martes, 28 de mayo de 2019

La botella de sidra


Mónica Mancini

Era el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y ocho, estábamos esperando el noventa y nueve y era una situación muy particular.
Éramos siete mujeres, solo mujeres… tres generaciones, la abuela, dos hijas y las nietas, dos de cada una de sus vástagas.
La mesa era redonda y reinaba en el centro del comedor. Estaba preparada para pasar la fiesta. El menú era especial: la entrada de vitel toné, el pollo y la rusa como plato central, ensalada de frutas, el helado, las nueces, el Mantecol, protagonista infaltable del acontecimiento, y la botella de sidra.
Todas la rodeábamos. Cada una de nosotras vivía ese día de una forma muy particular.
La mayor, la nona, había perdido a su compañero y a muchos integrantes de su familia, lo que le ocasionaba el llanto compulsivo llegadas las doc. Se acurrucaba en su silla, tomaba el rolly sec y se aprontaba para derramar las tradicionales lágrimas, siempre vigentes, porque desde que en el cincuenta y ocho falleció su madre, esto se repetía como una película que se rebobinaba una y otra vez.
Mi hermana se había separado recientemente, después de más de veinte años de casada. Estaba debutando en la vida de “mujer sola”. Como era su costumbre intentaba disimular la desazón haciendo chistes y siendo la estrella del arte culinario, esforzándose en la preparación de la mesa, en los detalles del menú, en atender a cada una de las comensales como si fueran invitadas desconocidas. Ella brindaba la calidez del hogar, afianzaba la unión y fortalecía la esencia de la familia.
En cambio, yo llevaba muchos años de divorciada y me mantenía sola, manejaba muy bien esa situación. Si bien nunca me había abandonado el dolor por no poder ofrecerle una familia consolidada a mis hijas, era una maestra para disimular la angustia cuando cada año después de las doce las chicas salían a festejar con sus amigas y partía sola a mi casa con el deseo de que pasara rápido la noche y tranquilizarme cuando las niñas volvieran sanas y salvas al hogar. Poseo la particularidad de adaptarme con facilidad a las nuevas situaciones e intentaba hacerle creer a las otras las ventajas de pasar las fiestas sin hombres. Por ejemplo, nadie hablaría de fútbol, tampoco estarían pidiendo que le alcancen todo lo que se necesita para hacer un simple “pollo asado”, no habría quien criticara la ropa elegida por las chicas para la salida del año nuevo… la casa estaba mucho más ordenada, ya que no había ropa desparramada en la habitación…
En fin, llegadas las 23.45, todas estaban casi convencidas de que pasar las fiestas solas era una bendición y un buen presagio no solo para el año que se aproximaba, sino también para toda la década venidera.
Las chicas eran las que mejor la pasaban. Estaban más habituadas a las vicisitudes de sus madres y a las excentricidades de su abuela. Actuaban como resignadas a vivir lo que viniera y tenían su cabeza en la reunión con las amigas y/o novios y transitaban la fiesta como un trance que duraba poco, que precedía a la verdadera diversión. Esperaban ansiosas las doce, aguantaban unos minutos más para disimular la impaciencia de ponerse la ropa de salir, pintarse y empezar a hacer llamaditos para concretar los encuentros.
Todo transcurría normalmente. La escena era perfecta, porque teníamos la capacidad para disimular lo que estaba pasando por nuestro interior. Nos reíamos de la situación y asegurábamos que, a pesar de ser la primera vez que estábamos solas, era una oportunidad para demostrar que los hombres eran decorativos, entretenidos, pero de ninguna manera indispensables…Todo bien, todo era alegría, buen humor y clima de fiesta hasta que se hicieron las 23.55 y al unísono todas dijeron: “¡El brindis!¡el brindis!”. Fresca y transpirada la botella de sidra aguardaba en el freezer, esperando ser destapada y repartida en las copas, que también estaban correctamente distribuidas. Cuando se situó en el centro de la mesa, todas la miramos, nos miramos, suspiramos y apareció el interrogante que nadie quería ser la primera en expresarlo, hasta que se soltó una carcajada y un grito desesperado: “¡¿Quién la abre?!”. ¡Qué sentimiento de desolación! La abuela rompió en llanto: “¡Ay, por qué me habrá abandonado mi Carlos!”. Nosotras, las hijas miramos a un lado y a otro y comprobamos que ya no teníamos un compañero al que le ofreceríamos la botella, como un gesto que formaba parte de la rutina de la pareja. No vimos nadie. Las chicas hicieron su gesto habitual de “nosotras no sabemos”.
Yo, que llevaba más años experimentando esta situación de tener que resolver lo que se viene cuando no hay un masculino habilitado al lado, respiré hondo y tomé la botella, busqué un repasador grueso para no lastimarme las manos con los alambrecitos, la apreté entre mis piernas, la aferré por el cuello y en mi imaginación apareció la figura del que me había dejado sola en este brete, con fuerza e ímpetu, apreté y giré, apreté y giré; y, así, con una terrible presión, el corcho emprendió su vuelo, breve, triunfal, con un sonido liberador. Las copas se llenaron burbujeantes y todas con ansiedad las chocamos, pero esta vez, no fue “¡feliz Año Nuevo!” lo que dijimos, entre el sonido límpido de los cristales se escuchó un “¡Viva la emancipación femenina!”.


