martes, 30 de junio de 2020

Momento

Susana Olivera

Elegí la mandarina más grande y brillante, de esas a las que se les puede quitar la cáscara fácilmente. La pelé y la comí.
Nada extraordinario en esto. Y tampoco en lo que siguió: llevar los platos y la copa a la cocina, lavarlos y ponerlos en su lugar.
La sobremesa solitaria me llevó a prender el televisor y buscar el noticioso.
¡Pero, qué olor a mandarina ha quedado en mis manos, en los puños de mi abrigo! Lo siento en toda mi ropa.
Y sonrío. No me desagrada y me lleva a volar atrás, a muchos años atrás. Y sigo sonriendo. Recién casada. Estrenando mi casa y la vida.
Pero no podía dejar de ir a los almuerzos de mamá, sola con ella en la cocina tibia de olores y sabores, y compartir un rato con el más pequeño de mis hermanos a quien extrañaba mucho. Necesitaba esa reunión diaria.
Por entonces, yo tenía veinte años y trabajaba en la Cultural Inglesa. Salía a las once y debía regresar a las dos de la tarde. Mi marido almorzaba en la fábrica y mi padre en su oficina, mis hermanos en la escuela. Así que el momento era mío. Totalmente.
Y era un momento feliz, porque recibía las caricias de mi madre y disfrutaba las picardías de mi hermano menor.
Para el final del otoño el postre era mandarinas. Nos encantaban. Pero… el olor que quedaba en las manos…
Mamá puso el plato de postre con una mandarina para cada uno. Sin tenedor y cuchillo.
—Yo no como la mandarina, mamá. Gracias- dije rechazando el plato.
—Pero, ¿por qué? Están muy dulces y te encantan.
—Porque me queda un olor terrible en las manos y tengo que irme ya a la Cultural.
—Vos sabés que trabajo con el público y ese olor…
—Pero no hay problema. Dame. Yo la pelo. ¿Querés que te separe los gajos?
—Tomá. Comelos con este tenedor así no los tocás.

Miro el noticioso… Y a pesar de las noticias, sigo sonriendo con el recuerdo. Cálido. Tierno. Pequeño.
Un momento con mi madre. Y sus caricias.

El club


Mónica Mancini

Hoy volví a estar en el club, el de mi barrio, ese que en los setenta cobijaba mi adolescencia abriendo sus puertas para dejarme entrar a los bailes de carnaval.
El club era un patio grande, que se poblaba de mesas que lo rodeaban, tenía un escenario que elevaba a todos los que se lucían con algún arte; pero, en aquellos años, a los de mi edad nos gustaban los rincones, los más alejados, por ahí, cerquita de la cancha de bochas, de los baños, lo más lejos posible de las miradas censoras de los padres, a los que también el carnaval los distraía un poco y paraban con las restricciones.
El carnaval tenía un olor especial, olor a papel picado violeta, que se desteñía cuando los pibes no se conformaban con tirártelo en la cara, sino lo apretaban en la boca para hacerte mal.
A los chicos no nos interesaba mucho la orquesta que presidia desde lo alto. Nos buscábamos con la mirada, para cruzarnos corriendo y escondernos, ¡puro juego!
Años después, en el club ya no jugaba con papel picado, la pista era el lugar elegido para ceder a la tentación del baile. Era toda emoción… la incertidumbre por saber quién iba, quien no.
Los chicos ocupaban el espacio debajo del escenario, nosotras sentaditas como señoritas cerca de la madre; y, entonces, a veces solíamos volver a los rincones, los más alejados, las intenciones ya no eran las mismas.
El club tenía un patio, era casi todo un patio, se improvisaba un mostrador que hacía las veces de bufet, el escenario en un rincón, la cancha de bochas y los baños. Eso era todo. Era justamente un espacio casi vacío para que se llene de emociones, de pasión, de ganas de jugar. No hacía falta mucho más. Como un avance tecnológico había un metegol y un sapo, que colmaban las ambiciones de los pibes.
Pasaron muchos años, muchísimos, durante los que casi me olvide de que existía. Pasaba por la esquina, por la puerta y, algunas veces, volvía a mi memoria el olor al papel picado, que es igual al olor del carnaval o al olor de la infancia.
Algunos hablan de la circularidad de la vida, que damos vuelta y volvemos al punto de partida.
Hoy volví al club, ya no es casi un patio, ni tampoco está el escenario, ni la cancha de bochas. El patio tiene techo y se le colaron dos salones grandes que lo achicaron mucho. El metegol y el sapo desaparecieron. Pero en ese espacio repartido volví a escuchar las voces alegres de los pibes, los aguditos de las chicas, la música de Palito y, al ritmo de “Despacito”, bailé con las amigas del Centro de Jubilados y nos mezclamos con los adolescentes de la secundaria, que nos recibieron con frescura y curiosidad.
Les enseñamos qué era “cabecear”, les contamos cómo era ponerse de novio y lo difícil que resultaba comunicarse cuando estábamos lejos. Les contamos cómo jugábamos en la calle y lo libre que nos sentíamos.
Ellos no necesitaron hablar mucho, porque nosotras ya sabemos bastante sobre sus costumbres, pero nos inundaron de energía, nos sorprendieron con su sinceridad y con su capacidad de reflexión. También nos emocionaron con sus palabras cariñosas.
¡Hoy en el club, me encontré de nuevo con sensaciones que habían quedado atrapadas en sus paredes y me asombré al descubrir el poder de ese espacio inerte, que se quedó ahí, quietito… pendiente, para cobijar a todos los que en su seno deseen rescatar la alegría que, como el sol, siempre está!

