viernes, 26 de agosto de 2016

Pedro, el Grande

Alicia Del Valle

Pedro, mi padre, es el mayor de cuatro hermanos.
Lo gracioso fueron sus alias. Mi papá fue un grande con mayúsculas y ese era su apodo por ser el primogénito.
Juan, el Segundo, por ser el que le seguía en orden de nacimiento.
Antonio, el Tercero o el Ñato, por el tamaño de su nariz, único con apéndice nasal respingado, obtuvo dos apodos.
Agustín, el Chiquito, era obviamente el menor.
Quedaron huérfanos de padre, ya que mi abuelo paterno, Juan Manuel, falleció muy joven.
Esa muerte estuvo rodeada de un halo de misterio. De eso no se hablaba y se esquivaba el tema al intentar tocarlo.
Mi abuela Antonia, con sus cuatro muchachos muy jóvenes, vendió un negocio de almacén céntrico y compró terrenos en el barrio Echesortu, cerca del Hospital Carrasco, centro de enfermedades infecto-contagiosas (lepra y tuberculosis) a precio muy bajo, ya que no se vendían por miedo al leprosario del hospital.
Hizo buen negocio, con los años se transformó en un barrio promisorio, con centro propio, escuelas, clubes, y universidades privadas.
En los cinco lotes consecutivos que compró, tres estaban por calle Zeballos y dos por calle Alsina. Construyeron en uno de ellos, por calle Alsina, una vivienda con varias habitaciones, que alquilaron a estudiantes y también vivió la familia en un sector destinado para ellos.-Con eso lograron subsistir además del trabajo y el ahorro.
Cabe destacar que recordaban con ironía, mucho tiempo después, que nadie del barrio se había contagiado, sobre todo de tuberculosis, enfermedad de la pobreza, como se decía, en esos tiempos que corrían, allá por el 1922.
Son retazos de información que nos brindaban mis tíos a mis primos y a mí a excepción de mi padre. Él era hermético.
Pedro, el Grande, fue un hombre de muy pocas palabras pero que nos supo dar y hacer sentir su amor, así, casi sin hablar.
Todos los hermanos cursaron el nivel primario y algunos aprendieron oficios y progresaron en sus vidas.
Mi casa fue construida en el primer lote de calle Zeballos. Todas las parcelas fueron cedidas por mi abuela a sus hijos y ella también hizo su casita en una de ellos.
La nuestra fue realizada a través de un crédito hipotecario, al que pudo acceder mi papá y, con el tiempo, allí nací yo.
El Grande era un artesano, todo lo arreglaba o lo hacía. Podía ser albañil, contador o carpintero, según las necesidades de la familia. Hasta era zapatero remendón: en su galponcito donde guardaba sus herramientas, había una horma para apoyar los zapatos.
Eran épocas, 1950, del hielero a domicilio. Tengo fija la imagen de las barras de hielo apiladas en un camioncito y al vendedor cortando por mitades, cuartos o enteras, y dejándolas en los domicilios. Las manejaban con tela de arpillera. En el verano, pasaban todos los días.
Por ese entonces, mi papá fabricó, podría decirse, una heladera similar a las actuales, con gabinete para el hielo y desagüe a un cajón en la parte inferior que desagotábamos cada tanto en el día. Tenía estantes y estaba pintada de blanco. Pero…. mi mamá protestaba: “¡Divina!! Pero chica”.
En otra oportunidad necesitábamos un armario, lo hizo… pero chiquito.
 “Nada las conforma”, protestaba o no hablaba directamente. “Acá está el armario”, decía y no esperaba los aplausos. Además nos hacía los zancos que me enseñó a usar y las gomeras que pretendía, también, enseñarme su uso; pero la mirada reprobatoria de mi madre, lo disuadía enseguida. Con los años las fabricaba para mi hijo, que jamás usó. Nunca pudimos hacerle entender que esa gomera era un arma, primitiva, pero arma al fin.
Construyó el corralito de mi hija con palos de escoba que juntó no sé por cuánto tiempo. Un carpintero amigo los hizo media caña, los unió, colocó bisagras y cierre correspondiente, y lo pintó de blanco.
Cuando mi niña tuvo la edad para usarlo, hicimos la inauguración, frazada de base y ahí la metimos .Los gritos y llantos de desesperación de mi hijita al verse encerrada fueron proporcionales a la desilusión del abuelo.
“Ya se va a acostumbrar”, lo consolábamos. No hubo caso, jamás lo usó. Lo aprovechó su hermano y cuanto chico conocido que necesitaba un corralito y, así, desapareció ante tanto préstamo. Mis hijos de pequeños lo llamaban el abuelito arreglador.
Regresando en el tiempo del relato, mi abuela murió con 93 años, aunque seguramente con algunos más; ya que según sus confesiones se había sacado edad al llegar a la Argentina, porque el abuelo era más joven que ella y al que jamás nombró. En su velatorio nos venimos a enterar que el abuelo había sido un muchacho bravo. Se conocieron en el viaje en barco, cuando emigraron de España. Decidieron casarse aquí y es ahí cuando cambió su edad. Por eso, siguió siendo dudosa, porque según ella se había sacado catorce años, casi imposible, ya que con nuestras cuentas falleció con ciento siete años. Nos quedamos con los noventa y tres declarados en sus documentos argentinos.
El abuelo que no conocí debe haber sufrido el exilio y ella también. Teniendo una mirada piadosa pienso en lo terrible que debe haber sido llegar solos a un país extraño. A veces, las soledades se unen. Habrán padecido muchas cosas, el espíritu del abuelo no lo soportó y el alcohol fue su escape.
Miseria y depresión, mala combinación. La abuela en cambio fue un ejemplo de resiliencia .Pudo con la adversidad crecer.
Lástima que sus hijos no lo pudieron compartir, les hubiera hecho bien hacerlo. Sobre todo a mi padre, que lo debe haber vivido de forma vergonzante. Él que de la honestidad y las normas de vida hizo un culto, y que le dio valor supremo a su palabra.
Ya mayor y no pudiendo vivir solo como lo hacía, accedió a regañadientes venir a mi casa, por pocos meses, ya que una demencia senil se apoderó de su persona y lo convirtió en un contador de historias imaginarias y coherentes sobre Rosario . En cada una de ellas hacía referencias a distintos personajes, amigos, esposa, su madre, y en especial a mi marido, y no con loas precisamente, en un acto de injusticia total, porque mi esposo lo cuidó como si fuera su padre.
Pedro, Grande, cuántas cosas calló, costumbres de una época que ya fue. Nos acostumbramos a su silencio y lo respetamos, pero siempre quedaron esas ganas de saber más.

Hoy se habla, por suerte, yo lo hago y si se puede, lo escribo.