El rosal


Graciela Cucurella

El jardín de la casa resplandecía, en septiembre, de plantas con gran variedad de flores. Gladiolos, margaritas, malvones, dalias, claveles y un hermoso rosal.
Las rosas, con suave perfume, de color amarillo y un rojo tenue, llamada bandera española. A ese rosal lo cuidaban de las hormigas, de que no tuviese pulgones en sus hojas. En realidad, a todas las platas les dedicaban mucho tiempo.
Pero el rosal era especial para ellos. Cuando rompía el primer pimpollo y aparecían sus pétalos, de suave fragancia, Vicente lo cortaba y se lo obsequiaba a María Esther. Ella lo recibía con mucho placer y una sonrisa pícara se reflejaba en su rostro.
En las primaveras de sus vidas transcurridas, se repetía año tras año lo mismo.
Cuando María Esther, a sus 82 años, partió, esa mañana, muy temprano, Vicente ya anciano, no lo soportó.
Por las noches colocaba una flor en el vacío de su cama. Todos los días. Durante ocho meses.
Un primero de enero, a sus 87 años, él también partió. Al dolor no lo soportó.
María Esther Carpio y Vicente Cucurella eran mis padres.

Con o sin helado

Rogelio Lanese

No todo pasado fue mejor.
Fue una experiencia traumática.
Cuando en el seno familiar existía un profesional médico, todas y cada una de las consultas iban direccionadas hacia ese semidios con forma humana.
En nuestra estructura había dos profesionales médicos; uno otorrinolaringólogo y otro cardiólogo.
Con mis nueve años, al cardiólogo no había ido… todavía.
Sin embargo, por afecciones gripales, resfríos, faringitis, etcétera, era bastante seguida la concurrencia al otorrino.
Todo se resumía a consulta y medicación posterior.
Ahora bien, en una oportunidad se le ocurre al doctor dejar en la mente de mis padres la sugerencia de la operación de amígdalas.
A partir de allí comienza el trabajo de ablandamiento y sobre todo convencimiento hacia mi persona para que me realizara esa intervención.
¿Cuál era la ventaja comparativa?
Primer punto: era imprescindible extirpar las amígdalas y, además, por si eso fuera poco me iba a operar un profesional en el cual depositaban su entera confianza.
Segundo punto: daban por descontado que el señor dolor no se iba a hacer presente.
Tercer y último punto: como esa operación se iba a llevar a cabo en época estival, iba a poder comer mucho helado para que cicatrizara rápido, asumiendo que este mecanismo era lo suficientemente compensatorio.
La operación se realizó en forma normal.
Me dolió mucho; para ser más exacto, muchísimo.
El tipo de anestesia era muy rudimentaria y, por lo tanto, sentí todo el desgarro en mi garganta.
Del dolor que tenía me olvidé del helado, por la simple razón de que me costaba mucho tragar.
Según el profesional actuante todo salió de maravillas.
La cicatrización fue bastante rápida, aún sin helado.
Ahora bien, el tema lo vuelvo a retomar teniendo cuarenta años y el médico de la especialidad, que para tener en cuenta era mi tío, ya no se encontraba en este mundo.
Cuando hago una consulta por un proceso faríngeo que me molestaba, me revisa un otorrino muy amigo mío y, ¡oh, sorpresa!
—¿Quién te operó de amígdalas?
—Mi tío, ¿Por qué lo preguntas?
—Es que no entiendo por qué te dejo un pedazo de amígdalas.
—Ah, bueno.
Imagine quien está leyendo este relato mi cara. Raudamente mi mente se trasladó a aquellos nueve años, donde la referencia no fue de alabanza hacia aquella situación experimentada.
En definitiva, nunca supe si era necesaria la intervención, pero además de dolerme la garganta, me sentí traicionado, porque hicieron uso de los mandatos establecidos con una promesa tan básica como el consumo de helado, que tampoco pude disfrutar. 
En el pasado, por lo menos en el mío, los mandatos familiares tenían una forma absolutamente vertical, sin posibilidades ciertas de apelar o negociar siquiera.

