martes, 31 de octubre de 2017

¿A quién le puede interesar un relato de mi vida?

Graciela Cucurella

Esa pregunta daba vueltas en mi cabeza.
¿A mi edad? ¿Yo en la universidad para adultos mayores? No, no me veo, no es para mí.
Me decidí después de una conversación con mi hija, que me alentó mucho, y me anote en los cursos de “Contame una Historia”.
Empecé en el segundo cuatrimestre del 2015 y en el primer encuentro me gustó escuchar los relatos de mis compañeros. Había mucha familiaridad entre todos y me recibieron muy bien.
Lo único que no me gustó fue que cada uno de ellos, antes de comenzar la clase se colgaba un cartelito con el nombre bien grande para recordarlo. Realmente no me gustaba, yo no lo iba a usar, no era obligación, pero después de un tiempo nadie lo usó.
Sin darme cuenta y escuchando las historias de mis colegas, comencé a escribir mi primer relato que se llamó “María”. Hablé de mi abuela que había inmigrado de España; después, escribí “Electrodomésticos” y muchos otros.
Las consignas son muchas y sin obligación de cumplirlas.  Me gusta que este año, una vez al mes, el profesor con nuestra aprobación toma un relato y entre todos hacemos algunas correcciones para enriquecerlo. También me gusta escuchar a mis compañeros, de los cuales aprendo mucho para mis próximos relatos.
Estoy muy agradecida a la Universidad para Adultos Mayores y, especialmente, al profesor José Dalonso, que me permite expresar y contar algo de mi vida. Él nos escucha con mucho respeto y me incentiva a seguir escribiendo.

Muchas gracias.  

Las cataratas del Iguazú

Patricia Pérez

Mi trabajo fue motivar gente para que venda, aún lo hago pero le dedico menos horas.
En 2001, cuando el país no encontraba el rumbo, se realizó junto a la empresa con la cual trabajo, un plan de motivación, viaje a Cataratas incluido.
Por ser la distribuidora que más gente había convocado, fui designada como encargada del micro.
No era un honor, era una gran responsabilidad, ya que implicaba documentos en regla, autorizaciones de menores, etcétera.
Comencé tres meses antes a organizar y mandar mensajes a mis compañeras distribuidoras para que se ocupen de su gente, pidiéndoles los requisitos para el viaje.
Llegó el día. Ese viaje tuvo un antes, un después y un final, cada parte con su condimento.
Comenzamos a recoger gente en la Terminal, luego por San Lorenzo y, por último, en Santa Fe.
Junto con la coordinadora de la empresa del colectivo comenzamos a pasar lista.
Llegó a una menor, le pregunté por su autorización y me dijo: “Viajo con mi mamá” y le respondi: “Pero necesito la de tu papá”.
Entre discusiones, la encargada de ese grupo me dijo que no la iba a dejar abajo.
Fue un momento de mucha tensión, ya que yo sabía que en la frontera no iba a pasar y debía encontrar la solución para no perjudicar a las cincuenta y nueve personas restantes.
Llegamos a la frontera y, como suponíamos, no nos permitieron pasar.
Hablamos con la empresa para la cual trabajo y nos encontraron la solución.
Yo no sabía si reír o llorar. Una cuadra antes de la frontera, en un lugar indicado, iba a estar esperando a la menor una persona que la cruzaría a través del campo a Brasil.
Así es como desaparecen personas.
Del otro lado la esperaría alguien de la empresa, que además abonaría una suculenta suma.
Hecho el trámite, el contingente se encontró sin ningún inconveniente más en Brasil.
Lo que sucedió después fueron hermosos días de diversión, desayunos de primera, piletas con jacuzzi y excursiones una más linda que la otra.
Visitamos el parque Nacional Iguazú, con esa naturaleza imponente, los animales silvestres paseando por los caminos.
Comidas típicas, bailes con disfraces. Era todo realmente fantástico.
Pero los nervios de cruzar la frontera hicieron que me sangrara la nariz y que esa posible suba de presión se presentara como un aviso.
Iba con mi marido y dos de mis hijos, la mayor y el menor, así que tratamos de disfrutar todo lo que pudimos ese viaje sin pensar en el regreso.
Y llegó el día que teníamos que volver, así que otra vez el contingente al micro.
Nuevamente el mismo procedimiento. La menor cruzando la frontera a través del campo.
Esos momentos fueron interminables hasta que apareció la chica nuevamente en el edificio de teléfono.
Otra vez la normalidad. Suelo argentino.
Emprendimos la vuelta cargando nuestra energía en las minas de Wanda. ¡Qué sensación vibrante!
Después de ese viaje con tantos condimentos, no recibí más que agradecimientos de la gente que lo compartió. 
Eso hace que, a pesar de los contratiempos, mi trabajo valga la pena.

