lunes, 27 de junio de 2016

Algo insólito

Noemí Peralta

Corría el año 1947, yo ya tenía seis años y, para ese entonces, vivíamos en la calle Vieytes, a media cuadra del bulevar Rondeau, del barrio Alberdi.
No hacía mucho que nos habíamos mudado desde Alvear y Rioja, que aunque era buena zona, la familia se había agrandado y ya éramos tres hermanitos –aunque la beba nacida hacía poco todavía no podía compartir los juegos– mis padres consideraron que debíamos tener mayor espacio para jugar.
La nueva casa era muy amplia, con planta baja y planta alta, en donde estaban los dormitorios, un baño y la terraza.
Tenía un hermoso jardín y muchísimo terreno para que disfrutáramos al aire libre nuestros juegos. En él también había árboles frutales y desde el jardín, en parte embaldosado, se pasaba al otro terreno por una cerca a ambos lados del caminito con un ligustrino a todo lo largo en la parte central.
En el final del terreno y separado de un alambrado, mi madre tenía gallinas y allí también había otros árboles.
Creo que era el año que cité anteriormente, quizás me equivoque, pero yo era de corta edad. Cierto día que estábamos jugando nos llamó la atención de ver en el cielo una nube oscura que se deslizaba por el cielo muy rápidamente, cómo sería nuestro asombro al ver que esa nube descendió y nos vimos invadidos de enormes langostas verdes. El susto fue mayúsculo y corrimos espantados. Nadie quería ir al terreno a jugar, ni al patio. Las langostas se comían todas las hojas de plantas y árboles. Yo nunca había visto nada parecido.
Cuando mi madre nos mandaba a llevarle la comida a las gallinas, nadie quería ir, pues debíamos cruzar por el caminito bordeado de ligustrina y esos terribles bichos saltaban de un lado al otro y, realmente, nos daba terror.
No supe nunca, porque no pregunté, cómo podía haber sucedido esa invasión, ya que creo que se usarían pesticidas en los sembrados del campo.
Nunca más he visto semejante cosa, pero me vino a la memoria hoy, viendo en una serie televisiva llamada “Exodo”, donde mostraban las siete plagas de Egipto y una de ellas fueron las langostas.
Es curioso cómo se disparan los recuerdos tan bien guardados en nuestra mente.

Navidad

Marta Susana Elfman

Llegaba Navidad y empezaban los preparativos. La familia se reunía cada año en una casa distinta, dentro de las hermanas que vivían en Rosario. Los demás hermanos la pasaban algunos en Buenos Aires y otras en Álvarez, un pueblo que se encuentra a solo treinta y tres kilómetros de Rosario.
Ese año íbamos de la tía Lala, que era la mayor de los 10 hermanos.
Tenía una casa confortable de esas antiguas, cuyo espacio más grande era el patio, razón por la cual para esa fecha era la más cómoda; Las hermanas se ponían de acuerdo días antes qué cocinaba cada una y los hombres se ocupaban de las bebidas y por supuesto el día antes en una gran olla, ayudábamos a cortar fruta para el clásico clericó. Se preparaba una gran tablón con caballetes con lindos manteles, donde toda la familia comía cómodamente.
Después de la doce y de brindar en familia, mi tío sacaba una mesa a la calle y el parlante donde cada vecino venía con algo para compartir y brindar. Mis tíos vivían en Montevideo entre Paraguay y Presidente Roca. Después de las doce, cerraban las esquinas cruzando un auto y, así, se compartía el festejo.
El tío Luis, esposo de la tía Junita, otra de las hermanas que vivían en Álvarez, trabajaba en una fábrica muy conocida por ese entonces de pirotecnia y todos los años colaboraba con una gran caja de artefactos lumínicos, que disfrutaba toda la cuadra (ruedas, velones, cañitas voladoras, rompe-portones, buscapiés y demás).
Como marca la tradición, mi prima Mariana, que por ese entonces tenía catorce años, me había invitado al gran evento de armar el árbol de Navidad. Era bastante grande y para mí, con mis doce años, era algo que disfrutaba.
Llevaba muchos adornos dado su tamaño, como unas frágiles bolas de todos los colores, pues las de esa época se rompían de nada; moños, muñequitos y colocábamos pequeños pompones de algodón, que imitaban a la nieve del hemisferio norte y el ultimo toque, además de la gran estrella coronando el árbol, eran unas velitas que venían en unos broches de metal, que se colocaban dispersas por cada rama del árbol, ya que en esa época no había luces de distintos tamaños, formatos y colores como en la actualidad.
Una de las observaciones de mi tía al pasar fue: “Chicas, le pusieron demasiado algodón”.
Por supuesto, no nos dimos por enteradas y seguimos hasta terminar nuestro trabajo, el cual admirábamos orgullosas.
Las velitas se prendían a las doce de la noche del 24.
Llego el día en cuestión y la familia se reunió en el gran patio. La comida era tanta, que el 25 se volvía para comer al mediodía todo lo que había sobrado de la noche anterior.
Sonando las doce de la noche, Mariana tomó la caja de fósforos y se encaminó al comedor a cumplir con su ritual de las velas en el arbolito de Navidad.
Fui tras de ella, pero no se me permitía colaborar en dicho evento , ya que no era la dueña del árbol.
Empezó por las ramas más altas y, cuando estaba llegando a la base, algunas de las velas se inclinaron y el gran árbol de Navidad tomó combustión instantánea; al escuchar nuestros gritos, llegaron en nuestra ayuda y con un par de baldes de agua se solucionó el incendio.
Mi tía nos miró y solo nos dijo dos palabras: “Demasiada nieve”.
Del árbol, literalmente, hablando no quedó nada. Nosotras, mientras la familia volvió a la mesa, quedamos de pie mudas ante una pared mojada y ennegrecida.
La fiesta siguió totalmente normal, mientras Mariana y yo estábamos en total silencio. Una de las primeras cosas que pensé después de ese momento fue “yo no toqué ni un fosforo”.

