martes, 25 de junio de 2019

La fiesta del 25 de mayo en mi escuela


Adriana Tommasi

Las fiestas escolares han sido siempre acontecimientos muy especiales, propios de las escuelas e institutos, que acontecen durante nuestra infancia. Luego, ya en la adolescencia, en la escuela secundaria dejan de tener ese particular encanto de brindar conocimiento y amor a la Patria. Digo esto, porque siempre las recuerdo y mis ojos deambulan buscando algún recodo de la memoria que logre recordarme alguna de ellas.
Sí, fue cuando tenía nueve años y festejábamos el 25 de mayo de 1810, fecha emblemática para nuestro país. En aquel momento, la señorita era una joven reemplazante y eso nos había dejado a la intemperie. Nuestra maestra titular, la señora María Teniente de Serrano, era severa, pero nosotros la queríamos y la respetábamos porque tenía un dejo de ternura hasta cuando nos retaba. Cada vez que pienso en ella recuerdo los boletines de calificaciones que rezaban así: “Adrianita, sos muy aplicada y has trabajado muy bien, sigue así, tu maestra. María Teniente”.
Cuando todos los fines de mes llegaba con el boletín para que mi padre lo firmara me decía con una sonrisa: “Sigue así, tu maestra, María Teniente”. Yo lo miraba con una gran sonrisa y me daba un abrazo y un beso.
Bueno, dicho esto vuelvo a aquel lejano 25 de mayo en el que habíamos preparado una escena ambientada en esa época. La reemplazante era muy creativa, pero tenía por delante un gran desafío puesto que nuestro grado era muy numeroso, mixto y con varones bastante revoltosos. Teníamos que representar una calle del Buenos Aires colonial, la sala del Cabildo y otra con gente donde se bailaba el minué y el pericón nacional.
A esa altura de mi vida debo admitir que la propuesta se presentaba muy interesante, pero demasiada ambiciosa para niños de tan corta edad. En esa mezcla de cosas lo mejor fueron los ensayos durante los cuales aprovechábamos para jugar. Provocábamos menudos escándalos, puesto que corríamos, jugábamos a las escondidas y hacíamos todo tipo de trapisondas. Pensar que todo pasó como los ríos que corren, pero que nunca vuelven a su origen. El tiempo se fue llevando muchas cosas, pero a mí me dejó lo mejor que los hombres pueden atesorar: los amigos y las complicidades. El tiempo cumplió su oficio, fue reloj de cristal tejiendo en la pródiga tierra de la memoria.
Bien, había llegado el día de la puesta en escena luego de tanto entrenamiento y estábamos excitados. Teníamos que vestirnos detrás de un precario decorado. A mí me había tocado representar a una señora de la época con un traje largo con miriñaque, peinetón y peluca con bucles. Estaba feliz luciendo ese vestido con puntillas y volados, me sentía una dama antigua abanicándome constantemente. La maestra de música me había indicado que tendría que dirigirme al rincón de la sala donde estaba el piano para que ella lo ejecutara y todo entonáramos las estrofas del Himno Nacional Argentino. Me creía Mariquita Sánchez de Thompson de tan posesionada que estaba. Los chicos vestidos con fracs, los vendedores ambulantes y la gente en general tendrían que gritar varias veces: “¡Viva la Patria!”.
En otro cuadro estaba la calle con sus vendedores ambulantes, el aguatero, el vendedor de velas y a mi amiga Alicia la habían pintado toda la cara de negro con un corcho quemado, porque ella era la negrita pastelera. Ella no quería representar ese papel y menos cuando se vio desfigurada con la pintura y más desfigurada aún de tanto llorar.
Ahora que pienso en esas escenas y me parecen un poco crueles, puesto que su ropaje era andrajoso y desprolijo. Los adultos no tomaban mucha conciencia de los hechos puesto que estaban construyendo una división social insoslayable.
También estaba el vendedor de velas, el escobero y el aguatero, es decir, todo aquello que convocaba a la sociedad porteña.
Habíamos constituido un típico cuadro colonial y antes de poner la obra en funcionamiento, de la cual estábamos orgullosos, hicimos un repaso no sin antes recordar algunos inconvenientes no deseados como por ejemplo el episodio de José Luis, que llevaba bidones de terracota y estos habían chocado con la pared en consecuencia inundó el piso y él se empapó. En otra oportunidad Jorge comenzó a correr con Oscar, alias Cotola, y este cayó desde el escenario, que era alto, al piso y se dio un porrazo fenomenal con chichones por todos lados y asistencia médica de por medio. Yo también tuve mis inconvenientes, puesto que los alambres del miriñaque se salieron de lugar y dos de ellos me pincharon la panza y la pierna derecha sin grandes consecuencias, pero con bastante dolor. Alicia se desquitó luego con los pasteles y empanadas, ya que antes de la fiesta se había comido la mitad de la canasta que portaba y solo quedaban dos pasteles y dos empanadas.
Un episodio que solía poner furiosa a la seño era cuando teníamos que entonar el Himno y los chicos chiflaban o silbaban y se producía un gran alboroto.
Lo cierto es que había llegado el día y el acto salió bastante bien. Estaban los familiares de los chicos que actuaban y que querían ubicarse en las primeras filas para sacar fotografías a sus hijos, sobrinos y nietos. Hubo un solo hecho desagradable y fue cuando dos de los participantes que oficiaban de patriotas salieron corriendo hacia el patio junto con una de las damas antiguas y se negaron a participar porque tenían vergüenza.
Hoy, veo aquello tan distante que se me sobrecoge el corazón, porque a pesar de nuestras pillerías queríamos a nuestra escuela y a nuestra Patria. Todo fue un juego sin que tuviéramos mucha idea de lo que ello significaba, pero con el compromiso grupal de que poníamos el cuerpo y el alma en un trabajo colectivo que nos obligó con la memoria y la imaginación a sentir un gran compromiso hacia nuestra tierra que aún perdura en nuestras vidas y ha dejado huellas significativas en nuestra personalidad.                 