miércoles, 22 de mayo de 2019

Verano caliente


Adriana Tommasi

Allá por mediados de los años 60, yo tenía un grupo de amigos, chicos y chicas, que eran hijos de los amigos de mis padres. Era unos matrimonios que solían reunirse para cenar, festejar cumpleaños y realizar todo tipo de encuentros. Los convocaba el solo hecho de charlar largos ratos y pasarla bien. Nosotros, los niños, aprovechábamos para jugar y por ahí realizar alguna maldad con nuestros mayores.
En verano, solíamos ir a la casa de fin de semana de Mecha y su marido, muy amigos de mis padres; porque tenían casa con pileta y un parquecito para que nosotros pudiéramos retozar a voluntad, mientras el sol desprendía coágulos rojizos.
Los mayores, después de comer, se tiraban sobre cómodas reposeras y allí dormitaban luego de un “sobroso asadito”, como solía decir mi tío Fernando. Fue así como en una oportunidad la tía Chola quedó adormecida sobre una lona que había bajo un frondoso paraíso. Siempre permanecía con la boca abierta y con un penetrante ronquido. Para nosotros esa era la oportunidad que habíamos esperado tanto tiempo y fue así como con una jarra le tiramos abundante agua.
Eso tuvo consecuencias no deseadas, porque la tía Chola comenzó a ahogarse y casi no podía respirar. El agua se había ido por otro conducto y ella tosía descontroladamente. Yo creía que se estaba asfixiando, todos corrían a incorporarla para que pudiera tomar aire normalmente.
Nosotros quedamos paralizados por el susto y corrimos como un ventarrón a cobijarnos en un recodo de la casa. Mis padres me miraban con los ojos ardientes cual carbones encendidos y yo prefería no mirarlos, porque comprendía cuál sería el desenlace: nos volveríamos a casa y no habría pileta ni diversión por una semana, o tal vez dos.
Debo confesar, sin falsa modestia, que yo no era de hacer esas maldades, pero en grupo las cosas se presentaban diferentes y, ahora, a la distancia y con la memoria a cuestas creo que los niños, en general, no miden las consecuencias de algunas acciones que pueden concluir en verdaderos desastres.
A lo largo del tiempo, he tratado de exhumar estas historias que me hacen comprender que uno va madurando con el paso de los años y abro las hojas del ventanal de mi balcón para poder respirar mejor, mientras el sol me acaricia suavemente. Es otoño.