A partir de esa Navidad desaparecieron las velitas y, cuando el nuevo árbol se iluminó, estaban las pequeñas lucecitas en línea conectadas al tomacorriente.

Mi tío Baldomero

Noemí Peralta

Baldomero estaba casado con una hermana de mi madre. Era descendiente de españoles y criado en el campo, por lo que sabía tanto de animales como de plantas y era muy diestro con la pala, la azada y el rastrillo.
Un hombretón alto y grandote siempre dispuesto a ayudar a todos.
Conservo una foto de su casamiento con mi tía Ñata (apodo por su pequeña nariz). Él tan alto y, a su lado, ella tan bajita y menuda, que ni siquiera le llegaba al hombro. Ambos muy elegantes, y ella con un vestido largo y lánguido, según la moda de ese tiempo, que calculo sería el año 1935.
Ya siendo mayor, su familia se trasladó a la ciudad y fue cuando conoció a mi tía.
Se desempeñó en varios trabajos hasta que fue conductor de colectivos de la línea Expreso Alberdi donde estuvo por muchos años.
Siempre vivió en casas donde tuvieran terreno para poder cultivar su huerta. En sus patios siempre había alguna enredadera y una que me recuerdo especialmente era una hermosa glicina con sus racimos de flores colgantes color azul-violeta. Su perfume invadía todo el patio y su enramada protegía del sol en las tardes de verano.
En su casa siempre había verduras frescas, pues cultivaba cuanto podía en su huerta.
De canteros bien alineados y algunos con cañas que servían de sostén a distintas especies, como plantas de tomates, pimientos, chauchas y algunas más que ya no recuerdo.
Daba gusto verlo trabajar en su huerta con divisiones de caminitos para poder recorrerla, cuidarlas y regarlas.
También había una pareja de teros que servían de guardianes, ante cualquier intruso, gatos o perros, y también personas. Hacían un alboroto que se enteraba todo el barrio.
A mí me daban un poco de miedo, porque se venían como para atacar con sus espuelas que tenían en el doblez de sus alas que para ese fin extendían. No se iban del lugar, pues para eso mi tío les cortaba el borde de las plumas de una sola ala y eso hacía que no pudieran remontar el vuelo.
Me enseñó algunos entretenimientos de su niñez en el campo. Cortaba el tallo de las hojas de los zapallos en donde se unen a ellas y, luego, donde estaban unidas a la planta. Esa zona era hueca, le hacía una incisión en el otro extremo y soplaba por ese lado como si fuera una corneta; y, verdaderamente, salía un sonido muy similar.
De las cañas tiernas que había en el terraplén de las vías sacaba su extremo, soplando por este tallito producía un ruido como el que hace una mosca u otro insecto. Luego, lo arrimaba a una telaraña tocándola con la punta y la araña salía de su escondrijo prontamente pensando que había caído una presa. ¡Vaya diversión!
Cuando era niña, había muchos terrenos cercados con alambrados y en ellos se enredaban distintas plantas. Una de ellas era la zarzaparrilla, que cuando se secaba, los chicos cortaban trocitos como pequeños tubitos huecos, y los usaban como si fueran cigarrillos, encendiendo un lado y aspirando el humo por el otro.
También solía haber mburucuyá o pasionaria, la cual daba frutos ovalados pequeños, de color naranja los cuales nos gustaba comer.
Otra planta silvestre era una que daba frutitos color cremita, chiquitos que llamámamos huevitos de gallo, no sé cuál será su verdadero nombre. Otra daba unas flores amarillas como campanitas de las cuales chupábamos su néctar, muy agradable y dulce.
Algunas las utilizábamos para jugar, como unas pequeñas flechitas que nos arrojábamos, corriendo para que no nos dieran, pues se quedaban enganchadas a la ropa.
Los extremos de otro yuyo eran como colas peludas de gatos y se pegaban entre sí como lo hacen los abrojos, así que con ellas hacíamos bandejitas, canastitos, y cuanta forma se nos ocurriera, uniéndolas.
También hacíamos objetos de barro, de todas formas y los dejábamos secar al sol.
Me enseñó a amar a los animales, las plantas y a la naturaleza toda. Era una persona admirable a la que llegué a querer muchísimo.

