miércoles, 30 de mayo de 2018

Crimen perfecto


Luis Molina

¿Quién dijo que no existe el robo perfecto?
Si fue bien planeado y ejecutado, sin duda lo será. Esto ocurrió allá por la década del cincuenta, aunque no exista documentación del hecho.
Dos individuos planearon el robo hasta el último detalle. Lo efectuarían amparados por una formación detenida sobre el lado impar de la calle.
El lugar presentaba sus riesgos, sobre las esquinas de la vereda del frente dos guardias con armas largas, gran cantidad de obreros en un ir y venir incesante. Ya que el robo se realizaría a plena luz del día, ambos delincuentes hacían gala de una frialdad incomparable.
Era una mañana soleada. Amparados por la hilera de tranvías estacionados sobre calle Montevideo, se acercaron con sigilo, instalándose en el último de la fila a la espera del momento.
La empresa no era fácil, pero estaban decididos, se miraron para decidir quién sería el primero. Luego de salir del escondite, habría que correr treinta metros bajo la mirada de muchas personas, en especial del guardián de la cárcel.
Mi secuaz corrió hasta el sitio donde arrumbaban las placas de baterías inservibles, cruzó la calle agachado, al llegar tras mirar para ambos lados tomó una cantidad regresó a la carrera visiblemente agitado. Era mi turno, la adrenalina fluía cual cascada.
¿Será que al correr agachado me hace sentir invisible? No lo sé. La pila se encontraba contra una pared frente al portón. Al notar que el guardia levantó su fusil observándome, dudé un instante; pero como ya estaba jugado tragué saliva y tome cantidad de placas para retornar a la carrera.
Metimos todo en una bolsa de arpillera y retornamos a casa. Por la tarde, llevamos el producto de nuestra incursión hasta una chatarrería que por aquél entonces ocupaba la esquina de Avenida Francia y San juan. Quien atendía pesó el material informando que eran ocho kilos, aunque pesaba más; pero teníamos nueve años y era nuestra primera vez.
Nos dio siete pesos con cincuenta, que para aquella época y a nuestra edad era mucho dinero.
Ese domingo nos alcanzó para pagar el tranvía, la entrada al cine y hasta un helado. Ningún medio gráfico comentó el hecho que por supuesto quedó impune.
¿Quién dijo que el crimen no paga?
Cierto día siendo cuarentones me crucé con mi secuaz. Recuerdo aquel saludo: “Che Jorge, ¿Te acordás cuando fuimos a chorear plomo a la Mixta?”. Nos reímos largo rato.
Hoy recuerdo mis comienzos como delincuente que no prosperó a pesar del tiempo.
Mala suerte.