Poco antes de que den las diez


Patricia Pérez

“Te levantarás despacio
poco antes de que den las diez
y te alisarás el pelo
que con mis dedos deshilé”
Joan Manuel Serrat, “Poco antes de que den las diez”

Las campanadas del antiguo reloj están sonando. Son las 21.30.
Con los zapatos de plataforma de corcho subo las escaleras y saludo.
La cena me espera.
La rutina diaria de la facultad era cursar y volver temprano.
Era época de cambios. El país estaba convulsionado.
La señora María Estela Martínez asume la presidencia tras la muerte de su marido, Juan Domingo Perón, el 1° de julio de 1974.
La vuelta de la facultad tenía que ser temprano o acompañada por alguien.
Así, transcurría mi vida de estudiante, que abría sus ojos a un mundo nuevo de política y amores.
Estudiar en grupo y tratar de rendir las materias era la meta.
Cada examen era un mundo a conquistar. Y llegó ese día.
Aún recuerdo como estaba vestida: jean celeste, remera al tono y los infaltables aros cubanos; y el cabello lacio porque me había hecho “la toca”.
La materia era Organización de empresas. Siempre me pregunté qué tenía que ver con la carrera de Comunicación Social, que estaba estudiando.
Parados en el hall, esperando ser llamados los alumnos que rendíamos, sentí la mirada clavada en mí.
No lo conocía, no era un alumno regular.
Sus ojos penetrantes me hicieron sentir incómoda.
Luego de rendir la materia, nos presentamos.
Así, empezó todo. Amor desbocado, la pasión y vivir como si fuera la última vez.
Las salidas eran continuas y mis padres comenzaron a inquietarse: “Vení temprano, no andes por la calle, es peligroso”.
Pero ese no era el motivo.
Algo ocultaba la estudiante obediente del colegio de monjas.
Era el amor que comenzaba con mucha pasión, el amor que perdura a través de 44 años, pero que en ese momento era prohibido y lujurioso.
Saludo, me sirven la cena. Ya mis viejos están tranquilos.
“La niña duerme en casa
y en un reloj darán las diez “

Retazos de mi infancia

Ana María Rugari

Si bien hice mi educación en la escuela pública, recuerdo un acto de Fin de Año del Jardín de Infantes, que comenzaba con un pasaje en la vida de Jesús.
Siempre fui la más alta del curso y, por lo tanto, me dieron el papel de José, el carpintero. Tenía el cabello largo y muy oscuro, y mamá me hizo un delantal marrón que llegaba al suelo. En una mano debía sostener un martillo, pero era muy pesado, así que lo tenía con las dos. La maestra quería que tomara un listón de madera, pero yo no podía, porque debía agarrar el martillo. Ahora que lo pienso, las manos de una niña son muy pequeñas, ella no se daba cuenta y me recriminaba desde atrás del telón.
A la Virgen la hacía una compañera preciosa con cabello rubio y con un velo celeste, y el Niño era un muñeco que estaba en una cuna de madera.
No actuábamos mucho, solo la Virgen debía tomar al Niño y acunarlo y yo darle con el martillo a unas maderas. Tuvimos reconocimiento del público, que nos aplaudió. Salió la maestra para recibir los aplausos y, en ese momento, yo dejé el martillo sobre la mesa y esta se cayó. El ruido fue tremendo.
Desgraciadamente, al año siguiente tuve la misma maestra, pues yo solo contaba con cuatro años cumplidos en agosto. 
Aún hoy tengo presente su nombre y figura y me traen muy malos recuerdos...

Cuatro historias y tres réplicas


Patricia Pérez

Corría el año 1976. Militares y subversión. Yo en mi mundo amor desenfrenado y la decisión del casamiento, porque venía Paula.
Paula, Paulita para los abuelos.
Casamiento y luego llega “la rubia más linda del barrio”, la que sería una gran compañera en la vida.
Paula es mi primera hija y es una luchadora. Es mi apoyo fundamental, cuando comencé con la empresa, y la hermana mayor haciendo de madre con sus hermanos más chicos.
Inteligente, de carácter fuerte, pero con un corazón henchido de amor por su familia y los demás.
Tuvo su mejor recompensa, poder ser mamá a los treinta y nueve años, después de varios intentos.
Nació Juan Ignacio, Juani para nosotros, mezcla de amor incondicional y torbellino.
1979. Asume Margaret Thatcher, la dama de hierro. Sony saca su primer watman y en Argentina, la embajada de los Estados Unidos documenta gran cantidad de archivos de desapariciones producidas por la dictadura militar.
Enero de 1979. Entre el calor y unas buenas cervezas fue concebido Sebastián, Seba para los amigos.
El 17 de octubre vino al mundo el primer varón de la familia.
“Nació Juan Domingo”, le bromeamos a mi suegro.
No supimos que sexo tenía hasta que nació, porque nuestra idea era sorprendernos, como lo habíamos hecho anteriormente.
Seba es el hijo varón, que comenzó con las charlas de fútbol con su papá. El que quiso cambiar de cuadro de fútbol, porque sus compañeros de escuela lo cargaban. El calavera a quien le gustaban tanto las mujeres y que muere por una de ellas: Morena, su hija, la dulce More que vive pensando en hacer dibujitos a su papá.
1981. El plan económico de Martínez de Hoz se derrumba ganado la inflación.
Muere Ricardo Balbín.
Sebastián, el bebé simpático de la familia, cambia de carácter. Se pone caprichoso.
No sabíamos qué le pasaba y es que nos estaba anunciando que venía otro integrante.
El 21 de octubre llega a nuestra vida el tercer hijo de la pareja.
Nace Martín. El larguirucho, flaquito y largo tuvo que pasar sus primeros días en la incubadora.
El sinvergüenza de la familia, que conoció todos los hospitales, porque siempre se accidentaba. El que pellizcaba a su hermano y éste se la devolvía y cobraba.
Tin, el jugador de fútbol habilidoso, el de los amores adolescentes que le regalaron lo más precioso de la vida: Naiara, mi primer amor de abuela, mi hermosa nieta que siguió la vocación de la danza árabe.
Pasaron los años, los chicos crecieron.
1987. Presidencia de Raúl Alfonsín. Elecciones legislativas.
Los chicos en edad escolar. Yo era joven aún y decido terminar mi carrera de Comunicación Social. Faltaban pocas materias. Pero, ¡oh, sorpresa!, venía Ignacio. ¡Sorpresa y media!
Otra vez a comprar cochecito, butaca y a lavar pañales. Sí, a lavar pañales, porque los descartables eran para ir al médico o para alguna salida. En esa época eran un lujo.
El 18 de diciembre llorando y con mucho hambre, nació Ignacio.
El pequeño gigante de la familia, que vino para cambiar los horarios y las costumbres. La hermana mayor se adueñó del bebé como su mamá. Nachito creció imitando a sus hermanos con la pelota abajo del brazo. Se hizo hombre entre escuela técnica y el fútbol.
Tiene una dulzura especial. Está en pareja y aún no tuvo hijos.
Mi vida disfruta de estas cuatro historias y sus réplicas, que cambiaron mi manera de ver las cosas.
No existe el mundo sin ellos.

