martes, 18 de septiembre de 2018

Cajita de los Recuerdos. Vacaciones en El Cerro de las Rosas.

H. B. Carrozzo

Como casi todos los años, terminadas las clases, nos íbamos de vacaciones a Córdoba. Mis abuelos materno, luego de jubilarse se afincaron en la ciudad de Córdoba, más precisamente en el límite del barrio Cerro de las Rosas.
Don Bartolo había hecho una casita con dos dormitorios, pensando en la visita de los nietos. El chalecito ostentaba el nombre de “Doña Elsa” remarcado en la pared del frente en una filigrana metálica.
Era fines del 59 y mi viejo había conseguido anticipadamente los pasajes para el tren, desde Rosario Norte a Córdoba. Viajábamos con nuestros padres, mis hermanos Eduardo, Jorge y mi hermana Marta de un año. Mi padre se volvería a Rosario para trabajar y regresaría para las fiestas.
Así que comenzamos a preparar lo más importante para el viaje: las bicicletas. Limpiarlas, engrasar, ajustar frenos o quizás cambiar las pastillas de mismo. Había que envolverlas, trabar las ruedas y acondicionarlas para el largo viaje y entregarlas en la estación un par de días antes para su despacho.
El día del viaje nos dirigimos a Rosario Norte, con las valijas cargadas y la correspondiente canasta de vituallas, con el suficiente tiempo de anticipación. La plataforma de la estación era un hervidero de personas, todos amontonados y apurados.
Cuando llegaba el tren había que ubicar el vagón que nos habían asignado; luego de subir, encontrar los asientes; acomodar los mismos para que se enfrentaran y viajar más cómodos. No faltaban las discusiones sobre los asientos asignados ni sobre los lugares para las valijas.
Un párrafo especial merece las “vituallas” que “la mama” preparaba. Sándwiches de milanesa, tomates, huevos duros. Jugo para beber y algunas frutas. Todo en abundante cantidad que, de todas maneras, no alcanzaban a llegar ni a Cañada de Gómez. ¡Desaparecían!
El tren demoraba unas seis horas en hacer el trayecto, aunque generalmente este se “estiraba” por muchas más. Esto implicaba estar muchas veces parados en el medio de campo debido a algún defecto de la formación o de alguna otra que nos precedía. Muchas veces sin alimentos ni agua. Y sin aire acondicionado.
Finalmente y muy cansados, llegábamos a la estación de la ciudad de Córdoba, donde tomábamos algún taxi hasta la casa de los abuelos. ¡Y finalmente instalados!
Al día siguiente, comenzaban nuestras vacaciones donde desplegábamos todo nuestro arsenal de juegos para divertirnos. Hacíamos gala de nuestros juegos virtuales y nuestras play station.
Las tareas dela mañana eran la de ayudar con las labores de la casa: hacer los mandados, a lo don Pedro “el gordo” o a lo de don Pedro “el flaco”. Colaborar en la limpieza del jardín y de la quintita que el abuelo tenía.
Después, sí, comenzaba la diversión en el terreno de enfrente, que abarcaba media manzana y que contenía el “estadio de futbol”, que era un potrerito para cinco o siete. También se transformaba en cancha de bochas o algún otro juego, que compartíamos con nuestros amigos cordobeses y algunos primos.
Recorrer las calles de tierra, los baldíos y espacios libres en bicicleta era una de las más importantes rutinas. No podíamos cruzar la avenida Núñez, pero el resto era vía libre.
Al costado de la cancha, había un bosquecito, donde trepados a los árboles nos encontrábamos con Tarzán, Tantor o Chita. Algunas veces aparecían Sandokan, los cazadores de cabezas y algún otro héroe de la época.
Algunos días, después de almorzar nos íbamos al río. El lugar elegido era “el arbolito”, conocido por nosotros como el “meeting point” o lugar de encuentro. Era el único árbol ubicado estratégicamente en una islita del rio Primero o Suquía. En ese lugar, el río tenía 40 centímetros de agua, como mucho, y era muy fría pues venía del Dique San Roque. Era ¡agua de la montaña!
Pasábamos las horas entre bañarnos, recorrer las costas o pescar. Esto último tenía dos modalidades: usar caña con anzuelo o usar una trampa.
Para la primera, había que tener lombrices, por lo que la primera tarea era cazarlas. Así, íbamos palita en mano a buscarlas por los alrededores.
Para la segunda, había que preparar la trampa que era básicamente una botella de vidrio a la que se le hacía un pequeño orificio en el bulbo que tenían en el fondo. El envase quedaba como una trampa y adentro se colocaba pan. Se ataba a una roca y se dejaba un tiempo.
Si teníamos suerte, quizás, nos hacíamos de unos enormes ejemplares de unos 10 a 12 centímetros, que solo servían para devolverlos a su hábitat natural.
Por las tardecitas recorríamos, la avenida Núñez para ver las chicas, tomar un helado o una Coca.
Después de cenar y habiendo lavado y secado los platos, se imponía una caminata por los alrededores. Eran un par de horas a puro andar en contacto con los bichitos de luz, el olor a peperina, pateando sapos o el jugueteando con algún perro.
Así, pasaban los días compartidos con los abuelos y algunos de los otros primos que ocasionalmente se agregaban.
Casi todos los veranos desde el 55 al 63, siempre con la misma rutina, hermosa, placentera, están en mi recuerdos.

