Gloria
de Bernardi
“¡Kitty levántate! ¡Mirá que lindo día! ¡Yo
hago mate!”.
Nada, la remolona
sigue con los ojos bien cerrados.
Bajo a las estampidas
las escaleras, me pongo a preparar mate, corto rodajas de pan casero y las unto
con manteca. ¡Con mucha manteca!
Vuelvo a subir,
sigue dormida.
“¡Kitty, levántate que te voy a contar lo que
soñé anoche!”.
“¡Y el mate está listo!”.
.“Vooooyyyy…”,
dice y se arrastra, baja porque sus pies saben cómo hacerlo, y llega dormida a
la cocina.
Las dos en los
camisolines de algodón que nos hace la mami, y descalzas, porque en esos
veranos santafesinos, ¡qué cosa más linda andar en patas por el mosaico!
“Pero eso sí, cebás vos, porque a mí no me
sale rico”, agrega.
Siempre la misma
historia, haciendo como que la engaño, pero en realidad no la engaño nada.
“¡Vamos al
pasillo, que todavía hay sombra!”, digo.
Allí, sentadas en
el suelo, mateamos, mientras yo cuento una historia fantástica que se me va
ocurriendo en el momento.
—Y
al terminar la mateada, ¿ahora a qué jugamos?- pregunto.
—¡A lo que estábamos jugando ayer!- me responde.
La Kitty es San
Martín y yo Remeditos.
Entre lo que
habíamos aprendido en la escuela y los libros con las historias de próceres que
nos compra el papi, ya tenemos la base para dejar volar la imaginación.
Y esos juegos
duran días y días, y lo empezamos adonde habían quedado anteriormente.
Cuando vienen las
pibas del barrio, más un varón más chiquito, los juegos cambian, son a los comboys,
como les decimos; y, además, tenemos un solo revólver, ¡el de Jorgito!
Y la mami, absolutamente
indulgente, nos deja jugar en los sillones viejos, que ponemos uno contra otro
y decimos que son una carreta.
Pero ¡ah!, me
olvido del cuchillito de niños, ésa era la otra arma.
¿Quién hace
tacatán?
“¡Yo lo hago más fuerte!”
“¡Y yo no me canso!”
Bueno, las dos, acordamos.
La Kitty y yo nos
especializamos en el galope de los caballos: “tacatán, tacatán, tacatán”, y
cuando atacamos a los indios, que eran otras de las chicas, nos arrojamos de la
“carreta”.
Justamente, en uno
de esos saltos mortales, la Kitty se manda con el cuchillito en ristre, ¡y se
lo clava a la Miriam!
Por suerte el
cuchillito no tiene filo y la punta es redondeada, ni le sangró, fue el susto
más que nada.
¡Cuchillito
confiscado por la mami!
¿Y el revólver?
“¡Jorgito, préstame el revólver, por favor, me
toca, hace un montón que no lo uso!”, le pido. ¡Es único revólver del barrio!
La banda somos: la
Kitty, yo, Miriam, Gladys, Tatiana, Susana y Jorge.
Y cuando viene
nuestro primo Carlitos, ya somos una patota.
Atrás del patio de
mosaico tenemos “el fondo”, de tierra, en el que crecen yuyos, con muchos
árboles frutales y el gallinero atrás.
Y dentro del
gallinero, una higuera gigantesca que da higos negros. ¡Montones!
La planta siempre está
llena de moscas verdes.
Muchas siestas nos
trepamos a la higuera, la Kitty y yo, escapando de los picotazos del gallo.
Tiene varias ramas
horizontales en las que nos podemos sentar bien cómodas.
Y además en el
fondo, al lado del gallinero, está el cuartito.
Uno de los usos
que damos al cuartito es el dar títeres desde la ventana, con los muñecos que
fabricamos de trapos rellenos, pintados y palos.
-“¡Chicos! ¡Vamos,
que hay títeres!”
Y ahí están todas
las sabandijas mirando las fabulosas creaciones.
¡Ah! Pero ese
fondo da para todo.
¿A qué otra cosa
podemos jugar?
Ya que tenemos los
muñecos de los títeres…
¡Al tren fantasma!
“¡Sí, al tren
fantasma, mirá, pasamos entre las cañas y el alambrado y una de nosotras hace aparecer
a los muñecos para asustarnos!”, dice una.
Y ahí vamos. ¡La
bambolla que armamos cuando aparece un muñeco!
“¡Ay que susto! ¡No
doy más!”, dice otra.
Salimos del tren
fantasma todos rasguñados, sucios, un verdadero desastre.
¡Cortan mucho las
cañas!
Infancia
de juegos, con las patas sucias, llenas de moretones, rasguños, alegría de
vivir.