El que faltaba

Héctor Carrozzo

Siendo el año 1966 y habiendo terminado de cursar los seis años de la escuela Industrial y con el título de Técnico Químicos Nacionales, nos propusimos conquistar el mundo.
Algunos se fueron a estudiar a Buenos Aires, otros se fueron a estudiar a Santa Fe, otros se quedaron en Rosario a estudiar o a trabajar, o a ambas cosas. A otros la vida los llevó por distintos caminos, a lo largo y ancho del país. O al exterior.
Los que nos quedamos en Rosario empezamos a juntarnos, primero en las facultades, y luego se fue haciendo costumbre la de salir, uno o dos días al año, a cenar y festejar.
Es en ese entorno, en que empezamos a notar las ausencias, esas que se repetían en cada cena, algunos aparecían cada tanto y otros nunca. Algunos prometían ir y nunca iban.
Y Julio está en Mendoza, y Helios y Huguito están en Jujuy. Sabemos que el Cabezón y el Negro están en Buenos Aires. Y Osvaldo también. Y, así, con casi todos.
Y como los años iban pasando, también de que fulanito nos dejó, se fue de gira, como dirían los artistas.
Pero cuando hablábamos de uno en especial, un frío corría por nuestro cuerpo y nuestra alma.
Cuando hablábamos del Negro Julio nadie sabía nada. Que se fue a estudiar a La Plata o que estudiaba en la UBA.
Alguno dijo que le pareció verlo en una lista de desaparecidos. Que lo chuparon y lo desaparecieron. Y, así, empezó nuestra desazón por el Negro Julio, y nuestras angustias. En cada cena se hablaba dos palabras de él y se callaba. Tristeza de no saber.
En el listado de desaparecidos no estaba. En su Cañada de Gómez natal no había nadie que supiera.
Pasaron los años y ya comenzado el año 2015, y próximos a cumplir 50 años de egresados, comenzamos a organizar ciertas actividades para celebrar; y a asegurarnos de que pudieran estar todos los amigos egresados.
Nos contactamos con los desterrados, a veces difícil de hacer, pues como “Adultos Mayores” la informática no es nuestro fuerte. A veces a través de algún hijo, como el caso de Julio M. en Mendoza.
De pronto apareció un papel que nos decía que un tal Julio … había estado en Rosario realizando un trámite en los tribunales de Rosario.
Decían los papers: que este Julio vivía en Méjico, daba la dirección y además que usaba los dos apellidos, el paterno y el materno.
Una luz ¡nos dio una esperanza!
Comenzamos con el Gallego, el Alemán, El Pueblos originario, Luly, el Cuqui, a buscar por Internet, a los Julios que vivieran en México, y con esos apellidos. Dos mil quinientos. Buscamos en Facebook, Skype y en todo aquel programa que hubiese. Y siempre los mismos y ninguna foto.
Empecé a enviar invitaciones para contactarnos y nada. Encontré señoras con el mismo apellido, quizás familiares, y les envié invitaciones y nada.
Como por razones laborales estuve un par de veces en México, busqué en guías telefónicas, nada o mucho de nada.
Decidí, entonces, ya que tenía la dirección de él en México, de enviarle una carta tradicional por correo. Mi suposición era que Julio, si bien parecía que tenía Fb, no era asiduo usuario.
Pero seguí entrando con las herramientas a buscar y entré en las páginas de cada uno de ellos y ellas, y buscaba contactos y fotos.
En una de ellas veo una foto que hablaba de un Julio y su señora y su hija. Imagínense cincuenta años después, ¿qué parecido podría haber? Pero yo lo vi a Julio. Eras mi necesidad, nuestra esperanza, nuestro compromiso con nuestra historia.
Mientras mi carta viajaba (no tenía ni idea de cuánto tardaba), le envié una invitación a una señora que estaba en una foto y que parecía ser la esposa, Alicia y me contestó.
“Si Héctor, Julio es mi esposo”
“Julio no usa mucho de FB, pero le voy a pedir que te conteste.”
¡Mierda!, ¡cuánto lloré! Se me caían las lágrimas a rolete. Estaba solo en casa y lloré. ¡Cuando llegó mi esposa no entendía nada!
Luego nos contactamos por video conferencia, hablamos bajo una tremenda emoción, a mí se me notaba la emoción, tanto que Julio lo advirtió, y me lo preguntó.
Me confirmó que le sorprendió recibir la carta común y que le interesaba saber cómo me enteré de la dirección.
Ahora, tenemos contactos frecuentes vía, Fb ya que tenemos un grupo armado.
Julio viene a Argentina a principios de año 2017 y ya estamos planeando algo para celebrar. Para contarnos que pasó, como fue su vida, su llegada a México, etcétera.
Pero eso, quizás, sea motivo de otro: “Contame una historia”.