viernes, 27 de octubre de 2017

No se cómo, pero pasó

Luis Molina

No sé cómo, pero pasó, debió ser que el destino lo impuso de antemano. Era un tiempo amorfo aquel, tratando de encontrar dónde recalar para saciar nuestro vicio de incipientes escritores, los sitios encontrados no nos satisfacían. Ellas como siempre (mis amigas y compañeras de letras) curiosas, mujeres al fin, comentaron: “En la facu hay unos cursos interesantes”.
Estábamos en la búsqueda, ya que de la Biblioteca Argentina nos habían pedido dejar lugar a otros postulantes, ya que llevábamos tiempo en el curso, total no perdíamos nada con intentar.
Así fue como entré. Todo era nuevo para mí. Éramos muchos y la sala muy chica, estábamos apretados, se ve que no esperaban tanta gente.
Él se presentó, su propuesta parecía interesante, aunque nosotros buscábamos un sitio para dar rienda suelta a nuestras apetencias literarias, nos sentíamos escritores.
En la primera clase comenzamos a conocernos. Él era José, el profesor. Su apellido me llevó a recordar aquella avenida Francia de mi niñez, donde un familiar tenía un negocio a la vuelta de casa.
El motivo del curso era indagar en aquellos recuerdos que fueron quedando sepultados por la rutina, lo que cada día incorporaba el progreso, la familia, los hijos en particular, tiempo que había dejado huellas en nuestra vida. Lo de las entrevistas no lo teníamos claro, para él profe siendo periodista si, era su métier.
No resulta fácil encontrar las palabras para expresar una idea, sobre todo ante desconocidos. Eso dio pie a la frase mágica: “¿Y porque no lo escribes?”. Todo cambió a partir de ese momento.
Sin ser escritores, cada quién desgranó en letras recuerdos que creía olvidados, la carpeta de relatos se fue engrosando. José nos leía lo que escribían en el otro curso, ya que nos dividieron en dos grupos y a diferentes horarios.
Contaba las vicisitudes vividas durante la Guerra Civil Española, escritas con la magia de una tal Paquita, e incluso las peripecias de una maestra rural y su Citroën. El romanticismo con que Mari relataba sus travesuras en aquel tiempo ido.
Fue un año que condicionó mi vida, cada martes dejaba una marca o enseñanza en mí, ya finalizando José reunió ambos cursos, quedamos solo siete dispuestos a continuar.
El siguiente año cambió. Éramos más, ruidosas maestras, los pocos del año anterior, muchas cara nuevas, pero la impronta ya tenía una ruta marcada.
Nació el blog, donde van quedando como mudos testigos recuerdos en letras de quienes volvimos a vivir. Todo un universo de vidas, sueños y derroteros de almas que se unieron en un aula para contar al mundo que siempre estuvieron, en silencio, amando, dando vida. Éramos más al final del año, en la despedida quedaba un sueño: “El libro”.
Comenzó 2015, además de todas las caras conocidas, otras se integraban. El aula se poblaba de charla, éramos muy ruidosos, contrastando con el resto de la facultad.
Todos tenían una historia para contar, muchas felices, otras duras: María Rosa que se colaba por debajo del alambrado al baile; Luis, con su estilo tan particular de narrar, nos hacía reír; Paquita, con sus tacos y tantos momentos, pasando de la risa a las lágrimas.
Y llegó el libro. Era motivo de orgullo sentirse escritores, quedaba bajo sus tapas rojas, indeleble el nombre de cada uno como mudo testigo de su paso por las letras.
Luego, el destino me jugó una mala pasada y me alejé.
Cada tanto abría la página donde nuevos nombres e historias continuaban el camino.
Hoy, he vuelto a leer y descubro que varias de mis queridas amigas aún continúan, me deleito con sus historias. Pienso que contar esta también es recordar un pasado aunque reciente vale la pena recordar y escribir.
Creo que lo voy a hacer, tal vez José lo publique aunque de todas maneras eso no es importante.
Si lo leen ¿ellos recordarán que soy Luis?