Aquel ansiado barrio

Noemí J. Vizzica

Corría el año 1958, cuando mi familia y yo nos mudamos desde el barrio La Tablada a Maipú y Cochabamba.
El cambio significó mucho en nuestras vidas. Era el logro de la casa propia y de vivir cerca del centro, con todas las atracciones que ofrecía en aquel entonces.
Nuestra casa era nueva, confortable, pintada con colores vivos y distintos en el interior y una fachada de piedritas de colores grises y amarillo, llamados venezianos, que constituían la admiración de los vecinos. Lo único que la afeaba era el comercio de al lado, al que todos llamábamos el almacén del ruso Gaisiner.
Estaba en la esquina atendido por sus dueños, dos hermanos de distinto sexo, solteros, hoscos, poco atentos, que si bien no contaban con la simpatía barrial, todo le compraban.
Desde la terraza de nuestra casa, observábamos el patio del almacén, llenos de cajones de bebidas, basura acumulada y algunos gatos que merodeaban en busca de ratas.
Mi madre se quejaba continuamente de que esos roedores aparecían con frecuencia en las rejillas del patio de mi casa y, como los hermanos negaban la existencia de esos animales, mama se enojó con ellos y dejo de comprarles para siempre.
La Avenida Pellegrini, con sus incipientes edificios horizontales y múltiples negocios, en especial gastronómicos en aquel tiempo, nos atraía.
La heladería “La Uruguaya”, con sus exquisitos helados que degustábamos en casa o en el propio comercio, y el bar “Cachito” eran los emblemas del barrio; y en las noches calurosas del verano, las mesas se poblaban de vecinos y personas que, aunque alejadas de la zona, tenían el dato de sus exquisiteces, el chopp, el liso, platitos de lupines y maníes, y el famoso sándwich “Carlitos”, inventado por sus dueños, con el nombre de su hijo y que con el tiempo se tuvo fama nacional.
La Escuela Maternal número 1, dependiente del Colegio Misericordia, impartía enseñanza primaria a los niños humildes, cuyos padres trabajaban. Allí, me inicié como maestra a los 18 años, con breves suplencias, que me ayudaron a formarme en lo que sería la vocación de mi vida: la docencia.
Otro lugar importante del barrio era la plaza López, con sus especies arbóreas importantes, que lucían sus nombres con cartelitos escritos en latín y castellano y la calesita del matrimonio griego, escoltada por los juegos infantiles.
Han pasado muchos años de todo lo relatado, los mayores ya no están y ahora nosotros somos “los grandes”.
Nuestra casa ya no luce como antes, pues dos edificios horizontales, uno de cada lado la aprisionan; pero igual se mantiene y me espera todos los domingos para compartir gratos momentos con mi hermano y su familia, que también es la mía.

Algunos recuerdos contados y recuerdos “recordados”

Haydée Sessarego

Hace tres años cuando al fin me animé a abrirla nuevamente, quedaba muy poco…
Hay recuerdos que nos son contados, porque aún no habíamos nacido o éramos demasiado pequeños para recordarlos.
Así, por ejemplo, mamá, que era la Mejor Relatora de las Memorias Familiares, nos contaba que esa sombrerera y los baúles habían pertenecido a nuestra bisabuela materna, Cata. Con ese equipaje, viajó varias veces a su tierra natal: Paraguay. No era la tierra de origen de sus ancestros italianos, pero allí no sé por qué razones se afincaron mis bisabuelos, los padres de mi abuela materna.
Iba en “vapor” como se les decía a los buques de pasajeros por el tipo de energía que utilizaban para surcar mares y ríos.
El baúl más grande y la sombrerera están en mi casa, luego del fallecimiento de mamá, en junio de 1983, y de repartir lo que para cada hermano era significativo. Mis hermanos, no quisieron saber nada con dichos recuerdos y dije: “Bueno entonces me los llevo yo”
Me detengo en la sombrerera. Cuando la traje de mi casa anterior a la actual, la abrí unos días después. La encontré repleta de cartas de hijos a padres y viceversa. Fotos familiares, pequeños recuerdos, como tarjetitas de nacimientos, de bautismo y de comunión, participaciones de casamientos ,un número importante de objetos muy significativos para tomar en cuenta.
El 12 de marzo de 1996 hubo una inusual inundación en mi zona de residencia. Fue el año en que se inundó la cochera del subsuelo en el ya desaparecido Hipermercado “Mega”, ubicado en Pueyrredón al 700. En esa mañana calurosísima, de pronto, todo el cielo quedó negro y cayó un copioso aguacero duró cerca de dos horas.
La casa quedó totalmente inundada. Solo estábamos en ella mi hijo del medio, el varón: Juan Martín, la persona que ayudaba en casa y yo. En minutos todo quedó tapado bajo entre, 40 y 50 centímetros de agua. Inmediatamente llamé a mi marido a su trabajo para contarle lo sucedido. Apenas terminé se cortó el teléfono. La luz se había cortado por suerte y para seguridad nuestra, poco antes.
Antes del corte del teléfono fijo (no existían los celulares), mi hija mayor, July, llamó desde la Escuela Superior de Comercio para decirme, que su facultad, la de Ciencias Económicas, estaba inundada. Un ratito después llegaba con el agua a la altura de la bombacha mi hija menor, que ese año, estaba en su segundo día de escuela secundaria. A los pocos minutos, llegaba, mi marido, Juan sorteando con el auto, ríos de agua en diferentes calles.
Todo era caótico en mi zona: calles anegadas, colectivos mirando en dirección contraria a la mano de calle Santa Fe, y autos flotando. En casa estábamos anonadados y muy tristes. ¡Los parquets de los pisos flotaban por el pasillo que conduce a mi hogar!
La única que disfrutaba era nuestra perrita coker, “Sharon”, nombre puesto por los hombres de la casa en homenaje a la actriz, Sharon Stone. Ella nadaba feliz en ese río aguas sucias.
Cuando el agua bajó, alrededor de 2 ó 3 horas después, yo miraba espantada todas nuestras pertenencias, muebles, artefactos eléctricos arruinados. Quizás lo más doloroso fue cuando encontré la sombrerera de la bisabuela debajo de la cama matrimonial. La había puesto allí hacía un tiempo. No recuerdo por qué. Estaba impregnada de agua barrosa.
Abrí la sombrera ayudada por mi hija menor, Memi, que secaba paciente y rápidamente todo lo que era papel. Yo le decía: “No sigas, ya está, perdí muchos recuerdos de los abuelos”. Pero siguió, luego los guardamos semi-secos en bolsitas de celofán y las pusimos al sol.
Ese recuerdo, como tantos otros, es uno de los “recordados” por mí. Pero allí dentro, ¡había tantos recuerdos “contados”! Fotos de bisabuelos y abuelos maternos y paternos, tíos-abuelos, también de ambas partes. A casi todos los conocí a través de relatos de mamá y también de papá. Solo conocí viva a mi abuela paterna y a una tía abuela materna.
Muchas de esas fotos están intactas y publicadas entre mis álbumes, medio desordenados, en Facebook.
Tampoco faltaron cartas y tarjetas entre Juan, por entonces mi novio, y yo. Vuelven a mi memoria, mientras escribo, las primeras tarjetas impresas y en relieve que me mandó mi novio Juan, desde el exterior en 1971 y además tarjetas con imágenes de amorosas parejas con una playa de fondo, que aquí, no existían. No faltaban los papeles de cartas con dibujitos impresos en el mismo, que tampoco los había en Argentina. ¡El agua dejó ininteligible, todo eso, muy querido por mí!
Dentro de la sombrerera quedaron intactos, dos bellos cuadernos con tapas duras y rosas en relieve de formato rectangular y alargaditos, que mami usó como diarios a partir del fallecimiento de papá y en donde le escribía a él, contándole sus sentimientos, relatándole acerca nuestras vidas y las de, hasta entonces, sus seis nietitos. A esos cuadernos los leí muy someramente al poco tiempo de la muerte de mi madre. Más cercano a estos tiempos, los releí muy detenidamente y noté con la evidencia de las palabras plenas de amor, que mamá decidió irse con su amado Chacho, muy pronto. Lo dejó escrito un día antes de su fallecimiento. Lloré mucho y me entristecí.
Los conservo como un tesoro en la misma sombrerera. Hace, relativamente poco tiempo, mi hermana menor, Adriana, me los pidió para leerlos, en su caso, por primera vez. Aún no se los he dado. Siento que me cuesta mucho tenerlos lejos.
En la susodicha sombrerera quedaron a salvo del agua también,un bello alhajero de terciopelo azul y nácar que contenía anillos, medallitas, alhajas plenas de historia, que conservo con inmenso cariño hasta hoy, junto a una cajita con nuestros primeros dientes a los que seguramente, el Ratón Pérez dejó algún “dinerillo” a cambio.
Como expresé al comienzo y en otros párrafos, hace unos pocos años me animé a sacar y mirar nuevamente la sombrera de cuero, guardada en un estante de mi placar, ¡bien arriba! Las cartas, pese a estar protegidas, quedaron totalmente borrosas. Tuve que deshacerme de esos restos tan valiosos con mucha congoja. Mucho se perdió con la maldita inundación y con ella se fueron buena parte de mis recuerdos contados y recordados.
Procedí a separar lo que se salvó: álbumes de madera con fotos de la familia, mi álbum de escuela primaria y secundaria, de infancia y adolescencia (otros ya estaban desde el ‘83 en manos de mis hermanos). Sólo quedó una porción bastante exigua de lo de allí atesorado. Ahora, solo mi memoria puede dar cuenta de lo que se perdió para siempre.