La música en mi vida

Noemí Peralta

La música tuvo un lugar muy importante dentro de nuestra vida familiar.
Mis padres solían escucharla por la radio o a través de vitrolas y combinados. Estos últimos funcionaban con discos de pasta, que al ser de ese material se rompían con mucha facilidad. Se colocaban en un plato que esos artefactos tenían; y, al girar, una especie de palanca, que se apoyaba sobre él, se deslizaba por medio de una púa en su extremo. Al girar, se deslizaba por los surcos del disco y, así, emitía la melodía grabada.; al llegar al centro, se acababa el sonido. Se podían usar de ambos lados. Teníamos una gran colección de discos: música clásica, valses, pasodobles, tango y folklore.
Entre esos discos llegué a tener unos cuentos clásicos infantiles, que venían varios en un álbum.
Eran cuentos actuados con distintas voces, según el personaje que componía la obra, y realmente me tenían en vilo y mi mente veía los personajes. Los escuchaba seguido y me encantaban; pero, al final, sabiendo cómo se desarrollaba, se perdía un poco la emoción.
La preparación para la vida de una mujercita debía comprender varios estudios para su desenvolvimiento en el futuro de una damita.
Comenzando por los modales, estudio de danza, idioma (por lo general inglés o francés), lectura de libros clásicos, recitación y algún instrumento musical.
Mi madre me inscribió en un instituto de danza, al cual fui muy pocos años; pues no me gustaba mucho, debido a que la profesora no era muy paciente con sus alumnos.
Mi madre, sin decir nada a mi padre, me inscribió con una profesora de piano; sus clases sí me gustaban y adoraba la música. Esto lo hizo para que fuera una sorpresa para mi padre. Y sí que lo fue. Cierto día, que estábamos de visita en casa de unos amigos de ellos que tenían un piano, me pidió que interpretara algo al piano y mi padre, sorprendido, vio a su niña tocando una melodía, que creo que era “Para Elisa”.
Al día siguiente, me llevó a comprar el piano tan soñado a “Breyer y Porfirio”. No cabía en mí de gozo.
Estudié piano con distintas profesoras particulares y me recibí en el profesorado siendo adolescente.
Cuando tenía alguna pena o algo me preocupaba, me sentaba al piano y me ponía a tocar, cosa que era para mí un bálsamo, me sumergía en la melodía y me elevaba a otra dimensión que calmaba mi pena.
En una oportunidad de angustia, estaba tocando el piano y mi padre, como solía hacer, se sentó cerca de mí a escuchar en silencio.
Ese día había rendido mal Historia de la secundaria, se me caían las lágrimas, y al terminar, él me dijo: “Bueno, ya tendrás otra oportunidad”. No era muy cariñoso, pero eso me desarmó.
Mi madre me solía pedir alguna música de su gusto y, muchas veces, me pedía “La loca de amor”, que era un vals muy popular.
Pero con relación al piano, recuerdo un castigo psicológico, que como mi padre era muy exigente con nuestros estudios, se produjo un día en que no había estudiado piano.
Llegó, bajó del auto. Todos mis hermanos y yo estábamos esperando en la vereda para saludarlo. Comenzó con el menor, le dio un beso a cada uno. Llegando a mí, me preguntó si había estudiado el piano, y le respondí “no, papá”. No se me ocurrió mentirle para evitar el castigo y, entonces, él siguió su camino y no me saludó con el beso tan esperado. Lo tengo grabado en mi memoria, ese fue el mayor castigo que pudo haberme dado, ni siquiera comparable con una paliza o un chirlo. Mis padres nunca nos pegaban, nos hablaban y nos quitaban privilegios, esos eran sus castigos.
Eran de salir en familia al cine, al teatro, a los recreos que había en avenida Pellegrini.
Veíamos grupos de compañías españolas, para ver y escuchar zarzuelas, sevillanas. También recuerdo haber asistido para ver a Blanquita Amaro y otra cubana muy conocida que ahora no recuerdo su nombre; a la orquesta de Xavier Cugat; al Tano Genaro, que era cómico un poco subidito de tono; y al cantante español Miguel de Molina.
Las reuniones de familia eran en casa del tío más anciano y festejando fechas especiales. Juntaba a todos sus integrantes y terminábamos todos bailando, tíos abuelos, tíos y primos. La música, siempre presente.
A mi padre le gustaba mucho el folklore y hemos ido a algunas peñas. Quien bailaba con mi padre era yo, puesto que a mi madre no le gustaba hacerlo; y, ahí, estábamos bailando zambas, chacareras y gatos.
La música española predominaba en casa puesto que mi madre era descendiente de españoles.
Con los años y ya siendo adolescente, el rock ocupó mi vida musical, recuerdo a Bill Halley y sus cometas, Elvis Presley y The Beatles, todos extranjeros, pues el rock nacional no me gustaba mucho.
Siempre me produce placer escuchar música clásica y folklore.

