lunes, 29 de mayo de 2017

Exilio

Guillermo Pochettino

En Grecia antigua una de las penas más graves que podía sufrir un ciudadano era el ostracismo, al que podemos equiparar de alguna manera con el exilio de nuestros días. En Grecia era una decisión votada en asamblea y por un tiempo determinado; no se perdían los derechos como ciudadanos y podía ser revisada por esa misma asamblea.
En nuestros días el mismo puede ser voluntario o, como en la última dictadura que sufrimos, como una posibilidad de ser excarcelado con la condición de vivir en otro país. Si bien podemos por algunas de sus consecuencias asimilar emigración, por ejemplo por motivos económicos, con exilio, este tiene como causa principal ser fruto de una persecución originada en el pensamiento político, en la acción social y o gremial, pero básicamente de una contradicción profunda con el poder político en un momento determinado.
Nuestra historia política presenta numerosos momentos en los cuales grupos sociales o individuos han requerido hacer uso de esta acción a fin de salvar sus vidas, la cárcel, la tortura, la persecución y el marginamiento de la sociedad. En general es una situación extrema tomada muchas veces en contra de la propia voluntad pero obligadas incluso por la presión de la familia que prefiere la lejanía de su ser querido a su sufrimiento.
Conocemos el exilio de figuras emblemáticas de nuestra historia como Sarmiento, San Martín, Rosas o Perón, pero son miles los desconocidos que en distintas épocas optaron por sí u obligadas a cruzar la frontera y radicarse en lugares lejanos, algunos en los que eran bien recibidos y otros en donde eran hostilizados. Las dificultades que afrontaron todos en esos destinos fueron múltiples desde aspectos económicos, de idiosincrasia, psicológicos, anímicos y demás.
Ellas se incrementan cuando el sujeto no puede interpretar correctamente el porqué de ese extrañamiento; vale decir, cuando no está en su imaginario la posibilidad de emigrar. En un primer momento la válvula de escape que significa estar lejos del poder persecutorio tranquiliza y supera al dolor de alejarse de las personas que ama, de los lugares en que era reconocido como tal, de su ambición de crecer profesionalmente en su ámbito. Pasado un tiempo, cuando se naturaliza el andar por las calles, sin miedo a ser perseguido, asoman los interrogantes, abruman las ausencias, se toma conciencia de estar lejos de actos comunes como fiestas familiares, encuentros con amigos, el bar que se concurría habitualmente, la discusión futbolera de un lunes cualquiera, el caminar las calles que se transitó una y mil veces, los aromas.
Ah, los aromas, recién cuando se vuelve pueden recuperarse.
Por lo anterior, el comenzar a sentirse “bien” lejos de la Patria, es estar convencido de que los principios, la acción, el compromiso con la idea que lo colocó en contradicción con un poder que lo superaba, tenía sentido. Ello es primordial para no sentir culpas, porque su presente es duro y debe poner todas sus fuerzas para superarlo. Si reniega de su pasado, todo será difícil puesto que es ahora un extranjero. Implica el deber de reflexionar sobre su situación anterior, pero debe enfrentar una nueva realidad que no es fácil ni regalada. Muy probablemente deba aprender el nuevo idioma que se practique en ese su nuevo país, aunque prevea que va a ser por poco tiempo. Conocer las costumbres, los alimentos más comunes que difieren de los que consumía. Deberá, aun siendo un profesional liberal, encomendar gran parte de su tiempo a buscar trabajo, revalidar un título; si está con su familia, la escuela para sus hijos, y cómo solucionar la cuestión de salud y vivienda. Si en situaciones normales las desavenencias con tu pareja son posibles, en un lugar que no es el tuyo (o que aún no es el tuyo) se potencian. También, por el contrario, cuando hay una relación fuerte es el palenque donde rascarse.
