Adriana Tommasi
Las fiestas
escolares han sido siempre acontecimientos muy especiales, propios de las
escuelas e institutos, que acontecen durante nuestra infancia. Luego, ya en la
adolescencia, en la escuela secundaria dejan de tener ese particular encanto de
brindar conocimiento y amor a la Patria. Digo esto, porque siempre las recuerdo
y mis ojos deambulan buscando algún recodo de la memoria que logre recordarme
alguna de ellas.
Sí, fue cuando
tenía nueve años y festejábamos el 25 de mayo de 1810, fecha emblemática para
nuestro país. En aquel momento, la señorita era una joven reemplazante y eso
nos había dejado a la intemperie. Nuestra maestra titular, la señora María
Teniente de Serrano, era severa, pero nosotros la queríamos y la respetábamos
porque tenía un dejo de ternura hasta cuando nos retaba. Cada vez que pienso en
ella recuerdo los boletines de calificaciones que rezaban así: “Adrianita, sos
muy aplicada y has trabajado muy bien, sigue así, tu maestra. María Teniente”.
Cuando todos los
fines de mes llegaba con el boletín para que mi padre lo firmara me decía con
una sonrisa: “Sigue así, tu maestra, María Teniente”. Yo lo miraba con una gran
sonrisa y me daba un abrazo y un beso.
Bueno, dicho esto
vuelvo a aquel lejano 25 de mayo en el que habíamos preparado una escena ambientada
en esa época. La reemplazante era muy creativa, pero tenía por delante un gran
desafío puesto que nuestro grado era muy numeroso, mixto y con varones bastante
revoltosos. Teníamos que representar una calle del Buenos Aires colonial, la sala
del Cabildo y otra con gente donde se bailaba el minué y el pericón nacional.
A esa altura de mi
vida debo admitir que la propuesta se presentaba muy interesante, pero
demasiada ambiciosa para niños de tan corta edad. En esa mezcla de cosas lo
mejor fueron los ensayos durante los cuales aprovechábamos para jugar. Provocábamos
menudos escándalos, puesto que corríamos, jugábamos a las escondidas y hacíamos
todo tipo de trapisondas. Pensar que todo pasó como los ríos que corren, pero
que nunca vuelven a su origen. El tiempo se fue llevando muchas cosas, pero a
mí me dejó lo mejor que los hombres pueden atesorar: los amigos y las
complicidades. El tiempo cumplió su oficio, fue reloj de cristal tejiendo en la
pródiga tierra de la memoria.
Bien, había
llegado el día de la puesta en escena luego de tanto entrenamiento y estábamos
excitados. Teníamos que vestirnos detrás de un precario decorado. A mí me había
tocado representar a una señora de la época con un traje largo con miriñaque,
peinetón y peluca con bucles. Estaba feliz luciendo ese vestido con puntillas y
volados, me sentía una dama antigua abanicándome constantemente. La maestra de
música me había indicado que tendría que dirigirme al rincón de la sala donde
estaba el piano para que ella lo ejecutara y todo entonáramos las estrofas del
Himno Nacional Argentino. Me creía Mariquita Sánchez de Thompson de tan
posesionada que estaba. Los chicos vestidos con fracs, los vendedores
ambulantes y la gente en general tendrían que gritar varias veces: “¡Viva la Patria!”.
En otro cuadro
estaba la calle con sus vendedores ambulantes, el aguatero, el vendedor de velas
y a mi amiga Alicia la habían pintado toda la cara de negro con un corcho
quemado, porque ella era la negrita pastelera. Ella no quería representar ese
papel y menos cuando se vio desfigurada con la pintura y más desfigurada aún de
tanto llorar.
Ahora que pienso
en esas escenas y me parecen un poco crueles, puesto que su ropaje era andrajoso
y desprolijo. Los adultos no tomaban mucha conciencia de los hechos puesto que
estaban construyendo una división social insoslayable.
También estaba el
vendedor de velas, el escobero y el aguatero, es decir, todo aquello que
convocaba a la sociedad porteña.
Habíamos
constituido un típico cuadro colonial y antes de poner la obra en
funcionamiento, de la cual estábamos orgullosos, hicimos un repaso no sin antes
recordar algunos inconvenientes no deseados como por ejemplo el episodio de
José Luis, que llevaba bidones de terracota y estos habían chocado con la pared
en consecuencia inundó el piso y él se empapó. En otra oportunidad Jorge
comenzó a correr con Oscar, alias Cotola, y este cayó desde el escenario, que
era alto, al piso y se dio un porrazo fenomenal con chichones por todos lados y
asistencia médica de por medio. Yo también tuve mis inconvenientes, puesto que
los alambres del miriñaque se salieron de lugar y dos de ellos me pincharon la
panza y la pierna derecha sin grandes consecuencias, pero con bastante dolor.
Alicia se desquitó luego con los pasteles y empanadas, ya que antes de la
fiesta se había comido la mitad de la canasta que portaba y solo quedaban dos
pasteles y dos empanadas.
Un episodio que
solía poner furiosa a la seño era
cuando teníamos que entonar el Himno y los chicos chiflaban o silbaban y se
producía un gran alboroto.
Lo cierto es que
había llegado el día y el acto salió bastante bien. Estaban los familiares de
los chicos que actuaban y que querían ubicarse en las primeras filas para sacar
fotografías a sus hijos, sobrinos y nietos. Hubo un solo hecho desagradable y
fue cuando dos de los participantes que oficiaban de patriotas salieron
corriendo hacia el patio junto con una de las damas antiguas y se negaron a participar
porque tenían vergüenza.
Hoy, veo aquello
tan distante que se me sobrecoge el corazón, porque a pesar de nuestras
pillerías queríamos a nuestra escuela y a nuestra Patria. Todo fue un juego sin
que tuviéramos mucha idea de lo que ello significaba, pero con el compromiso
grupal de que poníamos el cuerpo y el alma en un trabajo colectivo que nos
obligó con la memoria y la imaginación a sentir un gran compromiso hacia
nuestra tierra que aún perdura en nuestras vidas y ha dejado huellas
significativas en nuestra personalidad.