Mis trabajos

Ana María Rugari

Después de recibirme de Maestra Normal en la Escuela Normal Nº1 de calle Mendoza entre Entre Ríos y Corrientes, frente a la Plaza Sarmiento, donde está la estatua de Sarmiento y que yo cuando era chiquita le decía “papá”, porque papá era parecido a él y sobre todo porque era completamente pelado, como Sarmiento, pues bien, sigo con mi relato, terminado quinto año con excelentes calificaciones, resolví hacer el Profesorado de Jardín de Infantes. En el Normal todavía no se había creado, así que me inscribí en el Colegio “Adoratrices”; rendí, me da un poco de vergüenza decirlo, pero fui la mejor en dibujo, canto y relatos infantiles. Lógicamente, era pago y mi hermana se hizo cargo de las cuotas. Yo no podía dejar que ella trabajara y lo gastara en mí; por lo tanto, di voces e inclusive puse un aviso en “La Capital” para preparar alumnos para ingreso, en todas las escuelas, salvo el “Politécnico” y el “Superior de Comercio”. Fue un éxito, tuve quince alumnos a los cuales preparé durante todo el año, aprobaron todos y entraron, algunos a la mañana otros a la tarde. Eso fue durante 1961. Las clases en “Adoratrices” empezaban a las 13.30 y terminaban las 17.30, así que tenía grupos por la mañana y otros después de las 18. Como no les daba todos los días, sino tres veces por semana, me quedaban tres días para hacer algo más y tuve la suerte que una profesora de la “Cultural” me contratara para leerle al padre que estaba casi ciego, así que iba martes, jueves y sábados de 8 a 11. Comenzábamos con el diario, las noticias más importantes y luego los obituarios. El señor tenía una biblioteca enorme con libros casi exclusivamente de Medicina ya que él había sido ginecólogo. Algunas veces me hacía leer sobre el tema y otras sobre libros de expediciones y viajes. En realidad eran muy interesantes y las tres horas pasaban volando, hasta que un día me dijo que quería mostrarme algo y me llevó a la Biblioteca. Yo no había notado una gran mesa angosta y alta que estaba cerca de una puerta. Sobre esa mesa alta había frascos y yo casi no podía creer lo que veían mis ojos. Él me dijo que en esos frascos estaban sus hijos que no habían llegado a término, Le pedí por favor que no me los mostrara porque no lo iba a soportar. El siguió hablando como si no me hubiera oído y yo me di vuelta y fui hacia el escritorio, allí lo esperé a que volviera y le dije que no volvería a leerle. Reconozco que era muy joven, que eran otros tiempos y que yo amaba la vida. Fui otra semana más, para terminar el mes, y después hablé con la hija, reconoció y me agradeció el haber hecho feliz a su padre.
Luego, me llamaron de una escuela para reemplazos. Hablé con los chicos de la mañana si no tenían inconveniente a venir por la tarde, así que a los quince los tuve después de las 18.
La escuela creo, si mal no recuerdo, era la Nº 117 de “La Guardia”, en Presidente Roca y Uriburu. Por suerte, tuve muchos reemplazos en casi todos los cursos, estaba muy bien pagada, pero llegaba agotada, Tomaba un caldo “Knorr Suiza” y me iba a “Adoratrices”.