Y además… convencer a los que se quedaron, que llegaron a un mundo maravilloso y que se siente muy bien.
El tiempo de adaptación a esa nueva realidad es variable; pero en algún momento, cuando se han superado algunos de esos obstáculos, surge la imperiosa necesidad de volver a tomar contacto con aquello que forma parte de sí aunque esté a miles de kilómetros y la búsqueda de información se transforma en ansiedad: ¿qué será de Juan, Pedro o María? ¿Cómo va la economía, cuanto durarán estos sátrapas? (uno no dice estas palabras en realidad). Y llega la noticia de la muerte de la abuela como un golpe indeseado, pero factible por los años de la Vieja; pero que no se puede aceptar ¡y uno tan lejos!
El exilio puede ser fuente poderosa para revalidar los valores. Y también el espacio para rectificarlos. Pueden pasar meses o años para responderse una pregunta que encierra el secreto de la partida. ¿Fue razón o cobardía? Quien la responda con sinceridad, cualquiera fuese ella, seguramente vivirá la experiencia como una más que lo fortalecerá como ser humano. Experiencia única que no es ni mejor ni peor que otras.
La mía, la nuestra porque me exilié junto a mi compañera, se inició en abril de 1977 y culminó en abril de 1983. Siete años en diversos países, Brasil, Suecia y Costa Rica. Difíciles los primeros cuando al llegar a Brasil (con una mano adelante y otra atrás), caímos en la cuenta de que para trabajar era preciso tener un permiso de trabajo; y si no, hacerlo en la ilegalidad. Que aún allí la represión argentina estaba presente (plan Cóndor) y que el consulado nos negaba los pasaportes, lo cual hacía más irregular nuestra estadía allí. Pero, por el contrario, nos brindó la oportunidad de recibir la solidaridad de compatriotas y de quienes no lo eran. Personas extraordinarias, que aún son nuestros amigos a pesar de que vivan a miles de kilómetros, que nos abrieron las puertas de sus hogares y de oportunidades laborales.
Casi un año de estar viviendo en San Pablo (una ciudad horrible; pero que ahora quiero como propia) nos enteramos que había una entidad dependiente de Naciones Unidas, ACNUR, que entendía sobre la cuestión de refugiados políticos y que fue el canal que nos llevó a Suecia.
 La experiencia de vivir en Suecia, una sociedad si bien capitalista, con un estado y una organización tal que permite a la sociedad tener pisos y techos no demasiado pronunciados, me refiero a las diferencias entre clases o sectores de clase. Soportamos inviernos de 25° bajo cero y en los departamentos vivíamos en camiseta. Gozamos de unos veranos donde el color volvía a darle sentido a la vida alejándonos de los grises y las oscuridades de gran parte del año. Como extranjeros nuestro destino laboral era… limpiar escuelas y guarderías. Y lo hicimos como el mejor de los trabajos sabiendo que ello era una prueba distinta que el destino nos ponía en el camino. Luego, los años en Costa Rica que nos permitieron conocer otro país, con bellezas naturales extraordinarias y una seguridad social de primer nivel para lo que es un país latinoamericano. La vuelta a Brasil cuando ya se insinuaba, luego del desastre de Malvinas, la vuelta a la democracia y esperar allí que nuestra familia nos asegurara que no habría problemas para nuestro retorno.
Por suerte, por convicciones, pudimos responder aquella pregunta y no tuvimos que arrepentirnos de habernos exiliado o que nos hayan exiliado. Salimos indemnes en nuestros principios y creencias, aunque no iguales. Las experiencias nos sirven no para repetirnos sino para comprendernos mejor en nuestros méritos y también en nuestras falencias. Ojalá nunca más deba atravesar un exilio, porque ello significaría que vivo en democracia y que aunque disienta en muchos aspectos no seré perseguido.

