“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
miércoles, 9 de septiembre de 2020
Noches de verano en mi pueblo
Jorge San Martín
“Lindas en verano
son las noches templadas,
se amanece amigo
cantando vidalas.”
Así empieza la “Chacarera del recuerdo”, de los hermanos Ábalos. Seguramente se inspiraron en las noches de verano en mi pueblo.
Las noches de verano en mi pueblo no eran noches cualesquiera, aunque no amaneciéramos cantando vidalas como sigue diciendo la chacarera, tenían condimentos especiales, muy especiales.
Debo decir que durante mi primera infancia las calles del pueblo eran ... de tierra, anchas, con ese olor tan particular que dejaba el camión regador en las tardecitas para aplacar la nube de polvo que amenazaba con apropiarse de la cuadra.
Me apuraba a cenar para correr a la esquina a juntarme con los demás chicos. Allí, empezaba la “magia”, pero magia de veras, no de esas magias que hacen desaparecer monedas y aparecerlas detrás de alguna oreja. Era la magia de aparecernos cada noche e inventar mágicas aventuras que solo un juego de niños puede lograr.
No corríamos peligro, en esa época no había peligros por correr; además estábamos custodiados. Todos los vecinos del barrio salían, después de cenar, a la vereda para “tomar fresco” antes de ir a dormir, casi todos sentados en sus sillones hamaca de madera con asiento y respaldo de lona, algunos hasta tomando mates. Y nosotros, allí, pequeños magos sin varita transformando la noche, reinventado viejos juegos que cada noche volvían a ser nuevos: la escondida, la rayuela, las bolitas. No se podía ser más feliz. En ocasiones teníamos algún desafío a la pelota con los del otro barrio, que eran los pibes de la otra cuadra, que no jugaban con nosotros, abajo del mismo foco. En esos tiempos, no había luminarias, como ahora, solo un foco en cada esquina colgado de un cable que cruzaba en diagonal la bocacalle.
Por cierto, éramos muy estrictos con el reglamento tácito de pertenencia, nadie tenía en ese grupo menos de siete ni más de once años; los más chiquitos miraban sentados desde la puerta de sus casas a lado de papá y mamá, seguramente esperando ansiosos cumplir los siete para pertenecer; y los más grandes se reunían sentados en el cordón de la vereda frente a la casa del negro Pedro a charlar de “cosas”, junto con las chicas que también pertenecían al grupo. Desde la perspectiva de mis ocho años, no entendía el porqué de esa “mezcla”; cuando tuve once y formé parte de los grandes lo entendí, y vaya que era una excelente decisión… pero esa es otra historia.
¡Jugar a las escondidas de noche era apasionante!, pero cuando se armaba un picadito ¡era la final del Mundial! Cada juego tenía su atractivo particular, los diez o doce niños que les dábamos vida hacíamos eso posible.
Todo marchaba de maravillas hasta que escuchaba la fatídica frase:
—¡Jorgeee…! ¡Vamos, adentro!
—Un ratito más, ¿puedo?
—No.
Listo, se acababa la magia, a dormir sin protestar, porque corría el riesgo de perderme la noche de mañana en la esquina.
Aún hoy, en ocasiones, suelo evocar esos momentos, se me aparecen imágenes, caritas de nenes, muchas risas y también mucha nostalgia.
“Cuando me pongo a hurguetear
los tiempos pasados,
a veces quisiera
de nuevo ser chango”.
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