domingo, 29 de abril de 2018

Navidad del 17

José Mario Lombardo

En vísperas de Navidad, el año pasado, caminábamos por calle San Martín desde San Luis hacia Córdoba. En la esquina de Córdoba y San Martín, un grupo de jubilados pedía firmas para alguna de sus infaltables reivindicaciones; un poco más allá, bajo los aleros del Banco Nación, se juntaban los buscadores de mascotas; y en cruz con el banco, donde está la tienda, una banda de músicos vestidos con coloridos uniformes se instalaba para comenzar con su concierto del mediodía.
Habíamos finalizado la tarea de comprar los presentes navideños, de manera que tomamos por Córdoba rumbo a Laprida, para llegar a la parada del “130”. En esa zona, los comercios de calle Córdoba comienzan a dejar de lado el brillo de la moda para transformarse en algún bar, algunas librerías y la presencia del Banco de Santa Fe, que ocupa una buena parte de la vereda norte, antes de llegar a Maipú.   
Frente al banco, uno de los tantos músicos callejeros había plegado su atril y estaba guardando el bandoneón. Pasamos a su lado y nos metimos en el Pasaje Pam. El pasaje, que lo habían adornado con un cielo de sombrillas de colores, estaba bastante desierto, ni siquiera había alguien tocando el piano y los negocios ya habían cerrado.
Cuando salimos del Pasaje, el músico del bandoneón, unos pasos más adelante, otra vez plegaba su atril y guardaba su bandoneón en el estuche.
Pasamos Maipú y entramos en una de las librerías que anunciaba “ofertas por cierre definitivo”. Allí, la atracción que generan los libros, nos entretuvo durante un buen tiempo. Revolvimos mucho y no compramos nada.
Al salir de la librería, antes de llegar al quiosco de revistas, estaba nuestro músico. Esta vez no había plegado su atril ni guardado su bandoneón. Me detuve a escuchar. Más que ejecutar, estaba musitando “Naranjo en flor”. Se acercó un señor, le dedicó unas palabras, dejó diez pesos en el estuche y siguió su camino.
Me quedé allí recordando que una vez, cuando niño, me había dormido al lado de “El Cordobés”, mientras su bandoneón amenizaba alguna fiesta familiar.
 Y que unos años después, cuando nos fuimos al pequeño pueblo donde mi padre había logrado coronar su sueño de la farmacia propia, un músico del lugar me había reservado una butaca en la primera fila.
En una misma esquina, en cruz con la farmacia, estaba el “Club Social”. Allí pronto coseché entrañables amigos. Una de las primeras reuniones en aquellas tardecitas cancinas, calmas, estábamos alrededor de una mesa en el club, cuando un vecino llegó con su acordeón a piano. Era azul, nacarada, con unas grandes sordinas junto al teclado. Se sentó con nosotros en la mesa y, como si conversara, nos interpretó “Adiós Nonino”. Después, un rato después, tocó “Lo que vendrá”.
“Adiós Nonino”, un responso. “Lo que vendrá”, un presagio.
 El Salón del Club tenía su entrada por la ochava y cuando lo cerraban, muy tarde, casi en la madrugada, bajaban una cortina metálica como la de los antiguos almacenes. Con el cierre de la cortina, se me ocurría que aquellas melodías de Piazzola continuaban vibrando como un eco en el salón. Quedaban con las cervezas, con las botellas de ginebra, con las de algún vino dulzón y acompañando al trozo de queso criollo, que maduraba protegido de las moscas bajo la campana de vidrio.
Un tiempo después, unos años después, me pregunté qué cosa tendría esa música, la de Piazzola digo, Esas canciones que hicieron con Ferrer y que me recordaban los dolorosos exilios, los oscuros momentos y los difíciles albores de la democracia. Aquella balada del loco, ese valsecito de Bachín.
“El loco”, provocando campanarios con su risa. “El Chiquilín”, esperando “tres reyes gatos”.
Tras un responso y un presagio, un regreso a la vida: a la tierra de uno.
De pronto, me di cuenta que el bandoneón de mi artista callejero seguía sonando. Su canto me había llevado por un recorrido aleatorio e inesperado que solo suele darse en los sueños. Un instante había bastado para recorrer esa extraña caminata por el tiempo.
¿Otra vez había vuelto a dormir junto a un bandoneón?
Puse un billete en el estuche, lo saludé con una seña de mi mano y nos fuimos en busca de la esquina de Córdoba y Laprida. Donde está la parada del “130”. 
Seguro que nos esperaba una agradable Nochebuena.

