Mónica Mancini
Yo me declaro insatisfecha de la
vida que llevo.
Me trajeron a este lugar siendo muy pequeña,
me colmaron de mimos y de atenciones, mis primeros meses fueron los más
felices. Ella me alimentaba con infinito amor, no me dejaba llorar ni balbucear
un deseo, los adivinaba con solo mirarme. Recuerdo cómo entendía mis miradas: yo
revoleaba mis ojitos, sacudía con encanto mis pestañas y, ahí, estaba ella,
ávida por cumplir mis caprichos.
Él llegaba de su trabajo ansioso por
encontrarse conmigo, me tomaba entre sus brazos y me decía palabras cariñosas,
yo no alcanzaba a entenderlas, pero no me cabía la más mínima duda de que me
transmitía su amor, su nostalgia por pasar todo un día sin mi presencia.
Después, la interrogaba a ella sobre todo lo que había hecho durante el día,
mis travesuras, mi alimentación, mis horas de sueño.
Cuando recibían visitas, yo era el
trofeo que mostraban henchidos de orgullo. Las conversaciones giraban alrededor
de la aventura que significaba tenerme en su casa. Hasta yo intuía que más de
uno manifestaba un poquito de aburrimiento a través de un bostezo o de un
cambio brusco de tema. Pero ellos parecían no notarlo, tan felices y orgullosos
narraban apasionados los pequeños detalles de nuestra convivencia, que
ignoraban airosos los mensajes subliminales que les enviaban sus invitados.
Ni hablar de nuestros viajes. Yo me
acomodaba en el medio, cómoda. Elegía las paradas qué hacíamos. A mí me
encantaba detenerme y conocer cada lugar, ellos accedían gustosos, me complacían
y sabían muy bien qué hacer para tenerme contenta. Recuerdo con melancolía sus comentarios
indignados cuando alguien me ignoraba o no se percataba de mi hermosura, de mi inteligencia.
Qué tiempos aquellos de mi reinado.
Un día ella se fue presurosa, hasta
emocionada, él la acompañó. Cargaron bolsos y me dieron algunas explicaciones
insuficientes, en ese momento empecé a preocuparme. Me dije a mi misma que me
debía tranquilizar, que yo era el eje de sus vidas, su lucecita, la razón de su
existir… pero la inquietud no me abandonó del todo y no me equivocaba, para
nada.
Pasados unos pocos días volvieron,
pero no estaban solos, traían algo envuelto entre sus brazos, algo que parecía
muy valioso, lo miraban con adoración y estaban pendientes de ese bulto oloroso,
ruidoso. Además, una gran cantidad de objetos llenaron la casa, muy coloridos,
muy puntillosos… hasta ocuparon mis espacios preferidos sin previo aviso, sin
pedirme autorización.
Es así como empezó mi tragedia, como
se dio inicio a mi decadencia, a la falta de popularidad en mi propio hogar.
Parecía una pesadilla, pero no lo era, era la cruda realidad. Dejé de comer, escondía
sus objetos más preciados, los miraba con desazón; pero parecía que habíamos
dejado de entendernos, que hablábamos lenguas diferentes.
Repito y lo seguiré repitiendo una y
otra vez: Me declaro insatisfecha con esta vida que llevo, mi rutina es
recordar y recordar mi época de esplendor, y regodearme en los momentos felices.
Pero, en fin, hoy por hoy aprendí a sentir un poco de felicidad cuando el
“intruso” juega conmigo y me tira el palito para que se lo lleve y hasta me
emocioné cuando me dijo “ba-bau” la primera vez. Hay que reconocer que tiene su
encanto.
Excelente, por momentos imagine el final pero también creí que era un hermanito. Hasta que ese final con tanta ternura me encantó. He escrito muchos relatos con voz de mascota.
ResponderEliminarMuy bueno, un abrazo.