Hice el primer año y en diciembre de 1961 me llamaron de un laboratorio de análisis para pasar los resultados a máquina. Como siempre llegaba temprano, la enfermera que estaba al frente del laboratorio me quería enseñar, yo le dije que gracias pero yo estaba para pasar los resultados. Un día me dijo que iba a venir el señor Sapero y que lo dejara pasar. Yo no lo conocía, pero hice lo que me habían mandado. El señor Sapero, no era el apellido, sino que traía sapos en una bolsa de arpillera. Me dio la bolsa y yo no la agarré fuertemente y, cuando la dejé en el piso del laboratorio, los sapos se escaparon y la enfermera me hizo buscar a todos y volver a ponerlos en la bolsa. En cuatro patas estaba yo buscando debajo de la mesa o debajo de los aparatos. Se usaban para inyectarle la orina de las posibles embarazadas y la reacción consistía en inyectar 10 centímetros cúbicos de orina en el saco linfático lateral, dejar el animal en reposo de dos a tres horas y luego tomar de la cloaca unas gotas de orina que se examinan en el microscopio. En caso de ser positivo, se ven los espermatozoides del sapo en medio de su orina y en caso negativo no están estos elementos presentes.
La reacción se llamaba de Galli-Mainini. Después de tantos años, me acuerdo del nombre de este análisis. Una amiga médica me dijo que hace muy pocos años que se dejó de usar.
Ya estamos en 1962 y el 23 de febrero me llaman de la “Cultural Inglesa” para ver si quería ir a trabajar. Al día siguiente fui y estuve durante trece años hasta que nacieron mis hijos en 1975, y dejé. Mi esposo trabajaba en Pasa Petroquímica, en Puerto San Martín, y ganaba bien y yo me dediqué a mi hijo Juan Ignacio y después de veintitrés meses llegó Esteban. Pasé 17 años sin trabajar, gozando de mi matrimonio, de mis hijos y de mis perros hasta que en 1992 volví a la “Cultural” hasta que me jubilé. 
Y ahora estoy contándoles mi historia de vida a ustedes, mis amigos de “Contame una Historia”.

Blanca y radiante


Lidia Cieri

Creo que ella llegó a mediados de la década del cincuenta. Luminosa, deseada y blanca.
Nos sentamos mirándola embelesados, paradita ahí, en el ángulo que formaban las paredes de la cocina y el comedor diario.
No exagero. Embelesados. Venía pisando fuerte a reemplazar a aquella que nos había acompañado varios años. A esa de metal revestida en madera. Bienvenida, Siam. Ya no tendríamos que ir todos los días a la carnicería. Habría siempre agua congelada en las cubeteras, frutas y bebidas frescas.
Ya no esperaríamos al camioncito del hielero que pasaba todos los mediodías. Un señor cortaba la barra de hielo con un gancho puntudo y, envuelto en algún trozo de tela en desuso, llevábamos el pedazo de hielo a la casa.
La Siam fue tan noble que se hizo para durar muchos años. La nuestra sobrevivió funcionando hasta hace casi diez años y solo recibió la visita de un mecánico cuando alguien, no se supo nunca quién, forzó la manija que tenía una bolita blanca en el extremo y se rompió.
Terminó sus días llena de grasa en una fábrica. Con grasa, pero sana y servicial hasta el final.