miércoles, 23 de mayo de 2018

Los anillos

Susana Olivera

Dice Eduardo Galeano: “Todos tenemos algún vidrio roto en el alma que lastima y hace sangrar aunque sea un poquito. Entonces, al escribir, siento que puedo sacar un poco esos vidrios fuera de mí. Al ponerlos en un papel ya no dañan”.
Nos pusimos los anillos tiempo antes del casamiento. Era una tarde cálida de comienzos de otoño. Uno de esos días brillantes, sin viento, con hojas amarillas que crujían bajo nuestros pies. Habíamos ido a la confitería Munich a tomar un café y era una excusa para tener un lugar privado y sin testigos molestos, cosa que ocurría muy frecuentemente en mi casa. Y allí fue el compromiso que hicimos de estar juntos para siempre. Fue una promesa entre nosotros.
Nos los sacamos antes de casarnos e ir a la iglesia y, entonces, al recuperarlos, la promesa fue “hasta que la muerte nos separe”. Y fue así. Yo recibí el anillo de Jorge el día de su partida.
Tuve que quitarme el mío cuando me fracturé la muñeca. Después de la operación, los clavos, la rehabilitación y demás tratamientos no me lo pude poner más, porque se me hincharon las articulaciones. Es probable que al accidente se sumó la artrosis.
Los guardaba en un alhajero de porcelana como un recuerdo calentito.
Y también estaba allí el cintillo de mi madre que yo había sacado de sus manos muertas. Mi hermano menor se llevó el de nuestro padre.
Hubo una mudanza, cambio de muebles, porque el departamento al que iba era mucho más pequeño que la casa donde habíamos vivido durante más de treinta años. Y también cambio de lugar de los objetos amados. Al tiempo mi hija decidió irse a vivir sola, formar su propio hogar con su pareja. Se sumó entonces otra movilización de muebles, vajilla, cubiertos, baterías de cocina, sábanas, toallas, cobertores…
Recuerdo que saqué los anillos de esa caja porque me deshice de ella. Los guardé en una bolsita atados con una cinta. Y la guardé. La guardé muy cuidadosamente.
Muy cuidadosamente. Tanto que no la he podido encontrar más.
Fue entonces cuando decidí organizar armarios, tirar papeles obsoletos, donar ropa en desuso, regalar adornos que nada significaban. Densa búsqueda. Fue una tarea larga y difícil. Sobre todo la lectura y revisión de cartas, fotocopias, textos escritos por mí en tantos años, cosas que no representaban nada en el presente. Y guardar otras que sí me eran valiosas. La tarea me llevó días, marchas y contra marchas… decisiones sobre la elección de los lugares donde guardaría mi nuevo orden.
Había dejado para el final la ubicación de los anillos, si los encontraba. Uno de los placares tenía un secreter al fondo de un cajón y allí había pensado colocarlos junto a cartas de nuestra época joven. Allí ubiqué las cartas, prolijamente seleccionadas por fechas, pero no los anillos que sellaron nuestra vida.
Quise retroceder, volver a sacudir todo el verdín de las cosas que había abandonado, o que había ordenado; pero todo fue inútil.
Hoy están en mi corazón. Los anillos, objetos amados, eran lo que me quedaba de épocas, que sé agotadas. Sin embargo, hay cosas que no me podrán quitar jamás. Nadie, ni siquiera el destino.
Eduardo Galeano, todavía me hieren los vidrios rotos, aunque el recuerdo está en este papel. ¿No te pasó alguna vez que se te perdió algo amado? Decime, por favor, que también a vos te pasan estas cosas…

¡Escuela y temporal!

Mirta Silvia Prince

Agosto de mil novecientos sesenta y ocho. Arrecifes, provincia de Buenos Aires. Recién iniciaba mi carrera docente, Escuela N° 30, situada en un paraje a seis kilómetros de la ruta 19,1 que une la ciudad de Arrecifes con San Pedro. Eran unos días de clima cálido y la humedad reinante no era algo propicio para esa época del año en la pampa húmeda.
Eso desencadenó un largo temporal.
La escuela estaba incomunicada. Nadie se animaba a acercarse hasta ella. El camino era intransitable e inseguro. Pasaban los días, los chicos perdían notablemente días de clase, hasta que al fin el Pampero apareció estrepitosamente y se llevó uno a uno los nubarrones negros que subían al cielo. Apareció así ¡el sol! ¡Sí, el sol!
Y yo, la nueva, la joven, la inexperta, decidí llegar a la escuela. Y desoí todo consejo dado.
Así, llegué al cruce de las rutas 8 y 191.
El día soleado, ventoso, parecía haber secado el camino.
En la parada del puesto de la Estancia La Morocha me encontré con Marta, sus tres niños y su sulky, con quienes llegaba diariamente al lugar.
Al observar, ella me dice: “No creo que podamos entrar. Pero… si usted quiere, lo intentamos”. Yo le respondí “intentemos”, con la convicción de que eso era lo correcto.
Así, iniciamos la marcha con el sulky. En el camino había huellas profundas, peligrosas.
La yegua Morena andaba con paso lento y seguro. Marta, sin exigirla, trataba de acortar distancias.
Al rato, el animal resbaló y dando vueltas caímos en un profundo zanjón lleno de agua.
Los chicos estaban muy asustados, igual que yo; y, empapados, regresamos al puesto. Con un brasero secamos nuestra ropa para poder así, en mi caso, regresar a la ciudad y a mi casa.
Menos mal que nadie se enfermó. Pese a lo sucedido, pudimos llegar a la escuela el lunes siguiente, ya que ese día era ¡viernes! 