martes, 23 de agosto de 2016

El Médico del barrio: ¡Siempre pensé que venía para comerse mi dulce de leche!

Héctor Carrozzo

Mi madre me miró y me dijo: ¡vos tenés fiebre!
Apoyó su mejilla en mi frente y sentenció: ¡Sí! Tenés más de 38. ¿Te duele algo? preguntó, ¿la garganta, la cabeza? Tenés los ojos llorosos.
“No, mamá, no me duele nada”, le respondí, sabiendo que era la cama el destino final y no el partido diario de pelota con los chicos.
Pero ella dijo: “No podés salir a jugar a la calle. Tenés que esperar que llame al doctor. Ahí y metete en la cama”.
Y, entonces, mi madre lo llamaba al doctor, el de todos nosotros y de la cuadra.
“Si, le tomé con termómetro y tiene 38. No es mucho; pero tiene los ojos llorosos y está decaído”, le dijo el médico, sabedor de la canchereadas de las mamás, que tomaban la temperatura tocando la frente de los chicos con la mejilla.
“Bueno cuando termino el consultorio voy”, avisó y agregó: “Mientras, cama y solo un té con tostadas. Dale un Geniol y, si le sube la fiebre, paños fríos en la cabeza y me llamás”.
Rápido, mamá me colocó el viejo termómetro de mercurio y este confirmó 38,7°C.
Y mientras me iba al dormitorio, mi madre comenzaba a preparar la casa para la llegada del doctor. Por más que fuera el doctor Laly, la casa debía lucir ordenada, limpia y prolija.
También era imprescindible, el mate o el café recién preparado.
Cuando llegaba, correspondía la charla amena para intercambiar información de la familia. Acompañado por el café o el mate, pero regado por un abundante dulce de leche.
Y mi vieja le dejaba el frasco de dulce de leche sobre la mesa. ¡Y una cuchara! Y él se bajaba medio frasco. Y mi hermano menor lo retaba. “Tío: Con la cuchara no se come, se pone un poquito sobre el pan”, le decía, como nos pedía a nosotros nuestra madre.
Entonces, después de las charlas, nos revisaba.
Nos colocaba el termómetro nuevamente, por las dudas, mientras continuaba con el intercambio de información con mi madre.
Luego, nos revisaba la boca, los ganglios, los pulmones, etcétera. En total, eran diez minutos.
“Tiene anginas”, dijo. “Cama, reposo, dieta, té con miel, algún medicamento. Y mañana me llamás para ver cómo anda”.
Y volvía al comedor por el mate, pero fundamentalmente por el dulce de leche.
Y después de una hora, se iba, siempre contento, optimista. Nunca lo vi enojarse ni levantar la voz.
Doctor Eduardo Edgardo Nölter, gracias por haber sido no solo mi doctor, sino un amigo, un hermano, mi Tío.
Fuiste y serás un ejemplo para nosotros.
Cuantos kilos de dulce de leche se nos fueron. ¡Yo siempre pensé que venías a comerte mi dulce de leche!
Te perdono todos los kilos de dulce de leche. Te los merecés.