Pedro y Pablo y yo (*)

Hugo Romano

Contame un cuento. Más que un cuento, tiene que ser una historia propia, que hayamos vivido en persona y por qué no la voy a contar.
Mi viejo tenía un almacén, esos de barrio, bien barrio, la famosa “Tablada”, hoy barrio General San Martín. Vendíamos de todo, desde pinturas para uñas, platos de losa, vasijas de aluminio, “aserrín, aserrán”; ah, no eso era una canción; maíz, granza, aceite, creolina y flit sueltos y el famoso kerosene, para las cocinas y estufas. Escaseaba, no sé si no había o lo retenían. Era muy chico para preocuparme por esas cosas, lo que sí, cuando llegaba el mionca, ahí si me preocupaba. ¿Por qué? Sencillamente, porque era el encargado de despacharlo con la medida de cinco litros. ¡Qué lio se armaba cuando me pedían uno o dos litros! El embudo no era el adecuado, se desparramaba un poco si no lo hacía con mucho cuidado y, como de este había poco, porque estaba siempre apurado para ir a jugar con los del rioba. A echar aserrín, que absorba, y luego a barrer. ¿Vieron? Ahora se quejan del gas: que si es caro, que si no tiene suficientes calorías, el precio, etcétera. ¿Y antes?
Me acuerdo también que vendíamos, vieron que hablo en primera persona, porque yo también despachaba, aunque sinceramente, no por mi voluntad, pero había que conseguir, más que conseguir, ganarse el tiempo para poder salir, zapatillas Pampero y Boyero. Ahora, si no son Adidas, Nike, se trauman, ja, ja. Gracias que no andábamos en pata. Teníamos Alpargatas con suela de hilo sisal para jugar a las bochas, etcétera, etcétera. ¿Variada la oferta no?
Eso sí, cuando mi viejo vendía creolina o flit, se lavaba las manos; porque, me decía, “no podemos despachar el azúcar, refinada –que era la que tenía terrones– o molida, harina, fideos, arvejas partidas, queso rallado en el momento, sin lavarnos las manos”. Como se dice, era “todo un señorito inglés”.
Tengo, entre otros recuerdos grabados a fuego, que casi todo se envolvía en papel estraza gris, se hacían los rulos con ambas manos y, luego, se lo hacía girar de las puntas y quedaba cerrado perfectamente. Algunos productos se envolvían en bolsitas, como el kilo de azúcar. La cuestión era de costo, el papel estraza era muy económico.
Me toca en una ocasión atender a una persona mayor, que me pide: “Dame mesu kilo de caraculito”. “No le entiendo, ¿qué desea?”. “Mesu kilo de caraculito, ma no me capisco”. Ya esta segunda vez, lo hace en otro tono. Le pregunto a mi padre: “¿Que dice esta vieja? No entiendo nada”. Él me contesta: “Dale medio kilo de fideos caracolitos”. Y yo digo: “¿Pero no puede ser más clara?”, a lo que él responde: “No, no puede, seguí y no busques problemas”.
En otras ocasiones, me pedían, 200 gramos de azúcar impalpable, 500 gramos de harina, 320 de azúcar molida, etcétera, etcétera. En algunas ocasiones, le decía: “¿No quiere que prenda el horno y le doy la torta hecha?”. Y por respuesta recibía: “Qué querés, en casa no hay balanza”. El tema era que para envolver esas cantidades, me volvía loco cortando los papeles, para no derrochar o quedarme corto.
Hoy todo es envasado, pero…
Pero no todo cambia tanto. Algunas cosas se repiten, posiblemente con otro nombre, pero en su esencia es lo mismo.
Antes también existía el plástico, solo que era de cartulinas sus tapas y de papel en su interior, la famosa: “Libreta de Almacenero”. Una la tenía el cliente y otra quedaba en el negocio. Se anotaba lo que gastabas en ambas y cuando podías pagabas el consumo. En eso sí, hay una diferencia, no existía el cobro de intereses. Cobrabas el 5, pagabas el 5, cobrabas el 15, pagabas el 15. En una oportunidad, que no recuerdo los detalles, si eran los maestros o los jubilados, estuvieron casi tres meses sin cobrar, y a los tres meses venían a pagar. La palabra valía más que la firma.
Quiero recordar algo que creo inédito, pero puede servir para amenizar el relato o para situar en esa época a los que la vivieron.
La cama matrimonial de mi casa era con la base de elástico y el colchón de lana. Cada tanto venía un señor, el colchonero, que lo descosía, lo vaciaba, escardaba la lana, y lo volvía a rellenar y coser. Por lo tanto, lo que quiero expresar era que no tenía el sommier. Pero en casa, para envidia de todos, quiero comunicar, que si lo teníamos.