Pasó ya hace un tiempo

Carmen Gastaldi

Mi primer barrio fue Pichincha. La de ahora, no; la de muchos años atrás. La de la estación Rosario Norte, la del paredón del ferrocarril. En Rosario Norte convergían trenes norteños, de Buenos Aires, de Córdoba y los que hacían “los rieles de cabotaje”, que eran los que recorrían nuestra provincia, pueblos como Correa, Rufino, Casilda, Carcarañá y otros tantos pueblitos santafesinos, que en su mayoría vivían del ferrocarril.
Para esa época yo trabajaba en la docencia. Comenzaron a aparecer las primeras computadoras y con ellas diversos programas que se aplicarían en educación y en recuperación de la información.
Me tocó integrar un equipo para formar, a lo largo y ancho de la Provincia, a bibliotecarios idóneos (profesores desplazados por la nueva ley de educación impuesta por el presidente Menem). Así, durante un tiempo viajé a muchas localidades y esto que voy a contar lo vi muy de cerca.
En estos pueblos, especialmente en los más pequeños y alejados, la mayoría de sus habitantes eran campesinos, maestros o ferroviarios. Para los que no poseían tierras, ni eran maestros, ser empleados del Correo o del Ferrocarril les otorgaba un cierto prestigio y un buen pasar.
Los trenes recorrían toda la Provincia, llevando pasajeros, correo y diversas cargas. También los había solo de carga, que trasladaban maderas, carbón, animales, cosechas, muebles, etcétera, etcétera. Los camiones que surcaban las rutas eran precarios y escasos.
La llegada del tren desataba una especie de algarabía entre los pobladores, que aunque no esperaran a nadie, se juntaban alrededor de la estación y lo vivían como una fiesta.
No necesariamente las cosas buenas tienen que durar toda la vida. Menos en un país como el nuestro en el que los vaivenes políticos, económicos y sociales son materia frecuente.
Allá por 1989, durante la presidencia del doctor Alfonsín, se soltaron las riendas y padecimos una tremenda hiperinflación. Época de elecciones, se adelantó el cambio de gobierno y arribamos a la década de los 90 asumiendo la presidencia de la Nación el doctor Carlos Saúl Menem.
La nueva presidencia, que abarcó toda la década, decidió que debían privatizarse todas las empresas del Estado, entre ellas Ferrocarriles Argentinos.
Evidentemente el negocio no resultó rentable para los inversores privados y, así, de a poco, nuevos y poderoso camiones fueron reemplazando a los anteriores y los trenes se fueron diluyendo en el tiempo.
Claro, los vagones, los rieles, los durmientes se podían negociar; no así la desocupación, la tristeza y el olvido en que cayeron estos pueblitos.
El pueblo quedó dividido por la vía, con una estación, con andén, con bancos, ventanilla y una campana resonando en medio del silencio al que fueron sumidos.

Palabras

Carmen Gastaldi

“…busqué mirando el cielo inspiración y me quedé
colgada en las alturas… …pero hoy las musas
han pasao de mí, se han ido de vacaciones…”

Desde pequeña me atraían los lápices. Las hojas en blanco siempre provocaron en mí una mágica invitación. Las llenaba de colores, de muchos colores, que, de a poco, fueron transformándose en tímidos trazos, en dibujos…
Luego, llegaron las letras y cuando comencé a entenderlas, a poder entrelazarlas, a darme cuenta que, como el dibujo pero de otra manera, me permitían expresar mis sentimientos, mis estados de ánimo, mis alegrías, tristezas, enojos, ellas pasaron a ser mis preferidas.
Me encanta ver como mi mano, a través de un lápiz y sobre una hoja, va dibujando, construyendo y plasmando algo que está dentro de mí y que quiero mostrar y compartir
 Siempre acudieron a mí rápidas, “como piedras de colores” permitiéndome hablarle al río, al viento del otoño, a sus doradas hojas, a los aromas de mi infancia, a mis queridos recuerdos, a la vida…
La Vida, que de pronto me jugó una mala pasada y por un tiempo, un largo tiempo, me dejó sin ellas. Es decir, ellas estaban a mi alrededor pero no estaban en mí.
Y parafraseando a Serrat, en las estrofas del comienzo hoy puedo decir: “Busqué mirando al cielo inspiración, y me quedé colgada en las alturas…
… pero hoy las musas se han quedao en mí, ya no están de vacaciones”,
Laralarán, lan, lan, lan… lalaralalán, lan, lan, lan.