Las vacaciones de verano

José Mario Lombardo

Los recuerdos generalmente están en estado latente, preparados para dispararse, pero siempre necesitan de algún incentivo para que salgan a la superficie. Suelen ser palabras, aromas, sabores, imágenes. Es imposible recordar todo lo pasado durante todo el tiempo mas, sabemos, que cada uno viaja con ese avío intangible pero acaso tan necesario como el aire, la luz o el agua para poder vivir. Nadie puede olvidar voluntariamente, por lo tanto, es inevitable recordar.
Las vacaciones de verano las pasábamos en Carlos Tejedor. Allí, vivía un primo de mi papá, Salvador, con la madre, una calabresa de muchos años de nombre Doña Nunciata.
Muy temprano, en la madrugada, antes de la salida del sol, el Ford A de Don Pedro era el taxi que nos llevaba hasta la estación del Ferrocarril Belgrano, donde nos esperaba, resoplando, aquel tren de trocha angosta que tenía punta de rieles en nuestro pueblo.
Dotado de veteranos vagones de asientos de madera, ventanas de guillotina y faroles metálicos de tulipas opalinas, con la máquina echando nubes de vapor frente a la pequeña estación de techo a dos aguas, andén en galería y con la presencia infaltable del guarda controlando la partida del tren al sonido de la campana, la aventura comenzaba.
 Veríamos la salida del sol naranja, la fila de vagones en la primera curva y ese campo llano, tan llano como si alguien lo hubiera planchado.
De General Villegas a Carlos Tejedor hay unos setenta kilómetros. El tren demoraba aproximadamente dos horas en completar el trayecto pasando por Los Laureles, Cuenca, Drysdale y por fin: Tejedor.
Doña Nunciata no conocía el pueblo, nunca había salido de los límites de la casa, que tenía una hermosa quinta con árboles frutales, muchas higueras, duraznos, damascos y gran cantidad de tunas. Nosotros nos subíamos a las higueras para comer los dulces higos de morada piel montados en las horquetas de esos añosos árboles. Doña Nunciata nos tenía prohibido pelar la fruta, ella obligaba a comer los higos sin sacarle la piel y con los higos secos, que ella misma curaba sobre un elástico de cama, pasaba lo mismo: no permitía que los lavásemos a pesar de los evidentes mensajes que en ellos dejaban las moscas.
Salvador, que era mecánico, tenía su taller en una vieja casa pegada al paso a nivel.
Por el año 57 o 58, Salvador se enfermó y se murió en el hospital de Villegas, entonces, Doña Nunciata se vino a vivir con nosotros. Ya tenía cerca de cien años porque murió en el 63 con 102.
Cuando en 1959 comencé a jugar al futbol en la segunda de Eclipse, en el Club había un grupo de jugadores que conformaron un equipo de muy buen funcionamiento y que pronto logró ganar campeonatos de la Liga Villeguense.
Le tocó a Eclipse, campeón de nuestra liga en aquel año de 1960, ir a jugar un encuentro con el campeón de la Liga del Oeste que era Huracán de Tejedor y allá me fui con la hinchada del club, a mi conocido pueblo vecino, para presenciar el partido.
Por un lado perduraba en mí el cariño a ese pueblo donde había pasado tantos gratos momentos y por el otro soñaba con un nuevo triunfo de mi Eclipse Villegas.
Apenas llegué, me encontré en la cancha con un amigo de mis andanzas por Tejedor y juntos nos sentamos en el suelo detrás de la cadena, cerca de uno de los arcos, para presenciar el partido.
En el comienzo todo fue sobre carriles. Cuando terminaba el primer tiempo Eclipse ganaba merecidamente por tres a uno. Yo, orgulloso, le mencionaba a mi amigo los nombres y las cualidades de cada uno de nuestros jugadores: José nuestro ágil arquero, los infranqueables del fondo: “Tranquilo” y Matellán, la media cancha incansable de “el Chancho”, “el Tigre” y “Colele” y la excelencia que teníamos arriba con “Miguelito”, el Walter, Roberto, el Daniel y “el Mate”.
Pero en el segundo tiempo todo cambió: contagiados por las milagrosas atajadas de su joven arquero, Huracán, haciendo honor a su nombre, nos arrasó, nos “eclipsó”.
Nos ganaron cuatro a tres sobre la hora.
Estábamos ubicados con mi amigo muy cerca del arco de Huracán. Desde allí, pude observar con asombro como ese pibe flaquito, que parecía vestido por el enemigo, con pantalones blancos muy cortos, las medias grises caídas sobre los botines, una remera amarilla tan larga que no hacía falta que usase pantalones y una gorra que se le caía en cada jugada pero que volvía caprichosamente a colocar en su cabeza antes de la siguiente atajada, había cambiado todo con su actitud. Ese pibe atajaba antes de atajar, jugaba en toda el área, hacía fácil lo imposible porque era un adivino y cuando tenía que salir fuera del área para evitar el peligro, lo hacía con la prestancia del mejor de los defensores. Ese pibe nos había ganado el partido.
Salimos de la cancha. Nos despedimos con mi amigo con esa despreocupación propia de la edad que teníamos. Ni sospechábamos que nunca más volveríamos a vernos. Cuando ya estaba arriba del colectivo que nos llevaría de regreso, desde la ventanilla, le volví a dar la mano y de paso le pregunté: “El arquerito de ustedes, ¿Cómo se llama?”. Me contestó ya con el colectivo en marcha: “Ese se llama Hugo Gatti, es el hermano del arquero de Huracán que hoy no pudo jugar”. 
Los recuerdos están allí y suelen dispararse en el momento menos pensado. Ayer, fui a la verdulería del barrio a comprar papas. En la vereda, entre la mercadería en exhibición, al costado de la puerta de entrada, habían colocado en la tercera fila de cajones, unos dulces higos de piel morada. 

Historias de la abuela

Susana Olivera

Juan Pablo

Abuela María. Sus manteles blancos, pacientemente bordados por sus manos hábiles, sus servilletas con iniciales entrelazadas AA, sus plantas de flores, el perfume de los jazmines, penetrante y exquisito, su huerta, el olor a tierra mojada, los aromas de sus comidas… Algunas, propias de la vieja España matizadas con platos criollos. Todos hechos en casa por sus manos amantes. Manos hacendosas, incansables… mazamorra, chuño, arroz con leche y canela, guisos de porotos y lentejas, pescado asado con salsa verde de ajos.
La abuela y sus historias repetidas tantas y tantas veces. Nos reíamos los jóvenes diciendo: “Eh abuela, ya lo contaste, ya lo contaste”. ¿Saben? Daría cualquier cosa por oírla otra vez, por verla con la aguja y el hilo largo prendidos en su pechera, los ojos grises mirando algún punto en la lejanía. Recordando, recordando.
La abuela…
Hoy la recuerdo viva, presente y se me pierden sus historias en los vericuetos de la memoria. Porque hoy yo soy la más vieja de la familia y la única que puedo recoger sus vivencias en estas páginas nostálgicas. Hoy me dicen a mí:
¿Tres páginas, mamá?
Te las leo. Es una historia de mi abuela. ¿Tenés un momentito?
No. Las leo otro día. Dejámelas por allí.