martes, 22 de mayo de 2018

Escuela tomada


Mónica Martínez

El año que nevó en Rosario, yo era una adolescente que transitaba feliz su escolaridad secundaria, en una escuela de barrio, de hermanas, a la vuelta de mi casa. Precisamente, por eso, siempre llegaba tarde.
Digo que era feliz, porque me sentía cómoda en esa escuela de niñas donde hice amigas, compinches, lazos que perduran hasta hoy; tal es así, que una de mis compañeras es madrina de mi hija.
En esa época la situación era confusa, aunque nosotras vivíamos, como todo adolescente, en su propia burbuja, muchas cosas nos enterábamos por las profesoras. Una de ellas nos hacía llevar el diario una vez por semana y leer y comentar alguna noticia; además, en mi casa siempre se veían los noticieros y aunque una estuviera “papando moscas” algo terminaba resonando en los oídos.
El año escolar había empezado con elecciones en el país, cambios democráticos y comenzó a circular la idea de la formación de centros de estudiantes para integrar una unión de estudiantes secundarios.
Las monjas, ni lerdas ni perezosas, o tal vez pensando que la situación podía irse de las manos, decidieron elegir representante por curso para integrar el famoso centro, sin demasiadas discusiones. Así, de buenas a primera, terminé siendo delegada.
Todo transcurrió tranquilo, escasas reuniones, ínfimos pedidos a las autoridades, hasta que en un momento del año otros centros de estudiantes, que evidentemente tenían una participación más activa, empezaron a movilizarse y a tomar sus escuelas solicitando algunos cambios, que como coletazo de fines de los 60 llegaban recién ahora.
Nosotras no estábamos enteradas, obviamente, hasta que una mañana los secundarios rosarinos decidieron no ir a clase, tomar sus escuelas y algunos grupos marchar hacia las escuelas que estaban dictando clase, y no en son de paz.
Nuevamente el accionar estratégico de las monjas logró salvar la situación: desafectaron a las alumnas y nos pidieron a un grupito que vivíamos cerca, entre ellas yo, que nos quedáramos. Cerraron todas las puertas y la Madre Rafaela (nosotras les llamábamos madres a las hermanas por su fundadora), que era la directora, con una sábana en mano nos llevó por pasillos y pasadizos hasta desembocar en la segunda planta de la antigua construcción sobre Avenida Pellegrini. Abrió unas puertas vidriadas, hermosísimas, y salimos al balcón.
Recuerdo el sol de media mañana en mi cara, el aire fresco, la avenida siempre tan transitada y la voz de la Madre Rafaela que nos decía que tuviéramos la sábana y la atáramos bien a la reja del balcón. Nos dijo que ella ya había hablado con los sacerdotes del Lasalle y los chicos de cuarto año estaban llegando para ayudar. Hicimos caso, dejamos la sábana puesta. Nos quedamos un rato y al mediodía nos dejaron retirar.
 A la tarde pasé por Pellegrini para ver el balcón, estaba la sábana atada y con letras muy grandes decía “ESCUELA TOMADA”, seguramente escrito por la Madre Rafaela.
Volví a casa emocionada y le dije a mamá: “¿Viste? Nosotras también tomamos la escuela”.
De la llegada de los chicos del Lasalle a la escuela resultaron, con los años, la formación de varias familias de mis compañeras.