No importa, en aquel momento junto a ellos fui feliz.

Una fotografía

Susana Olivera

“Los cajones comienzan a cerrarse, 
y los recuerdos en ellos se conectan               
de manera azarosa. Y cuanto más
relajados estamos, más se abren, se
cierran y se interconectan.”                   
Estanislao Bachrach (“Ágilmente”)

Una fotografía de no más de cuatro centímetros de lado, en blanco y negro y con los bordes dentados. En ella se ven dos chicos. Él, muy rubio; ella delgadita, los zoquetes parecen una bufanda anudada alrededor de los tobillos y tiene la cabeza redonda de rulos negros.
En esa foto estamos mi hermano Carlos y yo cuando teníamos alrededor de seis o siete años. Fue tomada en lo que llamábamos “el fondo” es decir, el jardín o tercer patio. Allí, pasábamos las siestas calientes de verano cuando nos escapábamos de nuestros dormitorios, lugar al que nos obligaban a retirarnos después de almorzar.
El jardín no era demasiado grande: tenía una parra de “uva chinche”, algunos frutales como el peral y la higuera, y en un rincón cerca de la pared que nos separaba del patio vecino, un limonero. Además, una planta de jazmín que se cubría de flores exquisitas en el verano.
Y, por supuesto, allí también, estaba el gallinero.
Nuestras aventuras con los frutales siempre terminaban mal: indigestión con higos calientes, descomposturas con las uvas y las peras. El peral tenía siempre peras verdes excepto las que estaban altísimas y a las que no llegábamos si no nos trepábamos al árbol, lo que teníamos prohibido. En una oportunidad, mi hermano, después de varios intentos para bajar con un palo una fruta espectacular, decidió que él no se iba a perder la pera más grande y madura que uno pudiera imaginar y, decidido, trepó. La fruta estaba en la punta de la rama y para alcanzarla debía avanzar hasta ella. A punto de llegar, la rama se quebró y fue a terminar con pera y todo encima de mi hermano que gritaba de dolor y susto en el suelo. Despertó a todo el mundo. Lo socorrieron, le limpiaron las raspaduras de rodillas y codos, le pusieron aceite con sal en el chichón de la frente y, por supuesto, le dieron un reto mayúsculo.
¿Dónde está la pera?- me preguntó cuando se terminaron retos, amenazas y mocos.
¿La pera? Ah, la pera. ¿La pera?- pregunté varias veces para ganar tiempo y disparar-. ¡Me la comí!
Mamá, mamá- chilló. Ella se comió la pera. Rétenla también, ella tuvo la culpa- y volvieron los llantos y los gritos.