Libre versus laica


Susana Olivera

Doña Elena, no la deje ir a la Susana a la escuela, no la deje.
Pero ¿por qué no la tengo que dejar?
Porque recién cuando fui a la panadería pasé por la Normal y hay una sarta de mocositas con carteles que dicen “Escuela Tomada”. ¡Escuela tomada!, imagínese usted. Tomada por ellas como si fueran las dueñas o la directora. Y no va que viene una chica de civil no más, sin guardapolvo y con un moño violeta en el pecho, que trae una pavita y mate y agarran y empiezan a matear ahí no más en la puerta de la escuela. Y las descocadas no dejan pasar a las que vienen a estudiar. Se va a armar doña. No la deje ir. Son una manga de locas.
No, ma. Juli, no. No son locas. Son mis compañeras de cuarto junto con las de quinto que defendemos la enseñanza laica. ¿Me hacés el moño del delantal, ma? Con las orejas chicas. Como vos sabés.
La enseñanza laica ¿contra qué la defienden? Laico significa lego, no religioso.
Contra la enseñanza libre. Las chicas del colegio Adoratrices defienden la enseñanza libre y todas van a ir ahora, después de almorzar, a la plaza San Martín.
Sí, escuché por radio que había problemas, pero con las universidades. ¿Qué tienen que ver ustedes, las escuelas secundarias?
Nosotras apoyamos la educación laica. Ahora nos reunimos en la plaza.
No. No vos. No cuesta darse cuenta de que van a pelearse entre los dos bandos. Además, la Policía… está enfrente. ¿Qué pensás que van a hacer? Y ¿qué es esa cinta violeta que llevas como una escarapela en el lado izquierdo, el lado del corazón?
Es el distintivo de las laicas, ma. Las libres llevan una cinta verde.
Ahí llega tu hermano… ¿Tuvieron clases Carlitos?
Nooo. Tomamos el colegio. ¡Viva la enseñanza laica! Tengo un hambre… ¿Qué hay para comer?
Nene, no me andés toqueteando nada en la cocina, ni se te ocurra. Esperá y te preparo un sanguche de milanesa hasta que llegue tu padre y nos sentemos todos a la mesa.
Dale Juli… con mucha mayonesa.
Carlitos come su sándwich moviendo ruidosamente las mandíbulas y dándole feroces mordiscos. Mientras, toma un jugo de naranjas y canturrea “En la cima de un cerro, hay un perro… Han movido el cerro y se ha caído el perro…”
Pero qué carancho dice este mocoso- pregunta Juliana-, con la chancleta les daría yo a estos dos pavotes, les daría. Meta callejear no más y sin estudiar.
Pero, ¿qué decís, hijo? ¿Qué es ese versito?
Lo cantamos en el Colegio, ma. Y vos callate Juliana. ¿Me hacés otro sandwichito? Ponele una milanesa bien grande. ¿Juli, dónde está el “Patoruzú”? Seguro que lo tenés en tu pieza. Me lo quiero llevar para leer. Todavía no lo he visto… Siempre soy el último orejón del tarro. “En la cima de un cerro hay un perro, han sacado el cerro y…”
Pero ustedes están locos, chicos.
No ma. Se unieron el Nacional 1 y el Nacional 2. También las chicas del Urquiza y las del Liceo. Y todos vamos a la plaza San Martín ahora a la tarde. Yo me vine para comer algo, pero ya me voy.
Ah, vos también llevás la cinta violeta…
Pero claro, ma. ¡Para diferenciarnos! Si no, si tenés que dar una piña ¿cómo sabés si el otro es libre o laico?
Adoratrices también va a la Plaza. Y ellas son libres. Me voy ma.
Pero, pero…
Yo como algo y también voy.
Ustedes dos meta zapatear no más, pero de estudio yo no escuché nada. Son dos deschavetados. Y a la final lo único que hacen es lío. Los van a terminar expulsando del colegio. O capaz que cierran las escuelas y pierden el año. Y entonces, ¿qué hacemos con las cintitas? ¿Dónde se las van a poner a las cintitas?
Bueno, bueno. Te quiero Juli… dame un abrazo, hacés unas milanesas espectaculares. Ma, yo también me voy. ¡A la plaza San Martín todos!
Juliana, la “tía postiza”, se limpia el beso. De muy mal carácter, “chinchuda”, le decíamos, pero muy querida por todos.
Ese año, 1958, yo estaba en cuarto del Magisterio y mi hermano en tercero del Bachillerato. Los dos éramos partidarios de defender la enseñanza laica, además nuestros colegios eran estatales. Y era una pelea a muerte que había culminado con la toma de las escuelas.
Viendo todo desde la perspectiva actual comprendo que no teníamos demasiado claras las posturas y laica. Creo que para muchos (entre los que me incluyo) era un juego eso de tomar las escuelas, usar un color que nos identificaba e ir a la plaza a manifestarnos. Yo sentía que estaba defendiendo “mi” escuela. Y en cierto sentido defendía la enseñanza pública. Pero no pensaba en el derecho de la libertad de elección, de preferir enseñanza religiosa y el derecho de la iniciativa privada de ofrecer espacios distintos, que fueran igualmente válidos de acuerdo con su idoneidad al momento de otorgar los títulos habilitantes.
Esa tarde la Policía desalojó violentamente la escuela Normal N° 2 y las autoridades quedaron dentro con puertas cerradas para evitar el regreso de las alumnas.
 La plaza San Martín estaba totalmente cubierta por estudiantes que sostenían ambas tendencias. La Policía obligó a todos los jóvenes a abandonar el lugar y dispersarse. Hubo mucha violencia: corridas, golpes y los escuadrones montados en sus enormes caballos entraron al galope empujando a los grupos estudiantiles a planazos y repechazos con sus animales. Estábamos indignados. Tirábamos bolitas de vidrio para que patinaran los caballos y cáscaras de banana entre insultos y estribillos: “¡Libre, libre!” “¡Laica, laica””. Y la consigna era correr para distintos lugares para no permitir que la Policía se agrupara. Estábamos sucios porque muchos nos habíamos caído en la huida, transpirados y otros, lastimados.
Algunos, los más violentos, fueron detenidos; muchos quedaron en las proximidades para intentar volver a la plaza. Un grupo, los más amigos, nos reunimos en casa que quedaba enfrente de la plaza, tanto compañeros de mi hermano como compañeras mías. Algunos hablaban sobre sus derechos y yo no podía dejar de entusiasmarme y admirar sus ideales y la fuerza de sus palabras. Pero, yo diría que, a pesar de nuestra indignación, esa tarde fue una fiesta en casa entre vasos de naranja Crush y buñuelos de manzana preparados por Juliana. Lucíamos orgullosos la cinta violeta en nuestros pechos. Alguno de los chicos recitaba entre risas… “En la cima de un cerro… hay una cintita violeta. No ser cintita violeta para estar arriba de ese cerro”.
Y nos reíamos como solo pueden reírse chicos de esa edad compartiendo ideales y probando sus fuerzas en el acontecer diario.
Calmados los ánimos, empezamos a “salvar materias”. Se esperaba eximición con cuatro por los días de paro, pero no fue así. El entusiasmo por participar con chicos de otras escuelas me hizo llevar Matemática con el profesor Moyano, que no perdonó ni una raíz cuadrada, y otros “revolucionarios” se llevaron hasta diez materias. Mi hermano, por ejemplo. Significó pasarse todo el verano estudiando.
Regio, regio, ¿no chicos? Ahí está el cachetazo por las sinvergüenzadas de ustedes. Se lo requete merecen. Mientras tanto su madre y yo estamos rezo que va y rezo que viene para que aprueben. ¿Qué se creen?
Pará Juliana, pará.
¿Libre o laica? ¿Cinta violeta o verde? ¿Jugar a ser adulto?