Chiquita

Graciela Voskerichian

Ella entró a mi vida por insistencia y perseverancia. Nunca vi tanta lealtad como en esa perra, incluso más que en un ser humano.
Linda no era. Negra, peluda, descuidada, un día se apostó en la puerta de mi casa y nunca más se corrió de ese lugar, hasta que logró entrar en casa unos meses después.
Hacía dos meses, mi tía María nos había traído un perro, Rabito, porque en su barrio le habían dado con un balín. No era un perro fácil, le gustaba la calle y las perras. Abríamos la puerta del patio y se iba corriendo. Era como una luz. Desaparecía un rato y después saltaba para que lo dejásemos entrar.
Claro, en esa época existía “la perrera”, que apenas la escuchábamos, y si ese mujeriego animal se nos había escapado, salíamos corriendo a buscarlo. Era de terror. Saltaba para salir, saltaba para entrar. Saltaba cuando tenía hambre. Y, así, todo el tiempo.
Un día, me acuerdo que llovía, me pidieron que hiciera un mandado, yo tendría doce o trece años. Al salir de casa la veo a ella, que con cara acongojada me pedía ayuda. Vi esa perra y me enamoré de su mirada, tan tierna y tan triste.
Lo primero que hice fue intentar darle de comer. Abrí la heladera y escuché un grito de: “Ni se ocurra darle de comer a esa perra, que no nos la vamos a sacar más de encima”. En esa época no había comida para perros y estos comían las sobras.
Por supuesto, esperé el momento para poder sacar algo y dárselo, igual que encontrar algún recipiente para darle agua. La cuestión fue que con el tiempo Chiquita estaba delante de la puerta y Rabito en el patio.
Por esas cosas de la vida, cuando Rabito se escapaba, no la miraba. Se ve que no le gustaba, e iba por su presa, alguna otra perra.
El caso es que, cuando alguien llegaba a casa, no lo dejaba tocar el timbre, le gruñía. Gruñía a todos y ladraba, menos a nosotros, los que habitábamos esa casa.
Un buen día un amigo hizo un gesto hacia mí, en broma, y la perra lo mordió. Calculo que entendió que me iba a hacer algo. Y ahí empezó la disputa en casa que si entraba la perra qué íbamos a hacer con Rabito y que afuera no se podía quedar. Una semana con esa cantinela.
Y la tipa logró entrar. La pusimos en el patio para ver qué pasaba. Nada. No se miraban.
Hasta que un día la perra se alzó (mucho yo no entendía de qué hablaban los grandes, alzar para mí era hacer upa). Por supuesto que Rabito la perseguía por todo el patio, dando vueltas a la redonda y ella nada, sentada o buscando la manera que no se le acercara.
Fueron pasando los años, muchos. Puedo decir que no eran amigos ni amantes. Solo dos perros que compartían el mismo espacio. 
Un día ella enferma y muere a los dias. A la semana Rabito se fue con ella. No lo cuento desde la tristeza sino del lado del afecto raro que tuvieron mis primeros perritos.

