Luis Molina
Un comentario en clase, sin duda, fue el
disparador y volví atrás varias décadas. Un muchacho de catorce años nacido y
criado en barrio Echesortu, que se encuentra de pronto en otro mundo, algo que
jamás imaginó. Fue bajar del ómnibus y cambiar de mundo.
Pero todo comienza un par de largos
meses antes. Mi madre me envía de vacaciones a casa de la hermana que vive en
La Falda, sierras de Córdoba. Era verano, ¿qué más podía pedir? Con mi primo
todos los días llevábamos los caballos al centro. Estos eran de mi tío que los
alquilaba a los turistas, además de un sulky.
Al mediodía solíamos llevarlos al río y
de paso nos bañábamos; eso sí, sin jabón, luego a la tarde de nuevo al centro.
Aquella tarde solo restaba recoger uno para volver a la casa, ya la tarde
fenecía, un vecino del tío vivía enfrente y también tenía animales, solo
quedaba por recoger un malacara. El hombre me pidió que lo recibiera y llevase
junto a los nuestros y, por supuesto, accedí.
El turista me dejó el animal y al rato
la chica que faltaba trajo el del tío. La acompañé hasta el hotel montado en el
malacara que pugnaba por regresar, ya era tarde. La chica partió al galope y yo
por detrás, por vagancia no acorté los estribos, cabalgando sobre un recado muy
liso y los pies sueltos, no era fácil mantener el equilibrio, en pelo era otra
cosa. Al llegar a una esquina el animal volteó súbitamente a la izquierda y el
orgulloso jinete siguió derecho. Por suerte, caí sobre pasto y no tenía ni
siquiera un raspón, pero al intentar pararme todo cambió, no era necesaria una
placa para notar la fractura de tibia. Me ayudaron a subir al caballo y volví
con ambos animales. Al llegar donde estaba mi primo, me pasé al sulky. En resumidas
cuentas me llevaron al hospital y quedé internado para que al otro día me viera
un traumatólogo.
Esa noche coincidió que mi madre llegó
para buscarme y cuán fue su sorpresa al enterarse que el nene estaba internado.
Por la mañana, fue a verme al hospital y su saludo fue: “¿No te bañaste?”.
Claro me llevaron directamente y quedé como estaba. Pobre vieja, se moría de
vergüenza.
Me enyesaron hasta el muslo y a esperar cuarenta
y cinco días en los que por mi condición solo era un estorbo. Mi madre regresó
a Rosario para volver unos días después cuando me quitaron el yeso.
El regreso esperado, volvía rengo a mi
Rosario natal.
Llamó mi atención que al bajar del Ablo,
no partimos a casa, por el contrario sacó dos boletos en el viejo Tirsa para un
lugar llamado “Acevedo”. Tamaña sorpresa la mía, no sabía que nos habíamos
mudado. Claro, ella no me contó que había formado pareja y este hombre tenía
una obra importante en Pergamino, distante a unos veinte kilómetros del pueblo:
pintaría el primer edificio de la ciudad. Corría, por aquel entonces, el año
1961.
Bajamos del ómnibus en la ruta frente a
la estación de trenes. El pueblo no tenía más de seis cuadras de largo, cruzamos
la ruta enfilado al este, tan solo a dos cuadras se veía tras un alambrado un
maizal, la calle era de tierra. Para mí, que toda mi vida había vivido en el
pavimento, era extraño. No habíamos caminado cuarenta metros cuando un señor
desde la puerta de su casa, mate en mano, me saludó afablemente. Mi madre
respondió el saludo; y yo, sin salir del asombro.
Al llegar a la esquina doblamos a la
izquierda hasta casi la mitad de cuadra entrando en una casa donde una señora y
su hija me saludaron, la niña con una sonrisa. El aun rengo entró tras de su
madre en una habitación amplia y acogedora. Nos recibió su pareja, que ya tenía
preparado el almuerzo. Supe que ese sería mi nuevo hogar. No tenía a quién
quejarme, así que tuve que aceptar mi destino. Eso no se parecía en nada a mi
Rosario, la gente era diferente, todos me saludaban, incluso al ir a comprar
pan. Como el dinero que me dieron no alcanzaba, dejé el mismo sobre el
mostrador para volver a buscar el faltante, pero el señor que atendía sin
conocerme dijo que lo llevara, total no iba a escaparme por tan poco dinero.
Aprendí a vivir en ese pequeño pueblo de
la provincia de Buenos Aires, viajando diariamente a Pergamino a trabajar,
donde aprendí un oficio que fue mi sustento hasta la actualidad. Me compraron
una bicicleta por lo que hacía el recorrido por mi cuenta y fue el comienzo de
una pasión, que luego daría muchas satisfacciones y algunos triunfos, pero esa
es otra historia.
Meses más tarde compramos un terreno en
Pergamino y nos mudamos a la ciudad. Con sacrificio levantamos una casa, allí
nació mi hermana, el mismo día que asumía como presidente don Arturo Illia. Trabajo
no faltaba dado que por aquel tiempo no había mano de obra calificada en la
zona.
Aprendí a querer esa ciudad. Era
diferente, la gente tenía otra impronta, me acostumbré a saludar, materia
pendiente para mí. Disfrutaba correr con la bici. En la ciudad, a un par de
cuadras de casa, en un circuito formado por cuatro manzanas se corría casi
todos los domingos, a excepción de cuando esas competencias se disputaban en el
otro barrio. Varias veces me tuvieron que ir a rescatar de la caminera, ya que
siendo menores nos atrapaban entrenando por la ruta 8 con bicicletas sin luces.
Nos escoltaban hasta el destacamento y los padres debían ir a retirarnos. Así
fue como pedaleando conocí Arrecifes, Colón y varios pueblos alrededor; pero
sobre todo gente, saludadora, amable, servicial, en cada punto de la ciudad
sabían quien eras.
Hace veintiocho años atrás volví siendo
músico, todo había cambiado, la ciudad era moderna, entramos por una ruta
pavimentada sobre el viejo camino de tierra arenosa donde solíamos entrenar. Es
la ruta que une nuestra ciudad saliendo por Ovidio Lagos.
Tocamos en un club importante en un
salón enorme, lleno de gente, rodeado de edificios modernos, ya no estaban las
casas bajas que recordaba. Solo sabía que estaba sobre la avenida principal y su
nombre había cambiado de Roca a Arturo Íllia. No imaginaba que la esquina era
sobre la misma calle donde viví y levantamos nuestra casa, esta distaba a solo
seis cuadras al sur.
Luego por razones del destino retornamos a
Rosario y hoy a más de cincuenta años retorna a mi mente, por un comentario
dicho en la clase, ese trozo de mi vida transcurrido en una ciudad agrícola por
excelencia y ese pueblo pequeño donde aprendí a conocer gente.
Ahora pienso, ¿qué habrá sido de
aquellos ídolos que admiraba al verlos tomar una curva a gran velocidad teniendo
en cuenta que corrían sobre una calle de tierra llena de pozos y algunas
huellas de carros qué para las ruedas finas eran terribles?
¿Qué habrá sido de aquella chica que me
gustaba y por timidez no me animé a decírselo?
Hoy debe ser tan veterana como yo. No
creo que me interese…
Es reconfortante mirar para atrás. Pasaron cosas
lindas que la vorágine de la vida va tapando. Además, para adelante no parece
haber mucho camino.