Susana
Olivera
Regresábamos a
casa todos juntos con mamá. Habíamos ido a Grimoldi, “la marca del medio
punto”. Cada uno de los hermanos llevaba su caja de zapatos nuevos como un
tesoro valioso.
Nos encantaba ir a
esa zapatería, porque la sección “Niños” tenía una calesita de madera para
cuatro chicos. Se manejaba desde el centro con un volante que hacíamos girar
una vez sentados. También podíamos bajar y correr en círculos para darle
envión. Pero eso estaba prohibido. Había que hacerlo cuando el vendedor estaba
distraído. Sino “todo el mundo abajo”. Y no queríamos eso.
Una alegría el
regreso. Sentados en el suelo volaban los papeles. ¿Para qué pondrían ese papel
blanco de seda dentro de la caja?
¡Zapatos nuevos!
¡Y blancos! Los míos parecían de bailarina, bien escotados y sin la tirita
sobre el empeine sujeta con un botón al costado. Y los de los chicos eran como
de hombre, acordonados, con cordones finitos terminados en una punta brillante.
Se casaba la tía
Leda en San Nicolás y mi hermano Carlitos y yo debíamos “llevarle la cola”. La
semana antes habíamos ensayado y eso de llevarle la cola era mentira. Cuando la
tía entraba, íbamos los dos adelante; y, cuando salía, atrás. Una desilusión,
porque me había imaginado levantando la cola de ese traje magnífico. Así lo
veía yo. Era como de princesa con un tapado bordado con piedras brillantes de
donde salía la cola que medía más de dos metros.
Pero teníamos
zapatos nuevos y eran hermosos.
—Vengan
a tomar la leche- llamó mamá-, pero antes me ordenan todo este lío que han
hecho con los papeles. Lleven todo a la basura.
—No
queremos tirar las cajas, ma. Están
nuevitas.
—No
caben en las mesas de luz y no las quiero dando vueltas por todas partes.
—No.
Las vamos a guardar nosotros.
Las cajas eran muy
valiosas. ¡Hacíamos cine con ellas! Y eso nos llevaba horas de trabajo.
Empezamos nuestra
tarea después de tomar la leche. Usando una “Gillette”, cortamos una tira en
ambos costados de la caja. Por allí, pasaría la película. Y al frente y al
fondo abrimos agujeros: uno para mirar adentro de la caja, y el otro para que
entrara luz. ¡Listo! Ahora, a preparar las películas. Buscamos historietas de “Billiken”
y las pegamos una tras otra. Elegimos “Pelopincho y Cachirula”, “Ocalito y
Tumbita”, “Las aventuras de Pi Pio”. Y otras más serias y con la promesa de
“continuará”: “Tucho Miranda, de canillita a campeón” y de detectives “Rip
Kirby”.
También usábamos
el “Patoruzú” con historietas del indio, de su padrino Isidoro Cañones, de
Ñancul, el ayudante de las tareas en el campo, y la Chacha, mamá de Patoruzú,
que hacía unas empanadas riquísimas y fumaba en pipa…
Horas de trabajo.
Y de diversión. Más adelante, mejoramos el sistema: con una linterna o con una
vela dábamos luz dentro de la caja.
Mi hermano era un
buen dibujante, así que, con el tiempo, empezamos a hacer nosotros nuestras
películas. Yo escribía el argumento y él preparaba las viñetas. Yo escribía
historias de amor. “Ridículas”, decía Carlitos: “Escribí de aventuras, de
viajes, de ladrón y policía. Estoy cansado de dibujar tarados besándose”.
Se
han perdido todas nuestras películas, se las ha tragado el tiempo como se ha
tragado tantos momentos gratos y tantos recuerdos queridos.