Pero el gallinero era nuestro máximo entretenimiento. Siempre encontrábamos algún huevo que se había escapado a la inspección matutina de la abuela y lo freíamos en unas sartenes pequeñas enlozadas que estaban en el cobertizo.
Nos gustaba mirar las gallinas, les habíamos puesto nombres “Cocona”, “Desplumada”, “Colorada”, “Culona”…
Fijate, hoy “la Colorada” no salió del nido, está echada…
¿Estará empollando? Pero no tenía huevos. Yo la saqué del nido cuando buscábamos huevos y no había ni uno.
Estará durmiendo la siesta.
Desde la sombra del limonero, mirábamos a las gallinas largo rato: comentábamos cómo caminaban estirando el pescuezo y hablando constantemente con su cacareo. Jugábamos prendas y ganaba el que adivinaba a cual gallina “atacaría” el gallo. Lo odiábamos: Era malo con las gallinas, se les subía encima y las picaba en la cabeza. Además, se creía muy importante porque tenía la cresta más grande y andaba siempre haciéndose el pretencioso.
Eso decíamos en nuestros inocentes pocos años. Son ecos que rebotan en mi cabeza.
Por sentirse tan importante, ya que era el único gallo del gallinero, le trabábamos las patas con una rama que teníamos especialmente guardada para esos menesteres y nos moríamos de la risa de ver cómo trastabillaba y perdía toda su elegancia. Se lo merecía, porque era el más ridículo del gallinero. Esa rama también la usábamos para sacar a las gallinas cluecas de sus nidos cuando estaban empollando. El escándalo que armaban nos resultaba muy gracioso. Sin embargo, una vez que nacían, nos encantaba ver a los pollitos que seguían a su mamá y se pasaban todo el día pica que te pica buscando gusanos y bichitos.
Cuando el calor abrasaba, nos bañábamos con la manguera que abuela usaba para regar la huerta. Y aprovechábamos para bañar también a las gallinas y especialmente al gallo. La estampida por todo el gallinero era realmente apocalíptica, porque poniendo el dedo en el pico de la manguera el chorro salía muy fuerte y las gallinas aleteando desesperadas tropezaban una con otras, pisaban los comederos, volcaban el agua, se estrellaban contra el alambrado y volaban sus plumas por todos lados.
A veces, juntábamos las deposiciones y las cubríamos con maíz o restos del almuerzo. Comían las gallinas entusiasmadísimas y salían asqueadas limpiándose el pico contra el suelo de un lado y del otro, porque se habían tragado sus propios excrementos. Considerábamos que eran muy pero muy estúpidas.
Otras veces, y poniendo en práctica nuestra cuota de sadismo, las corríamos y cuando las alcanzábamos, si lo permitía la risa, atábamos juntas pata derecha con pata izquierda de dos gallinas, que rodaban aleteando y cacareando hasta que se soltaban. Todo había que hacerlo con el ojo atento para asegurarnos de que no se levantara alguien y viera que estábamos martirizando a “esos pobres animales”.
“Pobres animales”, pero que abuela no vacilaba a correr a alguna gallina, romperle el pescuezo, desplumarla y hacer un guiso con ella.
Esa ceremonia no nos gustaba, nos daba lástima y nos prometíamos que no íbamos a comer. Cosa que olvidábamos frente al plato terminado.
Repetíamos esos “juegos” día tras día, sin cansarnos o aburrirnos. Era como si el retornar a viejas alegrías nos hiciera paladear más la travesura y disfrutar de todo. Nos divertía también poner cara de inocentes cuando volvíamos a nuestros dormitorios y pretendíamos lucir somnolientos.
Y yo regreso al hoy mientras cierro el cajón de ese viejo escritorio. Y sonrío con la pequeña foto en mis manos y las memorias entibiándome el olvido. Reviviendo uno a uno momentos que creía desaparecidos, pero que evidentemente yacen en mi ojo subliminal. 
¿Tantas palabras para contar infantiles travesuras en el gallinero? Perdón, José. Perdón, amigos.

jueves, 26 de octubre de 2017

Inolvidable Kitty

Fabiana Migoni

Nunca se derrumbó, ni el monstruo que invadió su cabeza pudo vencer su grandeza, solo debilitarla de a ratos, pero siempre estuvo dispuesta a darle pelea. La atacó por siete años, pero no logro abatir ni su imagen, ni su alegría y mucho menos su temperamento. Por algunos instantes, de madre cambiaba a hija, pero de inmediato remontaba como cometa en el cielo y seguía siendo ella, mi mamá, la que siempre estaba extendiendo su mano para ayudarme a transitar el camino de la vida durante poco más de medio siglo.
Nació un quince de agosto de 1939 y la bautizaron María en honor a la virgen. Nunca nadie la menciono por su nombre de pila. Su padre la apodó “Kitty” desde antes de caminar y, así, siempre la llamaron. Su vida apareció en esta Argentina en donde aún se recorría la llamada “década infame” y, a pocos días de su nacimiento, en el mundo se declaraba la Segunda Guerra mundial. La economía para los más carenciados no era favorable y ella era muy pobre. Casi ni atravesó la infancia, de niña a adulto, fue madre de sus hermanos y de sus padres, y solo con nueve años hacia arreglos de costura para sumar unas monedas y colaborar en el hogar. Apenas cursó su cuarto grado de primaria.
Enfrentó la miseria, la adicción de su padre al alcohol y la necedad de los mayores, con hidalguía, siempre radiante, optimista y vigorosa. Fue creciendo y ya con quince años lucía una figura escultural que, como dice el tango, “¡se paraban pa mirarle!”. Mi padre, que recién comenzaba su noviazgo con ella, moría de celos ante tantas miradas y halagos que ella causaba a su paso.
Cuando el llegó a su vida, la realidad fue cambiando, y empezó a disfrutar y conocer sitios que ni sabía que existían: el cine, el teatro, los parques y museos. Sus primeros zapatos de taco aguja vinieron de su mano y jamás dejó de usar tacones que lució con una elegancia singular.
Siempre me contaba cuánto lloró de felicidad con mi nacimiento; pero, a la vez, pensaba que ser mujer era difícil, que siempre se cargaba una mochila más pesada que el género opuesto. Para ella, por lo menos, fue de esa forma.
Yo tuve una niñez maravillosa a su lado, las manos de mi madre siempre estuvieron preparadas para una caricia, para preparar una comida exquisita, hacerme un vestido de gala, llevarme de excursión o ayudarme a pintar un dibujo.
Recuerdo nuestras tradicionales salidas al cine “Heraldo” los miércoles y, al fin de la función, ir a merendar a la confitería “Royal”; los sábados, junto a mi padre, a cenar a algún restaurante y los domingos a recorrer el Parque Independencia, yendo de los juegos al Laguito a dar una vuelta en bote y sin dejar de hacer una pasadita por el zoológico.
Extraño las guitarreadas de las tardes tratando de entonar alguna zamba, acompañadas de un rico mate con peperina, del vermut previo a saborear algún manjar hecho por ella. Echo de menos tantas cosas, pero rememorarla la mantiene a mi lado. Sus vecinos y amigos añoran su ausencia. Falta su solidaridad, su sabiduría y sinceridad, que al ser solicitada estaba siempre lista ante cualquier circunstancia y decisión que había que tomar. 
Fue mi ejemplo de lucha, mi Cid Campeador contemporáneo, una experta en todo lo que hacía, resolutiva, directa, magnánima, irradiando una energía casi mágica que hacía que cualquier momento difícil se revirtiera instantáneamente. Agradezco por haberla tenido como madre, como amiga y compañera, y si tuviera que representarla con una melodía elegiría a Peteco Carabajal: “Las manos de mi madre son como pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre”.