Mi casa siguió siendo musical. A mis hijos también les gusta la música y la disfrutan, claro, pero ya con intérpretes actuales y algunos otros que a pesar del tiempo transcurrido, aún están vigentes.

martes, 14 de junio de 2016

La cacería: tercera estación

Susana Olivera

Continuamos nuestro viaje a Tanti después de habernos quedado un tiempo en Ordóñez para permitir a mis padres políticos que recordaran tiempos pasados. Ya en el auto siguieron con los relatos de su vida de entonces.
“Había muy buena caza en Ordóñez, nuestro tercer destino como jefe de estación. Caza de perdices y martinetas. Sabía salir los domingos después del despacho de los trenes y me acompañaba mi fiel perro Top. El Top era muy hábil e inteligente para ayudar en la faena. No sólo me alcanzaba la presa abatida hasta mis pies sino que me indicaba donde estaban escondidas. Estiraba la mano derecha para marcar las perdices y la izquierda, para las martinetas.
Yo cazaba lo necesario para consumo nuestro. Pina las escabecheaba tan bien que duraban todo el año. Eran aves muy hermosas, a veces las martinetas alcanzaban un peso de entre ochocientos y novecientos gramos”.
Sería por 1937, ¿verdad Pina?, porque ya había nacido Jorge. Corría el mes de mayo, mes en que se sale a cazar. Un cambista, Pantaleón Bucciarelli, se había ofrecido a acompañarme. Era un hombre alto, delgado, inquieto, gran asador y buen cocinero: sus locros eran para chuparse los dedos. Hablaba un castellano chapucero.
Vos no necesitabas su compañía. Era muy desagradable… desprolijo, vestía un pantalón que le quedaba grande sujeto con tiradores que ponía encima de una camisa eterna y eternamente sucia, y alpargatas sin medias. Olía mal. Uno sabía que se acercaba por el olor que llegaba antes que él. Se tapaba la melena rojiza y de rulos duros como cañones con una boina negra.
Era buen ayudante y muy servicial, cara.
Pero, tenía la costumbre de chuparse los dientes y hacía entonces un ruido molesto… como si… como si estuviera azuzando a un caballo. ¿Y el eterno escarbadientes entre los dientes? Nooo… Además, carraspeaba estruendosamente para arrancarse la flema, inflaba las mejillas como si hiciera gárgaras y, entonces, las escupía lo más lejos posible y lo hacía todo el tiempo. Era repugnante, Natalio. Y tenía ese lobanillo rojo en la nariz…
Nosotros nos reíamos con la descripción de don Pantaleón, ¡a pesar de que ya la habíamos escuchado en unas cuantas oportunidades!
Jorge la miraba sonriente:
Mamma, ¿y qué hacía con la mano en el bolsillo?
Ah, el muy asqueroso se rascaba abajo del ombligo… claro, si no se bañaba nunca… Y, a veces, también se rascaba debajo de los brazos.
La nona Pina no perdonaba nada en lo que se refería al pobre Pantaleón.
Los dos recordaban al unísono y completaban las ideas del otro. Pero el anciano jugaba a hacerla enojar.
Vamos, cara, lo que a vos te molestaba era que decía que tu escabeche era muy pobre de sabor…
Él me quería enseñar a mí. Decía: “Ehhh, doña Pina, te voglio dire questo no a gusto a niente. No me piace cosi”
¿Te acordás de lo que le contestabas?: “Io lo faccio cosi perque me piace a me”.
Y sí… a mí me gustaba así. A todos nos gustaba como yo hacía las perdices y martinetas en escabeche…
¿Te acordás qué le dijiste el día que se te fue la mano con la sal y el picante?
Sí…
Le dijiste: “Io lo faccio cosí perque me piace a me”.
Es decir, sabroso o insulso; lo que a ella le gustaba era contradecir al bueno de Pantaleón...
“Me piace a me”. A la nona… no le ganaba nadie. La última palabra era de ella.
Les sigo contando. Salimos con Pantaleón a la caída del sol. Salimos a caballo. Top iba adelante. Estaba bastante fresco. De repente Top se detiene… Había encontrado unas martinetas. Me bajé del caballo. Top hizo volar a una y yo apunté y la abatí de un tiro. Un paso más y ¡otra! Y ¡otra! Bajé ocho piezas en menos de un minuto.
¿Y Pantaleón? Seguro que espantaba la caza a los salivazos- interrumpió Jorge.
No, él también había tenido suerte. Vos te acordarás, Pina, que trajimos piezas como para hacer escabeche para todo Ordóñez.
Ahora que viene la parte de la preparación sigo yo- demandó Pina. Ese hombre quería orear las perdices y martinetas sin desplumarlas y sin vaciarlas. Allí, yo me opuse terminantemente. De mala manera y a los chistidos, porque no dejó de chuparse los dientes, empezó a desplumarlas. Les ataba las patitas juntas y las colgaba de un alambre que había atado en las ramas de un árbol. Yo se las descolgaba y las vaciaba rápidamente.
Era una pelea entre dos campeones… ¿verdad, cara?
Yo tenía la razón… Yo siempre tengo razón…
Ahh, mamma…- era Jorge quien la interrumpía sonriendo-. Vamos, ¿siempre, siempre?
Disimuló el comentario y siguió reviviendo el momento.
Todas quedaron vaciadas y desplumadas. Ahora venía la cuestión de dejarlas al rocío –como quería Pantaleón– o protegerlas en la fiambrera
¿Cómo era la fiambrera? No había heladeras ¿verdad? – pregunté yo.
No. La fiambrera era una caja grande con travesaños donde se colgaban las presas y un fondo con una bandeja. Tenía las paredes y el techo de tela metálica para que entrara el aire y una puerta por donde ubicar las cosas. La nuestra era verde.
¿A que adivino, mamma? Las presas fueron a parar a la fiambrera.
Claro, pero no las quiso sacar al día siguiente. Quedaron colgadas varios días hasta que solas se desprendieron de las patitas. Yo les sentía mal olor así que no comí de ese escabeche. Para mí las presas estaban medio podridas.
Claro, pero… no contás lo que habías hecho al día siguiente… después de una noche que quedaron fuera para orearse.
Yo había sacado una buena cantidad de perdices y las había escabecheado por mi cuenta.
Cara, yo probé de lo que había preparado Pantaleón y te aseguro que era algo riquísimo.
¿Y la mía?
Pero… la tuya, cara, la tuya ahhh, esa era un manjar- reía con un guiño picaresco.
Personajes pintorescos. Retazos de vida, fragmentos de épocas felices, de gente sencilla, de cómo se vivía en la soledad de las estaciones del ferrocarril. Vida serena, fresca, laboriosa.