viernes, 27 de abril de 2018

Benjamín Gould


Héctor Carrozzo

El pasado mes de julio de 2017 nos pusimos de acuerdo algunos descendientes de Don Jaime Miguel y José Mora y Doña Catalina Chomet o Xumet para visitar el pueblo donde se radicaron allá por principios del siglo XX, Benjamín Gould.
El pueblo, actualmente de 699 habitantes, está ubicado a 75 kilómetros de Venado Tuerto en dirección a Canals. Fue el lugar donde Don Jaime se radicó con la familia. El ferrocarril avanzaba hacia el desierto “conquistando” tierras que ocupaban los pueblos originarios.
Don Jaime y Doña Catalina vinieron desde Barcelona –eran de las Islas Baleares– España. Eran muy jóvenes y como muchos inmigrantes con muchas ganas de “hacer la América”.
Luego de intentar radicarse en Arequito vendiendo libros, lo hicieron en Benjamín Gould, donde pusieron un negocio de Ramos Generales en la esquina que hoy es Avenida Fuerza Aérea y Avenida General. San Martín, justo frente a la estación de trenes. Todo un desafío, desierto, “indios”, la nada, la esperanza.
Así que el 22 de julio llegamos a Benjamín Gould algunos descendientes de Raúl, Bartolo e Isabel. Parte de la familia iba a recorrer el lugar donde los Mora-Xumet fundaron una parte de mi familia. Raulín y Leonor iban a revivir su juventud, porque vivieron allí con los abuelos, mis bisabuelos.
Visitamos la vieja casa familiar, que pudimos recorrer porque los actuales propietarios nos abrieron la puerta. Allí, Raulín y Leonor nos contaron muy emocionados sus andanzas por esas tierras; del molino de viento que había comprado Don Jaime y que con casi cien años todavía estaba en pie; de que Don Jaime era un hombre de pocas palabras. ¡La única vez que le habló fue para retarlo por alguna travesura!
Recordaba Raulín que una de las atracciones principales era la llegada y partida del tren a Rosario. Ellos lo esperaban jugando con la zorrita manual ferroviaria, yendo de una punta a la otra de la misma hasta que salía el Jefe gritando: “¡Salgan de allí que llega el tren!”.
Leonor nos hizo referencia al único Hotel que había en el pueblo y a la historia de su dueño, que lo había publicitado en las grandes ciudades, como lugar de veraneo para descansar disfrutando del balneario. Descanso si, ¿pero balneario? Bueno, había colocado unas mesas y sillas a la orilla de una pequeña y barrosa laguna que estaba al final del pueblo.
Por supuesto, vistamos el cementerio, donde no hay familiares nuestros enterrados, pero ellos se acordaban de algunas anécdotas. Como aquel nicho donde el cajón se había roto y el finado yacía a la vista de todos. Y algún que otro fantasma pululando por entre los vivos y muertos. O aquel que había muerto en un duelo por problema de polleras.
De regreso al “Centro”, recorrimos el lugar de la vieja parroquia y la escuelita. Raúl y Leonor intercambiaban recuerdos sobre los viejos residentes. Recordar quién vivía en cada casa por aquellos años, qué apellido tenían, cuántos hijos y sus historias familiares. En fin, la historia del pueblo que nos llevó a meternos en alguna que otra casa para preguntar por los dueños anteriores y averiguar. ¡Cosa imposible en la ciudad!
Para completar, nos contaron la perlita que faltaba. Algo se había filtrado del secreto de estado, pero Raúl puso la justa.
Una vez entró al negocio de ramos generales un tipo que intentó robar, y uno de los hijos de Don Jaime lo abatió en duelo a cuchillos. El tipo estaba herido, pero había que esperar que llegara el Juez desde Canals en sulky recorriendo veinte kilómetros por tierra. El tipo terminó muerto porque se desangró.
Hubo una mudanza de familias a otro lugar de algunos de los miembros de la familia y la llegada de otros. Nunca se volvió a hablar del tema.
En lo personal sentí que en algún momento viví allí, que las andanzas de Leonor y Raúl por el pueblo eran las mías. Qué la vida pueblerina está metida en mi sangre, que florece cada vez que visito mi historia. Conozco mis orígenes alemanes (1) y he recorrido ese origen. Me falta encontrarme con mi origen español, conocido, en Las Baleares y mi origen italiano, quizás en la Puglia, totalmente desconocido.
(1)         Ver en este blog el relato “Augusta, la abuela Alemana” (Septiembre de 2017).