Mi primer baile


Ángela De Leonardi



Yo tenía trece años, cuando una compañera de la escuela primaria, que vivía a la vuelta de mi casa, me invitó a su cumpleaños, en el cual se haría un baile e iban a concurrir chicas y chicos del colegio.

Hacía casi un año que no nos veíamos; mi emoción era inmensa, era la primera vez que yo iba a ir a un baile.

Mis padres nunca me habían dejado ir a los bailecitos de la escuela, ni a los picnis, ni al viaje de estudios. Ellos consideraban que no tenía edad para tales eventos, esto inculcado por mi madre que siempre tenía miedo a todo lo que pudiera pasarme.

Pero esta vez habían aceptado, porque era cerca de casa, conocían a la familia, y ya no podían con mi rebeldía y mis ganas de conocer ese mundo tan maravilloso de la adolescencia.

Y allí fui, vestida con mi trajecito de príncipe de gales color marrón y una blusita de tela de batista bordada a mano, todo hecho por mi madre.

Grande fue la sorpresa al llegar. Mis compañeras lucían todas vestidos línea Jakie de colores, amarillo, rosa fucsia, celeste y verde agua; yo parecía una señora mayor con esa ropa que en mi casa pensaban estaba espléndida; pero eso no fue todo. Cuando empezó el baile, Norberto, un chico que siempre me había gustado, me sacó a bailar y yo no pude enganchar un paso. Lo pisé tantas veces, que después de la segunda canción, sin decirme nada me acompaño a mi silla.

La vergüenza exploto en mi cara roja como un pimiento, me temblaba el cuerpo de la rabia y tuve que hacer mucho esfuerzo por no llorar, y tomé la decisión: me fui de la fiesta. Corriendo llegué a mi casa, entré a la habitación donde dormían mis padres, prendí la luz y les grité todo lo que durante años mi boca había callado. Las palabras salían como aguas de un río turbulento y arrasaban con cualquier comentario que ellos intentaron hacer.

A la mañana siguiente mi viejo, siempre tan conciliador, me dijo: “Vos tenés próximo sábado el cumpleaños de Mercedes y vas a ir, tu madre te va a hacer un vestido del color y la forma que vos quieras; y durante todas las tardes, Rubén va a trabajar dos horas menos en el taller y te va a enseñar a bailar”.

Rubén, era empleado de mi padre y a las cinco de la tarde, de lunes a viernes, sonaba la música en el living de mi casa y, dejándome llevar por mi improvisado maestro, aprendí a bailar.

Mi primer baile, fue el día que con mi vestido tipo Jakie color celeste, entré al salón donde se hacia el cumple de Mercedes, y bailé toda la noche, feliz, segura de cada paso y sabiendo que esta era la primer batalla de tantas que les gane a mis viejos.

Una escuela para Clara



Nora Rotger



Clara tenía dos años cuando tuvimos su diagnóstico de autismo. Lo primero que indicó el neurólogo fue que asistiera a un jardín maternal con niños neurotípicos.

Así, fue por dos años a un jardín, donde con conductas de aislamiento y de intereses restringidos, pasó sin mayores problemas.

Al llegar a los cuatro años, la edad de jardín, no se me ocurrió otra cosa que inscribirla en la misma escuela donde habían concurrido sus tres hermanos mayores. Es una escuela privada, laica, muy reconocida de nuestra ciudad. Como yo siempre fui una buena “clienta”, que pagaba puntualmente las cuotas y las matrículas, no tuvieron ningún inconveniente en aceptarla, sin importar que no tenían ni idea de lo que era el autismo, la inclusión escolar ni las adaptaciones que ella necesitaría.

Clara empezó su jardín y, a la semana, me citaron a una reunión urgente, donde todo era quejas: “No responde consignas”, “no hace caso”, “no habla”, “no se relaciona”. ¿No sé qué parte de que Clara tiene autismo no habían entendido? Me pidieron una acompañante terapéutica de tiempo completo y así terminó el año.

Al momento de renovar la inscripción, por supuesto, me dijeron la ya consabida frase: “No estamos preparados para contener a Clara”. Me sugirieron para mi hija una escuela especial, contra la opinión de todos sus terapeutas.

Así fue como me encontré en el mes de noviembre, expulsada de esa gran familia de la escuela, que durante tantos años me supieron vender y ahora, que los necesitaba, me cerraban las puertas.

Recuerdo que salía por las mañanas, tal cual joven que busca un empleo, con un listado de escuelas y una carpeta con fotocopias con todos los informes terapéuticos de Clara. Visitaba colegios públicos, privados, laicos, religiosos, cercanos o lejanos, nada me importaba, yo solo quería una escuela para mi hija.

Se dieron hechos curiosos, como por ejemplo en un mismo día pasar por una escuela católica, una ortodoxa, y hasta una manejada por una iglesia evangélica, tal era mi desesperación, que yo no tenía otra pretensión que mi hija pudiera empezar su primer grado.

A todo esto, Clara ya sabía leer y escribir, estaba perfectamente alfabetizada, cosa que logró sola, con su computadora y su asombrosa memoria visual. A los tres años, leía y escribía perfectamente y así fue siempre, porque su problema es de conducta, no de aprendizaje. No encaja en los ámbitos considerados normales, llámese a esto, quedarse sentada demasiado tiempo, hacer o dejar de hacer actividades que no sean de su interés, y mucho menos seguir reglas de cortesía, como saludar o pedir permiso.

Yo entraba a las entrevistas, dejaba toda la documentación y salía con la promesa de un llamado que nunca llegaba.

Así lo seguí intentando hasta que un día ocurrió. Se abría un nuevo turno en una escuela y como había poca matrícula, se acordaron de mí, que por supuesto acepté inmediatamente; y así fue como mi hija, con amor, paciencia, pero sobre todo con empatía, terminó su séptimo grado, en una escuela común, rodeada de niños que la aceptaron tal cual es y la ayudaron a crecer como una más, feliz y rodeada de afecto, lo que sin duda se convirtió en su mejor medicina.

sábado, 22 de junio de 2019

Niñez

Noemí Peralta


Abuelita, si no tenían tele, ni compu, ni celu ¿qué hacían cuando eran niños?

Bueno, te cuento. Siempre estuve muy relacionada con la naturaleza, las plantas, los animales, los insectos y sobre todo nuestro hermoso cielo con su color azul-celeste de los días soleados; y con sus nubes, que cuando éramos chicos comparábamos con distintas formas.