martes, 21 de mayo de 2019

Estás para más


Rogelio Lanese

¡Viernes por la tarde! ¡Se terminó el colegio!
Comienza el fin de semana.
Actividades para seleccionar:
- Ver tele en el comedor, mientras tomo la leche, taza tamaño tanque australiano con algunas galletitas “Manon”, que me sobraron del último recreo, por recomendación expresa de mi madre y la abuela.
- Pedirle a la abuela que hable con mi madre para ir hasta la cortada y ver si se armaba un partidito con regreso innegociable. El grado de tolerancia horaria era cero.
Obviamente que con mis ocho años de edad la salida estaba limitada a horarios estrictos, a pesar de no sufrir las condiciones de inseguridad actuales.
Ahora bien, la abuela no estaba y regresaría tarde, así que la opción de la cortada quedo trunca.
“El llanero solitario” era una alternativa más que viable.
Mi madre estaba atendiendo en el negocio que estaba adelante.
Había un pasillo común que comunicaba el comercio con la casa de familia.
Esa distribución arquitectónica no me era muy favorable, ya que si había algún ruido extraño o el televisor estaba muy alto en cuanto al sonido, el grito de mi madre se hacía presente en forma inmediata
Estaba casi terminando “El llanero” con su historia cuasi fantástica, cuando de repente escucho una voz muy familiar para mis oídos que estaba dialogando con mi madre.
Era tan conocida que hasta podría decir que era la señorita Lylia, mi maestra de tercer grado turno mañana de la escuela Sarmiento.
Estaba en lo cierto.
Venían caminando juntas por el pasillo.
¿A qué viene la señorita, a mi casa?
Sí, era señorita y creo que nunca dejó de serlo.
Con sus veinticinco años, para mí era tan referente como si fuese mi madre o mi padre.
Tenía una presencia y un carácter terrible. Era chiquita de cuerpo y muy bajita, pero cuando hablaba parecía Hércules.
Con esta descripción y en conjunción con mi madre, algo no funcionaba del todo bien.
En efecto me saludó por mi nombre –desde primer grado juntos- y su cara era amigable; pero no demasiado
—¿Te acordás lo que te dije hoy en el aula?
—Sí, me acuerdo, que tengo que prestar mas atención con los acentos.
—¿Ya hiciste la tarea?
—No señorita, la hago mañana.
—Bueno, está bien. Sos buen alumno, tu madre no tiene que preocuparse.
—Gracias, señorita.
En realidad, en ese momento no entendía nada.
Me dio un beso y se fue hablando con mi madre.
¿Para eso había venido la maestra a mi casa? Si bien vivía cerca, ¿era para tanto?
Pasó un tiempo, no mucho, y la respuesta válida la tuve de boca de mi madre: “La señorita Lylia no vino a casa para controlar tu tarea, solamente vino para hacerme un comentario sobre tu capacidad potencial”.
En ese momento con mis pocos años, apenas ocho pregunté: “¿Qué es la capacidad potencial?”
Mi madre me miró, acarició mi pelo, y me dijo: “Ya lo vas a entender mejor, pero estás para dar más”.
Los años pasaron, ya no están ni mi madre ni mi maestra; sin embargo, hoy tomo real dimensión de la profesionalidad y el amor por la educación que tenía mi querida maestra.

Aquella carta de amor


Gustavo Fernández

Año final de la secundaria, 1978. La sangre bulle por mi cuerpo, propio de mis 17 años. Canals, provincia de Córdoba.
Ella es mi mejor amiga, compañera de camino, de confidencias, de interminables tardes de mate compartiendo sueños.
Nunca pensás cuál es el límite entre amistad y amor hasta que descubrís que te cosquillea el cuerpo cada vez que mirás esa lucesita en sus ojos que tan solo tu corazón ve.
Me voy a Rosario a la Universidad y ella se queda en el pueblo trabajando en un banco.
Cada viaje de fin de semana a mi pueblo es como si me estuviera esperando; sin embargo, ella está desde hace tiempo de novio y, entones, es que quizás mi corazón me engaña.
Ese mismo corazón que late y que por más que le ordena a mi cerebro que le diga que la amo, no logra que mi boca hable, no logra vencer esa timidez que me acompaña desde hace tantos años.
Pero, al volver a Rosario, cada vez la extraño más y ¿cómo contarle todo lo que siento?
Pasan los meses y la noticia llega un finde de tantos en que vuelvo a mi pueblo y, por supuesto, la voy a ver con la excusa de tomar unos mates y contarnos nuestras vidas en ausencia. “Me peleé con mi novio” me dijo y, sin que se notara, sentí que mi corazón se salía de mi cuerpo. Era el momento. Pero otra vez ese absurdo miedo a perder una hermosa amistad y esa inocultable timidez no dejan escapar una sola palabra de mi boca.
Vuelvo a mi Rosario, dolido y triste por no encontrar el modo de contarle mi amor. Esa noche no consigo dormir y, entre tantos pensamientos, ¡zas!, Cupido me da una idea: “¡Escribile una carta!”
Me levanto muy temprano y apenas abre la librería de la esquina corro a comprar una tarjeta y un sobre para escribir mi carta de amor.
Como si Dios me viera, hasta crea el entorno ideal de los poetas para escribir sobre el amor, afuera llueve y hace frío.
Comienzo a escribir con pasión, las palabras fluyen en una conexión perfecta entre corazón, cerebro y escritura; las frases se unen con armonía mágica y hasta recuerdo haber escrito que quería que fuésemos como dos gotas de lluvia que se juntaron en mi ventana y juntas recorrieron su camino hasta el final.
Termino mi misiva diciendo que quiero seguir mi historia junto a ella y que espero una respuesta por la misma vía. Venían exámenes y por unas cuantas semanas no la vería. Cierro el sobre, no sin antes rociarlo con mi perfume y corro al correo a despachar mi carta de amor.
El empleado, añoso, sonriendo al sentir el perfume, me dice: “Qué buena edad para el amor amigo”. Siento que la sangre se convierte en fuego en el rubor de mi cara, pero no importa, ya está, mi amor está en viaje.
Pasan los días y no paro de preguntarle al portero de mi edificio si no llegó alguna carta a mi nombre. Nada. Solo impuestos y un sobre con dinero y noticias de mi familia.
Pasa el tiempo y esa carta no llega, ¿se habrá extraviado?, ¿habrá llegado a sus manos? Vuelvo a mi pueblo y ni siquiera tengo el valor de visitarla y preguntarle. En una mezcla de dolor y rabia, y cuando por casualidad nos cruzamos ni siquiera la miro, trato de ignorarla o simplemente encubrir mi desazón. Y vuelvo a Rosario, a mi rutina, a seguir con mis cosas, a continuar con mi vida.
Pasa el tiempo, corren los meses y años, y como dicen los optimistas, cuando se cierran puertas, tarde o temprano se abre una mejor. Conozco el amor de mi vida, la compañera de mi camino y con ella empiezo a transitar la hermosa vida que llevo.
Casualidades del destino, aquel amor de mi juventud termina formando su familia aquí en Rosario y, por casualidad o no, nos volvemos a encontrar. Y café de por medio nos contamos resumidamente nuestros andares por la vida… y entre líneas me cuenta que su hija mayor había encontrado entre sus cosas personales aquella carta de amor, y que le dijo: “Mamá, este sí que escribía bien”.
Miro sus ojos, y creo ver aquella lucesita que tantos años atrás despertó mi amor, pero solo son fantasías. Mi verdadero amor está a mi lado y es la madre de mis hijos.
Me levanto, la abrazo con mucha nostalgia y voy sintiendo un dulce recuerdo que aún guarda mi corazón… aquella carta de amor.


