades.
Una hace un pescado (se sirven dos de distintas formas) otra aprendió los “pierogui”, que son como capeletis rellenos de puré de papas y queso blanco que se comen con salsa de cebolla y crema.
Hay sopa de remolacha, ensalada de hongos y con todo esto dos postres que con el correr de los años pasó a un helado, que es más fácil. Por supuesto, nadie se queda con hambre.
Con este tema de las comidas hay mucho para contar, pero si este relato los agarra con hambre sería muy difícil de leer si se está haciendo una dieta estricta.
Volviendo a lo que escribí sobre el idioma alemán que mi madre no pudo enseñarnos, nos pasó en casa. Cuando nació mi hija mayor nos propusimos hablar con ella en polaco. Yo, cuando estábamos de novios con mi esposo, aprendí algunas lecciones básicas y para el nivel “bebé” llegaba.
Al año siguiente, nació nuestro segundo hijo, seguimos intentando con el idioma. Las cosas se complicaron cuando eran más (son cinco) y ya un poquito más grandes siguió mi suegra enseñándole a todos los nietos juntos.
Claro, eran muchos y de distintas edades. Los mayores aprendían un poco más y los chiquitos como mi hija menor, jugaba o se dormía una siesta.
Actualmente las cosas quedaron así: la mayor entiende algo, el segundo vive en Polonia y se fue con lo que aprendió con su abuela, que era básico, y el resto tiene nociones.
A todos les hubiese gustado saber más pero…
Eso sí, hay muchas canciones que conocen y cantan. La principal es la que se canta en los cumpleaños o los acontecimientos importantes. Se llama “Sto Lat”, que significa cien años.
Esta canción trascendió al resto de mi familia, tíos primos y a algunos amigos que la usan o la reclaman en sus respectivos cumpleaños.
Bueno, amigos espero que no les sea muy largo mi relato y me cuenten como les fue en su familia con su propio “crisol de razas”.

¡Hasta la próxima!