Mi madre me transmitió su amor a la naturaleza en el cuidado de plantas y animales.

Mi padre el amor a la lectura, cosa que agradezco a ambos.

Cuando éramos niños cazábamos mariposas. Eran de bellos colores, pero no pensábamos mucho sobre el hecho de que, pobrecitas, las matábamos. Claro que esas hermosas mariposas antes habían sido gusanos que se comían las plantas. Ahora, con tantos pesticidas que se usan para proteger las cosechas, ya no se ven tantas.

Otros bichitos, que también llamaba nuestra atención eran las luciérnagas o bichitos de luz, que se podían observar en las noches calurosas de verano como puntitos brillantes que volaban en la oscuridad.

Las recogíamos y poníamos en frascos transparentes y sus lucecitas eran intermitentes; aunque algunos chicos eran insensibles y aplastaban la parte brillante sobre el dedo anular simulando un anillo que brillaba, pues era una sustancia que quedaba pegada al dedo y este brillaba.

También nos gustaban las mariquitas o vaquitas de San Antonio. Juntábamos algunas para verlas desplazarse sobre las plantas y de pronto verlas volar. Eran de pintitas amarillas o blancas sobre fondo verde o rojo, muy bonitas y llamativas.

Entre nuestras investigaciones de la niñez también estaba la mantis religiosa o mamboretá, de un hermoso tono verde y le preguntábamos: “Mamboretá, ¿dónde está Dios?”. Así nos habían enseñado, porque la posición que tomaba de juntar las patitas delanteras nos parecía que señalaba al cielo y rezaba. ¡Cuánta inocencia infancia!

Un entretenimiento era ponerme panza abajo cerca de la entrada de un hormiguero y observar el ir y venir de las hormigas, con su carga hacia el hormiguero. No entendíamos cómo unos bichitos tan chiquitos podían cargar trozos de hojas más grande que ellos. Yo les solía poner algún obstáculo en la entrada y ver cómo se arreglaban para despejarla.

También observaba a las arañas, con sus hermosas telas de hilos entretejidos, aunque me producían un poco de temor.

Con un primo, igual de arriesgado y travieso como yo, juntábamos el extremo tierno de una planta de caña, que al soplarlo producía un ruido como el de las alas de una mosca que se hubiera atrapado en la tela, y tocábamos suavemente la tela para que esta se moviera. Entonces, la araña salía rápidamente de su escondrijo de la pared y podíamos verla cómo era. Eso nos alegraba.

En esa época no teníamos celulares, computadoras ni siquiera televisores, así que buscábamos todo lo que nos brindaba la naturaleza.

Teníamos también, para los días de lluvia o frío en que no podíamos estar en el fondo de la casa, los juegos de mesa, los naipes, las damas, el ajedrez, el estanciero, el cerebro mágico (que funcionaba a pilas), el ta-te-ti y estoy segura de que olvido algún otro.

Los juegos compartidos al aire libre, la rayuela la popa la escondida, etc...

Vivíamos en una calle poco concurrida por el tráfico, así que podíamos patinar, andar en bicicleta, triciclo, autito a pedal, monopatín con manubrio y patinetas.

Se podía jugar a la pelota o a la guerra y cruzarse de una vereda a otra sin ningún peligro.

Otro entretenimiento era leer, los libros que nos daba mi padre, de aventuras, cuentos y nos encantaban las revistas de los fines de semana que traía el diariero: “Patoruzú”, “Patoruzito”, “Billiken”, etcétera.

Teníamos la posibilidad de escuchar música de discos de pasta y también cuentos narrados como actuaciones que nos encantaban.

Podíamos ir al cine, al teatro y al circo, si había alguno en la ciudad. También podíamos ir a la playa de la Florida y disfrutar de la arena y nadar en el agua. Solíamos ir seguido al parque y también al Parque de diversiones donde me impresionaba mucho el tren fantasma. Creo que no podíamos pedir más.

¿Qué te parece?


jueves, 20 de junio de 2019

La danza de las flores

Ángela De Leonardi

Nací en un barrio de calles de tierra y zanjas en las veredas, donde jugar y bailar fue el leiv motiv de mi infancia.
Éramos una barra de chicos y chicas de mi edad y más grandes, donde siempre había algo que festejar. Jugábamos al carnaval durante las tardes y a la noche armábamos murgas e íbamos por la cuadra cantando y bailando. Recuerdo las fogatas de San Pedro y San Pablo, los camotes y papas asados en las zanjas secas; cazar bichitos de luz en las noches de verano y también en esas noches, yo bailaba bajo el foco de la luz de la calle al ritmo de “Doce cascabeles”, mientras los pibes hacían la música con peines y papel de celofán. Fue una infancia mágica, nosotros creábamos la magia con nuestra inventiva y las ganas de vivir.
Mi viejo tenía un taller de aparado de calzado al fondo de mi casa. Hijo de gringos, le encantaba el tango y la música clásica. Teníamos un long play de “El Cascanueces” de Tchaikovsky y, durante las noches de verano, sacábamos el tocadiscos a la vereda y nos reuníamos con los vecinos a escuchar música.
A mí me encantaba “El Cascanueces”, sobre todo “La danza de las flores”, y yo lo bailaba a mi manera cuando estaba sola encerrada en el living de mi casa.
Cuando mi nona venia de visita, mi viejo ponía esa música y yo le bailaba a ella. También él me pedía que imitara a Luis Sandrini y yo hacia todo eso, que había visto en las películas y que sabía que hacía reír a los mayores. Y mi nona siempre decía lo mismo: “José, esta e una artiste, mandala a una scuola di baile”. Y mi vieja siempre contestaba lo mismo: “No, eso no es para ella, come poco, es muy flaca y siempre se enferma por cualquier cosa”.
Yo seguía bailando cada vez que se podía con la esperanza de que un día mi vieja dijera que sí. Y se dio, así sin pensarlo, que las chicas mayores organizaron un festival para juntar fondos no se para qué cosa, en el club de mi cuadra, por aquel entonces el Club Yugoeslavo. Participamos todos los chicos, se hizo una obra de Caperucita Roja y como fin de fiestas, ¡bailamos la danza de las flores! 
Fue tal mi emoción que el día del festival, me enfermé. Sí, me enfermé y tuvieron que llevarme al médico esa mañana, me recetaron dieta líquida y reposo; pero después de mucho llorar e implorar que me dejaran actuar debilucha como estaba, subí al escenario e hice mi mejor actuación de “La danza de las flores”.