Y el hombre llegó a la Luna

Mónica Martínez

Inicié un curso para adultos mayores de la UNR. “Contame una historia” se llama. Hasta ahora, fueron dos clases.
 En la segunda, se comenzó con la dinámica acostumbrada: los participantes que quieren llevan una historia escrita, vivencias de distintas etapas de su vida y la leen a los presentes.
Se leyeron tres historias y fueron para mí un disparador. En mi mente empezaron a aparecer distintos recuerdos, todos lindos, simpáticos. Tenía razón el profesor cuando dijo que la mente selecciona, siempre se queda con lo mejor, lo que hace bien y reconforta o, al menos, con aquello que con el paso de los años se ve de mejor manera.
Yo siempre estuve acostumbrada a escribir, soy docente, recién jubilada después de treinta y tres años de ejercicio; incluso, he escrito artículos y capítulos de libros referidos a mi disciplina: Historia.
Esto es distinto, acá el protagonista es uno, la época es propia, el momento único, irrepetible, personalísimo y por eso cuesta más empezar.

Vacaciones de invierno de sexto grado. Mis tíos y primos de Buenos Aires vinieron de visita y me invitaron a pasar una semana con ellos. Yo, emocionadísima, iba a conocer, ir al cine y sobre todo tomar Coca Cola, que en Santa Fe estaba bastante limitada.
Dentro del viaje estaba la propuesta de parar una noche en Cepeda, una pequeña localidad de nuestra provincia, dedicada a la agricultura, con escasa población, la mayoría familiares de mi tía Nelly, y precisamente a ellos íbamos a saludar. Así lo hicimos.
Recuerdo el recibimiento, la alegría, la montaña de milanesas con papas fritas para los chicos y una serie de preparativos para esa noche especial.
Yo algo había escuchado, porque en casa siempre estuvieron muy informados. Mi papá compraba tres diarios: “La Capital”, a la mañana; “La Tribuna”, a la tarde; y “La Razón”, a la noche; y para no perderse nada la radio funcionaba prácticamente todo el día y el televisor a la noche (un Inelro, blanco y negro, grandísimo, un mueble, que lo habían traído los Reyes cuando cumplí nueve años). Además iba a Aricana y nos habían dado unas charlas, de las que algo oí.
La cuestión era que Estados Unidos había mandado un cohete a la Luna con tres astronautas y justamente esa noche que estábamos en Cepeda, alunizaban e iban a bajar y pisar suelo lunar.
Se cenó rápido y el televisor fue el gran protagonista en el centro de la sala. También era grande, blanco y negro, por supuesto (no hubo color hasta el Mundial 78).
 Siguiendo la regla de todos los televisores de entonces, de vez en cuando, le salían unas rayas distorsionadas en lugar de la imagen y había que darle unos golpecitos cariñosos a los costados o atrás para que volviera a la normalidad. Tampoco a este le faltaba, para mejorar la visual, y como tocado, una antena improvisada hecha con un jabón de lavar la ropa y dos agujas de tejer.
Todo estaba preparado, cómodos sillones para los grandes, banquitos y almohadones en el piso para los más chicos…
 Se prendió el televisor para la famosa conexión cable coaxil y aparecieron las maravillosas rayas que de tanto mirarlas uno terminaba imaginando colores.
Calma… Se procedió al golpeteo acostumbrado y apareció una imagen, muy borrosa, parecía como que nevaba dentro de la tele, o en la luna, vaya a saber, pensaba yo.
Había llegado a la Luna un aparato chiquito de tres patas, parecido a las naves de mi serie “Perdidos en el espacio”. Un relator contaba lo que estaba pasando en inglés y encima de él hablaba otro en castellano.
Mi tía y toda la familia hacían comentarios de todo tipo, especialmente que no se sabía si el que iba a bajar no se desintegraría ni bien tocara el suelo lunar y en contacto con un aire inexistente.
Se abrió la puerta de la nave, por una escalerita empezó a bajar, de espaldas, un hombre con una enorme escafandra y en el televisor cada vez nevaba más, casi blanco…
Llegó al piso, pisó… todos conteniendo la respiración (en ese momento creí que solo en Cepeda, después me dí cuenta que el mundo contuvo la respiración). No pasó nada, caminó unos pasos, como flotando, hizo un gesto de triunfo, plantó una bandera norteamericana que quedó dura en el tiempo… Y resultó que el hombre había llegado a la Luna.
En Cepeda… alegría, comentarios y los chicos a dormir porque era tarde y había que levantarse temprano para seguir viaje. 
Dormí poco…emocionada, no porque había vivido un hecho histórico irrepetible (como todo hecho histórico) sino porque al otro día íbamos a ir con mi prima a un cine de la calle Lavalle a ver “La Fiesta Inolvidable” con Peter Sellers.