Pasó hace tanto tiempo

Luis Molina

Un comentario en clase, sin duda, fue el disparador y volví atrás varias décadas. Un muchacho de catorce años nacido y criado en barrio Echesortu, que se encuentra de pronto en otro mundo, algo que jamás imaginó. Fue bajar del ómnibus y cambiar de mundo.
Pero todo comienza un par de largos meses antes. Mi madre me envía de vacaciones a casa de la hermana que vive en La Falda, sierras de Córdoba. Era verano, ¿qué más podía pedir? Con mi primo todos los días llevábamos los caballos al centro. Estos eran de mi tío que los alquilaba a los turistas, además de un sulky.
Al mediodía solíamos llevarlos al río y de paso nos bañábamos; eso sí, sin jabón, luego a la tarde de nuevo al centro. Aquella tarde solo restaba recoger uno para volver a la casa, ya la tarde fenecía, un vecino del tío vivía enfrente y también tenía animales, solo quedaba por recoger un malacara. El hombre me pidió que lo recibiera y llevase junto a los nuestros y, por supuesto, accedí.
El turista me dejó el animal y al rato la chica que faltaba trajo el del tío. La acompañé hasta el hotel montado en el malacara que pugnaba por regresar, ya era tarde. La chica partió al galope y yo por detrás, por vagancia no acorté los estribos, cabalgando sobre un recado muy liso y los pies sueltos, no era fácil mantener el equilibrio, en pelo era otra cosa. Al llegar a una esquina el animal volteó súbitamente a la izquierda y el orgulloso jinete siguió derecho. Por suerte, caí sobre pasto y no tenía ni siquiera un raspón, pero al intentar pararme todo cambió, no era necesaria una placa para notar la fractura de tibia. Me ayudaron a subir al caballo y volví con ambos animales. Al llegar donde estaba mi primo, me pasé al sulky. En resumidas cuentas me llevaron al hospital y quedé internado para que al otro día me viera un traumatólogo.
Esa noche coincidió que mi madre llegó para buscarme y cuán fue su sorpresa al enterarse que el nene estaba internado. Por la mañana, fue a verme al hospital y su saludo fue: “¿No te bañaste?”. Claro me llevaron directamente y quedé como estaba. Pobre vieja, se moría de vergüenza.
Me enyesaron hasta el muslo y a esperar cuarenta y cinco días en los que por mi condición solo era un estorbo. Mi madre regresó a Rosario para volver unos días después cuando me quitaron el yeso.
El regreso esperado, volvía rengo a mi Rosario natal.
Llamó mi atención que al bajar del Ablo, no partimos a casa, por el contrario sacó dos boletos en el viejo Tirsa para un lugar llamado “Acevedo”. Tamaña sorpresa la mía, no sabía que nos habíamos mudado. Claro, ella no me contó que había formado pareja y este hombre tenía una obra importante en Pergamino, distante a unos veinte kilómetros del pueblo: pintaría el primer edificio de la ciudad. Corría, por aquel entonces, el año 1961.
Bajamos del ómnibus en la ruta frente a la estación de trenes. El pueblo no tenía más de seis cuadras de largo, cruzamos la ruta enfilado al este, tan solo a dos cuadras se veía tras un alambrado un maizal, la calle era de tierra. Para mí, que toda mi vida había vivido en el pavimento, era extraño. No habíamos caminado cuarenta metros cuando un señor desde la puerta de su casa, mate en mano, me saludó afablemente. Mi madre respondió el saludo; y yo, sin salir del asombro.