martes, 18 de junio de 2019

Marcha forzada


Susana Olivera

Uno, dos, tres, cuatro. Uno dos tres cuatro. Marcha más rápida. Unodostrescuatro. Más rápido. Pablo, querido Pablo. Cuarenta minutos de marcha rápida. Me decís que no es necesario trote o carrera. Marcha rápida. ¡Cuarenta minutos!
Izquierdo, derecho, izquierdo. Izquierdo, izquierdo. Izquierdo, derecho izquierdo. ¿Cuánto hace que estoy marchando? Diez minutos. ¿Nada más? Y siento que el corazón se me sale por la boca… Izquierdo, izquierdo. Izquierdo, derecho izquierdo.
Así, trotábamos en el patio de la primaria, porque en nuestro patio, el de la secundaria, había árboles y era más chico… allí por 1958 o 59. No sé. Pero entonces no me costaba. ¡Y eran las ocho de la mañana con temperatura bajo cero! Estoy perdiendo ritmo, Pablo. Tengo que parar. Tengo que parar. ¿Qué es importante la continuidad? No parar. No parar. Bajar la velocidad. ¡Ya la bajé! ¿Qué te pensás Pablo? “La garra de los años…” Tendrías que conocerla como yo la conozco. La garra de los años. ¿Quién usó esa expresión? Algún escritor; y yo la estoy usando para que la conozcas, Pablo. Los años. La garra de los años. ¿Cuántos años? ¿A quién le importa cuántos? No a vos, Pablo.
Izquier…Izquier… y la profesora marcaba el ritmo con un tambor… ¡Trote! ¡Rápido, más rápido… el tam tam ensordecía! Más rápido, tam tam tam tam… La garra de los años… Ya sé. Tiene que ser así.
Usábamos rompeviento blanco, finito… no abrigaba nada porque no era de lana, bombachudo negro y pollera pantalón. Pero solo para calle. Cuando hacíamos gimnasia había que quedarse con el bombachudo solo. Y frío, hacía frío.
¿Serán ya veinte minutos? Porque a los veinte minutos pego la vuela. No. No. Solo pasaron quince minutos… No puede ser. Este reloj anda mal. Veinte minutos de ida y veinte de vuelta y allí están los cuarenta. Y me meto bajo una ducha calentita…
Sigue el tam tam. Izquier, izquier... Después de la carrera, hacíamos equilibrio en la barra. Era más liviano. Nada de carrera. Vamos, uno dos tres cuatro que no hay que parar…
Pablo, ¿no me podés recetar algún medicamento para ayudar a la capacidad pulmonar? Solo esta marcha. Decís que los medicamentos no sirven, que solo hay que mantenerse en estado. ¿A quién le importa mantenerse en estado? Uno… dos…tres…cuatro. Casi voy caminando. Allá veo un banco. Llego y me siento. Y Pablo, te quiero, pero esto es una tortura. Me siento en cuanto llegue al banco. No me importa si hay algún tipo sentado. Sí, hay un tipo sentado. Y no se mueve, ja, ja… Le pido permiso y me siento. ¿A quién le importa si no se hicieron los veinte minutos y quién dice que no puedo parar? Vos decís Pablo que no tengo que parar. El tipo está con las piernas cruzadas y no se mueve. ¿Le dirá su médico que tiene que marchar cuarenta minutos tres veces por semana? Y al pobre hombre se le acabó la marcha. Se sentó con las piernas cruzadas. Apoyó el brazo sobre el respaldo del banco. ¡Qué canchero! Como a mí que también se me acaba la marcha. No está la profe con su tam tam para marcar el ritmo. Una preguntita… Pablo, querido Pablo ¿vos marchás cuarenta minutos tres veces por semana? Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago. Pablo muy compuesto, muy pulcro con su delantal blanco y corbata… Médico neumonólogo. “Hay que mantenerse en estado”. ¿Estado de qué? De agotamiento. Llego al banco y me siento y no le pido permiso al tipo que está sentado con las piernas cruzadas. No es el dueño del banco. Tengo la solución, Pablo. Cambio de médico. ¿Qué hace más de diez años que sos mi médico? Y a mí qué. Médico, médico, médico…jaaa. Así voy más despacio.
Uno, dos, tres, cuatro. Izquierdo, izquierdo, derecho, izquierdo. Me caí de la barra en la escuela ese día que estaba bajo cero y eran las ocho de la mañana. Me hice un tajo gigantesco bajo la rodilla. Y no sangraba. Pero estaba la herida como una boca abierta. La Jefa de celadoras me llevó a la Dirección. No sangraba por el frío. En cuanto llegué allí, empezó a sangrar que parecía una catarata. Llamaron al médico. Ja ja… ¿Quién dice que la gimnasia es saludable? Cuando vaya a la próxima consulta te voy a contar esto, Pablo, lo del accidente… Me puedo accidentar con esta marcha que es tu receta sin recetario.
Ya se me salió el corazón por la boca y lo tengo en la mano. Tengo sed. Una sed… “Calatroni y Tacconi, el aperitivo del pueblo”. ¿Qué calle es está? ¿Wheelwright? ¿Rivadavia? No sé. Cambia de nombre según el tramo. Allí está el banco. Ya casi, casi, deben ser los veinte minutos. Me siento cinco, descanso y pego la vuelta. Y vos, querido Pablo, callate la boca.
Y el tipo sigue sin moverse. ¿No se acalambrará? Y ahí llego. Ahí llego. No hace veinte minutos que marcho, pero ¿a quién le importa? Me siento un momento y pego la vuelta.
¡Salute! No es un tipo el del banco: es una estatua. ¡Es la estatua de Olmedo! ¡De Olmedo! Sentado con las piernas cruzadas. No dice nada cuando me siento a su lado. ¿A quién le importa? ¿A quién le importa?