Relatos de cuarentena. Camotes asados: la fogata de San Pedro y San Pablo

H. B. Carrozzo

En estos días de cuarentena uno comienza a buscar en sus memorias y en sus amigos los recuerdos de otros tiempos. Y así me surgió uno que estaba olvidado.
Todos los 29 de junio se recuerda el martirio de los apóstoles Simón Pedro y Pablo Tarso y se realiza desde el siglo I d.c. Dicha ceremonia consiste en una pira o fogata donde se quema un muñeco.
Por ello, en cada barrio se realizaba una fogata donde se quemaba un muñeco de lona. En nuestro barrio “República de la Sextadonde las calles eran, por los años 50 y 60, muy tranquilas la celebración se podía realizar en la calle con poco peligro. Cada grupo de vecinos hacía su propia fogata; es decir, había varias en el barrio. La competencia era ver cuál era la mayor y quién armaba el mejor muñeco.
La actividad comenzaba una semana antes, ya que la tarea no era cosa simple porque había que obtener madera para la fogata, protegerla de los depredadores (los muchachos vecinos) y había que preparar un muñeco que se quemaba en la hoguera. Este se hacía con bolsa de arpillera relleno con aserrín y lo confeccionaba don Bras, papá de una de las chicas del grupo. La cara se la dibujaba con carbón.
El lugar elegido por nosotros (bueno, por nuestros padres) era frente a una casa que estaba deshabitada desde hacía años por lo que no se molestaría a nadie. Era la misma que usábamos de arco sur en nuestro “estadio” de futbol.
Así, el día 29 se acarreaba el material que se había recolectando y juntando en nuestro depósito de calle Rio Bamba al 200. Y se comenzaba la obra de ingeniería, colocar los palos más largos a modo de esqueleto, luego se colocaban las ramas cerrando los laterales y en el medio se agregaba el resto del material. Al final de la obra y previo al inicio del fuego se colocaba el muñeco.
Al principio nos extrañaba la colaboración desinteresada de nuestros mayores y la predisposición a alentar una actividad de por sí peligrosa. ¡En fin!
Llegado el crucial momento, a eso de las siete de la tarde, y con la presencia de todos los participantes y de nuestros padres, se procedía a encender la fogata. Había que iniciar el proceso después de nuestros competidores para que durara más, lo que significaba que la nuestra era la más importante.
Bailábamos y cantábamos alrededor de la fogata durante bastante tiempo. “Viva San Pedro y San Pablo” y otros cánticos que no recuerdo. Seguramente también algún cantico futbolero haciendo referencia a Leprosos y Canallas.
Ya cuando la fogata se iba extinguiendo, nuestros padres nos mandaban a dormir con la excusa de que el calor nos haría mal.
“¡Se van a hacer pis en la cama! ¡A dormir!”, nos decían y nos mandaban a dormir nomás, previo comer algún sándwich que ya habían preparado con anterioridad.
Pero la cosa no terminaba allí ya que nuestros queridos y desinteresados padres sacaban todo tipo de vituallas para ser adecuadamente cocinadas. ¡Con nuestras brasas! ¡Con nuestro esfuerzo!
Así desfilaban camotes, que se hacían sobre las brasas, asado, chorizos y morcillas que se hacían sobre las parrillas. Se armaban mesas con tablones y sillas descaradamente frente a nosotros. Obviamente, no faltaba algún tintillo adecuado para la ocasión. ¡Que desinteresados eran nuestros padres!
Es que ellos también querían festejar como cuando eran jóvenes.
En fin, una celebración que con el andar de los años se fue diluyendo hasta casi desaparecer. Quizás es otra mártir de la modernidad.
Algunos de nosotros, amigos de la infancia y adolescencia en calle Colón al 2200, todavía la recordamos.