¿Recuerdan cuando escaseaba el azúcar? Mi padre en ese entonces, por ejemplo recibía tres bolsas, ponía a la venta una y guardaba dos; o recibía cinco, ponía a la venta tres y guardaba dos. ¿Lo que se dice, un acopiador? No, en lo más mínimo. Lo hacía para que a “los clientes” nunca les faltara. Pero mi casa tenía un solo dormitorio, un comedor, cocina, baño y patio. Existía el famoso “Agio” un órgano de “control”, que podía pasar a revisar el negocio. Cuando se ponían en venta las “recibidas”, se formaban largas colas, no exagero, de media cuadra. Una vez fui a llevar un pedido y me revisaron, porque decían que me llevaba la preciada azúcar y, al regreso, no me dejaban entrar porque decían que era un colado. La gran mayoría no eran clientes habituales.
¿Pero qué tiene que ver la cama con el azúcar? Había que esconderla por si revisaban, pero no había lugar dónde guardarla. Por eso mi padre, hizo el primer sommier artesanal, escondía bolsas debajo de la cama. Sobre la misma se emparejaba con sábanas o lo que fuera, se ponía el elástico y sobre el mismo el colchón. Mi madre le decía: “Vos estás loco”. Pero la respuesta era: “A los clientes, no les puede faltar. Es por poco tiempo”.
Por supuesto mi vieja también atendía. Cuando se juntaban muchos clientes, mi viejo abría la puerta del patio y emitía un silbido, esa era la señal de que fuera a colaborar. Aunque a juicio de ser justo, la espera de los clientes no era aburrida, siempre había alguno que empezaba con los cuentos o con los chismes, casi diría que nos copiaron el formato, los actuales programas, como por ejemplo “Infama”, y el tiempo pasaba rápido. No era tan costoso como el actual o no todo se cuantificaba. Más bien, se disfrutaba.
Entre los dos, Arturo y Teresita, tales los nombres de mis padres, se atendía la empresa unipersonal, hoy diríamos, un monotributista más; y, por supuesto, se les hacía más fácil con mi cooperación obligatoria.
Mi vieja tenía un carácter, que mamita. Hoy, estaría presa por maltrato; nada de malas palabras, ante una orden a cumplirla, de los estudios ni hablemos. Había estudiado hasta sexto grado, pero cuando en primer año de la facultad estudié logaritmo, ella ya lo había dado. Tenía que tener cuidado porque ante la primer falla, volaba algún diente de leche. Bueno, no era para tanto.
Tan es así, que todos los años, para San Pedro y San Pablo, en la cuadra que éramos muchísimos, lo celebrábamos con la famosa fogata. Yo no sabía el porqué de la celebración, ni los otros, ni nos importaba. Lo esencialmente importante era que una vez terminada la ceremonia íbamos a cocinar los camotes a las brasas. ¡Que exquisitos! Sería para tanto la exquisitez o eran las peripecias que habíamos hecho para lograr ese fin. No hay dudas de que esta última es la respuesta justa.
Una vez, hicimos la fogata en la esquina de casa, que tenía una parte de tierra. Como siempre, había que juntar días antes las ramas, guardarlas para que no nos la robasen otros grupos y el preparativo, haciendo el muñeco para rellenarlo con sal, sin saber tampoco el significado, contando siempre con la complicidad y ayuda de alguna madre. El día anterior había llovido y se formaron algunos charcos.
Estábamos preocupados porque las ramas podrían estar mojadas y se nos aguara el festejo. Cosa que no ocurrió.
En lo mejor, ya prendido, saltábamos, corríamos alrededor, acomodando las ramas que se iban cayendo a medida que se prendían, meto la pata en un charco y zas, zapatos, medias, pantalón cortito –los largos era una ceremonia que generalmente se cumplía para Papá Noel a los once o doce años– y camisa. Nada se salvó de los recuerdos amarronados que se dibujaban en mi persona.
Pensé quedarme así, pero no daba. Tenía que entrar a limpiarme, pero allí estaba la mami y la decisión tenía que tomarla yo. Pensé: “Me quedo así”. Pero, al mover la vista, ella estaba tiesa observando el espectáculo. Yo parecía los de la hinchada de Camerún, que hicieron famosas las tiras de un mundial; y la mami, Don Fierro, el de la otra tira de los diarios. La decisión se acercaba, vi que no tenía nada que decidir, la tomó otro por mí; y, así, raudamente, digamos, casi sin pisar el piso, fui derechito al baño.
¡Que fracaso! Cuando salí del baño todo limpito y cambiadito, ni siquiera tuve el tupé de preguntar si la celebración de San Pedro y San Pablo había pasado. Con la mirada entendí, y a buen entendedor pocas palabras, que ese día no comía los camotes asados.
¿Que se conmemora el 29 de junio? Es el martirio de Simón Pedro y Pablo de Tarso. Bueno, ese día, tuve mi martirio y me lo quise conmemorar yo mismo.