Mi primer trabajo


Eve Coronel

Considero a dos como mis primeros trabajos: uno no rentado y el otro rentado.
El primero, cuando tenía alrededor de seis años y hasta cerca de los once, fue de boyero.
Para quienes no conocen la tarea: el boyero es el encargado de cuidar los animales, en mi caso vacunos; mientras se alimentan para que no salgan del sector asignado y para que no invadan otros campos sembrados o reservados.
Se realiza de a pie o a caballo, dependiendo de las distancias y ello determina la facilidad o dificultad de la tarea; ya que a pie los animales no se muestran muy obedientes pues detectan la debilidad del cuidador; en cambio, el caballo impone orden y no dan ningún trabajo.
En general, es una tarea que realizan los niños.
Cuando se aprende a leer es un trabajo muy agradable e interesante, ya que permite leer muchísimo.
Mi primer trabajo rentado fue de medio tiempo a los quince años, en una agencia de marcas y patentes.
La tarea consistía en buscar, en enormes ficheros, si determinadas palabras eran marcas registradas. En ese tiempo no existían bases de datos, así que había que buscar en fichas ordenadas alfabéticamente la palabra o combinación de palabras exactas o aproximaciones con dos o tres letras diferentes o términos que sonaran parecidos.
Es un trabajo ya obsoleto y perimido, como el de una compañera del secundario, que trabajaba en una agencia controlando los minutos de propaganda en tevé y radio. La tecnología los dejó en el tiempo.