lunes, 17 de junio de 2019

Diexismo

Hugo Longhi

Quien comience leyendo por el título, no podrá reprimir un “¿qué?”. Confieso que la primera vez que escuché esa palabra me sonó a religión. Nada que ver. ¿O sí?
Voy a gastar una línea para hacer docencia. Diexismo viene de las siglas DX que, en inglés, suenan “di-ex”, donde D es distancia y X incógnita. De allí podríamos deducir que es sonido desconocido escuchado a la distancia. Ese es el principio básico. Solo el principio.
El diexismo es, en definitiva, un hobby, un pasatiempo, una actividad o una afición. No más que eso.
Y de todas las variantes del diexismo, la que más me atrapó fue la captación de las emisoras radiales internacionales, que transmiten desde lejanos puntos del planeta en diversos idiomas.
Para mí, todo se inició a mediados de julio de 1990. Yo había dejado de correr maratones y entonces me quedé con un espacio ocioso que no sabía cómo llenar. Fue casi de casualidad que una noche se me ocurrió correr una pequeña perilla que tenía el radiograbador, una que decía “SW”.
Para mi sorpresa empezaron a surgir voces. “Existen otras radios”, me dije. Al jugar con el dial y luego extender la antena, la emisión ganó en nitidez. No tardé mucho en corroborar que varias de esas voces eran en castellano. Sin dudas, estaba descubriendo algo nuevo. No sabía bien qué, pero despertó mi curiosidad como pocas veces había sucedido antes.
Luego, me di cuenta de que esas estaciones de radio anunciaban una dirección donde los oyentes podían escribirles, contarles desde dónde los escuchaban y en qué condiciones técnicas. Las voces provenían de países tan distantes como diferentes, por caso, Canadá, Corea, Rumanía, Cuba, Rusia, Vietnam y la lista sigue.
También leían mensajes de los radioescuchas. Al respecto, a las pocas semanas me encontré con el anuncio del nombre y el domicilio de una oyente de Rosario. No dudé en tomar nota y la contacté por carta, tal la usanza de entonces. Ella me respondió rápidamente invitándome a que fuera a conocerla personalmente.
Todo pintaba como una historia de amor, ¿verdad? Bueno, por ahora no. Una mañana, en el huequito horario que me quedaba en el trabajo para el almuerzo, me tomé el colectivo y fui a verla. La dirección era de un negocio y ella no estaba. Me recibió otra chica que después me enteraría que era su cuñada. También estaba un muchacho, obviamente el novio de quien yo buscaba. Ella arribó un poco más tarde.
Despojados ya del supuesto halo amoroso, diré que fue gracias a ellos, diexistas los tres, que aprendí detalles y pormenores de la actividad. A partir de allí mis avances fueron enormes e incontenibles. Una llama que a casi treinta años vista no se apagó; y, a través del intercambio, con las emisoras fui adquiriendo conocimiento sobre las costumbres, comidas, historia y música de sus países de origen. Era una ventana al mundo.
También iba recibiendo regalos, hermosos objetos típicos que fueron convirtiendo a mi casa en una mini Naciones Unidas. Eso se incrementaba en épocas en que organizaban concursos y lograba ganar premios interesantes. El mejor fue un viaje a China.
Pero lo más valioso, sin dudas, fue la parte humana. A través del diexismo me fue posible encontrar amigos que compartían mi misma locura. Hoy en día nos seguimos viendo y reuniendo periódicamente.
También el amor tuvo su capítulo. ¿Se acuerdan que eso había quedado inconcluso? Vino de otro lugar, pero gracias al DX. Conocí a la que sería mi esposa, que no vivía en la ciudad, a través de una radio de Gran Bretaña. Tan delirante como el hobby mismo. 
Finalizo aquí. No podría decir que el diexismo me cambió la vida, pero sí que le agregó matices. Y para los que hayan soportado todo este discurso, al menos incorporaron una nueva palabra a su diccionario personal.

sábado, 15 de junio de 2019

Mi abuela Rosa



Nora Rotger



El barrio era tranquilo, como todos los barrios en la época del año sesenta. A la tardecita, mi tía sacaba la mecedora a la vereda y justo debajo de un árbol se sentaba mi abuela Rosa.

No hacía calor ni frío. Era primavera, pero esas primaveras de antes, donde se olía en el ambiente el florecer de los árboles y se sentía el canto de los pájaros.

Pasaba, primero el churrero, con su corneta característica; luego, el heladero, en su moto con música, que llevaba solo tres o cuatro gustos, pero a nosotros nos alcanzaba para ser inmensamente dichosos.

Todos los vecinos se sentaban en la vereda hasta la hora de cenar, los adultos compartían mates y chismes del barrio. Los chicos andaban en bicicletas o triciclos, con la consigna de no llegar hasta la esquina o no ir cerca del cordón de la vereda; los adolescentes compartían charlas sentados en algún umbral alejado para que nadie escuchara sus aventuras secretas; y, entre todos, mi abuela.

La recuerdo siempre enferma, frágil, su cabello inmaculadamente blanco, sus anteojos redondos, su batón con bolsillos en los que siempre guardaba una golosina o una moneda para comprar el paquete de figuritas, que permitía ir completando el álbum del momento, sus pantuflas abrigadas. su quietud, su mansedumbre.

La abuela se quedaba horas en la vereda, mirando al vacío, recordando su vida dura, de haber quedado viuda con siete hijos chicos.

Vivió en la casa familiar con todos ellos, los que solo se iban cuando se casaban; y, así, de a uno, se fueron todos, todos menos la tía Elida. Ella tenía el mandato de cuidar a la abuela.

Era ella la que la atendía personalmente, hasta dormía con la abuela. Incluso, trabajaba de modista en la casa para no dejarla sola nunca. La tía Elida quedó soltera, solterona en esa época y, cuando la abuela murió, quedó sola.

El recuerdo de mi abuela no deja de conmoverme, porque cuando ella murió, tenía la misma edad que yo tengo ahora y en mi memoria guardo a una ancianita desvalida que no podía con sí misma, lo que me hace reflexionar que… no todo tiempo pasado fue mejor.