PD: Hace poco la municipalidad recuperó este festejo en el barrio Saladillo. 

martes, 23 de junio de 2020

De zurda



Daniel O. Jobbel

La monjita me mira y me acaricia. Retira con infinita paciencia de mi mano izquierda el lápiz de color con que hacía garabatos. Yo me niego. Observo sus ademanes. No le sacó los ojos de encima. De buen modo me dijo “dame” y ahí me lo arrancó de la mano para ponerlo en la otra. La diestra. Estamos en problemas. “Vamos Dani con la otra manito”. Me niego nuevamente. Grito. Llorisqueo. Vuelvo a lo mío. Garabatos y líneas bien de zurda sobre la mesa... Ella toma mi brazo izquierdo y trata de ubicarlo detrás, a mi espalda, como queriendo retenerlo con una mano detrás de la sillita celeste y con la regla amenaza desde la otra. Por momento, logra su cometido. Y luego me pide que tome el lápiz con la derecha. Ahí, un grito abrupto la sobresalta. “Así no”, dice. Vuelvo a tomar la goma de borrar con la siniestra. Ella me mira y con la regla da un golpe en la mesa color naranja, cerca de mi mano. Instintivamente volverá a hacer lo mismo. Algo ya hinchado, la miro, y le tiro la goma y todos los lápices de colores que hay sobre la mesa. El vasito celeste plegable voló por los aires. Grito. Lloro. Se me caen los mocos. Preocupada, vuelve sobre sus actos. Amaga. Se calma. Recapacita. Se persigna.
La monja observa. “Perdón Dios”, dice. Otra llega a auxiliarla en el colegio de Zeballos entre Callao y Ovidio Lagos. Corría el otoño de los años 1960. Otros tiempos. Esa otra me entretiene con juguetes de madera, de colores, con figuras que poco me interesaban y le dice: “Este chico tiene problemas. Habrá que hablar con la madre”. A modo de solución ecuánime, hablan con mi madre y dice que mi problemática es que tomo toda con la zurda. Mi madre asustada como toda madre, consulta a mi médico en pediatría. Le dice que no se preocupe, hace un informe al colegio, que todo está bien. Que mi cerebro procesa todo al revés de un diestro: “No lo obligue a ser diestro, respetemos su condición natural”. Yo tendría cinco años más o menos. Me sacan de ese jardín de infantes. Y hay cosas que quedan grabadas en la psiquis, la mente lo guarda de a poco, con recortes, pedacitos, con fantasmas, como un puzle lo guarda y lo rearma, para toda la vida. 
Hace muchos años, mi abuela ayudó a reconstruir esta historia. La monjita su cómplice. La cuento. Soy libre. Feliz. Y zurdo... ¿Y a vos no te pasó? En esos cuadernos Rivadavia o Tamborcito, con esa manga maldita del guardapolvo… 
Quién sea zurdo y no haya emborronado nunca lo que escribía al pasar la mano por la tinta recién dejada, que levante la mano.