Después de “Rabindranath Tagore”(*)

Por Ana María Miquel

Habíamos dejado a aquella que nos dio la vida y tantas enseñanzas en su última morada. Y como siempre estábamos los tres hermanos juntos.
Cuando llegamos después del cementerio a la casa de Luis y Moña, sonó el teléfono. Atendió mi hermano Miguel y sentí que hablaba animado, dentro de la tristeza que estábamos viviendo y extendiendo el tubo hacia mí, me murmura: “Rabindranath Tagore, quiere hablar con vos”.
El tiempo, los años, la juventud y los recuerdos, se me vinieron encima. Cuando tomé el teléfono, estaba llorando y entre sollozos me explicaba que no se había enterado de la gravedad de mi mamá y menos de su fallecimiento, que como de costumbre, él era el último en enterarse de las cosas que pasaban en la familia y yo sabía muy bien cuánto el quería a mi mamá.
Le dije que no se preocupara, que esas cosas ocurren y que le agradecíamos su llamado y su pésame. Entonces me soltó a boca de jarro: “¡Quiero verte!”. Con toda educación le contesté: “No hay problema, vení a la casa de Luis, que estamos todos”; pero el respondió: “Quiero que sea en un lugar neutral, que te parece si nos juntamos a tomar un café?”
Me tomó desprevenida y le dije que sí. Quedamos que nos veríamos a la mañana siguiente.
Cuando comenté en mesa redonda a mis hermanos y cuñadas y sobrinos e hijo que al día siguiente me juntaría con Rabindranath a tomar un café, mi hermano mayor me miró con cara de asombro y sentenció: “Me imagino que no irás. ¡Sos una mujer casada!”. Siempre estructurado e imponiendo justicia.
“¿Qué tiene de malo, a la edad que tienen y después de tantos años, que se junten a charlar? “, comentó mi hermano Miguel con una sonrisa. Siempre transgresor y apoyándome incondicionalmente en cualquier decisión que tomara.
Llegó la mañana otoñal, fresca y radiante de sol, con ese aire límpido y puro que caracteriza a Mendoza. Mis cuñadas insistieron en que tomara un taxi, porque quedaría mal que ellas me llevaran. Iba a parecer que me estaban cuidando.
Así hice. Cuando llegué al lugar indicado me bajé en la esquina en diagonal al café. No vi a nadie que se pareciera a mi Rabindranath de veinte años. A la imagen que yo tenía en mis recuerdos de sus 20 años. Y pensé: “Beno, ya estamos los dos en la generación de los 60 años, yo también habré cambiado”.
Entré a un kiosco y compré los diarios para guardar los avisos fúnebres de mi mamá. Cuando salí me encaminé hacia el bar y no lo veía. Pensé: “Han pasado más de cuarenta años y no cambió en lo que respecta a la puntualidad. Genio y figura hasta la sepultura, dicen”. Así iba pensando, cuando veo a mitad de cuadra un señor panzón, canoso, con barba casi blanca y saco a cuadritos (siempre le gustó el cuadrillé en la ropa), que levantaba la mano y me saludaba.
Era él. Sus ojos y su sonrisa seguían siendo los mismos de mis recuerdos. Venía abrigado, también recordé en ese instante que era friolento.
Nos dimos un beso en la mejilla como buenos primos y nos sentamos en la vereda a tomar el café al rayo del sol, entre recuerdos, añoranzas y hablando de nuestros respectivos hijos y nietos.
Él, cuatro hijos y no sé cuántos nietos; y yo, tres hijos y dos nietos y medio. Presentí que no había sido un hombre feliz, seguía su añoranza por ir a vivir a Chile, como la tenía cuando se recibió de médico. Pero su familia o su mujer no lo habían querido acompañar en la empresa. Y menos ahora, a esta altura de la vida de todos. Me contó de su jubilación, de sus proyectos, de sus experiencias. De su convicción de prevenir antes que curar, sobre todo en pacientes psiquiátricos. Seguía siendo un amante del cine y de la música clásica y seguía teniendo la humildad y la bondad de las personas que saben mucho. De las personas cultas.
Cuando nos cansamos de estar sentados me invitó a caminar. Que él me acompañaba caminando hasta la casa de mi hermano. Pensé: estoy con cómodas zapatillas, la mañana es perfecta. En Mendoza las veredas amplias y lustrosas invitan a caminar y el perfume de los tilos es embriagador y una caricia para el alma.
“Vamos”, le dije.
No paramos en ningún momento de hablar. No se produjo ni un solo e incómodo silencio. Como una ráfaga de viento, recordé cuando me iba a buscar a la salida del Colegio Normal. Me esperaba en la plaza sentado en un banco al sol, con sus raídas camisas blancas y lustrosos trajes oscuros, leyendo un libro de Medicina y un jazmín u otra flor en el bolsillo. Sabía todo lo que me gustaba y trataba de complacerme siempre.
Iba a buscarme a la escuela (yo tenía quince años y estaba en tercer año de magisterio, él veinte años y estaba en tercer año de Medicina) simplemente para acompañarme hasta tomar el colectivo.
Entre las cosas que me preguntó, fue si tenía correo electrónico y le expliqué que lo tuve mientras mi hija estaba en extranjero, pero que me habrían cerrado la casilla por falta de uso. Por otro lado, no tenía Internet en casa; pero que con mi marido teníamos ganas de comprar una nueva máquina.
“Entonces, pará”, me dijo abriendo su agenda. Sacó la solapa de un sobre y me escribió su dirección de correo, al mismo tiempo que me aconsejaba: “No dejes de comprar una nueva computadora, te comunica con el mundo y también nos podemos comunicar nosotros”.
Guardé el papelito en la cartera y, unas cuadras antes de la casa de mi hermano, nos despedimos. Ya podía llegar sola y sin perderme. Nos dimos otro beso de primos y creo que los dos nos fuimos por distintos caminos, pero sabiendo que en algún momento, la vida nos volvería a juntar.
Como había pronosticado mi abuela, es decir, su tía abuela.

