José Mario Lombardo
“Las
Nochebuenas” eran largas. Después de la comida, se prolongaba una sobremesa
donde corría la sidra, se desgajaba el pan dulce, crepitaban los turrones y abundaban
las charlas y discusiones más inesperadas
Cuando
nos despedíamos, habiendo agotado los líquidos, dulces y diferendos, regresábamos
cada cual para su casa, en busca del descanso largo y reparador que nos
conduciría hacia la mañana de Navidad.
Sin
embargo, esa noche algo ocurrió antes del sueño.
Recuerdo
aquella serenata. Ya estábamos acostados cuando alguien golpeó el postigo de la
ventana de la cocina: “Dedico esta serenata para Angelita, Pepe y familia”, dijo.
Sonaron
unos acordes de guitarra y en la penumbra del patio, se escuchó una voz
entonando un vals:
“Será
una pincelada de viejas tradiciones
“y
el son de las guitarras dirá que no murió”
Nunca
se me borró esa rara impresión. Escuchar en la oscuridad el sonido apagado y
dulce de la guitarra, la voz del cantor diciendo aquellos versos: “Muchachos
esta noche saldremos por los barrios” y el sortilegio de la simple y amable
dedicatoria, me marcó uno de los instantes irrepetibles de mi vida.
Cuando
el cantor terminó y se llamó a silencio, yo sentí que mi padre habría el
postigo y decía: “muchas gracias”. Después, me enteré que había entregado una
botella de sidra.
Pasó
un tiempo (acaso unas cuatro o cinco Nochebuenas) y un día, ya un poco más grande,
decidí con unos amigos, salir de serenata: “Muchachos esta noche, saldremos por
los barrios”.
Guitarra,
no teníamos. Carecíamos del instrumento. No tuvimos más remedio que remplazar
la guitarra por una armónica, que yo ejecutaba con algunas deficiencias
musicales, pero confiábamos plenamente en la buena estrella de nuestro cantor.
Porque cantor, teníamos; él había crecido al influjo de Antonio Tormo en lo
criollo y además era un buen intérprete de música española, siguiendo la
escuela de don Miguel de Molina, El Niño de Utrera o algún cantaor que alguna
vez visitara el pueblo con “El Tronío”.
Una
de las primeras estaciones fue el almacén de la esquina de Doña Susana y Don Raúl.
Allí, optamos por dedicar unos versos de Gagliardi que recitó uno de los
muchachos:
— “Una cortina en la
entrada
— “a rayas en vertical;
—varios paquetes de sal,
—las conservas
alineadas…”
Escuchamos
movimientos en la casa mientras nuestro artista concluía:
—“¡Yo que tuve la
fortuna
—de
conocerte en mi barrio,
—te
regalo este rosario
—de
carozos de aceituna!”
Don
Raúl, con su voz ronca, nos dio las gracias y nos obsequió una botella de un vino
oporto dulce y oscuro.
En
la mitad de la cuadra vivía un amigo de nuestro cantor. Él solicitó el
privilegio de ofrecer su serenata, pero para mí eligió mal. No se puede dedicar
a un amigo una canción que diga:
— “Vas rozando las
hilachas de mis trágicos harapos,
—una mueca de ironía mi
miseria te arrancó,
—¡también ríen en los
charcos los inmundos renacuajos,
—cuando rozan el plumaje
de algún cóndor que pasó…”
El
cantor, llevado por su entusiasmo trovero, evidentemente no se daba cuenta de
las cosas que le estaba diciendo al amigo, pero se notó que el amigo sí estaba
atento al significado de aquellos versos, porque nos despidió con evidentes
malos modos.
Pero
la situación más difícil se nos presentó en la esquina donde vivía la noviecita
de uno de los integrantes de la comitiva. En realidad los padres ignoraban el incipiente
romance, pero él insistió en “expresar a Eugenia todo su amor en esta
serenata”. Cuando empezó la canción, se entreabrió silenciosamente una ventana:
“Ella escuchaba”.
— “Adiós para siempre,
mitad de mi vida,
—un alma tan solo
teníamos los dos…”
¿Cómo
que “mitad de mi vida”?, ¡Como que “un alma tan solo”!, habrá pensado aquel
padre celoso…
— “Porqué nos separan,
no saben acaso,
—que pasa la vida cual
pasa la flor”
¿Qué
es eso de “por qué nos separan”?.! El padre había descubierto el secreto romance
de la hija ¡.Hubo pasos apresurados en el interior de la casa, la ventana se
cerró con cierta violencia y la verdad es que, sin esperar agradecimiento
alguno, partimos raudos hacia mejores horizontes.
Así,
entre generosas muestras de agradecimiento y algunas agrias manifestaciones de
quienes prefieren el sueño al romanticismo de una canción, nos fuimos acercando
a los límites del pueblo y a la llegada del amanecer.
La
última dedicatoria fue para la familia del canchero del club. La casa estaba
bastante retirada de la vereda. Por eso, abrimos silenciosamente la puerta de
alambre tejido del cerco y ya en la puerta del frente, dedicatoria mediante
nuestro cantor entonó su pasodoble preferido:
— “Eran las monjas las
madres,
—del niño aquel que sin
padres quedó…
La
puerta comenzó a abrirse mientras el cantor continuaba:
—“… con ellas en el
convento,
—su infancia feliz pasó”.
Mientras
la canción terminaba con la historia de aquel que “quería ser torero”, la dueña
de casa, en camisón pero cubriéndose con un poncho, nos invitó a pasar a la
glorieta que estaba al costado de la casa. Allí, cuando nos sentamos alrededor
de una pequeña mesa, apareció el esposo con una botella de sidra y unos vasos.
Agradecimos
aquella atención y pasamos un buen momento en compañía de esa gente tan amable.
Allí, le pedimos que no abriera su sidra, sino que aceptara compartir tanto
nuestra serenata como nuestro vino y fue así como aquella madrugada nos
sorprendió bajo el color sepia del amanecer, brindando por la vida, con aquel
oporto dulce y generoso que nos obsequiara Don Raúl.
Quizá
no todo fue así, puede ser que algunas situaciones las haya adornado con algo
de humor o de nostalgia, pero es la manera que encontré para poder recordar
aquellas serenatas de antaño.
Los
versos y canciones que menciono son:
“Almacén”.
Poema de De Héctor Gagliardi.
“La
vieja serenata”. Vals. Letra: Sandalio Gómez. Música: Teófilo Ibáñez
“Mis
harapos”. Canción. Letra: Jorge Luque Lobos. Música: Marino García
“Dos
que se aman”. Vals. Letra: Manuel María Flores. Música: Antonio Tormo
“El
niño de las monjas”. Pasodoble. Autor Desconocido.
“De La vieja serenata”: “Un ¡muchas gracias! se oyó…