viernes, 14 de junio de 2019

Elena y las hojas de parra


Carmen Gastaldi

“Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero”
José Martí



En un relato anterior comenté que habían acudido a mí varios recuerdos, haciendo solo mención de ellos y mi reflexión fue que había mucho para contar de cada uno de los personajes que allí mencioné, dejando entrever que lo haría, pero más adelante.
 Entre esos recuerdos asoma la figura de Elena, amiga de mamá, que trabajaba en Picardo, una fábrica de cigarrillos, a una cuadra de casa. Su presencia entre nosotros era bastante asidua, por supuesto, para charlar con mi madre, pero también por un hermano de ella del cual estaba muy enamorada. Creo que él nunca “la vio”, a pesar de que Elena no pasaba desapercibida, pues era una bella muchacha, alta, de buen porte, de tez morena clara, ojos oscuros, muy bellos, pelo negro y una boca roja muy sensual y siempre sonriente. Pero para mi tío tenía un gran inconveniente: era judía.
En mi casa de Pichincha teníamos dos patios y tres parras. En el primero, dos de ellas y una tercera en el patio de atrás. Una era de uvas rojas y grandes, otra de uva chinche y una de moscatel. Cuando comenzaba la inflorescencia, las hojas se mostraban de un verde claro, suaves al tacto, tiernas, grandes y aromáticas.
Cuando sucedía eso, Elena, haciendo gala de su origen, se paraba debajo de las parras, observándolas, seleccionando las hojas más grandes y tiernas, las cortaba y se llevaba gran cantidad de ellas. Estas eran utilizadas para hacer “niños envueltos en hojas de parra”, comida judía muy tradicional, que ellos llamaban “Yaprake”. En oportunidades traía varias bandejitas para que comiéramos en casa. Mi tío jamás tomó uno ¿tendría miedo que le pusiera algún gualicho o solo lo hacía de odioso que era, nomás?
La casa de Elena estaba por la misma calle que la nuestra, a unas ocho cuadras aproximadamente. A veces íbamos con mamá y ella, seguía pasando siempre.
 Mi tío se casó y se fue de casa, pero Elena siguió viniendo y llevándose hojas de parra.
Un día sentí una conversación de mi madre con mi abuela. Ambas preocupadas por la salud de Elena. Dejó su trabajo en la tabacalera. Nosotros nos mudamos lejos, a una casa sin parras. Se espaciaron las visitas. La extrañábamos y siempre la recordábamos con sus anécdotas.
Elena siguió visitándonos. Se la veía desmejorada y bastante más delgada. Una tarde, como tantas otras la acompañamos hasta el ómnibus… no volví a verla.
Teníamos una foto encuadernada. A mí me encantaba verla, por lo bella que estaba, con un traje chaqueta color bordó, sentada en un alto taburete, una pierna estirada tocando el suelo, la otra recogida, la chaqueta abierta mostraba una delicada camisa blanca, su mano izquierda apoyada en la cintura y su cara desafiante y dulce a la vez.
En la contratapa de puño y letra una dedicatoria: “Julita, siempre seremos las mejores amigas… Elena”.
Al poco tiempo mamá, tal vez, ¡fue a encontrarse con ella!

Tío Alberto


Patricia Pérez
“Da todo lo que puede dar
 su casa está de par en par
 quién quiere entrar
tiene un plato en la mesa”
Joan Manuel Serrat

Dicen que los parientes no se eligen, pero en este caso, yo hubiera elegido una y mil veces al tío Alberto, mi padrino.
Era uno de los hermanos mayores de mi papá y fue elegido como la persona que se encargaría de mí, en caso de faltar mi padre. Eso no sucedió, porque él se fue primero.
Tengo tantos recuerdos que es como si estuviera presente.
Jefe de una compañía de bebidas sin alcohol en Buenos Aires, buscaba el momento para estar en Rosario para cuando yo lo necesitaba.
En los acontecimientos más importantes de mi vida fiestas religiosas, casamiento, nacimientos, siempre estuvo.
Es increíble que tenga tantos recuerdos de él, separados en dos etapas de mi vida: cuando fui niña y luego cuando fui madre.
Mis momentos con él fueron tan alegres, que es muy difícil olvidarlos.
Nos reuníamos los fines de año todos los Pérez en largas mesas, que llegaban a cincuenta personas. Eran muchos hermanos, además de esposas e hijos, y debíamos pasar las fiestas en una casa grande.
El tío Alberto tenía mezcla de adulto con niño. Le encantaba comprar chascos. Buscaba su negocio preferido, que visitaba antes de las reuniones, para elegir la broma indicada.
Nadie sabía con qué se iba a encontrar en esa mesa de fin de año.
Cortabas un pan y te explotaba o, de pronto, destapabas un frasco de algo y saltaba un muñeco con resorte.
Siempre había algo en la mesa para sorprenderte.
Como en las fiestas hace mucho calor por ser diciembre, los escotes de las mujeres sufrían el hielo, que corría por entre el busto o la espalda y que se deslizaba hacia la ropa interior.
Siempre era igual. Animaba la fiesta y bromeaba con todos.
Puedo decir también que fue la persona que hizo de padre en algunos momentos.
Nunca me faltó. Cuando me casé, fue él quien me esperó en Buenos Aires para trasladarme al aeropuerto, para iniciar mi luna de miel.
Pasaron pocos años hasta que mis hijos crecieron y comenzaron a disfrutar del tío Alberto.
Era una persona tan cariñosa, más alto que mi papá, más robusto, con poco pelo (característica familiar); pero con un corazón tan grande que hacía explotar la camisa.
Mis hijos mayores conocieron de su cariño: era el segundo abuelo que los visitaba de Buenos Aires.
Compartíamos momentos tan lindos que parecían eternos; pero llegó ese llamado de otro de mis tíos dándome la noticia. Fue el 30 de marzo de no quiero recordar el año.
El tío Alberto se fue. Partió para siempre, pero de la mejor manera: jugando a las cartas con su hermana, de vacaciones en Mar del Plata. No reaccioné enseguida, pero cuando tomé conciencia, mi tristeza fue muy grande.
Me costó mucho aceptarlo; y pensar que ya no disfrutaría de sus bromas ni de sus visitas.
Poco tiempo después me di cuenta que se fue sin sufrir y como él lo merecía.
Me hizo mucha falta, pero su recuerdo me acompaña siempre.
El tío Alberto fue de las personas que grabaron su nombre en mí.

Tío Alberto
“El vaso de mi juventud
 yo lo levanto a tu salud
 rey del país,
del sueño y la quimera” (Joan Manuel Serrat)