Al llegar a la esquina doblamos a la izquierda hasta casi la mitad de cuadra entrando en una casa donde una señora y su hija me saludaron, la niña con una sonrisa. El aun rengo entró tras de su madre en una habitación amplia y acogedora. Nos recibió su pareja, que ya tenía preparado el almuerzo. Supe que ese sería mi nuevo hogar. No tenía a quién quejarme, así que tuve que aceptar mi destino. Eso no se parecía en nada a mi Rosario, la gente era diferente, todos me saludaban, incluso al ir a comprar pan. Como el dinero que me dieron no alcanzaba, dejé el mismo sobre el mostrador para volver a buscar el faltante, pero el señor que atendía sin conocerme dijo que lo llevara, total no iba a escaparme por tan poco dinero.
Aprendí a vivir en ese pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, viajando diariamente a Pergamino a trabajar, donde aprendí un oficio que fue mi sustento hasta la actualidad. Me compraron una bicicleta por lo que hacía el recorrido por mi cuenta y fue el comienzo de una pasión, que luego daría muchas satisfacciones y algunos triunfos, pero esa es otra historia.
Meses más tarde compramos un terreno en Pergamino y nos mudamos a la ciudad. Con sacrificio levantamos una casa, allí nació mi hermana, el mismo día que asumía como presidente don Arturo Illia. Trabajo no faltaba dado que por aquel tiempo no había mano de obra calificada en la zona.
Aprendí a querer esa ciudad. Era diferente, la gente tenía otra impronta, me acostumbré a saludar, materia pendiente para mí. Disfrutaba correr con la bici. En la ciudad, a un par de cuadras de casa, en un circuito formado por cuatro manzanas se corría casi todos los domingos, a excepción de cuando esas competencias se disputaban en el otro barrio. Varias veces me tuvieron que ir a rescatar de la caminera, ya que siendo menores nos atrapaban entrenando por la ruta 8 con bicicletas sin luces. Nos escoltaban hasta el destacamento y los padres debían ir a retirarnos. Así fue como pedaleando conocí Arrecifes, Colón y varios pueblos alrededor; pero sobre todo gente, saludadora, amable, servicial, en cada punto de la ciudad sabían quien eras.
Hace veintiocho años atrás volví siendo músico, todo había cambiado, la ciudad era moderna, entramos por una ruta pavimentada sobre el viejo camino de tierra arenosa donde solíamos entrenar. Es la ruta que une nuestra ciudad saliendo por Ovidio Lagos.
Tocamos en un club importante en un salón enorme, lleno de gente, rodeado de edificios modernos, ya no estaban las casas bajas que recordaba. Solo sabía que estaba sobre la avenida principal y su nombre había cambiado de Roca a Arturo Íllia. No imaginaba que la esquina era sobre la misma calle donde viví y levantamos nuestra casa, esta distaba a solo seis cuadras al sur.
 Luego por razones del destino retornamos a Rosario y hoy a más de cincuenta años retorna a mi mente, por un comentario dicho en la clase, ese trozo de mi vida transcurrido en una ciudad agrícola por excelencia y ese pueblo pequeño donde aprendí a conocer gente.
Ahora pienso, ¿qué habrá sido de aquellos ídolos que admiraba al verlos tomar una curva a gran velocidad teniendo en cuenta que corrían sobre una calle de tierra llena de pozos y algunas huellas de carros qué para las ruedas finas eran terribles?
¿Qué habrá sido de aquella chica que me gustaba y por timidez no me animé a decírselo?
Hoy debe ser tan veterana como yo. No creo que me interese… 
Es reconfortante mirar para atrás. Pasaron cosas lindas que la vorágine de la vida va tapando. Además, para adelante no parece haber mucho camino.

