Mónica Mancini
Era el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y ocho, estábamos
esperando el noventa y nueve y era una situación muy particular.
Éramos siete mujeres, solo mujeres… tres generaciones, la abuela, dos
hijas y las nietas, dos de cada una de sus vástagas.
La mesa era redonda y reinaba en el centro del
comedor. Estaba preparada para pasar la fiesta. El menú era especial: la
entrada de vitel toné, el pollo y la rusa como plato central, ensalada de frutas,
el helado, las nueces, el Mantecol, protagonista infaltable del acontecimiento,
y la botella de sidra.
Todas la rodeábamos. Cada una de nosotras vivía ese
día de una forma muy particular.
La mayor, la nona, había perdido a su compañero y a
muchos integrantes de su familia, lo que le ocasionaba el llanto compulsivo
llegadas las doc. Se acurrucaba en su silla, tomaba el rolly sec y se aprontaba para derramar las tradicionales lágrimas,
siempre vigentes, porque desde que en el cincuenta y ocho falleció su madre,
esto se repetía como una película que se rebobinaba una y otra vez.
Mi hermana se había separado recientemente, después
de más de veinte años de casada. Estaba debutando en la vida de “mujer sola”. Como
era su costumbre intentaba disimular la desazón haciendo chistes y siendo la
estrella del arte culinario, esforzándose en la preparación de la mesa, en los
detalles del menú, en atender a cada una de las comensales como si fueran
invitadas desconocidas. Ella brindaba la calidez del hogar, afianzaba la unión
y fortalecía la esencia de la familia.
En cambio, yo llevaba muchos años de divorciada y
me mantenía sola, manejaba muy bien esa situación. Si bien nunca me había
abandonado el dolor por no poder ofrecerle una familia consolidada a mis hijas,
era una maestra para disimular la angustia cuando cada año después de las doce
las chicas salían a festejar con sus amigas y partía sola a mi casa con el
deseo de que pasara rápido la noche y tranquilizarme cuando las niñas volvieran
sanas y salvas al hogar. Poseo la particularidad de adaptarme con facilidad a
las nuevas situaciones e intentaba hacerle creer a las otras las ventajas de
pasar las fiestas sin hombres. Por ejemplo, nadie hablaría de fútbol, tampoco
estarían pidiendo que le alcancen todo lo que se necesita para hacer un simple
“pollo asado”, no habría quien criticara la ropa elegida por las chicas para la
salida del año nuevo… la casa estaba mucho más ordenada, ya que no había ropa
desparramada en la habitación…
En fin, llegadas las 23.45, todas estaban casi convencidas
de que pasar las fiestas solas era una bendición y un buen presagio no solo
para el año que se aproximaba, sino también para toda la década venidera.
Las chicas eran las que mejor la pasaban. Estaban
más habituadas a las vicisitudes de sus madres y a las excentricidades de su
abuela. Actuaban como resignadas a vivir lo que viniera y tenían su cabeza en
la reunión con las amigas y/o novios y transitaban la fiesta como un trance que
duraba poco, que precedía a la verdadera diversión. Esperaban ansiosas las
doce, aguantaban unos minutos más para disimular la impaciencia de ponerse la
ropa de salir, pintarse y empezar a hacer llamaditos para concretar los
encuentros.
Todo transcurría normalmente. La escena era
perfecta, porque teníamos la capacidad para disimular lo que estaba pasando por
nuestro interior. Nos reíamos de la situación y asegurábamos que, a pesar de
ser la primera vez que estábamos solas, era una oportunidad para demostrar que
los hombres eran decorativos, entretenidos, pero de ninguna manera
indispensables…Todo bien, todo era alegría, buen humor y clima de fiesta hasta
que se hicieron las 23.55 y al unísono todas dijeron: “¡El brindis!¡el brindis!”.
Fresca y transpirada la botella de sidra aguardaba en el freezer, esperando ser
destapada y repartida en las copas, que también estaban correctamente distribuidas.
Cuando se situó en el centro de la mesa, todas la miramos, nos miramos,
suspiramos y apareció el interrogante que nadie quería ser la primera en
expresarlo, hasta que se soltó una carcajada y un grito desesperado: “¡¿Quién
la abre?!”. ¡Qué sentimiento de desolación! La abuela rompió en llanto: “¡Ay,
por qué me habrá abandonado mi Carlos!”. Nosotras, las hijas miramos a un lado
y a otro y comprobamos que ya no teníamos un compañero al que le ofreceríamos
la botella, como un gesto que formaba parte de la rutina de la pareja. No vimos
nadie. Las chicas hicieron su gesto habitual de “nosotras no sabemos”.
Yo, que llevaba más años experimentando esta
situación de tener que resolver lo que se viene cuando no hay un masculino
habilitado al lado, respiré hondo y tomé la botella, busqué un repasador grueso
para no lastimarme las manos con los alambrecitos, la apreté entre mis piernas,
la aferré por el cuello y en mi imaginación apareció la figura del que me había
dejado sola en este brete, con fuerza e ímpetu, apreté y giré, apreté y giré; y,
así, con una terrible presión, el corcho emprendió su vuelo, breve, triunfal,
con un sonido liberador. Las copas se llenaron burbujeantes y todas con ansiedad
las chocamos, pero esta vez, no fue “¡feliz Año Nuevo!” lo que dijimos, entre
el sonido límpido de los cristales se escuchó un “¡Viva la emancipación
femenina!”.