(*) Escrito en abril 2014, con arreglos en abril de 2017

El heladero

Graciela Cucurella

Con mis amigas del barrio, jugábamos en la vereda como era costumbre en las tardes de verano.
Los juegos eran variados, como ser “El gallito ciego”, “Zapatitos de charol”, “Buenos días, su señoría, mantanteru leru la” o la payana. Este último se jugaba con carozos de damasco y consistía en levantar del piso cinco carozos, de a uno por vez, y sostenerlos en la mano sin que se cayeran.
También hacíamos rondas y cantábamos, como por ejemplo, “Mambrú se fue a la guerra”, “La paloma blanca”, “¿El lobo está?”, “Arroz con leche”, “La farolera”. Además jugábamos a las escondidas y a “La popa mancha”, juegos que aún los niños y niñas juegan.
Entre risas y alegrías, se escuchó a lo lejos el sonido de la cornetita de don Sorbetti… ¡Qué alegría! “¡El heladero!”, gritábamos. Don Sorbetti venía en su jardinera de techo de lona blanca, tirada por un caballo que caminaba muy lento.
Al escuchar la cornetita del heladero, corríamos hasta nuestra casa a pedirle a mamá que nos diera los cinco centavos que costaba el helado, siempre y cuando nos hubiésemos portado bien. De lo contrario, ni lo pedíamos ya que sabíamos la respuesta.
Una vez que teníamos los cinco centavos en la mano, nos acercábamos al carrito haciendo cola, pensando qué gusto íbamos a pedir. No había mucho que pensar, porque eran solo cuatro: limón y frutilla que eran al agua, y chocolate y vainilla. Estos últimos mis eran preferidos.
Don Sorbetti, con mucha paciencia, tomaba en sus manos un aparato (no sé cómo se llama) y colocaba una tableta rectangular de pasta, como son los cucuruchos de ahora; luego, el gusto de helado elegido y arriba ponía otra tableta como si fuese un sándwich. Por último, lo sacaba de ese aparato y nos los daba.
Con mis amigas saboreábamos el helado y en algunas ocasiones también lo compartíamos con las que no habían conseguido la moneda para comprar el helado. Los padres a veces no disponían de dinero.
Otro recuerdo.
A mi padre le gustaba vestirse bien, se compraba la ropa en el “Coloso”, una sastrería de calle San Martín y Rioja. Justo en la esquina, en donde actualmente hay una casa de electrodomésticos. Él solicitaba un crédito y se compraba la ropa que necesitaba.
Todos los meses religiosamente iba al centro a pagar la cuota de dicho negocio, algunas veces llevaba a mi hermana y otras veces a mí.
Cuando me tocaba ir a mí, lo primero que hacíamos era ir a pagar el crédito; luego, pasábamos por la zapatería Tonza a saludar a mi primo Juancito, que trabajaba en ese negocio. Era un sobrino que mi padre quería mucho.
La zapatería estaba frente al cine “Heraldo”, por lo que luego de conversar y enterarse cómo estaba la familia nos despedíamos y nos dirigíamos al cine.
En el cine hacíamos largas colas antes de entrar para ver “Sucesos Argentinos”, noticiero que informaba todo lo que pasaba en nuestro país y alguna noticia del extranjero. Luego los dibujitos, tales como “Tom y Jerry”, “El pájaro loco”, “El Pato Donald”, “Mickey”, “Pluto”, “El Correcaminos” y el infaltable Charles Chaplin.
A Chaplin yo mucho no lo entendía, porque era cine mudo; pero de ver a mi padre reírse con tantas ganas y disfrutarlo, empezó a gustarme también. Ahora, de grande, es mi preferido, y creo que nadie hasta ahora ha podido igualar al gran Chaplin.
Si la visita al centro coincidía con un jueves, íbamos a calle San Martín antes de llegar a Córdoba, a escuchar la banda sinfónica municipal, a las 18 horas aproximadamente.
La banda interpretaba temas populares conocidos y muy lindos. Nos gustaba mucho escucharlos.
Después nos dirigíamos a la granja Royal, a disfrutar la famosa copa Royal. La Copa era tan grande, tan rica.