Otro día. Yo sé –aunque acepto y las dejo por allí–, que equivale a nunca. Es nunca.
 Tiburcia Antoñanzas y Teótimo (Teo) Rodríguez se habían casado muy jóvenes. Tiburcia era una pariente lejana de la abuela. Habían llegado a Rosario desde Tucumán en la misma caravana que Abuela. Y se habían enamorado de inmediato. Teo era un joven moreno de bigotito renegrido, ágil y musculoso, y a Tiburcia se le escapaba su juventud bajo la blusa oscura y la falda basta. Se amaban como solo pueden hacerlo los jóvenes incontaminados.
Yo los conocí a los dos, ya de mayores. Ella seguía siendo una mujer muy hermosa y él, alto, fornido, muy pero muy callado.
Poco después del matrimonio Teo fue llamado por un pariente que vivía en Misiones para ocuparse de la tala de bosques. Aceptó el trabajo. En Rosario se había perdido su sueño de fortuna fácil. El oro no se metía solo en la bolsa ni se recogía por los caminos… y ellos, los emigrantes, pasaban tanto hambre como en la España que habían dejado atrás.
Aceptó el trabajo. La vida allí era peligrosa. No iban las mujeres. Además, el viaje podía hacerse interminable. Por 1900 solo se utilizaban las carretas. De manera que Tiburcia (la tía Murcia como la llamaban todos) quedó en Rosario ocupándose de las tareas domésticas ayudando a su madre y a sus pequeños hermanos. Además, preparaba el ajuar para el bebé, que tan pronto como Teo llegara de Misiones y pudieran vivir juntos, seguramente tendrían.
La espera se hizo larga, larguísima. El joven pasó años como hachero. El jornal miserable le alcanzaba apenas para comprar comida en los almacenes del aserradero, único lugar donde invertir la magra ganancia. Almacenes que eran de los patrones: una forma de asegurarse que el jornalero no se fuera: allí quedaba su dinero. Dinero que por supuesto no alcanzaba para mandar al Rosario y mucho menos para enfrentar la aventura del regreso.
Grandes ya, cercanos a los cuarenta nació Juan Pablo. La alegría de la noticia del embarazo y el nacimiento duró muy poco. Juan Pablo tenía serios problemas neurológicos, probablemente consecuencia de un parto largo y mal atendido. Los dientes aparecieron recién después de los dos años. Hubo algunas piezas que faltaban y los incisivos tomaron un tamaño exagerado para su boca. Lo que junto a una lengua muy gruesa le daba el aspecto de “boca abierta” y muchas veces con caída de saliva por las comisuras.
Contaba abuela que alrededor de los cuatro años comenzó a desplazarse sin ayuda de sus padres bamboleándose y con las piernas abiertas, modo que conservó para siempre… Poco a poco logró adaptarse a la vida familiar. Pero exigía mucha paciencia. Hablaba frases cortas, que repetía incansablemente:
Tiro los cascotes a los vecinos…
Tuni (su apodo)… no se hace eso – le decía tía Murcia.
Tiro los cascotes a los vecinos… los vecinos me dan palos en la cabeza.
Basta Tuni.
Mamá… tiro los cascotes a los vecinos…
Y había días enteros en que repetía y repetía lo mismo. No podía conversar, solo frases sueltas que rondaban su cabeza.
— Quiero higos de los vecinos… quiero higos… Me trepo al árbol de los vecinos. Y corto los higos de los vecinos. Quiero comer higos de los vecinos.

De todas maneras, ya hombre, había que ayudarlo en su higiene personal, cuidado de dientes, pies y manos, cambio de ropa, especialmente la ropa interior. Llegó a una edad mental de aproximadamente seis años, tal vez menos, pero su desarrollo sexual fue completo. Difícil resultaba a sus padres manejar las apetencias del joven.
La lucha con este niño, a pesar del afecto, agrió el carácter de la pareja que vio frustrado su plan de una familia numerosa, bella, sana y alegre.
Teo sintió resentirse su salud. Sin dudas, los años de trabajo intenso, de calor agobiante, la mala alimentación, la soledad, hicieron su efecto. Partió antes que Tiburcia cuando Juan Pablo tenía veinticinco años.
Tía Murcia quedó desolada. Se esforzaba en no pensar quien cuidaría al joven discapacitado, quién lo vestiría y prepararía sus almuerzos cuando ella no estuviera.
Debía buscar una solución cuanto antes. Ella era ya mayor.
Pensó en casarlo. No tuvo suerte con las jóvenes de las familias con las cuales tenía trato en Rosario. Ellas no lo aceptaron.
Largas noches, cuando ya había acostado al joven, pensaba en el futuro que veía muy, pero muy turbio. Ella tenía un relativo buen pasar. Con Teo habían puesto un Bar en calle Catamarca y Rodríguez— si la memoria no me falla—, donde hoy funciona una tintorería. Pero ¿quién lo manejaría después de su partida? ¿Quién se ocuparía de todo?
Mantenía correspondencia con su comadre y otros familiares que vivían en España y a ellos escribió contándoles sus preocupaciones.
El tiempo pasaba y pasaba aguardando respuestas, respuestas que ella se sentía incapaz de hallar.
Como todo llega, también llegó carta de España y una propuesta que parecía ser una solución… Pero que tía Murcia demoró mucho en contestar.
Estaba llena de dudas y de preguntas… Pero había que tomar una decisión y así lo hizo. Finalmente, así lo hizo.

Rosina

—¡Qué vida tan triste, abuela! Pobre tía Murcia, tan hermosa pero cuánta soledad en su vida. De recién casada, años separada de Teo y ahora… Cuánta lucha.
—Estaba sola, sí. Nosotras sabíamos encontrarnos y hablar, las dos éramos mujeres solas, viudas, con nuestras pequeñas empresas. Yo, con mi costura; ella con el bar. Pero yo tenía la inmensa fortuna de mis siete hijos sanos y que, por entonces estaban, casi todos trabajando. Tía Murcia tenía unos primos y amigos aquí en Rosario; pero cada uno con su vida, siempre dura, sus trabajos, sus problemas…
—¿Qué le contestaron desde España? ¿La ayudó su familia?
 —La respuesta demoró en llegar. Cuando llegó Tía Murcia no pudo aceptarla de inmediato. Estaba llena de dudas, de inseguridad. No estaba segura de que iba a resultar bien.
—¿Qué le sugerían?
—Bueno, la comadre, que si mal no me acuerdo se llamaba Juanita, Juanita Burgos…
—Como la tía Juanita…
—Sí, pero de casualidad. No éramos parientes de ella. Yo debo haberla conocido cuando vivía en Castilla, antes de que viniéramos a Argentina; pero no, no me acuerdo… Tía Murcia guardó la correspondencia y las fotos que están ahora en mi poder. Las voy a buscar y después te las muestro.
—Contame, abuela.
—Bueno, Juanita le decía que habían estado visitándola familiares del marido que vivían en el Piamonte, la familia Bocca, Tenían mucho dinero y llevaron con ellos para que los ayudara con su numerosa prole una jovencita de unos dieciocho años, huérfana y sin familia en Italia. Ellos la habían recogido tiempo atrás, cuando murió la mamá. No hablaba una sola palabra de español. Era trabajadora, limpia y muy tímida. Se llamaba Rosina Cavalieri.
—No me digás que vino a la Argentina.
—Escuchá. Juanita había hablado con los Bocca, les había contado el problema de tía Murcia y les pareció que el matrimonio sería conveniente para la joven. Dejaría la servidumbre para tener su propio hogar y podría muy bien manejar el bar, porque era muy dispuesta. Claro, estaba de por medio la relación con Juan Pablo… eso no era fácil.
—Era terrible, Abuela. Era un discapacitado. Imposible amar a un hombre así.
—No se habló de amor sino de conveniencia para ambas partes. Sugerían matrimonio por poder, de manera que cuando llegara a Argentina, ella ya estaría casada y sería la señora de Rodríguez.
—Sin conocerse, Abuela.
—Se sabían hacer esos casamientos por poder, sin conocerse o conociéndose muy poco. Arreglados por la familia. Era conveniente, muchas veces, para las familias extranjeras. El caso es que intercambiaron fotos. Tía Murcia mandó un par. En una, Juan Pablo estaba en una reunión familiar, sentado a la mesa; y en la otra, trajeado, con sombrero… Era alto, como Teo, moreno… y la foto no mostraba lo que no tenía que mostrar… Tía Murcia debía mandar a Rosina dinero para el viaje, para ropa, y sus necesidades. Eso no era problema… Dinero tenía y estaba dispuesta.
—¿Y Rosina?
—Los Bocca mandaron fotos de Rosina. Eran fotos de su visita a Castilla, a casa de Juanita, fotos grupales, de toda la familia. Rosina era delgadita, de pelo muy claro y ojos grandes, asustados. Siempre rodeada de los niños que cuidaba. Nunca se habló de la discapacidad de Juan Pablo.
—Pero… la estaban engañando.
—Solamente en lo que se refiere a Juan Pablo. Omitieron detalles, no mintieron. Tampoco era falso lo referente al negocio que andaba muy bien y que sería de la joven.
—¡Detalles! Pero ¿aceptó Rosina el casamiento por poder o fue solo una idea de la comadre y de los Bocca?
—Su consentimiento tardaba mucho en llegar… Seguramente y por la edad, ella soñaría con amores románticos, con tener la posibilidad de elegir al amado. Claro que entiendo.
—Abuela, decime, decime por favor que no aceptó…
—Hijita, la vida es dura.

