Gustavo Fernández
“vaya mi gratitud a tu gran enseñanza en
este viaje en el tiempo. Gracias, abuela Nani”
Siempre me
pregunté por qué en este mundo hay historias que son indudablemente
importantes, por eso son escritas; y por qué tantas otras igualmente valiosas
quedan en el relato solamente de unos pocos.
Quedan allí, en la
repisa de los recuerdos como ese autito de colección de mi niñez, que alguna
vez recorrió conmigo tantos caminos de alegría.
Pero quedó ahí. Ni
mis hijos quisieron jugar con él y, sin embargo, ahí todavía está, aunque lleno
de tierra, esperando por quien quiera compartir una aventura con él.
Y es así, como mi
autito, que tantas historias quedan guardadas en el corazón o el cerebro de las
personas. sin siquiera ser conocidas. Por eso, viajé en el tiempo para buscar
allí los recuerdos de esta gran historia: mi abuela Nani.
En este viaje
imaginario mi punto de partida real es aproximadamente 1966. Tengo cinco años y
comienzo a descubrir ese maravilloso ángel que Dios puso en mi camino: mi
abuela Nani.
De origen irlandés,
con una pequeña pero esbelta figura y de cabello blanco ahí estaba ella.
De sonrisa amable,
vos suave y caricias de miel.
Siempre dispuesta
a cumplir mis pedidos. Desde cocinar las más deliciosas exquisiteces que puedan
imaginar, hasta coser con su vieja máquina mi gorro de cocinero o mi bolsita de
bolitas de vidrio.
Fue con ella con
quien una tarde me subí a su colectivo imaginario y recorrí las calles de
tierra de mi pueblo, como si estuviera en un mundo desconocido pero lleno de
maravillas, descubriendo a cada paso nuevas sensaciones, nuevas experiencias.
Todavía conservo
en mi recuerdo los descansos bajo la sombra de un añoso paraíso, donde ella
aprovechaba para llenarme de caricias y contarme cómo funcionaba ese mundo que
comenzaba a transitar, desde ese entonces, con la premisa con la cual venía
formada: “No aflojes, lucha, se puede, sé feliz”.
El patio de su
casa era el más maravilloso parque de diversiones en el cual con hermano y primos
jugábamos, cuidando de no pisar sus flores y admirando al estoico abuelo Juan
cultivando su quinta.
Poco a poco el
tiempo pasaba y, sin embargo, la abuela Nani no envejecía; al menos, en su
aspecto, aunque sí recuerdo que comenzaba a quejarse muy sutilmente de sus
articulaciones, pienso hoy en artrosis, para lo cual ella todas las mañanas con
religiosa tradición horaria inglesa, tomaba dos cucharadas de azúcar con un
dedo de vinito tinto.
Pero aun así siempre
presente con sus consejos, con sus sabrosas comidas, con sus paseos de ensueño.
Recuerdo un día en
el que nos subió a todos sus nietos al tren, en esos años a vapor, y nos llevó
a pasar el día de mi tía Beba, que vivía en un pueblo cercano al nuestro. Me
parece ver la alegría desbordando de nuestros cuerpos frente a tan increíble
aventura, el humo de la locomotora entrando por las ventanillas y su pelo
blanco con rodete, que era el faro de su sonriente rostro. Viajar a su lado, cobijados
por sus brazos que parecían ser tan largos que nos cubrían a todos. Era el
éxtasis total.
Tantos momentos…
Vivencias, historias fueron dejando escurrir el tiempo entre nuestros cuerpos y
ahí estábamos, preadolescentes y a la carga íbamos. Nani siempre estaba
dispuesta para nuestros pedidos. “Abuela, haceme papas fritas chiquitas en
grasa”; “arreglame el ruedo de mis pantalones” “¿me compras las cuadraditas de
chocolate de la despensa de doña Coati? Y la magia se repetía: allí estaban.