La abuela Bibi

Patricia Pérez

Hay personas que dejan huellas en nuestras vidas.
Una de ellas fue la abuela Bibi
La conocí cuando viajamos una primavera en Córdoba, en su casa del Cerro Las Rosas, siendo novia de quien hoy es mi marido.
Es la mamá de mi suegra.
Muy viejita, de cabellera larga trenzada, blanca y áspera. Su espalda encorvada, porque el trabajo duro le había pasado factura, y la vista que no tenía, pero que no le impedía tejer y cocinar, que era lo que más le gustaba
.La cocina, uno de sus refugios, mezclaba el olor a sopa natural con la salsa de las pastas que ella misma amasaba.
Sentarse en la mesa y no probar su sopa o comer sus pastas era un sacrilegio.
Pero inquieta por naturaleza, iba y venía, con el fuentón de la cocina al patio, porque no quería tirar el agua en la pileta ya que se llenaba el pozo.
No se sentaba nunca en la mañana.
Los quehaceres de la casa la tenían entretenida.
Pero era por demás….
Hay una anécdota en la familia.
Un día llegó una visita de mucha confianza,
Hacía mucho calor, y se sacó la camisa y la colgó en la silla.
La charla estaba entretenida y, cuando la persona se quiso ir, no encontraba su prenda.
¿Qué había pasado? La movediza abuela la había lavado y estaba colgada en la soga.
Así era ella.
Cuando tuve mi primera hija, primera bisnieta para ella, viajó desde Córdoba para conocerla.
Cada momento que teníamos libre tratábamos de ir a verla.
Ya estaba muy viejita. Cuando tuve mi cuarto hijo, ya no era la misma.
Solo pasaba largas horas tejiendo al croché en invierno al lado del calefactor, que calentaba sus entumecidos huesos.
Aún conservo la colcha de dos plazas tejida por sus manos y las carpetitas para las mesas de luz, que guardé con mucho amor, para que cada uno de mis hijos tuviera algo tejido por ella en su casa.
Sin embargo, cuando llegábamos de visita su rostro arrugado y cansado, se iluminaba y preguntaba: “¿Y el campeón? ¿Vino el campeón?”.
El campeón era mi cuarto hijo, que ella disfrutaba y que en ese momento era el bisnieto más chico.
Ya hace muchos años que se fue, pero en nuestra memoria aún sigue presente el calor de sus manos deformadas por el trabajo y el tejido.
Aún veo su sonrisa mostrando la poca dentadura que le quedaba.
Siento su voz preguntando por todos.
Fue tanto lo que dejó en nuestros corazones, que uno de mis hijos, de haber nacido nena, se hubiese llamado María Magdalena.
María Magdalena o, mejor, abuelita Bibi, sobrenombre cariñoso que identificaba su ternura.