Recuerdos de mi infancia

Ana María Rugari

Esperábamos ansiosas que terminara el mes de diciembre y que llegara enero para ir a casa de una amiga de mamá, que vivía en Cruz Alta, provincia de Córdoba, justo en el límite con Santa Fe.
Elena, que así se llamaba la amiga de mamá, siempre le pedía que le llevara pimientos rojos que no se conseguían hacer crecer en la huerta que tenía en el fondo de su casa. Así que munidos del cajón de pimientos rojos y algún regalito para los hijos, nos íbamos a la Estación Rosario Norte a tomar el tren para Cruz Alta. De más esta decir que para nosotras, mi hermana y yo, era como ir a lo desconocido. Era un viaje largo, pues paraba en todos los pueblos, levantando pasajeros cargados con canastos tapados con servilletas coloridas, algunas jaulas con pollos y también pájaros. Los chicos se entretenían en abrir las jaulas y revoloteaban gallinas y algún que otro pájaro. Nosotras, chicas de ciudad, nos hacíamos la idea que estábamos mirando una película cómica. Cuando los padres se daban cuenta de lo que hacían, era un correr por el tren, tratando de cazar los pollos y de zamarrear a los chicos cuando los alcanzaban.
Mamá siempre llevaba sándwiches de milanesa en pan francés y fruta, se compartía con los otros pasajeros cercanos a nuestros asientos y ellos nos daban queso y huevos duros. Recuerdo el olor inconfundible del tren y la mezcla con otros aromas.
Cuando al fin llegábamos a destino nos despedíamos de los compañeros de viaje y lo hacíamos como si fuéramos viejos amigos.
Llegar a la casa de Elena era muy fácil, ya que estaba a una cuadra de la estación y frente a la plaza. Y siempre nos esperaban en la estación con el sulky para llevarnos y también al cajón de pimientos rojos.
Pasaron algunos años y la hija se casaba y mamá, que sabia coser muy bien, le hizo el vestido de novia ideado por mí, ya que siempre me gustó dibujar vestidos de novia. Lo llevamos en una caja enorme para que no se arrugara demasiado y el tul del tocado hacia las veces de cola. Era hermoso. Se casaba en la iglesia frente a la casa y querían llevar a la novia y al padrino en el sulky adornado con cintas; pero mi mamá, que era muy entusiasta, dijo que sería hermoso cruzar la plaza a pie y la comitiva iría detrás. ¡Realmente fue algo maravilloso que no voy a olvidar mientras viva! Los chicos vivando el paso de la comitiva, gritándole al padrino que no se olvide de tirar las monedas, era una precesión colorida ya que los invitados nos seguían. Todo iba perfecto, cuando se levanto un viento que casi le hace volar el tocado, mi mamá arreglándole el vestido y los tules y, al fin, llegamos a la iglesia, que estaba decorada con flores de todos colores y cintas blancas. La decoradora de la iglesia había sido, por supuesto, mamá y ella decía que el casamiento debía ser colorido y bien colorido fue.
Cuando terminó la ceremonia y salimos a la veredita de la iglesia, se habían juntado, creo yo, todos los chicos de Cruz. El papá de la novia, tirando las consabidas moneditas y la chiquilinada arremolinándose sobre ellas. Más de uno salió con un ojo negro por los codazos para alcanzar más. Tiramos arroz a los novios y casi se cae la novia al resbalar con los zapatos nuevos de tacos altos. Menos mal que nada pasó y, nuevamente, toda la comitiva a medida que salía de la Iglesia, cruzaba la plaza y llegaba a la casa donde tenía lugar la fiesta.
Antes de salir, habíamos ayudado a poner los caballetes debajo de la galería y a forrarlos con papel blanco. Me pareció raro que no se pusieran manteles, pero hay que decir que estuvo muy bien pensado. Se sirvieron varios cerditos de cuarenta días, que eran del campo del papá de la novia, y rociados con abundante vino. Había pollos y, para acompañar, ensaladas y papas. De más esta decir que el almuerzo duró varias horas. Había un señor que tocaba el acordeón amenizando la reunión. Luego, siguió el baile con el padrino y con todos los varones amigos y la fiesta duro varias horas más, hasta que los novios se retiraron, se cambiaron y se fueron para Rosario.
Los invitados comenzaron a irse y nosotros ayudamos a levantar los platos y fuentes. De los cerditos y los pollos solo quedaron los huesos, algunos diseminados sobre el papel blanco y fue realmente una gran idea, pues se enrollaron y se tiraron a la basura. ¡No había que lavar manteles, solo los platos y los vasos! 
Fue el primer casamiento al que asistí y lo disfrute enormemente.

