Marta Susana Elfman
Es el lugar de la casa donde se prende la primer luz del día,
reunión de la familia para el desayuno, el aroma del café recién hecho, las
tostadas calentitas apurados hora de ir al colegio, al trabajo.
Es el lugar por excelencia para cualquier excusa, un café con
una amiga de toda la vida o tal vez tomar unos mates; pero, claro, llegado el
mediodía, volvemos a casa dejamos los útiles y el primer lugar es la cocina,
ese olor de la comida, preguntando “¿qué hay de comer? Claro que la mirada de
mamá evita cualquier comentario, ella dice... “comida”.
Vengo desde chica, cuando convivía con mis tíos, con sabores
típicos judíos, y al casarse mi padre otra vez ingresé en una familia netamente
italiana. Los días de la semana estaba designado el menú; lunes puchero, martes
podría ser de milanesas con puré, los miércoles era variado y a gusto de la
cocinera, no por eso dejaba de ser nutritivo, jueves pastas, por supuesto, con
un buen estofado y esas salsas que nos hacían dejar el plato limpio con el
pancito, viernes pescado, sábados era más libre, ya que era el día dedicado a
la limpieza general de la casa, los domingos era el pollo en sus diferentes
versiones o un buen asado.
Por supuesto, todos los días, primero antes del plato
principal... sopa. Recuerdo que cuando decía “yo, sopa no”, la mirada de mi
mamá era terrible y, sin decir nada más, tomaba la sopa.
Pero la cocina no solo era el lugar de las comidas; también
cuando todavía estaba en la primaria era donde hacia la tarea, después la
merienda, donde papa leía el diario los domingos. Era grande espaciosa, el
corazón de la casa.
Me gustaba ver cocinar a mi mamá, y preguntar cómo se hacía
cada cosa, ayudar para preparar alguna torta y pasar el dedo por la fuente
sobre la masa cruda para probar esos sabores.
Tenía 12 años cuando quise hacer mi primer intento de
cocinera. Eso sí, pedí primero permiso a mi mama, que no se negó, pero dijo
“podés hacer y probar lo que quieras, pero después hay que dejar la cocina y
todo lo que usés limpio y en su lugar”. Así que tomé un libro de recetas de los
que tenía mi mamá y empecé a buscar alguna que no fuera muy complicada.
Empecé reuniendo primero todo lo necesario y me dispuse hacer
la torta. Hasta ahí todo iba muy bien, calenté el horno siguiendo las
instrucciones del libro y la torta al horno. Claro en esa época los hornos
todavía no tenían visor, por lo menos en mi casa, y mi ansiedad pudo más que el
criterio del libro, y abrí el horno antes de tiempo. Bueno, ni hablar de los
resultados, entró aire y la torta se desinfló como una pelota pinchada.
Cuando la saqué del horno, tenía la altura de una pizza, mis
lágrimas eran más gruesas que la torta, no había nada que me consolara, mi papa
decía “pero, de todos modos, esta rica” y mamá, para salvar la situación, “la
próxima será mejor”, pero mi decepción en ese momento era terrible, yo decía
entre sollozos que nunca más iba a entrar en la cocina. Ah, olvidé decir que
tenía doce años.
Con el tiempo olvidé, mi resolución y seguí probando, pero
había ampliado también mis recetas, ya entraba comidas además de los postres.
Tomé gusto por la cocina y volví a las comidas judías. Llamaba a mi tía por
teléfono para pedirle recetas de las más conocidas. Así, mis hijos fueron
conociendo un variado tema de comidas.
La cocina sigue siendo para mí el principal lugar de reunión,
el más íntimo para la familia y esas buenas amigas con las que nos reunimos a
disfrutar de una cena o una tarde de mates o café con algo dulce.
Y, claro depende del día, la temperatura y por supuesto cómo
anda de genio la cocinera.
La cocina sigue siendo el lugar donde se prende la primer luz por la
mañana y se despide el día con “un hasta mañana” apagando la última luz de la
casa.