Seguramente se encontrara tejiendo sentada en una nube o tendiendo su ropa, que lavó con las gotas de lluvia.

Postales

Lidia Cieri

Cierro los ojos. Me parece ver la cara de mi padre. Blanca como la pechera de su camisa cuando me vio salir vestida de novia de la habitación. ¡Pobre! Tuvieron que darle Fernet, porque le dolía la panza. Sí, era yo, su única hija. Aún hoy recuerdo con emoción la entrada a la iglesia de su brazo y la mano de Mario tendida para recibirme cuando llegué al altar.
Todavía brillan en el papel las imágenes que el fotógrafo tomaba después de: “¡Miren el pajarito!”. Supongo que lo decían, como era costumbre de los años setenta, para relajar nuestras sonrisas. Igual que hoy: “¡Digan whisky!”. ¿O y tampoco se usa eso?
Muchas estampas. La larga mesa con padres, abuelos, hermanos y sobrinos. Nosotros dos en las diferentes mesas con amigos y familiares. Otras bailando el vals. El ramo volando por el aire y el amontonamiento de las solteras en torno a la torta para tirar de las cintas y lograr el ansiado anillo.
Muchas de esas prácticas siguieron usándose en casi todos los casamientos de hoy. ¡Claro! No había carnaval carioca ni cotillón. Al menos en nuestra fiesta no lo había.
El festejo era mucho más formal que en la actualidad. Los jóvenes teníamos que resignarnos a escuchar también los ritmos que les agradaban a las personas mayores.
Sonrío al recordar el casamiento de mi hijo y Andrea. Allí, jóvenes, adultos y adultos mayores hicimos el trencito y bailamos cumbias, cuartetos y música brasilera hasta las cinco de la mañana. Los maduros nos animamos, a veces, a seguir a los chicos en los ritmos demasiado modernos.
¿Y el final de nuestra fiesta? Los primos de Mario (los míos eran chicos, pues, yo soy la mayor) iban atronando las calles del barrio con las bocinas, cuando quisimos escapar para ir a mi casa paterna a cambiarnos. ¡Qué habrán pensado los vecinos! Esa fue una gran preocupación de mi madre. Después, los bocinazos nos acompañaron hasta la estación de colectivos. ¡Cuánto alboroto! Y solo nos íbamos a Córdoba. Parecía que nos ausentaríamos por un año. Todos jóvenes y alegres.

Mientras los miraba por la ventanilla y los saludaba sintiendo en mis hombros el brazo de quien ya era mi esposo, pensaba en nuestras metas cumplidas y las que todavía soñábamos. Llevábamos una llama que lleva encendida muchos años y que no lograron apagar esporádicos vientos del sur.

Sabores y tradiciones



Marta Susana Elfman

Nieta de dos abuelos inmigrantes de los que conservo recuerdos especiales: el idioma de su tierra natal, sus sueños, su idiosincrasia.

Por el lado materno estaba “el Nono Francisco”, italiano, napolitano para más información, quien a pesar de haber vivido más de 60 años en este suelo, cuyo castellano italianizado a veces era gracioso. Su figura era delgada, no muy alto, con unos bigotes abundantes, pero muy suaves que producía un leve cosquilleo cuando nos saludaba con un cariñoso beso. Era de un carácter muy simple y muy dulce, compinche con sus nietos, y orgulloso de su quinta que cultivaba con mucho esmero.

Vivía en un pueblo muy cerca de Rosario a solo 33 kilómetros, al cual íbamos semana por medio.

A la hora del almuerzo traía especialmente para mí una rúcula tierna y perfumada, rabanitos para mi papá, y unos bellos y sabrosos tomates para mi mamá.

Esperaba a papá con quesos caseros, salamines y bondiolas, que se facturaban en la chacra del tío Ángel, su hermano.

Obvio que papá llevaba esa botella de vermouth, que tanto le gustaba al nono.

La nona tenía preparados en una gran mesa de madera los fideos caseros cortados a cuchillo milimétricamente y la tía Pochola, hermana menor de mi mamá, era la encargada de preparar el estofado con una buena y abundante salsa, que de solo verla y sentir su aroma invitaba a mojar el pancito para probar, cosa que estaba terminantemente prohibida porque decían que secaba la salsa.

El postre corría por cuenta nuestra, pues lo hacía mi mamá.