Mi monstruo

Luis Molina

Pasaba caminando cuando te vi, ya no eras aquel monstruo que tanto temí, hoy aun altivo, silente, sin perder la majestuosidad de otrora cuando en mi niñez me aterraba verte. Qué podía entender en aquel momento, que lo tuyo no era furia. Solo era un chiquillo, que te veía aproximar envuelto en nubes y atronando el recinto a tu llegada.
Era una época de sueños. Con mamá todos los veranos visitábamos la familia que estaba dispersa en el valle de Punilla e incluso más a noroeste de la provincia.
La zona de San Carlos Minas era despoblada en la década del cincuenta. Mucha piedra, cultivos mínimos, en algunas parcelas más pequeñas que un jardín algo de maíz o algunas hortalizas. El ganado caprino poblaba el entorno, alguna lechera para consumo familiar. Eso sí, muchos depredadores: pumas, zorros, ofidios y cuatreros. Las gallinas que eran muchas dormían en el ombú.
No resultaba fácil llegar. El colectivo desde la ciudad de Córdoba solo pasaba dos veces por semana, el camino era de tierra arenosa y la distancia entre las casas solía ser de una legua o más. No eran muchas las que encontrabas en el camino.
Salíamos de Villa de Soto muchas veces en la “mensajería”. Esta era una especie de estanciera, que trasladaba el correo, pero siempre llevaba algún pasajero, nos dejaba en el camino y desde allí a caminar a veces por un camino de carros o un sendero por el monte. Quien les habla además de pequeño era bastante estúpido, por lo que mi madre debía caminar el triple para llegar. Ella avanzaba unos cien metros con los bolsos y debía volver por el paquete “que era yo” que me negaba a caminar. Resumiendo caminaba cargada unos quince kilómetros para recorrer solo cinco. ¡Si hubiera sido hijo mío!
Pero dejando la violencia, vivían en contacto con la naturaleza. En un patio de grandes dimensiones dos casas de piedra y techo de paja ubicadas en “L”. Eran habitadas por la familia y detrás de una de ellas estaba el telar de la abuela, confeccionado con ramas y troncos simplemente atados entre sí. Como las ovejas daban abundante lana, las mujeres aparte de hilar y teñir confeccionaban tejidos rústicos, pero muy útiles en esa zona. Sobre los techos de paja se secaban higos y pelones para regalar a la familia, además de ser para pasar el invierno.
Ir al almacén de ramos generales significaba una larga caminata de una hora o más entre matorrales y piedras, lo bueno era que allí el tiempo era diferente, no había apuro. Se levantaban al segundo canto del gallo, unos mates y al campo; una mujer, a ordeñar y el resto, a sus quehaceres. A media mañana asaban choclos y los degustaban con leche fresca; al mediodía, el almuerzo. Yo tomaba leche al pie de la vaca, es decir directamente del ordeñe, ya mi bigote era blanco.
Sin duda, eran otro mundo aquellas casas sin puerta protegidas por una roca a sus espaldas que las doblaban en altura. Había que buscar el agua a unos doscientos metros en un pozo que se encontraba a la vera del río.
Era fantástico, pero la semana pasaba volando, tras la despedida nos arrimaban hasta un pueblo llamado La Higuera, distante a un par de leguas, donde pasábamos uno o dos días en casa de una tía de mi madre. Allí, tomábamos el colectivo de regreso a Soto.
Pero, volviendo al relato, todo comienza cuando vuelvo a ver a ese monstruo negro, que resoplaba vapor en la estación Rosario Norte, mientras esperábamos “El Serrano”, que nos llevaba a la ciudad de Córdoba, donde combinaba con el coche motor que reptaba por laderas y túneles rumbo al Valle de Punilla. Desde la ventanilla el panorama era de postal. Bajo el abismo, un rìo serpenteante bajaba desde el vertedor del dique rumbo a la capital, varios túneles atravesaban la montaña, el tren se detenía en estaciones al borde de los barrancos, para luego dejando atrás la montaña discurrir entre muchos puentes y cañadones.
Al parecer, me evadí por senderos de montaña, mientras mi monstruo quedaba en la ciudad. Hoy al ver a esa locomotora que descansa de las fatigas de muchos años de servicio, me siento un niño de no más de tres años en el andén tratando de huir de ese gigante, que se aproxima entre nubes de vapor haciendo temblar el piso, atronando el espacio con bufidos. No había donde esconderse, solo arrimarse contra la pared detrás de la gente que no parecía temer su presencia.
Noto que aquel niño no ha perdido la estupidez, embelesado camina admirando la locomotora a la que ya no teme, al tiempo que un bocinazo y el improperio del conductor de un vehículo de gran porte lo vuelven a la realidad.
Han pasado décadas, pero él sigue estando en mi mente cada vez que veo una luz en la distancia sobre los rieles y me apresuro a sacar mis perros que disfrutan el terreno para correr.
Volví a mirar atrás y juro que noté que mi monstruo sonreía…