Don Palermo, el pescador

Patricia Pérez

Corría el año 1985.
Cuando mis hijos varones comenzaron a practicar deportes, tuve la oportunidad de conocer muchas y variadas personas; pero una en especial fue la que nos dio un ejemplo de vida y sacrificio.
Se llamaba Don Palermo.
Era papá de un chico que jugaba en la categoría 79 de Tiro Suizo. En aquél entonces ese niño tendría seis o siete años y comenzaba el baby fútbol.
Quien lo acompañaba siempre era su papá, el “viejo Palermo”, un señor de cabellos blancos, bigote tupido, cara arrugada por el sol y el paso de los años. En su cabeza llevaba una gorra que parecía la continuación de su cuerpo, ya que no se la sacaba nunca.
Usaba pantalones de fajina, ajustados en los tobillos con broches de la ropa, ya que se movía en bicicleta cuando llevaba a su hijo.
Ya era un anciano. Pero tenía un hijo muy pequeño .Su mujer, mucho más joven que él, le había dado un niño más en el ocaso de su vida.
Era papá de cinco o seis hijos y el más pequeño hizo que reviviera otra vez la juventud. Jugaba al fútbol con mi hijo Sebastián y se llama Gustavo.
Este hombre del cual tengo hermosos recuerdos era pescador o, mejor dicho, vendedor ambulante de pescado.
Aún recuerdo su voz que se escuchaba clarito con un megáfono que utilizaba “pescador, pescador”; “hay merluza, pollo de mar, pescador”; “pescado fresco, pescador”. La letra “o”, arrastrada muy lejos para que se escuchara.
Venía en un carro tirado por un caballo, el pescado en cajones, con hielo seco, tapado con bolsas de arpillera para su conservación. En días de lluvia la capa amarilla y las botas para no mojarse.
Pero lo que ha quedado tan grabado en la memoria es el paseo dos veces por semana, que mis hijos esperaban ansiosos. La aventura de dar la vuelta manzana en ese carro, que para ellos era el mejor de los carruajes.
Siempre esperaban a ese viejecito que conocieron a través del fútbol, pero fue un personaje del barrio.
Partió dejando a su hijo de 15 o 16 años, pero lo acompañó como si hubiera estado una eternidad a su lado. 
Aún recuerdo el ruido de las ruedas del carro acercándose a casa y los perros ladrando.

Recuerdos de mi madre

Ana María Rugari

La familia de mi madre llego de Italia a principios del siglo pasado. La familia estaba compuesta por el abuelo Juan, la abuela Magdalena, mi tía Tona y mi mamá. Las dos hijitas eran muy pequeñas. Mamá de siete y su hermanita de cinco fueron a vivir a un conventillo, donde encontraron a paisanos de su mismo pueblo y a otras personas de distintas nacionalidades.
El conventillo era una casona grande con un patio bastante largo y a cada lado de este había piezas y en el centro del patio estaban las cocinas y los baños. Los chicos hablaban distintos idiomas pero el lenguaje del juego era igual en cualquier latitud.
El abuelo Juan trabajaba como albañil y la abuela cosía a mano y planchaba para otros, con una plancha de hierro que se le levantaba la manija y con ella la parte superior y adentro se le ponían brasas para calentarla.
Los chicos, además de ir a la escuela, hacían los mandados y lógicamente, jugaban.
La comida de casi todos los ocupantes del conventillo era el consabido puchero, una buena sopa hecha con caracú, papas, cebollas y algunas verduras. Los domingos se amasaban los fideos. El domingo era el preferido de la purretada. Durante toda la semana juntaban los huesos de caracú, los lavaban y secaban y los ponían en una bolsa de arpillera, posiblemente de papas. Esperaban al huesero con ansias. El les compraba los huesos y les pagaba diez centavos. Con ese tesoro, iban al almacén y compraban un kilo de maníes con cáscara y un kilo de azúcar. Los chicos pelaban los maníes, parte iban a las boquitas y el resto a un plato hondo. Una mamá se encargaba de hacer el caramelo y cuando ya tomaba color miel, le ponía los maníes, lo revolvía y la mezcla la estiraba en la mesada de mármol. Todas las caritas esperaban que se enfriara. Una vez frío la mamá lo cortaba en tantos trozos como chicos había.
Ha pasado tanto tiempo y aun recuerdo lo que nos contaba mamá, en esas frías noches de invierno, comiendo pignolatta y escuchando música de la radio en la cocina.