(*) La autora refiere a un relato de su autoría, “Aquella primavera”, que se publicó en este blog en setiembre de 2014 y que se puede leer en: http://contameunahistoriaunr.blogspot.com.ar/2014/09/aquella—primavera.html


martes, 7 de junio de 2016

Carnavales

Marta Susana Elfmam

Mi barrio, creo que era como cualquier otro de Rosario en los años 60. Mi casa era una departamento de pasillo muy común por la época, como ya conté. Vivía en San Luis entre Callao y Ovidio Lagos. En la esquina estaba la almacén de don Domingo. Él tenía dos hijos, Susana de mi edad y Ricardo, quien nos llevaba unos años y, como decían los chicos de esa época, estaba en otra. Su casa particular daba por Callao. Pegada a esta, daba la casa de Miriam, integrante de nuestro grupo. Unos metros más hacia Rioja vivía la colorada de la panadería.
Sobre Ovidio Lagos vivían Enrique y Gustavo. Por supuesto, como en todo barrio que se precie de tal, festejar carnaval era un ritual.
En el pasillo de mi casa había una canilla, que en esa época era nuestro bastión de guerra contra los chicos.
En esa época complementaba mi educación estudiando piano, en contra de mi opinión, que no era tenida en cuenta, por supuesto.
Para qué negarlo, el piano no era de mi gusto; pero, según mis padres, toda señorita tenía que complementar sus estudios, además de la escuela, con un profesorado de piano.
Mi profesora vivía puerta por medio de mi casa y las clases eran de dos horas por día de lunes a viernes. Martes y jueves daba lección y las demás era de estudio.
Carnaval, febrero, calor. Era obvio preparase para salir a jugar.
Mi madre, como recordándome mis obligaciones, venía con mis libros de piano en mano, o sea que no tenía más opción que ir a estudiar.
Piensen ustedes, que entonces yo tenía trece años.
Ya cambiada para la ocasión recorro el pasillo con cara de quien va a cumplir con su inexorable destino. Cuando llego a la puerta, la calle era una guerra de agua, ¿se imaginan la cara de todos los chicos cuando me vieron en la puerta con los libros de piano en la mano?
Me quedo parada por varios minutos mirando hacia la casa de mi profesora. Su esposo acostumbraba a dejar el auto delante de su casa, pero en ese momento no estaba.
Y fue cuando se me ocurrió la gran idea. Volví sobre mis pasos, entré a mi casa e informé a mis padres que la señora profesora no estaba.
Pasado unos minutos, y como quien no quiere la cosa, pedé permiso para salir a jugar. Obtenida tal aprobación, me puse mi ropa de guerra, tomé un balde y salí precipitadamente.
La batalla acuífera se fue trasladando hacia calle Rodríguez. Creo que había pasado algo más de una hora, cuando veo el auto de mi padre en el medio de nuestra diversión. Abrió la puerta del acompañante y solo dijo tres palabras: “Tu profesora volvió”.
Así que tomé el balde y subí al auto sin pronunciar palabra.