Vacaciones en Córdoba


Patricia Pérez

Los recuerdos de las vacaciones con mis padres son de los más lindos. Cierro los ojos y veo el sol a través de las montañas y el atardecer que cae en los bañados por la luna en las sierras de Córdoba.
Aquellas vacaciones tuvieron dos sucesos un poco tristes, pero aun así las recuerdo como de las mejores.
Parábamos en Cosquín en una casa que habíamos alquilado.
Un día, decidimos irnos de excursión a Alta Gracia. El camino de las sierras es sinuoso y peligroso. Pasamos un hermoso día en la orilla del arroyo y nos empachamos de una jugosa y fresca sandía.
Mi hermana del medio comió demasiado y, desobedeciendo órdenes se fue al sol, lo que trajo como resultado un terrible dolor de cabeza y vómitos.
Tuvimos que ir al dispensario y eso nos demoró de tal manera que se hizo la noche; y algo que mi papá no quería era volver en la oscuridad de las sierras. Pero había que hacerlo y emprendimos el regreso. Fueron curvas y contra curvas, la soledad de las montañas, el misterio atrás de los árboles y, luego, un ruido ensordecedor, que estremeció el Fiat 1100 que nos trasladaba.
Bajamos sin saber qué había pasado. Algo nos había golpeado, pero no alcanzábamos a ver.
“Un hombre en bicicleta”, dijo asustada mi mamá.
Con una linterna iluminamos a unos metros y había una vaca tirada en el camino, que por suerte se levantó enseguida. El que quedó maltrecho fue nuestro auto con toda la trompa abollada.
Tuvimos que hacer la denuncia policial en un destacamento en la montaña y mi llanto por lo ocurrido se transformó en risa, cuando en la comisaria apareció un señor hablando como Zoilo p’adentro y vestido de manera muy gauchesca, quien sacó agua del aljibe y me la dio. Era tan rara su forma de hablar que me hizo olvidar el episodio de la vaca.
Pasado este momento, seguimos nuestro camino.
Llegamos a Cosquín y allí nos quedamos hasta que arreglaron el auto.
Después de lo ocurrido, disfrutamos todos los días del balneario de la ciudad.
En esa época no había problemas de sequía y el río Cosquín te brindaba un espectáculo aparte con el agua de la cascada golpeando las piedras.
En esas vacaciones me habían comprado un hermoso salvavidas en forma de barco. Aún recuerdo su nombre: Kon Tiky. Para no tener que inflarlo todos los días, mi papá lo ataba al portaequipaje y yo, con apenas seis años, disfrutaba de mi crucero particular.
Un mediodía, con un sol que lastimaba nuestra piel, decidimos que no íbamos a pasar el día en el balneario y nos fuimos a un restaurante cerca de allí.
Aún tengo viva la imagen del comedor y el auto estacionado en la vereda. Esperando la comida levanté la vista y mi transatlántico no estaba.
¿No tenía alas, no podía volar! Sin embargo, no estaba, se había esfumado.
¡Qué impotencia, qué dolor!, reclamaban mis cortos años, mientras la voz de mi padre me tranquilizaba diciéndome que buscarían otro.
A pesar de estos dos episodios en las vacaciones, los momentos vividos en familia me llenaron de alegría. Fueron pocos los momentos compartidos entre los cinco integrantes, a través de la vida.
El paisaje de las montañas, el ruido de las piedras, el agua de la cascada… mis viejos, mis hermanas y yo.









miércoles, 5 de junio de 2019

Safari


Mirta Prince

¡Al fin! Cinco de mayo, valijas listas.
Suena el timbre, llega la combi de Manuel Tienda León. Partimos rumbo al aeropuerto de Ezeiza. Desde allí, a Johannesburgo, Sudáfrica, con escala en San Pablo, Brasil.
Varias horas de viaje. A las siete veinticinco arribamos al aeropuerto sudafricano. Nos recibió Sonia, guía de habla hispana, que nos acompañó los días que duró nuestra estadía.
Luego, fimos recorrer la ciudad, Pretoria y Soweto. Al día siguiente, comenzaría nuestro safari en el Parque Nacional Kruger.
Muy de madrugada, luego de desayunar, llego el micro del traslado. Empezamos a recorrer la provincia de Mpumalanga, contemplando las maravillas de la zona: impresionante belleza del Cañón de Rio Blyde y de la Ventana de Dios.
Al continuar, después de transitar muchos kilómetros, llegamos a la reserva privada Moditlo Lodge, donde nos alojaron y realizamos nuestros espectaculares safaris.
La bienvenida muy cordial. Compartimos un fogón donde pudimos degustar cordero, pollo y cerdo a la parrilla, con ensaladas propias del lugar y una polenta de maíz blanco ¡exquisita!, no recuerdo cómo se llamaba.
Al siguiente día, a las seis, comenzó nuestro safari en vehículos 4x4, descapotados conducidos por rangers de habla inglesa. Nos comentaron que íbamos en búsqueda de leones, elefantes, rinocerontes, búfalos, hipopótamos, chitas, leopardos, jirafas y antílopes, entre otros.
En grupos de nueve nos internamos en la sabana con mucha vegetación, plantas espinosas, arbustos, altos pastizales por senderos internos o entre los arboles según, si el huellero viera, alguna pisada reciente.
Hacía frío y fue por eso que Dimo, detuvo la marcha y nos alcanzó ponchos de manta polar impermeable.
No podíamos menos que imaginar las impensadas aventuras que nos esperaban en este verde paraíso.
Al oír aleteos, trinos, rugidos, chillidos y berridos nos llenamos de entusiasmo, y un poco de temor. No fue fácil encontrarlos. En algunos casos, en la laguna de hipopótamos, al ver gente los animales se metieron abajo.  
Ya habíamos andado parte de las veinte mil hectáreas y solo vimos gacelas, impalas, ñus y nuestros acompañantes decidieron preparar todo para un desayuno, donde el café y las cositas dulces resultaron exquisitas.
Proseguimos, con mucha emoción encontramos al individuo conocido como el “rey de la selva”, que caminaba con mucha tranquilidad al lado del móvil. Recibimos recomendaciones sobre los riesgos posibles.
Pasó el tiempo y debíamos volver al alojamiento. Por la tardecita, regresamos al safari, otra gran aventura, y así comenzar la búsqueda de los elefantes, que en diversos montículos de excremento anunciaban que por allí andaban.
Al fin, vimos una manada. Es increíble como arrancan o quiebran árboles para su alimentación.
Marcharon a la par del móvil sin inmutarse siquiera.
Al rato, alguien dice haber visto rinocerontes entre unos matorrales, nos metimos por allí y estuvimos a metros de ellos.
Ahí, hicimos un picnic con cervezas, gaseosas y una picada donde perdimos la noción del tiempo.
Es el atardecer, pronto cae la noche y debemos irnos a descansar.
Al despuntar el día, siguiente la ansiedad es inexplicable. Llegan los guías, se inicia otra gran aventura.
El huellero va atento a las recientes huellas, son de chitas. Algo que disfrutamos, porque después de andar toda la noche, se disponían a descansar. Recién ahí vimos cebras y tres leones que nos miraban desafiantes.
Andaba la Guardia Forestal, en búsqueda de cazadores furtivos. No permitieron por prevención tomarles fotos.
Dimo en su idioma mezclado indica la llegada del mediodía y la hora del almuerzo.
El resto del día transcurre sin novedades, admirando el paisaje. Un grupo de monos, posados en la cerca de la posada, mostraban sus habilidades.
Allí, cansados, pero felices, recordamos la aventura y nos lamentamos no haber encontrados leopardos.
Todo fue apasionante en ese mundo increíble y valió la pena realizar el paseo.