Atrás quedaron los recuerdos de los helados tableta, que nos preparaba don Sorbetti.

Con la sangre en el ojo

Lidia Cieri

El vidrio de la ventana de la habitación de mis padres era mi conexión con el exterior. En esos días de convalecencia por una enfermedad complicada, hace sesenta años, veía mi barrio con calles de tierra y zanjas que los adultos limpiaban periódicamente.
Era el barrio San Francisquito, que, creo recordar, estaba ya formado a finales de la década del 50 y pegadito a Bella Vista.
Faltaban pocos días para la celebración de San Pedro y San Pablo. Desde mi observatorio veía pasar a José y sus amigos con las ramas secas que apilaban en el terreno baldío de la cuadra. Era el líder de esa barrita infantil. Sus travesuras le valieron más de un coscorrón de su madre. Los demás lo seguían sin discutir. ¡Claro! Tenía dos o tres años más que los otros. ¡Era grande!
Crecía y crecía la cantidad de ramas y la protegían haciendo guardias durante el día. Pero en algún momento, durante la hora del almuerzo o la merienda, quedaba un rato sin vigías. Entonces, ahí aparecía Rolo con los chicos de dos cuadras más allá y sigilosamente llevaban a rastras el montón de ramas a su propio baldío.
¡Madre mía! Nadie se quedaba con la sangre en el ojo. Las ramas iban y venían varias veces y recuerdo que un día yo estaba mirando, cuando los dos capitanes se encontraron y se dieron una histórica paliza entre los cimientos de la nueva casa que se estaba construyendo. Creo que algún adulto paró la cosa y tal vez hayan conquistado un mamporro tranquilizador.

Pero llegó el día de la celebración y las dos piras tenían muchas ramas. No se sabía quién las había recogido. ¡Estaban tan mezcladas! Pero estaban. Y las hogueras iluminaron el barrio al atardecer. Las nenas no teníamos participación activa en la ceremonia. Solo éramos admiradas espectadoras. Abrí un poco la ventana y empecé a sentir el aroma a camote asado. Significaba que ya solo quedaban las brasas y era el final de la fiesta.