El túnel

Hugo Longhi

Esa enorme boca me amenazaba. A medida que avanzaba aumentaba su tamaño y ferocidad. Y finalmente me tragó.
Sería setiembre u octubre de 1969, no podría precisarlo, pero mucho más allá no. Eran mis épocas de guardapolvo blanco y andaba por el quinto grado en la escuela del barrio.
Atrás había quedado la señorita Norma –que en realidad era señora– que me había acompañado en los cuatro años anteriores.
Ahora, nos habían cambiado y nos tocaba la señorita Nilda, que tenía bien ganada fama de severa, gritona y, para aquellos pueriles ojos, malvada. Y también estricta con ciertos temas. Por ejemplo, a los varones nos hacía ir con corbata. En esa escenografía tan precaria, de calles de tierra, a veces barro y siempre bordeada de zanjas, los chicos lucíamos corbata obligados por su inapelable decisión.
Eso era visto con el panorama que manejaba a mis diez años. Un poco más adelante, cuando ya pude controlar mejor mi conciencia, diría que esa maestra fue una adelantada a su tiempo.
Además, era y, aún es a sus ochenta y tantos años, la farmacéutica del vecindario. Por ese motivo, la habían nombrado a cargo de la Cruz Roja en la escuela. Digamos que, si algún chico se accidentaba, ella le daba los primeros auxilios. Como supuestamente necesitaba colaboradores, designaba a tres o cuatro de nosotros en esa función sanitaria y, entonces, debíamos llevar en nuestro brazo izquierdo un brazalete blanco con la internacional insignia color bermellón.
Otro detalle distintivo era que había ideado un boletín o diario, como le llamaba. Se titulaba “La voz del aula” y debíamos confeccionarlo entre nosotros para allí reflejar todas las actividades que desarrollábamos en clase o fuera de ella. Para eso, teníamos que salir, en nuestro tiempo libre, para realizar encuestas callejeras o entrevistas a comerciantes. Luego, imprimíamos ese material en un mimeógrafo, que ella poseía en la parte trasera de la farmacia.
Como toda publicación, esta tenía definidos los roles, desde el de director para abajo. Por supuesto, éramos nosotros los responsables de todo. A mi me tocó ser jefe de redacción, nada menos. Ya por entonces me atraía la “pluma” y ella captó ese perfil.
Cada tanto en el colegio se organizaban excursiones. Esos eran los mejores días ya que salíamos de las aburridas aulas para pasar una mañana en el Monumento a la Bandera o en el Parque Independencia. No íbamos mucho más allá.
Pero, claro, la señorita Nilda no podía quedarse con eso. Faltaba su toque diferencial y, entonces, armó un ambicioso viaje a Santa Fe. Visitaríamos la capital actual y Cayastá, la fundacional.
Ese domingo, salimos bien temprano y transitamos la vieja Ruta 11, dado que por aquel entonces no existía la autopista. A bordo del ómnibus, nos excedimos en la alegría y doña Nilda nos recordó lo brava que era. Nos impuso un castigo a varios compañeritos y a mí. Consistía en ubicarnos separados para que no molestáramos más.
Ya en destino, de lo que recuerdo, visitamos el Museo de la Constitución y a la tarde fuimos a Cayastá, donde vimos varios esqueletos de conquistadores. A los varones poco nos interesaba eso y no tardamos en armar un picadito entre las históricas tumbas.
Pero faltaba lo peor, lo más impresionante para mí. Nos llevaron a un lugar que, según nos dijeron, era nuevo. Tan nuevo que aún no se había inaugurado.
Lo primero que vi fue una inmensa entrada circular, con muchas luces dentro. De arranque, me atemorizó. Gran cantidad de hombres con casco se movían de acá para allá haciendo cosas. Uno de ellos, supuestamente el jefe, se acercó a nosotros y amablemente nos explicó que se trataba de una gran obra de la ingeniería moderna. Era un túnel que se hundiría por debajo del río y se podría cruzar en auto llegando al otro lado de la costa en apenas minutos. El dato de que pasaba por debajo del agua aumentó mi terror.
Pese a mi tenaz oposición, la señorita Nilda me ordenó que avanzara junto a los demás. Nos íbamos a meter en ese agujero desconocido y hostil. El miedo me paralizaba, pero el grupo me arrastraba. Ya estábamos en el medio del río, calculé. La idea de que me iba a ahogar o algo así no me dejaba respirar.
Habremos hecho, ¿cuánto?, ¿cincuenta metros? Es todo lo que se permitía para las visitas. Para mi alivio, el señor del casco dispuso que emprendiéramos el regreso. Al volver a ver el sol me sentí renacer, aunque tan mal no la había pasado. Obvio que debieron pasar varios años hasta que cayera en la cuenta de que había sido un privilegiado por haber estado, en esos momentos, en un sitio único en el país.
Un par de meses después lo inauguraron. Vi por televisión el paso del Rambler blanco del presidente de la Nación –adrede no mencionaré su nombre– como primer pasajero de ese conducto siniestro y genial. 
Releyendo estas líneas, no me queda otra que reírme de aquellos temores tan absurdos. En fin, cosas que pasan a los diez años y que hoy, si me reuniera con la señorita Nilda, nos reiríamos por un largo rato.