A la cancha


Hugo Longhi

Siempre costó levantarse en los domingos. Todos parecemos autorizados a quedarnos un poquito más en la cama. No sé si eso está escrito en la Biblia, pero debería. Los sucesivos llamados maternos se diluían inexorables a diez centímetros de mis oídos que no acusaban recibo.
Pero ese domingo no. El mundo era distinto y yo, pese a mis perezosos once años, adquirí mi posición vertical sin mayores dramas. Y tras un rápido lavado de cara ya estaba listo para encarar la jornada.
Desde la pared el almanaque indicaba que era 19 de abril de 1970. ¿Fecha patria? ¿Mi cumpleaños? ¿Nos mudábamos?
Nada de eso. Ese día iba a ir por primera vez a la cancha. No había sido a propuesta de mi padre, ni de un tío, tampoco de la barra de amigos. Un vecino había convencido a mi mamá y a partir de ese punto clave mi excitación fue incontrolable.
Iba a ver, alambrado mediante, a los jugadores a los que apenas accedía a través de las rituales figuritas, la monocromía de la televisión o, principalmente, los relatos radiales.
El partido, como era usual en la época y nunca debió haber cambiado, estaba anunciado para la tarde, pero yo a las nueve de la mañana ya me encontraba motivado como para arrancar. Para amplificar ese capítulo mágico y mejorar la escenografía, era un día de sol total.
El reloj avanzaba lento. En casa se escuchaba el “Almacén la Candelaria”, que habitualmente me divertía, pero esta vez poca atención le presté. Luego, el almuerzo en familia fue más un trámite que otra cosa. Que comer ni nada, yo quería ir a la cancha.
Al final de una espera insoportable sonaron los nudillos del vecino sobre la puerta de madera. La vorágine mental borró de mis recuerdos si hubo saludos a mis padres y hermanas. Salí urgido en busca de don Carlos y de allí a la parada del colectivo.
Tras el tortuoso viaje a bordo del Bedford, hubo que caminar unas cuantas cuadras además y en ese trayecto varios camiones cargados de hinchas nos sobrepasaron. Eran la banda telonera que me iba poniendo en clima para el show principal.
Antes de ingresar, mi vecino me compró un gorrito de plástico con los colores partidarios, obvio. Luego, transpusimos el portal al paraíso, caminamos por el veredón que estaba al pie de una larga tribuna ocupada por la parcialidad visitante. No hubo ningún inconveniente pese al contacto directo con ellos, algo que tristemente el tiempo cambió para mal.
Nos ubicamos en una de las esquinas y, poco a poco, el estadio se fue llenando, lo cual, para mí, significaba perder panorama visual. Solo veía cabezas. La salida del equipo y su inmediata explosión quedaron grabadas y atesoradas en algún lugar de mi ser.
Al primer tiempo, dentro de todo, lo pude ver más o menos bien porque avanzábamos hacia el arco más lejano. Alrededor de los veinte minutos las gargantas se pusieron rojas por primera vez. Fue el único grito en cuarenta y cinco minutos favorables.
Al segundo lo tuve que imaginar en base a euforias, lamentos o desazones temporarias de la multitud. Mi escasa altura me impedía observar con nitidez esa mitad de la cancha y no quería molestar a mi vecino, que había entrado como en trance con el juego. A él le importaba el partido; a mi todos, los detalles de ese momento único.
Dos alaridos más me anunciaron el resultado final que registró la estadística: 3 a 0 para los míos. Encima ganamos, gozaba mi corazón. Más imborrable el recuerdo todavía.
La vuelta a casa sano y salvo, los abrazos, las ansiosas preguntas de mis padres, que seguramente leían las respuestas más en mi cara que en mis palabras. Especial, épico, emotivo, inolvidable. Ese día acuñé una idea que luego transformaría en sugerencia para todos aquellos a quienes no les gusta el futbol: a la cancha, al menos una vez en la vida, hay que ir.
Los años y las obligaciones que trajeron arrinconaron aquel instante vivido a mis inocentes once. El año pasado tuve una brusca pero muy feliz regresión en ese capítulo de mi vida al descubrir que en You Tube había imágenes de aquel partido. Raro, rarísimo, porque en aquel entonces casi nada se filmaba y mucho menos guardaba. Fue un volver a vivir.
¿Y el gorrito? El único testimonio físico que podría quedarme se perdió. Ya no está como tampoco don Carlos, mi vecino. Solo conmigo queda la pasión. Y los casi cincuenta años transcurridos no han logrado apartarla de mí.


domingo, 19 de mayo de 2019

Mi barrio, mi infancia


Estela Ceñera

De niña vivía a dos cuadras de la plaza Bélgica y a cuatro cuadras del parque Urquiza.
Las calles de mi barrio eran empedradas, circulaban muy pocos autos, o sea, que teníamos todo el espacio del mundo para transitarlas cómodamente. Las casas eran bajas no había ningún edificio en la cuadra y los vecinos eran casi nuestros parientes. Allí, transcurrió mi infancia.
Los varones, entre ellos mi hermano, jugaban a las carreras con autitos de plástico rellenos con plastilina y le colocaban ballenitas de los cuellos de las camisas para facilitar la suspensión. También las figuritas formaban parte de la diversión, pero era un poco peligroso porque tumbaban las figuritas con una tuerca grande y terminaban recibiendo un baldazo de agua desde las ventanas, porque rompían los frentes de las casas.
El juego preferido era la pelota, que siempre caía en la casa de una vecina, quien las guardaba en un baúl y quedaban en caución. El problema era que, cuando se terminaba el dinero para comprar nuevas, me llamaban para socorrerlos, porque yo era muy amiga de esa señora. Por lo tanto, me iba a tomar el té con ella y en “el mientras tanto” los chicos saltaban el tapial y recuperaban el tesoro, por milagro de Dios.
Nosotras, las nenas cazábamos mariposas con una red, jugábamos a la rayuela, a saltar la soga, un poco a las muñecas y cuando una amiga nos prestaba la bici la usábamos. Yo le tenía mucha rabia a esa amiga porque su papá era adinerado (banquero de quiniela) y tenía sulky, monopatín y la mejor muñeca, motivo por el cual cuando no me prestaba la bici y la hacía caer. En la adolescencia fue mi amiga del alma.
Reconozco que yo era terrible. Desaparecía de mi casa como por arte de magia. Un día me subí al carro del lechero, quien me encontró entre los tachos dos cuadras después y como corresponde me devolvió a mi casa. Ni contar la réplica de mi madre.
También era la defensora oficial de mi hermano; a pesar de que era cinco años mayor que yo, ejercía justicia. Cuando sus amigos lo molestaban, usaba los tomates feos que tiraba el verdulero en la calle para arrojárselos sobre las blancas e impecables camisas.
Una vez, fui en busca de una pata enorme de una mesa de madera desarmada que había en mi casa para defender a mi hermano en una pelea. El amigo salió corriendo pidiéndole auxilio a mi mamá y otra vez vino la réplica de mi madre.
Al final de la tarde, todos juntos nenas y varones terminábamos merendando en el pasillo de mi casa, que era el lugar de picnic y campamentos. Eso sí, sin rencores. Éramos un grupo maravilloso.
Así, transcurrió mi infancia muy, muy feliz hasta los doce o trece años, cuando me di cuenta y pude ver o tomé conciencia de que tenía un padre alcohólico y mi vida cambió para siempre. A lo mejor en algún momento puedo escribir sobre él.



