Liliana Galli
En
la última clase José nos sugirió algunos temas como “las demostraciones de
cariño”, o “historias de prejuicios” o “el mejor beso”. En un primer momento
surgió mí la Liliana caprichosa y rebelde, y me planté… No me gusta escribir
sobre temas sugeridos. Mi rebeldía duró solo hasta llegar a casa, donde comencé
a sumergirme y bucear en mi interior, y ese viaje a mis profundidades me llevó
por distintas imágenes que fueron aflorando y me transportaron a mi gran
necesidad de comunicarme de manera sensorial, táctil. El tocar, sobar, una
palmadita, un apretón de manos, una caricia, una mirada y fundamentalmente un
profundo abrazo.
Expresiones
de afecto, que no van de la mano de lo físico, pasional, esa manera de sentir,
me permiten conectarme con el otro desde lo más profundo de mi ser. Son
caricias al alma y me pasan con hombres, mujeres, niños. Lo hago, lo manifiesto
dónde sea y con quién sea, en público o en privado, En ocasiones, sé que he sido
motivo para que la gente se codeara, porque estoy tomada de la mano en un bar
con un hombre mucho mayor, una mujer o camino abrazada con un gran amigo por
plena calle Córdoba; y, a veces, hasta termino fundida en un gran abrazo con alguien
que recién conozco y su historia me conmueve. Soy consciente que en algunas
circunstancias ciertas actitudes mías dieron pie a tema de conversación entre
parejas. Para mí un abrazo puede más que mil palabras, un abrazo es una
profunda comunicación de almas. El abrazo no es físico ni pasional. El abrazo
encierra distintos mensajes y tintes, puede transmitir contención, comprensión,
fortaleza, ternura, paz, calma, alegría, reencuentros, los matices son
infinitos, la gama de mensajes no tiene fin, es un dar y recibir amor puro. El amor
universal espiritual lo es todo. En ese bucear mis sentires, elegí dos abrazos
muy sentidos y disimiles. Paso a contar
Cuando
mi hijo Leandro tenía siete años, un día me plantea: “Mami, ya soy grande y no
quiero más abrazos”. Tuvimos una charla profunda donde termine expresándole que
hasta que sea viejita chuchumeca igual lo seguiría abrazando; y que podíamos
llegar a hacer una concesión: delante de la gente, por respeto a su decisión,
no lo haría. Hoy, a sus cuarenta y cinco años, me emociona verlo desplegar su
ternura con su mujer, hijos, incluida su mamá, que a pesar de estar lejos,
cuando nos juntamos, siempre tiene gestos de cariño espontáneos: una pasadita
por el hombro, un abrazo, una mirada tierna.
En
una oportunidad, estando en Venezuela y siendo mis niños pequeños, supe
expresar una ilusión que tenía. En una de nuestras tantas charlas les transmití
mi necesidad de sentir algún día que un familiar o amigo de Argentina me
sorprendiera y llegara de repente a tocar la puerta de mi casa sin yo saberlo.
Desde
esa charla pasaron muchos años. Leandro se graduó, se fue a vivir a los Estados
Unidos y un día, mientras trabajaba en mi cuarto, que tiene ventana hacia la
calle, escucho de repente sonar la campanita de la puerta… Me asomo y ¡wouuu!,
lo veo a él paradito con su mochila, como cuando llegaba de la universidad. Mis
gritos fueron descomunales. Alcé los brazos gritando “¡ay, ay, ay!” y salí
mandada hacia la puerta, mientras mis piernas temblaban a más no dar. Nos
fundimos en un abrazo interminable donde mi corazón brincaba, corcoveaba como
loco. Todo mi cuerpo temblaba y él me sostenía con fuerzas para calmar mi
emoción. Fue una mezcla de sentires muy profundos que calaron muy hondo en mi
corazón. A la alegría de haber hecho realidad mi sueño, se sumaba la emoción de
comprobar, que ese ser tan pequeñito, atesoró esa charla, para llegado el
momento ser el protagonista de hacer realidad esa ilusión.
Tenía
pensado transitar otro abrazo, más no puedo continuar la narración, quiero
seguir sintiendo ese abrazo con la misma intensidad que lo viví aquel día. Los
recuerdos son tan vividos que necesito seguir saboreándolos. El otro se los
debo.