En casa me cambié, tomé mis libros de pianos y me encaminé a estudiar sin modular una sola queja.

Mercado del Abasto

Paquita Pascual

Habíamos recalado en un barrio hermoso, según dijo la tía. Claro que, para la tía, cualquier barrio seria hermoso con tal de sacarnos de encima. Hacia dos años que nos venía soportando en su casa desde que llegamos de España.
Para nosotros también cualquier barrio sería hermoso siempre que pudiéramos tener nuestra casa y vivir todos juntos nuevamente. Nuestra familia había sido diezmada por la forzosa inmigración. Primero, llegamos con mi hermana junto a papá y, después de un largo tiempo, llegó mamá con los dos hermanos pequeños.
Por eso, cuando supimos que nos mudábamos todos nos pusimos contentos. Por fin, mamá tendría la cocina para ella sola, donde cocinaría las típicas comidas a las que estábamos acostumbrados. Ya no dejaríamos de escuchar la radio, porque el tío dormía. Mamá no tendría que compartir la heladera ni escuchar los rezongos de la tía porque gastaba mucho aceite. Todo eso quedaría en la historia.
Pero lo que la tía ignoraba era que nosotros veníamos del mejor barrio de Madrid (La Castellana) y esto era Ituizango y Mitre; vale decir, barrio del Abasto. ¡Qué desilusión! Para llegar a nuestra nueva vivienda, debíamos sortear carros, caballos, bolsas de papas, cebollas, cachos de bananas y todo lo que concierne a un mercado. En la mitad de la cuadra había un pasillo sin puerta donde en el número cuatro estaba nuestra casa. Se trataba de un departamento antiguo de dos habitaciones, cocina y un pequeño patio. Perfecto, era lo que nosotros necesitábamos para volver a estar juntos.
El primer departamento lo ocupaba una mujer a quien la naturaleza le había sido muy esquiva. Era tan fea esta mujer. Mi padre, que era muy chistoso, en seguida la bautizó irónicamente “la bella Otero”. Esta mujer se ganaba la vida desde la madrugada hasta bien estrada la tarde, cuidando en el pasillo toda la mercadería que los puesteros iban comprando en el mercado. Por lo tanto, cuando salíamos a la mañana para ir a trabajar teníamos que sortear los elementos descriptos. Esto suponía rotura de medias, tacones y el consecuente retraso en nuestras obligaciones.
Pero todo estaba bien, ese sería el costo que tendríamos que pagar por nuestra independencia.
No habíamos contado con la parte social, cómo nos relacionaríamos con los vecinos que eran muchos. Mi hermana y yo lo habíamos solucionado en referente a los modismos dialécticos a través de las letras de tango, como ya os conté. ¡Pero! ¿Y mamá? ¿Cómo haríamos para hacerle entender que aquí había palabras cuyo significado era distinto? Había que hacerle entender que los guisantes aquí eran arvejas, que las alcachofas eran alcauciles, pero ¿quién se animaba a corregirla? Ella sostenía que su idioma era la lengua del Quijote y de ahí no la sacaba nadie… sería el hazmerreír de todo el vecindario.
Pero no fue así. Se conquistó de tal forma a las vecinas, que pasó a ser irremplazable. A ella se la consultaba para todo. Les enseñó a hacer paella, gazpacho y todas las recetas culinarias que no entendían.
Nuestra casa pasó a ser lugar de tertulia en las tardes de verano, y en invierno. Los sábados por la noche nuestra cocina era la timba del condominio, donde se jugaba a la lotería y el que perdía pagaba el chocolate con churros; pero para eso había que esperar que abriera la churrería que estaba a la vuelta y eso sucedía a las seis de la mañana del domingo.  
Mi ignorancia en aquel tiempo me llevó a odiar aquel lugar donde rara era la tarde que al llegar de trabajar no encontrara a mi madre con castañuelas en maño y a mi padre gran recitador de los poemas de García Lorca y Rafael de León acompañándola y todos los vecinos alrededor aplaudiendo. Mi vergüenza era tal que cruzaba el patio sin decir buenas noche, y me encerraba en el cuarto y no salía hasta que todos se iban.
Pasaron muchos años y fue a través de un compañero, Enzo Burgos, que supe que había vivido en el cuadrado mágico.
Hoy, les confieso que muchas tardes para llegar acá, hago dos cuadras más para pasar por la Plaza Libertad y recorrer con la imaginación mi querido Mercado de Abastos.