Varios caminos


Carmen Gastaldi

 “¿quién soy, como soy, hacia dónde voy?

Tal vez, porque de pequeña mi papá solía regalarme libros de cuentos o para colorear o cuadernos con lápices y pinturitas… tal vez, porque una de las puertas de mi casa lucía como un pizarrón y yo y mis tizas la llenábamos con jeroglíficos y dibujos “rupestres”. Tal vez, porque tenía un borrador verdadero… tal vez, porque a pesar de ser la más chica de cuatro primos, la maestra siempre era yo.
A los cuatro años empezó mi tránsito por la escuela, por supuesto en preescolar. ¡Cuántos preparativos!, ¡qué largos fueron esos días!, hasta que por fin llegó mi primer día de clase. Recuerdo mi emoción de ese momento. Tomada de la mano de mamá, subimos los cinco escalones de la entrada y, allí, un aroma especial, para mí, me invadió de tal manera que aún perdura en mi recuerdo.
A partir de allí y a lo largo de siete años concurrí a esa escuela, la Nº 56 “Almafuerte” (Pedro Bonifacio Palacio). Su hall de entrada, sus salones, las galerías, las escaleras, el patio con seis jacarandás, ¡todo era bello para mí!
Nunca manifesté fastidio por ir a la escuela; por el contrario, el día que, por cualquier motivo, no iba, de pequeña lloraba con la nariz pegada al vidrio de la ventana del balcón de casa, por donde veía a los niños transitar a la hora de entrada y de salida de la escuela.
Ir y permanecer en la escuela era una actividad que me hacía sentir feliz y satisfecha.
¿Vocación? ¿De tan niña?
Sé que quería ser maestra. Dice un refrán que “querer es poder”; pero a veces no se cumple y eso me pasó a mí, gracias a mi maestra.
La señorita María del Carmen, que fue mi seño de cuarto a sexto grado, habló con mamá y la convenció de que “había muchas maestras, que Carmencita era una nena muy capaz y que era mejor que estudiara comercio, donde se ganaba más y había más posibilidades laborales”.
Así fue como, a pesar mío, fui al comercial “Urquiza,” pero con mis ojos puestos en el “Normal”. ¿No supe ni me permitieron pelear por mi vocación?
Durante mi secundaria concurría a estudiar y a retirar materiales a la Biblioteca Constancio Vigil, que recientemente había inaugurado su nuevo edificio. Allí, me reencontré con el mismo aroma. Recorría las estanterías buscando material y, cada tanto, respiraba hondo.
 Ya terminando la secundaria, en uno de esos recorridos sentí que ese sería mi lugar de trabajo y así fue. Empecé la carrera y, un año antes de terminarla, ya estaba trabajando allí, en la administración y luego de concursar pasé a formar parte del personal de la biblioteca. Me sentía realizada y muy, muy feliz.
Pasaron quince años y a partir del último golpe de estado, comenzaron a despedir gente hasta que en marzo de 1981 bajaron las persianas de la biblioteca y quedé sin trabajo.
Una compañera, que ya trabajaba en la Provincia, pedía traslado a otra escuela me avisó, fui y quedé como interina en la escuela número 92 “Aristóbulo del Valle”. Nuevamente entre papeles, libros y, lo más importante para mí, ¡niños!
En 1980, después de diez años, la Provincia llama a concurso para cubrir cargos de bibliotecarios. Por supuesto que me inscribí, con varios problemas “al hombro”. Mis dos nenas en primaria, mi esposo con varios meses sin trabajo y, ahora, tenía que agregarle tiempo al estudio.
Concursamos. El concurso fue de “Antecedentes y Oposición”. Mis antecedentes no contaban porque provenían del ámbito privado. Pero, gané ¡la oposición! Volví a respirar.
También volví a estar allí, en la escuela, en ese lugar que me brindaba tantas satisfacciones. Ya era titular, tomé decisiones, presenté proyectos y comencé a trabajar con los niños. Llené la biblioteca de chicos. Creé distintos talleres como, por ejemplo, de escritura, de narración, de cotidiáfonos, de lectura, técnicas de estudio con el reconocimiento de otras fuentes de consulta aparte del manual.
A pedido de un supervisor, con tres compañeras, realizamos un proyecto que incluía a la computadora 286, como la “herramienta vedete” para la localización de datos a través de un software especial llamado “Microisis”. Fuimos formadoras de formadores, pero esto merece otro relato.
Y volviendo a los refrenes, hay uno que dice “el tren pasa solo una vez”, pero yo digo que hay varias estaciones, solo hay que saber en cual subirse, ¿no?