El tranvía, el colegio y el profesor

Hugo Romano

Comencé la secundaria, en la Escuela de Comercio “General Manuel Belgrano”, de calle Entre Ríos y La Paz, turno tarde; ya que por la mañana funcionaba la Escuela de Magisterio “Mariano Moreno”, ambas solo de varones.
Para llegar desde mi casa, caminábamos cuatro cuadras hasta la Avenida San Martín y Ayolas. Allí, me subía a alguna de las líneas de tranvía que circulaban, que eran el número siete, el ocho y el dieciocho, que nos dejaban en la puerta. Tomaban por Ayolas hasta Entre Ríos, y por esta hacia el norte. El número siete seguía por Avenida Pellegrini hacia el oeste para ir al parque de la Independencia, al cementerio El Salvador y doblaba por calle Ovidio Lagos para llegar hasta la estación terminal de trenes Rosario Norte.
Las líneas ocho y dieciocho iban el centro, siguiendo calle Entre Ríos al norte. Según su recorrido, el motorman debía cambiar el destino de las vías, para lo cual se bajaba con una varilla de hierro y cambiaba mecánicamente el lugar de las vías. Lo mismo se hacía en esos tiempos, con los trenes cuando hacían maniobras para dejar o recoger un vagón, principalmente cuando eran de carga.
Esos coches se conducían de ambas puntas. Se ponía una llave cerca de los comandos que era la que habilitaba el manejo de esa punta y viceversa. Estos no eran más de tres. Uno para acelerar, el otro para frenar y tenía un tercero que era un freno de mayor poder. Al circular sobre vías de metal y siendo las ruedas del mismo material, la adherencia era escasa, por lo que debía tener mucho cuidado con la velocidad o cuando algún imprudente se ubicaba sobre las vías e interrumpía el recorrido.
Cuando cambiaban de lugar de conducción, los asientos de madera se revertían.
Tenía en ambas puntas una cuerda que hacía que un martillo pegara sobre una campana y así se comunicaba el guarda con el motorman para que parara o siguiera. Una campanada indicaba que parara en la próxima esquina y dos campanadas eran para que arrancara.
Tomábamos siempre el mismo horario y de hecho, salvo por vacaciones o enfermedad, los guardas eran los mismos. Nosotros, con el correspondiente permiso, activábamos la campanilla de parada o de comienzo de marcha.
Generalmente, esperaban que subieran los pasajeros en las distintas esquinas y comenzaba a cobrar el boleto pasadas varias cuadras. El cobro se efectuaba a través de una boletera metálica donde se asomaban los boletos de distintos colores, según el precio atento al recorrido. Tanto el chofer como el guarda iban identificados con trajes de color gris y gorra del mismo color. También cada tanto subía el inspector, igualmente identificado, y pedía a cada pasajero el boleto, verificaba su autenticidad, es decir si correspondía a la serie que previamente le había informado el guarda, y procedía a picarlo con un sacabocado.
Cuando el cobro se atrasaba en demasía y llegábamos a la calle, por ejemplo Rueda o Virasoro, nos largábamos en marcha y llegábamos a la escuela caminando las restantes cinco o seis cuadras. Creo que uno de los guardas lo hacía adrede, aunque esto no lo tengo confirmado, pero siempre empezaba a cobrar pasadas varias cuadras. Otro no, ya que cuando veía que nos habíamos bajado antes, en la próxima oportunidad nos cobraba primero.
Eso nos permitía ahorrar el dinero que luego gastábamos en el quiosco que había en el segundo piso, comiendo un suculento sándwich de jamón y queso o jugando al metegol en la esquina de Corrientes y Viamonte, a la salida o cuando nos hacíamos la chupina.
Este hermoso y recordado medio de transporte fue reemplazado, primero por unos colectivos de color verde, que llegaron a través de un negocio, para ser prudente, de un empresario porteño llamado Armando. La suspensión, horrible, los asientos tapizados más duros que los de madera, duraron lo que dura un suspiro entre las manos. En los años 1962 o 1963 fueron reemplazados por los actuales trolebuses.
Los partidos de futbol de primera se jugaban todos sin excepción, los días domingos. Los escuchábamos en el barrio por radio con el mejor relator, Fioravanti, cuando de otra cancha lo llamaban “Atento, Fioravanti” era para anunciar un gol y si se escuchaba “Atención, Fioravanti” para dar otra información. Si se suspendía por lluvia, se jugaba el lunes o el martes, según si el tiempo lo permitía. Las pelotas eran de cuero y, cuando llovía, se cargaban de agua, cambiaban de peso sustancialmente y, por supuesto, no picaban.
