Susana Olivera
Elegí la mandarina más grande y brillante, de esas a
las que se les puede quitar la cáscara fácilmente. La pelé y la comí.
Nada extraordinario en esto. Y tampoco en lo que
siguió: llevar los platos y la copa a la cocina, lavarlos y ponerlos en su
lugar.
La sobremesa solitaria me llevó a prender el televisor
y buscar el noticioso.
¡Pero, qué olor a mandarina ha quedado en mis manos,
en los puños de mi abrigo! Lo siento en toda mi ropa.
Y sonrío. No me desagrada y me lleva a volar atrás, a
muchos años atrás. Y sigo sonriendo. Recién casada. Estrenando mi casa y la
vida.
Pero no podía dejar de ir a los almuerzos de mamá,
sola con ella en la cocina tibia de olores y sabores, y compartir un rato con
el más pequeño de mis hermanos a quien extrañaba mucho. Necesitaba esa reunión
diaria.
Por entonces, yo tenía veinte años y trabajaba en la
Cultural Inglesa. Salía a las once y debía regresar a las dos de la tarde. Mi
marido almorzaba en la fábrica y mi padre en su oficina, mis hermanos en la escuela.
Así que el momento era mío. Totalmente.
Y era un momento feliz, porque recibía las caricias de
mi madre y disfrutaba las picardías de mi hermano menor.
Para el final del otoño el postre era mandarinas. Nos
encantaban. Pero… el olor que quedaba en las manos…
Mamá puso el plato de postre con una mandarina para
cada uno. Sin tenedor y cuchillo.
—Yo
no como la mandarina, mamá. Gracias- dije rechazando el plato.
—Pero,
¿por qué? Están muy dulces y te encantan.
—Porque
me queda un olor terrible en las manos y tengo que irme ya a la Cultural.
—Vos
sabés que trabajo con el público y ese olor…
—Pero
no hay problema. Dame. Yo la pelo. ¿Querés que te separe los gajos?
—Tomá.
Comelos con este tenedor así no los tocás.
Miro el noticioso… Y a pesar de las noticias,
sigo sonriendo con el recuerdo. Cálido. Tierno. Pequeño.
Un momento con mi madre. Y sus caricias.
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