Mi barrio "Jardín"

Haydeé Sessarego

Nunca supimos si este nombre era con el que figuraba en el catastro municipal o fue “antojadizo” y bautizado de ese modo por los vecinos.
Para ubicarlo, puedo decir que aproximadamente está situado entre las calles, San Nicolás, paralela al bello Pasaje Boston y Río de Janeiro, de este a oeste; y desde Enzo Bordabere hasta Córdoba, de norte a sur. Hacia el noroeste, ya era Ludueña.
Mi barrio nació gracias a un loteo que hizo Don Corcione, dueño de éstas alrededor, de diez manzanas, allá por el 45, 46.
Mis recuerdos son muchísimos, porque allí viví desde que nací en 1950 hasta que me casé en 1974. Fue el barrio de mi hogar paterno-materno.

El paisaje, los perfumes y algo más

Si se toma lo estrictamente edilicio, era, es, de casas bajas a la calle y algunos departamentos de pasillo. Las había muy “importantes”, bellas, comunes, humildes y hasta un terreno con casas de chapas patio de tierra central con única canilla de agua potable, para cerca de quince familias, al que llamábamos el “conventillo”. Estaba ubicado en la mitad de la vereda impar de Tucumán al 4200. Mi hogar estaba situado exactamente en Río de Janeiro 420, muy cerca de la esquina de calle Tucumán esa altura. Es, porque está casi idéntica, una casa con porche, que llevaba a la puerta principal. Hoy, cuando me animo a pasar, están todas sus aberturas enrejadas, símbolo de los tiempos violentos que corren.
Muchas veces fantaseo con pedir permiso para entrar y verla por dentro, nuevamente. Queda solo en eso: la fantasía. Me invade una nostalgia que me hace lagrimear.
 Hasta, 1968 la calle más bonita fue el bulevar Avellaneda, con su fuente, ubicada en esa la esquina de dicha arteria y Tucumán al 4100. El agua fresquita y limpia era permanentemente lanzada desde bocas de leones de bronce. Arriba, sobre un pedestal de mármol como la estructura de la misma: el busto de ese metal del doctor Nicolás Avellaneda. A lo largo del bulevar había bancos, como los de las plazas, desde donde se podían contemplar sus palos borrachos que teñían de copos blancos la primavera como también sus jacarandás con hojas su azules-liláceas.
 En las calles aledañas se plantaron aromitos, con flores que asemejaban a sombrillitas rosadas. No faltaron los paraísos que daban unos frutos pequeños de color verde que luego se amarilleaban en verano. Con éstos los chicos, hacían cerbatanas y los lanzaban llamándolos venenitos, que pegaban muy fuerte y que fueron motivo de retos y advertencias por parte los adultos.
Imposible olvidar el perfume fresco de la primavera-verano tanto del exterior como de las numerosas plantas y árboles que existían en cada propiedad. Desde el aroma a los frutales, rosas, los jazmines en diferentes variantes, las violetas en invierno (amadas por mi madre), los malvones, azahares, clavelinas y muchas más. Entre las que más me gustaban, aparecen los conejitos y arvejillas, que no tenían aroma pero hermoseaban el entorno.

Los aromas y sabores de la cocina

De cada casa salían siempre al mediodía y noche, los olores a las comidas típicamente nuestras, tanto de origen criollo, español e italiano. Siento aún el olor al tuco con carne estofada para tallarines, ñoquis y ravioles caseros; el aceite friendo milanesas con papas y huevos fritos. También el aroma del ajo frito que condimentaba bifes a la cacerola o sartén, las costeletas y bifes a la plancha casi siempre con puré o ensaladas, al relleno de carne picada para empanadas o pastel de papas en el que predominan la cebolla frita y el comino como condimentos de sabor tradicional, el infaltable puchero y el olor a sopa bien caserita. Como postre el penetrante e inolvidable olorcito a caramelo para hacer, con él, flan casero y el de tortas horneadas a las que se rellenaba con dulce de leche “San Ignacio”, ¡bien rosarino! Como contracara, el odiado por casi todos los niños: el del café con ¡la leche hervida! Imposible pensar que esas delicias eran cocinadas por otras personas que no fuesen mujeres y amas de casa, trabajando o no, fuera de las mismas, como representantes de distintas profesiones y oficio

Los trabajos y los días en mi vecindario

Mi barrio, como tantos otros de la ciudad, juntaba a trabajadores de todos los oficios y algunas profesiones.
Entre mis vecinos los había empleados de comercio, entre otros, nuestro vecino, medianeras pegadas: el señor Pérez en” La Favorita” hasta su jubilación, trabajadores fabriles, comerciantes, industriales dueños de Pymes, relojeros, electricistas, plomeros, gasistas, viajantes, camioneros, empleados de compañías de seguros y bancos, etcétera. Entre las mujeres predominaron las amas de casa, pero muchas no hacían solo las tareas domésticas sino que también tenían oficios muy demandados hasta mediados de la década del 70. Recuerdo a Nelly, la modista, justo frente a mi casa; a doña Antonia su madre, especie de tintorera y planchadora; a Mary, que levantaba y zurcía los puntos de las medias de nylon o de seda en tiempos más lejanos. Otras eran dueñas o atendían de mercerías, almacenes, granjas, kioscos, verdulerías, carnicerías familiares. Quizás se me escape algún otro rubro que, hoy, no viene a mi memoria.
El “conventillo” era una pequeña villa de emergencia, habitada por gente llegada a la ciudad en busca de trabajo. Los hombres laboraban como: albañiles, pintores, jardineros, changarines y las mujeres como servicio doméstico de otras familias. Provenían de pueblos de la provincia de Córdoba (Morteros es el que más recuerdo). Había yeseros chilenos pertenecientes al Partido Comunista, que se exiliaron aquí por razones políticas de ese entonces. Fue expropiado, en años cercanos a los 70, ya que era el terreno de un particular. Allí, luego funcionó luego la empresa de transporte interurbano: “Monticas”.