Nacimiento de dos torcacitas


Ana María Rugari

Esta historia que les relataré está ocurriendo en este momento. En realidad, empezó a principios de agosto. En casa tengo un patio ni grande ni chico. Tiene una ventana con alfeizar hacia afuera donde tengo plantas que se han desmadrado un poco. Al lado, está la puerta del comedor diario y hacia la izquierda está la ventana de nuestro dormitorio. Hay un asador que ocupa bastante espacio y en la pared medianera tengo muchas plantas que cuelgan de un caño que va a todo lo largo del patio, de él cuelgan macetas de helechos y de plantas violetas, que en invierno dan unas florcitas lilas preciosas; y en la pared que da al sur, tengo culandrillos. A principio de agosto apareció una torcacita con su compañero y revolotearon por las macetas que cuelgan del caño. Mi esposo dijo: “Me parece que están buscando lugar seguro para poner huevitos”. Como íbamos a viajar a Posadas, corrí el toldo, regué bien todas las plantas y nos fuimos. Cuando volvimos el 14 de agosto, vimos que en uno de las macetas que cuelgan del caño había dos huevitos blancos y pequeños. A mí me encantó la idea de que nacieran en casa y lo comenté con amigas. Muchas de ellas me dijeron: “Tiralos, rompelos; pero que no los empollen. Son sucias, traen enfermedades y muchas cosas más”. La única que estaba a favor era mi amiga del alma, Susana, pues a ella le había sucedido lo mismo en una maceta de su balcón en un piso alto.
 Los dejamos tranquilos, la torcaza los empolló y venía el compañero y ella se iba. Al rato volvía y otra vez se ponía sobre los huevitos. El 27 de agosto nacieron. Eran dos pajaritos no más grandes que dos centímetros, peladitos y juntitos. A medida que pasaban los días, fueron teniendo plumón y crecían bastante rápido. Ya estaban grandecitos como de 15 centímetros, con todas sus plumas menos las de la colita, uno de ellos era arrojado y valiente el otro se quedaba más en la maceta, supongo que por timidez o miedo a volar. Desde la ventana del dormitorio o del comedor diario los espiábamos, la torcaza ya faltaba del nido más tiempo, pero siempre volvía. A las plantas no las regué, porque no quería molestarlos, los culandrillos están regular, y las otras como están en macetones algo de humedad tenían.
Y hoy 9 de septiembre uno voló. Primero, fue hasta al alambre del toldo y luego tomó confianza y voló; y según mi esposo, está en un patio interior y la mamá trata de que levante vuelo. El otro, timidón, se ha quedado solito en la maceta, pero la torcaza se posó en el alambre, se quedó un rato y luego partió.
Yo espero que vuelva, más que nada por la comida y el calor que le pueda seguir dando. Me hubiera gustado que se hubieran ido los dos hermanitos; pero, bueno, uno posiblemente necesite más tiempo y seguridad para volar alto. Si no vuelve la madre, Oscar me dijo que lo pondríamos en una caja, le daremos miga de pan mojada en leche.
Luego, tendré que sufrir por el nido vacío, pero así es la vida, tanto en humanos como en animales o pájaros. No nos pertenecen, solo podemos darle cobijo, amor y a los humanos también educación, principios y valores para desarrollarse en la vida y ser personas honestas, trabajadoras y caritativas.
Ya ha volado el segundo. Espero que vuelvan alguna vez a poner nuevamente huevecitos. Hoy Oscar fue a la terraza a tender la ropa y vio en uno de los alambres del tendedero a la torcacita mamá y a los dos hijitos a su lado. Se quedaron un largo rato y, luego, levantaron vuelo hacia otra terraza. Me alegré enormemente que los hubiera encontrado y que estén juntos.
Esta ha sido mi pequeña historia de vida y he tratado de relatarla tal y como ha sucedido.