Seguimos
transitando el camino y el abu Juan
nos dejó. Fue un hombre de salud delicada toda su vida, y a quien Nani cuidó,
veneró y atendió toda su vida con ejemplar amor. Por primera vez en mi vida, vi
llenarse sus ojos de lágrimas. Solo pude abrazarla y tratar de devolver un
pedacito de tanto amor recibido.
Nona Nani se mudó
a mi casa, con la aprobación incondicional de toda la familia y otra vez
volvíamos a tener más tiempo para compartir. La vida transcurría y unos años
más tarde, recuerdo que yo tenía diecisiete, partí para Rosario a la
Universidad como decíamos en esos tiempos y transcurridos unos meses, mi madre,
hija de Nani, enfermó gravemente.
Ahí, estaba Nani, como
siempre, dispuesta a colaborar. ¡Qué digo colaborar! ¡A hacerse cargo de mi
casa, con su hija enferma y tres hombres en la casa! Y ya con casi 79 años.
Pero, sin embargo,
como tantas otras veces, al pie del cañón. Sin quejas, sin reproches, con esa
sonrisa enorme que era un oasis para esos malos momentos que transcurrían. Y
los meses pasaban hasta convertirse en años y su cuerpecito siempre erguido
parecía no acusar tanto trajinar. No sé cómo hacía, pero hasta tenía tiempo
para leer el diario y comentar durante las comidas la actualidad de las
noticias. ¡Qué mujer maravillosa!
Vino mi casamiento
y ahí estaba Super Nani compartiendo mi alegría; pero como dicen los entendidos
la vida es un ying-yang permanente y, al poco tiempo, falleció mi padre luego
de una dolorosa y larga enfermedad; y fue ahí donde por primera vez vi a mi Super
Nani aflojar más de la cuenta. Al abrazarla, en lágrimas me confesó: “Se fue mi
hijo más querido”. Y, como con mi abuelo, solo pude abrazarla con todo el amor
del mundo.
Tanta lucha
desgasta los guerreros, leí alguna vez por ahí; y que gran verdad. Nani, ya
casi 86, mostraba los lógicos embates de los golpes y de los años. Pero siempre
con la misma actitud. Sin quejas, sin lamentos.
Mi hermano, quién
vivía con mi madre y ella en mi pueblo, al casarse decide que lo mejor para
Nani era enviarla a vivir con su otra hija Beba; y allí fue ella con su bolso y
con sus años.
Llenó de consejos
y recomendaciones a mi hermano antes de partir con respecto al cuidado de mi
madre; y, luego, se marchó a su nuevo hogar.
Pasó el tiempo y
nació Seba, mi primer hijo y su primer bisnieto, y allí volví a ver a esa esplendorosa
señora con su rodete impecable y su dulce sonrisa, que a pesar del paso de los
años parecía no cambiar.
Pero en este mundo
lo único no permanente es la vida y Super Nani comenzaba a transitar ese camino
sin retorno; y fue así cómo un día mi tía Beba me llamó para decirme que, si
quería verla antes de partir, fuera a visitarla.
Armé mi bolso con
lo imprescindible y raudamente viajé a verla. Al entrar en su habitación, ahí
estaba la abuela Nani, en su mundo, creo que muy cerca de las nubes, casi por
ascender a su merecido cielo aun esplendoroso su cabello. La abracé y le susurré
al oído: “¡Hola abuela!”. Me sonrió tan dulcemente como tantas veces y me pidió
su cepillo de pelo. Con una destreza envidiable, acomodó su rodete, devolvió su
cepillo y se durmió.
Pocas horas
después nos dejó.
Cuando arranqué este
relato, lo hice diciendo cuanta historia no ha sido escrita. Si bien pienso a
quién podría interesarle, cuál es la trascendencia, me respondo que, para mi
Nona Nani fue para mí Napoleón, Sarmiento, Gandhi, Alfonsina o Evita. No por su
aporte material o físico, pero sí por el legado inmenso de ¡jamás bajar los
brazos, luchar por sus tus ideales y ser feliz! ¿Y qué mejor legado para la
historia de este mundo que el de mi Nona Nani?
Gracias, abuela Nani.
¡Te amo!