Algunos personajes memorables

Pese a las diferencias sociales, ¡todos convivíamos con todos! y muy especialmente, los chicos. Hubo un personaje muy querible que vivía en el Conventillo: “El Gatica” (porque peleaba a los puñetazos con los demás varones del barrio), cuyo nombre era Héctor Cáceres. A él lo nombramos padrino de bautismo de una muñeca, marca “Pierángeli”, de Graciela, mi mejor amiga de la infancia, amistad que con ella mantenemos hasta hoy.
En mi barrio vivió un personaje muy destacado y querido por los rosarinos y también en muchas localidades del interior por las que pasaba con sus eternas giras, de cuya familia éramos y somos muy amigos: Federico Fábregas. Sí, el actor de radioteatros, el protagonista de “El león de Francia”. Fue un gitano como el mismo se definía, muy entrador y simpático, padre de 4 hij@s, cuya esposa, Haydée Nielsen, era docente, como lo fue mi madre.
Como una digresión bastante cómica, cuento que Federico les dijo a mis papás, en una de sus estadías en la casa familiar de Río de Janeiro 345, que le gustaría que yo, una nena de cinco ó seis años, hiciera el papel de “la gitanita” en una de sus obras, porque tenía muy buen tono de voz. ¡Nooo!, me escapé por debajo de la mesa del comedor diario de los Fábrega y huí hacia mi casa. Ese papel lo hizo otra vecinita y amiga hasta hoy: Mabelita. Fui, y lo soy actualmente, muy vergonzosa para exponerme hablando en público.

Son recuerdos inocentes que cobran gran valor en mi memoria.


Podría escribir mucho más acerca de barrio Jardín, pero sé que puede cansar y quitar tiempo a otras lecturas, por eso quiero terminar diciendo algo que antes mencioné. En el 68 se comenzó a construir el viaducto Avellaneda terminado en 1972 y mi querido barrio nunca más fue el mismo. Esa obra: lo encerró, oscureció y afeó para siempre.

lunes, 22 de agosto de 2016

“Nunca tuvo novio pobrecita” ¿pobrecita?

Paquita Pascual

Una arpía era la tía Emma. Con sus aires de monja boba no engrupía a nadie. Se diría que la parieron y no la sudaron. Por eso ella no abrazaba a nadie; una vez si, al gato que lo abrazó tanto que terminó ahogándolo.
A la muerte de sus padres tuvo que hacerse cargo de la casa y de un hermano menor al que hizo la vida imposible. No había un amigo adecuado para el; todos eran vagos
Drogadictos o ladrones según ella… según ella… Y no hablemos de la novia que después fue su mujer ¡Que es una puta, mira como se pinta…encima fuma! Así y todo, el muchacho se casó y Emma quedó sola. Había puesto tanto empeño en la vida de su hermano que tal vez por eso se olvidó de la suya.
Pudiendo hacerlo jamás se regaló un vestido, usaba los de su madre achicándolos.
Por supuesto, como toda arpía era flaca como una sardina, ¿su cabello… nunca se supo…
Lo cubría con un pañuelo negro que anudaba en su cogote; chancleteaba todo el día por la casa. Sus únicos escarceos consistían en la visita diaria al almacén, donde adquiría sus austeras vituallas, Allí, se enteraba de todo desde que se fue su hermano
La tevé no funcionó más ¿para qué la arreglaría, si a través de la ventana lo veía todo? ¡Que puerca, cómo se besa en la calle la hija de Marta! Si fuera hija mía… Seguro que dentro de poco la vemos con el bombo. Y el de planta baja ¿Otra vez se cambió el auto? ¡Este sí que está robando, mientras la mujer le pone los cuernos! Se sabía vida y milagros de todos los vecinos; y lo que no sabía se lo inventaba.
Un inoportuno ACV la privó de sus matutinos escarceos confinándola a una silla de ruedas. Aquel veneno que destiló durante toda su vida se le volvió en contra. Poco a poco su escuálida figura se fue convirtiendo en un revoltijo de huesos semejando una víbora a la que tuvieron que quebrar para meter en el cajón. Como contra partida, aquel rictus amargo que la caracterizó, se había convertido en una dulce sonrisa, como pidiéndonos perdón a todos.