Al volver traíamos el baúl lleno de calabazas, quinotos y demás verduras de la gran quinta familiar.

Después de semejante desbande de comida, mis padres se iban a dormir una venerable siesta, sobre todo en verano, no antes sin la recomendación de mi madre de “ojo con los higos”, que por supuesto yo aceptaba muy seriamente.

El nono tenía dos plantas con magníficas brevas y apenas ellos entraban al dormitorio, el nono aparecía con un gancho hecho por él especialmente para recoger higos, que luego poníamos bajo el agua de la bomba, que era semi-surgente y salía fría como si hubiera estado en la heladera.

Claro que la boquera delatora me duraba por lo menos dos días. Por supuesto, con su consabido: “¿Qué te dije?”.

Hablemos un poco del abuelo paterno, el zeide Mauricio, venido de todavía la Rusia imperial antes de la caída del zar. Había llegado entre los años 1885 y 1889 desde Kiev, hoy capital de Ucrania.

Era alto, de hombros anchos, muy europeo en su vestir, muy de ciudad, siempre elegante, con su chaleco y sombrero; en verano usaba un clásico Panamá.

Con su gran caudal de ternura, que ahora que soy abuela comprendo ese amor desmedido.

Claro sus tradiciones y comidas eran tan distintas como ricas, empezando que venía de un país donde el riguroso invierno marcaba unos 40 grados bajo cero.

Vivía con mi tío Mario, el hermano más chico de mi papá, ya retirado de su profesión y disfrutando de la familia.

Era la clásica familia judía, mi tía Perla la cocinera por excelencia y la que marcaba y cuidaba de la tradición familiar.

Los sabores también eran profundos y gratos, estaba el borsh o sopa de remolacha, el guefiltefish albondigón de pescado y además de la variedad que tenía la clásica cocina judía estaba el strudel, arrollado de hojaldre con manzanas pasas, nueces, canela y limón, mi favorito.

El zeide, o sea mi abuelo, palabra en idish, derivada de un dialecto del alemán tenía sus gustos, que por su puesto compartía con sus nietos, tipo 11 de la mañana preparaba una ensalada de cebolla cortada en plumita, como dicen ahora los cocineros mediáticos, con sal y aceite, nada más. Por supuesto, nosotros, tenedor en mano, hacíamos guardia a su alrededor, o traía de la panadería el pan recién salido y calentito al que condimentaba con manteca, sal y en la costrita frotaba ajo.

Obvio que nunca estábamos pegoteados de caramelos o sucios de chocolate, pero tampoco tuvimos parásitos. Eso sí, nuestro perfume no a todos le gustaba.

Será por eso que me gusta incluir en mis comidas la cebolla y el ajo.

Desde muy chicha, me gustó la cocina y aprendí tanto de la italiana como de la judía; y, cada vez que entro en la cocina, los aromas y sabores me recuerdan esa épocas de mi niñez, y soy la típica idishe Mame para servir a mis comensales, como si no fueran a comer por semanas.

Cuando invito amigas a degustar de la cocina judía coloco cartelitos con el nombre de cada plato, así no preguntan el nombre de cada una. 



Algunos pensarán como era el tema de la religión, pero ninguna de mis dos familias tuvieron un problema al respeto, el tema era reunir a la familia en torno de una buena mesa con sus sabores y tradiciones.


¡Qué vacaciones!