Huesero
 Era un hombre bajo y gordo que llevaba siempre bolsas llenas de huesos y las ponía en el carro, tirado este por un caballo flaco. Algunas veces llevaba a los chicos a dar una vuelta en carro, siempre con el permiso de la mamá.
En casa mamá nos dijo que el huesero vendía los huesos para hacer botones.

Pignolatta
 Masa hecha con harina, azúcar, huevo y aceite. Se amasa y se estira en rollitos (como para hacer ñoquis) y se cortan en pedacitos. Se fríen en aceite y cuando están dorados se sacan y se le pone azúcar o miel.

El 15 de noviembre

Patricia Pérez

El calor era sofocante. Ni una nube. Nada hacía predecir lo que se venía, salvo los pronósticos: “alerta por tormentas fuertes y ocasional caída de granizo”.
Eran las cinco de la tarde y, de pronto, el cielo se cubrió.
Un ruido ensordecedor se escuchaba cada vez más. De pronto, inmensas piedras empezaron a caer como una lluvia de perlas de un collar que se desgrana.
La gente corría a tapar sus autos, sus ventanas.
Pero el viento con ráfagas hacía mover los árboles de un lado hacia otro.
Fue por poco tiempo, pero la ciudad quedó destruida. Sin luz, árboles caídos por doquier, vidrios esparcidos cual migas de pan en un comedero de pájaros. Una señora fallecida atropellada en el intento de huir de aquel desastre.
Corría el miércoles 15 de noviembre del 2006.
Hacía mucho calor, treinta y siete grados, ya se habían terminado los cursos en la facultad y los nietos ensayaban para los actos de fin de año.
Las plantas estaban sedientas.
Era el mediodía. Calor agobiante .El silencio del encierro buscando el fresco de nuestra casa.
Los árboles comenzaron a agitarse, el viento comenzó a soplar y las ráfagas eran tan intensas que levantaron la tierra sedienta de agua.
Una nube de polvo cubrió la ciudad y el sur de la provincia.
Rutas cortadas, choques en cantidad por la poca visibilidad. Accidentes en las rutas con fallecidos.
Era un día trágico ya que desde muy temprano se hablaba de un submarino desaparecido.
Los árboles se quebraron en sollozos, sus ramas y raíces cortadas por todos lados. Una nube de tierra que teñía nuestro ser.
Fue un miércoles 15 de noviembre del 2017.
Los pañuelos albicelestes se agitaron… cuarenta y cuatro manos despidieron a sus seres queridos.
Era una misión de rutina .Exploración y control.
Comenzó a navegar el mar hasta que desapareció en las profundidades.
Cuarenta y tres hombres y una valiente mujer, cuyo sueño era trascender.
Todo listo para el viaje. Los tableros con sus botones indicando lo que está bien y si había alguna alerta.
Entre ellos, las anécdotas familiares que en la intimidad del viaje se contarán como al más cercano de los parientes: cumpleaños a festejar, nacimientos a presenciar. Todo el futuro concentrado en el acero y pintura que los cobijaba.
El mar se puso bravo, era difícil recargar baterías con semejante tormenta.
Sumergirse en las inmensidades del océano, un desperfecto, otro … una explosión.
La oscuridad total, la profundidad, los proyectos, los deseos, los nacimientos, todo quedó en el océano profundo y lleno de secretos.
Cuántas preguntas ¡Cuántos interrogantes, cuántas respuestas sin contestar. ¿Pasaron cerca de las Malvinas? ¿Entró agua? No importa. Lo real es que quedaron allí cuarenta y cuatro vidas truncadas.
Y otra vez triste y casualmente fue un miércoles 15 de noviembre, esta vez en 2017.