Para las mascotas de mi infancia y un poquito más aquí: in memoriam

Haydée Sessarego

En mi hogar paterno-materno hubo siempre, hasta el último día de la corta existencia de mis padres, animales domésticos como perras y gatas en mucha mayor proporción que machos.
 Mami me contaba siempre que caminé por primera vez al año de edad tomada del lomo de una de nuestras perritas mestizas, Lila.
Lila vivió creo que cerca de 10 años y cuando murió mi hermano mayor, Charlie, cavó con pala un pozo en el jardín-huerto del fondo de casa y allí la enterramos. No olvido un detalle: armamos una cruz con maderas de cajones y pusimos escrito con algo negro (no recuerdo de qué tipo de material de escritura o pintura era) “QPD” y “Lila” con fecha de nacimiento, aportada por mamá, y muerte de la que solo recuerdo que fue un día 9.
Recuerdo que, además de ella, en mi casa hubo siempre varias perras. Vivían en casa Lili, de raza Pomerania de color blanco; Diana y Negra, mestizas y hermanas de Lila, pero que se fueron antes.
A todas las adorábamos y lo demostrábamos. Mi hermana Adriana y yo las paseábamos vestidas con ropita de muñecas en el cochecito de paseo de bebés, que fuera de los tres hermanos Sessarego.
En esos tiempos década del 50 y bastante más adelante a las mascotas no se las castraba. Ese fue el motivo por el que recuerdo que alguna de ellas, creo que Dianita, una mezcla de ratonera y algo más de tamaño mediano y poco pelaje habano y blanco, tuvo varios cachorritos, entre ellos a mi adorada Tinita. Nació de color blanco con manchas negras en sus ojos, ¡vaya a saber quién fue su partenaire y de qué raza y/o pelaje era!
Mami y Papi se la habían prometido al muchacho que vendía flores casa por casa en mi barrio Jardín. Llegado el momento del destete y, por lo tanto de darla, armé tal escándalo, con llantos y gritos que el florista se conmovió y le dijo a mi mamá: “No señora, la nena llora mucho, déjesela a ella”. Así se hizo. Recuerdo ese momento en un caluroso mediodía de verano. Junto a mis hermanos Charlie y Adriana, en verano, la bañábamos en la pileta de lavar y le poníamos, además de jabón blanco (ni pensar que existieran los shampoos para animales) y también el famoso “azul “ para blanquear la ropa, que consistía en un cubito de color azul, que con el contacto con el agua se disolvía y blanqueaba la ropa lavada y ¡a la perrita! ¡Pobre bicho lo que nos tuvo que aguantar! El “azul” daba un perfume que olía muy fresquito.
Inolvidable también fue la anteriormente mencionada: la primera Lili, blanca y peludita, que perteneció a la casa materna de mi madre. La trajo a Rosario desde San Justo en Santa Fe cuando se casaron con mi padre. Creo que aproximadamente, allá por el 54, 55 murió víctima de moquillo. Adriana. nuestra hermana menor, lloraba y le decía a papá “Papito adeglala (hablaba con la “d” en lugar de “r”) con tela adhesiva”. Fue muy difícil que nuestra hermanita de entre tres y cuatro años, comprendiera que nada se podía hacer. Creo recordar que mi papi hizo un simulacro de reparación y luego no recuerdo cuál fue la explicación. Papá siendo médico nos arreglaba las articulaciones de algunos juguetes, como muñecas por ejemplo, con elásticos y cinta adhesiva.
También estaba Pimienta, hermana de Tinita, pero negra y blanca. Llevaba ese nombre, puesto por mamá, por su carácter fuerte e intenso. Era muy feúcha por lo que nadie la quiso ni regalada. Ella y su ya mencionada hermana vivieron muchos años junto a mi familia.
Un día llegó, para aumentar el perrerío, una mezcla de ovejera y doberman que un paciente le regaló a papá .La apodamos Duca. Ella nunca se despojó de la bravura de sus dos razas, pero con predominio de doberman. Era de temer. A casa ya no podían entrar, como era costumbre, tocando la puerta sin llave, los vecinos amigos ni los proveedores, porque se paraba en dos patas, gruñía e inmovilizaba contra una pared. Duca no fue una perra amada por mí. Mató a muchas crías de nuestra gata Miquina y también dejó sin ladrido a Tinita al morderle el cuello y cortarle las cuerdas vocales, que suturaron con paciencia y sabiduría Papá y Charlie, que ya era un avanzado estudiante de Medicina. En ese momento yo ya cursaba los primeros años de la carrera de Historia y Adriana estaba finalizando la secundaria.
Finalmente, Duca fue llevada a un campo de conocidos de nuestros padres, ante tanto asesinato y mutilaciones de otros de animalitos.
Pero antes de esto ya había sido rescatado de una esquina por mi papá, previo rastreo de posibles dueños en diferentes cuadras, un salchicha puro al que apodamos Canito, como el perro del dibujo animado de esa época, finales de los 60 y comienzos de los 70: “Canuto y Canito”, dos salchichas padre e hijo.
El susodicho, que como buen representante de su raza era chinchudo y ¡no “respetaba” a ninguna perra en celo! Como algo desopilante, recuerdo que en una tarde sirvió a nuestra segunda perrita Pomerania, Lili, de color té con leche y a la Duca. No se imaginan las mezclas que de esas cruzas salieron. Muy cómicas cruzas de padre y madres, pero todas regaladas y queridas por sus dueños. La tarde del suceso cuando, estando Adriana y yo estudiando en casa, vimos al machito petiso y compadrito avanzar sobre la segunda, mi hermana gritaba: “Haydée hagamos algo para separarlos, porque cuando vengan papi y mami se van a enojar” Yo le respondí: “No se puede, tráeme un sifón de soda para mojarlo”, pero nada, ni nos miraban y seguían como todos los canes “haciendo el amor”. Nos habían dicho que los mantuviéramos separados y vigilados. Nos descuidamos y zápate sucedió. En dos meses en mi casa paterna llegaron a convivir 19 perros entre adultos y cachorros.
Pasando a la “sección” gatuna, nombré ya a Miquina, una gata gris y blanca muy amorosa, que apenas adulta tuvo sus hijitos. Nunca olvidaré que teniendo cerca de ocho, seis y cuatro años los tres hermanos, mami nos llamó para que viésemos nacer los mininitos. Fue una experiencia muy tierna e inolvidable. Lo que no sé es si ya estábamos “avivados”. Sí, Adriana era muy pequeña; pero, yo estómago resfriado, “víctima” de una amiga mayor, Olguita, con estómago más rápido que el mío, nos había contado a mí y a Graciela mi mejor amiga de infancia y de mi misma edad, cómo se “hacían” los bebés. Rápidamente corroboré la versión yendo a peguntarle, palabra por palabra, a papá, que de inmediato pidió socorro a mamá quien finalmente nos aseveró el relato de Olguita, esa nena bastante más grande que vivía en mi cuadra. Recuerdo perfectamente que pese a presenciar el parto de la gata y a la “avivada” de Olguita, Adriana y yo no lo aceptamos en nuestros juegos con muñecas. Allí, a nuestras hijas las traía la cigüeña por la chimenea fantaseada en nuestras infantiles cabecitas. Supongo que el único avivado y crédulo de la verdad de la milanesa era Charlie, por edad y por ser varón.
Terminando con los animales domésticos de la familia, ya más adelante, también moraron en mi casa Pepona, una caniche grande color chocolate, otro regalo de un paciente a mi papá y muy malcriada por él; y Picha, una mestiza negra y blanca, de pelo corto que, contra viento y marea, adopté de la calle. Mis padres ya estaban medios saturados de perros y gatos, y mami se la dio a su peluquera. Un día, ya siendo yo adolescente, pasé por un baldío ubicado en Urquiza y Bulevar Avellaneda, pasando el viaducto en construcción y la vi casi abandonada. En ese mismo instante la llamé, le pedí a la “pseudodueña” que me la diera. Llegué a casa con ella a upa, la bañé y sentencié “Mi Picha no se va más de aquí”. Ambas acompañaron a mi papá Chacho, primero, y a mi mamá Elba, luego, hasta sus últimos días de vidas. Cuando en menos de dos años ambos fallecieron, los tres Sessarego estábamos casados o en pareja y vivíamos en edificios de departamentos, donde hasta hace varios años atrás no se permitía la tenencia de mascotas de ninguna clase. Se las llevó la señora que ayudaba a mi madre, luego de varios días en que fuimos a darles de comer, sacarlas, etcétera. Nuestra tristeza era mayúscula al entrar allí, con ese vacío que deja la orfandad y le sumábamos tener que tomar dicha decisión. Nunca más supimos de las perritas.
Como se podrá observar los animales llamados domésticos, ocuparon un lugar privilegiado en mi tierna infancia y un poco más también. En los barrios de antaño era casi impensable que no hubiera perros, gatos y pájaros, estos últimos lamentablemente enjaulados.
En el centro solo algún gato muy bien educado o canarios en jaulas. ¿Perros?, ¡no, never, imposible!.
Hoy en día, solo tengo en mi hogar una gata adoptada, muy bella, que llegó con el nombre de Loli. Es de color naranja y tiene algunas manchas blancas en su pelaje abundante y largo. Tuvimos una coker y dos gatas; pero, pensándolo bien, es mejor que queden para otra historia.
Observo y siento, ya finalizado este trabajo, ¡cuántas historias coexisten en un mismo relato!