Glady Zancarini

Siempre pasábamos nuestras vacaciones alquilando una quinta en Funes, situada al lado de la casa de fin de semana de unos amigos nuestros.
Teníamos todas las comodidades: un lindo parque, pileta y parrillero, que nos permitían invitar a nuestros amigos, a los de nuestras hijas con sus papás y, por supuesto, a la familia.
Nosotros tenemos cuatro hijas y una de ellas, Vicky, la segunda, es discapacitada mental; por ese motivo, nos resultaba más cómodo pasar dos meses de vacaciones en Funes que viajar.
Ese año a mi marido, Ricardo, se le ocurrió la idea de que pasáramos diciembre y enero en Funes, y para el primero de febrero alquiló un departamento en San Bernardo, en la costa atlántica, para pasar quince días.
El lugar era muy lindo y tranquilo. Estaba ubicado al terminar San Bernardo, sobre la playa. De hecho, estaba el edificio, la calle y la arena. Realmente era muy cómodo, puesto que bajábamos y ya estábamos en el mar.
Volvimos de la quinta el último día de enero con el tiempo justo de hacer las valijas, cargar el auto y salir muy temprano a la mañana siguiente.
Hasta allí, todo bien.
Mi marido fue a la cochera a retirar el auto, mientras yo levantaba a la tropa para salir raudamente, pensando en desayunar ya en el camino para no demorar en casa.
Y ahora viene lo mejor. Uno planifica y surgen los imprevistos. En la madrugada, alguien había puesto mal la llave y se quedó rota dentro de la cerradura. Ricardo no pudo entrar en la cochera y fue a buscar un cerrajero; y cuando lo consiguió le avisó al dueño. Este se acercó al garaje y, así, se solucionó el problema. Pudimos sacar el auto y a eso de las ocho salimos. El desayuno debió ser en casa y frugal para no seguir demorando más nuestro ansiado viaje.
Como éramos seis, dos adolescentes, una niñita pequeña y Vicky, que querían llevar juguetes, grabador, etcétera, etcétera, el baúl quedó lleno y tuvimos que recurrir al portaequipaje. Para sujetar la carga, pusimos esas arañas de goma con ganchos, que supuestamente dan mucha seguridad, y envolvimos todo con un plástico grande por si llovía en el transcurso del viaje.
Tomamos la autopista y comenzó a nublarse mal, pero como teníamos todo bien cubierto no nos preocupamos; hasta que, zas, en un momento dado se rompieron las mencionadas arañas de goma y todas nuestras cosas quedaron esparcidas en medio de la ruta.
No les puedo decir con palabras la desesperación que sentimos. Mi marido paró en cuanto pudo y bajamos los dos como locos para juntar el equipaje. Menos mal que en ese momento no circulaba nadie y, como pudimos, lo corrimos a la banquina para recogerlo y acomodarlo entre los asientos, porque no teníamos cómo asegurarlo arriba.
Paramos en la primera estación de servicio que encontramos. Yo le decía a Ricardo: “No tendremos problemas, porque aquí nos solucionarán todo”. Creo que he visto muchas películas yanquis, donde tienen de todo y casi que te pueden hasta rectificar un motor.
No fue el caso. No tenían una miserable cuerda, soga o algo similar.
Entramos a caminar por los alrededores y encontramos un taller pequeño, pero con gente muy amigable, que habrá visto nuestra cara de desesperación y nos ayudó a poner las cosas en el portaequipaje nuevamente y esta vez atadas con un alambre, que aseguró todo debidamente. Como comprenderán, ya estábamos más que atrasados para nuestra cuenta.
Pese a los contratiempos, seguimos con mucha alegría y entusiasmo, contagiados también por la ansiedad de nuestras hijas, contentos de que en breve estaríamos disfrutando del mar.
Sin embargo, tendríamos otros inconvenientes. Al llegar a la mitad del camino, se desató una tormenta con lluvia y viento. Yo jamás había visto caer tanta agua toda junta. Se hizo una fila de coches interminable, que avanzaba a muy poca velocidad. Se manejaba con precaución, porque la visibilidad era escasa, ya que los limpiaparabrisas no alcanzaban a sacar tanta agua.
Por tal motivo, al llegar a una estación de servicio intentamos parar, ja ja ja, nosotros y todos los vehículos que estaban por allí en ese momento.
Mi marido intentó que fuéramos al comedor, pero resultó imposible. No se podía ni llegar. Se habían agotado todos los comestibles puesto que no estaban preparados para recibir tanta gente. Pero, como mamá de familia numerosa, he sido siempre muy previsora y, al cargar el equipaje, también llené una heladerita de camping con fiambre, gaseosas, agua mineral y todo lo necesario para saciar el hambre de la familia.
La iniciativa fue muy aplaudida.
La lluvia bajó su intensidad y retomamos el camino, junto con la mayoría de los vehículos que pretendían llegar a los distintos destinos de la costa; pero, oh sorpresa, estaban haciendo controles de velocidad en la ruta, por lo que La Caminera nos paró a nosotros y a los cientos de mortales que íbamos por la ruta.
No desesperen con mi relato. 
Luego de ese último contratiempo, llegamos, retiramos las llave, subimos al departamento, tiramos las valijas literalmente y salimos los seis corriendo a meter nuestros pies en el maravilloso mar, que se encontraba ante nuestros ojos; y pudimos ver las caras de felicidad de nuestras hijas. A esa altura, las pobrecitas creían que nunca lo lograríamos.