H. B. Carrozzo
Como casi todos los
años, terminadas las clases, nos íbamos de vacaciones a Córdoba. Mis abuelos
materno, luego de jubilarse se afincaron en la ciudad de Córdoba, más
precisamente en el límite del barrio Cerro de las Rosas.
Don Bartolo había hecho
una casita con dos dormitorios, pensando en la visita de los nietos. El
chalecito ostentaba el nombre de “Doña Elsa” remarcado en la pared del frente
en una filigrana metálica.
Era fines del 59 y mi
viejo había conseguido anticipadamente los pasajes para el tren, desde Rosario
Norte a Córdoba. Viajábamos con nuestros padres, mis hermanos Eduardo, Jorge y
mi hermana Marta de un año. Mi padre se volvería a Rosario para trabajar y
regresaría para las fiestas.
Así que comenzamos a
preparar lo más importante para el viaje: las bicicletas. Limpiarlas, engrasar,
ajustar frenos o quizás cambiar las pastillas de mismo. Había que envolverlas,
trabar las ruedas y acondicionarlas para el largo viaje y entregarlas en la
estación un par de días antes para su despacho.
El día del viaje nos
dirigimos a Rosario Norte, con las valijas cargadas y la correspondiente
canasta de vituallas, con el suficiente tiempo de anticipación. La plataforma
de la estación era un hervidero de personas, todos amontonados y apurados.
Cuando llegaba el tren
había que ubicar el vagón que nos habían asignado; luego de subir, encontrar
los asientes; acomodar los mismos para que se enfrentaran y viajar más cómodos.
No faltaban las discusiones sobre los asientos asignados ni sobre los lugares para
las valijas.
Un párrafo especial
merece las “vituallas” que “la mama” preparaba. Sándwiches de milanesa,
tomates, huevos duros. Jugo para beber y algunas frutas. Todo en abundante
cantidad que, de todas maneras, no alcanzaban a llegar ni a Cañada de Gómez.
¡Desaparecían!
El tren demoraba unas
seis horas en hacer el trayecto, aunque generalmente este se “estiraba” por
muchas más. Esto implicaba estar muchas veces parados en el medio de campo
debido a algún defecto de la formación o de alguna otra que nos precedía.
Muchas veces sin alimentos ni agua. Y sin aire acondicionado.
Finalmente y muy
cansados, llegábamos a la estación de la ciudad de Córdoba, donde tomábamos
algún taxi hasta la casa de los abuelos. ¡Y finalmente instalados!
Al día siguiente, comenzaban
nuestras vacaciones donde desplegábamos todo nuestro arsenal de juegos para
divertirnos. Hacíamos gala de nuestros juegos virtuales y nuestras play station.
Las tareas dela mañana
eran la de ayudar con las labores de la casa: hacer los mandados, a lo don
Pedro “el gordo” o a lo de don Pedro “el flaco”. Colaborar en la limpieza del
jardín y de la quintita que el abuelo tenía.
Después, sí, comenzaba
la diversión en el terreno de enfrente, que abarcaba media manzana y que
contenía el “estadio de futbol”, que era un potrerito para cinco o siete.
También se transformaba en cancha de bochas o algún otro juego, que
compartíamos con nuestros amigos cordobeses y algunos primos.
Recorrer las calles de
tierra, los baldíos y espacios libres en bicicleta era una de las más
importantes rutinas. No podíamos cruzar la avenida Núñez, pero el resto era vía
libre.
Al costado de la
cancha, había un bosquecito, donde trepados a los árboles nos encontrábamos con
Tarzán, Tantor o Chita. Algunas veces aparecían Sandokan, los cazadores de
cabezas y algún otro héroe de la época.
Algunos días, después
de almorzar nos íbamos al río. El lugar elegido era “el arbolito”, conocido por
nosotros como el “meeting point” o lugar de encuentro. Era el único árbol
ubicado estratégicamente en una islita del rio Primero o Suquía. En ese lugar,
el río tenía 40 centímetros de agua, como mucho, y era muy fría pues venía del
Dique San Roque. Era ¡agua de la montaña!
Pasábamos las horas
entre bañarnos, recorrer las costas o pescar. Esto último tenía dos
modalidades: usar caña con anzuelo o usar una trampa.
Para la primera, había
que tener lombrices, por lo que la primera tarea era cazarlas. Así, íbamos
palita en mano a buscarlas por los alrededores.
Para la segunda, había
que preparar la trampa que era básicamente una botella de vidrio a la que se le
hacía un pequeño orificio en el bulbo que tenían en el fondo. El envase quedaba
como una trampa y adentro se colocaba pan. Se ataba a una roca y se dejaba un
tiempo.
Si teníamos suerte,
quizás, nos hacíamos de unos enormes ejemplares de unos 10 a 12 centímetros,
que solo servían para devolverlos a su hábitat natural.
Por las tardecitas
recorríamos, la avenida Núñez para ver las chicas, tomar un helado o una Coca.
Después de cenar y
habiendo lavado y secado los platos, se imponía una caminata por los
alrededores. Eran un par de horas a puro andar en contacto con los bichitos de
luz, el olor a peperina, pateando sapos o el jugueteando con algún perro.
Así, pasaban los días
compartidos con los abuelos y algunos de los otros primos que ocasionalmente se
agregaban.
Casi
todos los veranos desde el 55 al 63, siempre con la misma rutina, hermosa,
placentera, están en mi recuerdos.