En una ocasión, estando en quinto año, es decir el último, se pasa un partido de Newell’s al día lunes y, estando bien clasificado, era una pena perdérselo. Si la memoria no me falla, más de la mitad de cuarto y quinto año estábamos viendo el partido, por supuesto en el horario de clase. El jefe de Preceptores era el querido señor Ibañez, conocedor de los comportamientos, nos esperaba en la puerta de la escuela cuando regresábamos. No era que íbamos a entrar a clase, sino que pasábamos por la misma para ver las novedades con los que habían asistido, por si nuestros padres nos preguntaban sobre cómo había sido el día. Recuerdo como si fuera hoy, nos decía “la próxima vez, llamo personalmente a cada uno de los padres”, cosa que nunca hacía. Era muy tentador estar a pocas cuadras y no ver los partidos suspendidos, ya que no se cobraba entrada, porque ya se habían vendido para el domingo y al ser el lunes, día laborable, casi no había público y dejaban la puerta abierta. Creo que los medios justificaban el fin, ver gratis un partido de primera.
Las otras chupinas eran para ir al cine “Sol de Mayo”, en Avenida Pellegrini y Corrientes. Era continuado, uno entraba en cualquier hora, por supuesto, después de las dos de la tarde que abría sus puertas, pagando la entrada correspondiente. En la sala había un quiosco que vendía bebidas y sándwiches y también se permitía fumar. No obstante, estas cosas que uno recuerda, eran esporádicas. Disciplina dentro de la escuela había y se hacía respetar.
El jefe de preceptores, al cual me referí antes, cuando había un problema en algún aula, a la hora de salida nos hacía formar y estábamos media hora más parados cumpliendo la penitencia.
Esta escuela pública tenía un gimnasio con piso de madera para jugar al básquet, vóley, etcétera, y una pileta de natación cubierta, calefaccionada.
Recuerdo que teníamos un profesor, al cual todos lo recordamos cuando nos reunimos. El primer día de clase en primer año, entró al aula, escribió en el pizarrón su nombre, Jorge Bessio, y dijo: “Para que sepan quién es su profesor de historia y no estén preguntando cómo se llamaba ese profe”. En quinto año lo tuve como profesor de Derecho Comercial, llevaba un puntero de madera. Caminaba entre los pupitres e iba tocando con el puntero la cabeza de algún alumno. Eso significaba que el que salía sorteado debía seguir con lo que expresaba el anterior; es decir, no había forma de estar desatento. Cuando no sabías, pasabas al frente, te decía “no estudiooooo, saque cola” y nos pegaba con el puntero. No pegaba, solo te tocaba y te ponía el correspondiente cero. Aceptaba una excusa por trimestre, que se la tenía que decir al comienzo de la clase, en ese caso no te preguntaba nada, pero solo una por trimestre. En una ocasión, un alumno le fue a decir que no había podido preparar la clase, se fija en la libreta que llevaba y le dice:
Pero usted ya me pidió hace dos semanas.
Sí, pero es por este caso especial que le comenté- le dice el alumno,
Disculpe, es una sola por trimestre, tiene un cero. Se hubiera callado y a lo mejor yo no le preguntaba nada, pero usted sólo se delató. A confesión de parte, relevo de prueba.
Siempre entraba al aula al minuto de tocar el timbre. En una ocasión estábamos discutiendo sobre el viaje de estudio y uno del curso le pidió permiso para terminar el tema que se trataba, donde se decidía que profe nos acompañaba, diciéndole: “¿Señor, nos da diez minutos para terminar el tema y votar?”, lo cual fue concedido. A los diez minutos estábamos en plena discusión y dijo: “Bueno empezamos la clase del día de hoy”; para lo cual alguien del curso le dice “falta poco profesor, terminamos de discutir y luego votamos, es un rato más”. Su respuesta fue:
“Me pidieron diez minutos y se los concedí, hubieran pedido más o la clase completa y se las hubiera otorgado, pero hay que cumplir con lo acordado. Comienza la clase”. “Profesor, le pedimos por favor que lo que escuchó no lo comente”, a lo cual respondió: “me lo hubiesen pedido al comienzo, y yo optaba por escuchar y comprometerme a no comentar o me hubiese retirado para no escuchar, pero ahora soy libre de actuar como quiera porque no asumí ningún compromiso previo”.
Ese profesor, fue luego vicedirector. Los docentes estaban en la sala de profesores y, al tocar el timbre, iban a sus respectivas aulas. Algunos siempre tenían algo que comentar y llegaban a las aulas cinco o diez minutos después del timbre. Observó esa situación los primeros tres días, al cuarto se paró delante de todos y con vos firme les dijo: “Señores profesores ha sonado el timbre, lo que indica que deben estar entrando en las aulas ahora y lo que tengan que comentar lo hagan fuera del horario de clase”. Todos se miraron; pero entendieron el mensaje. Unas semanas atrás había sido su compañero, pero ahora había cambiado de función y debía hacerla cumplir. Una vez escuché lo siguiente: “Un jefe les dijo a sus subordinados: me despido de ustedes compañeros, he sido nombrado su jefe”.
Hace más de treinta años que nos reunimos los de quinto y no se percibe a ningún compañero estigmatizado por vivir estas experiencias; al contrario, lo recordamos como uno de los mejores profesores.