“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
domingo, 19 de junio de 2022
Los pisos de pinotea
María Cristina Piñol
A veces siento que estos pisos me persiguen. Tan solo en nueve años de mi vida, durante mi adolescencia, mi dormitorio se alfombró de baldosas de granito.
Cuando nací, en la antigua casa de mis padres, había dos habitaciones con pisos de pinotea. En una dormían ellos y en la otra mi hermano y yo.
Imposible olvidar aquellos días en los que mi mamá los enceraba. La cera, creo recordar, venía en escamas y se diluía en algún solvente que ya no recuerdo, hasta quedar como la pasta que conocemos ahora. Para limpiar y encerar se usaba el llamado “cepillo pesado”, un aparato cuadrado de hierro fundido, con un largo mango del mismo material al que en su parte inferior se le ponía un cepillo de alambre para rasquetear, quitar la suciedad y la cera anterior. Luego, ese cepillo se quitaba y reemplazaba por una tela gruesa para pasar la cera y por último por un paño de lana para sacar brillo. Toda esta operación llevaba cuanto menos un día entero de trabajo por cada habitación. ¡Mujeres eran las de antes! decía mi abuela.
En la década del 60, durante la remodelación, ampliación y modernización de mi casa, mamá desistió, a la fuerza, del brillo de los pisos, pero no de de su intención de conservarlos para la nueva casa. Así fue como las dos originarias habitaciones mantuvieron sus paredes intactas y sus pisos de pinotea.
En los 70 me casé y papá adaptó la parte trasera de la casa, que ya no se utilizaba para el negocio, transformándola en un departamento precioso y totalmente independiente, con cocina, baño, gran living comedor, terraza y un dormitorio que era primigeniamente la habitación de mis padres en aquella primera casa y, por supuesto, tenía pisos de pinotea.
Por suerte, ya no había “cepillo pesado” y tampoco cera en escamas. La lustradora eléctrica y el brillo líquido para pisos llegaron para facilitarnos la vida.
A fines de 1979, compramos con mi marido un departamento de pasillo construido alrededor de los años 40, que también tenía dos habitaciones con pisos pinotea. Ya allí sí me tocó trabajar sobre ellos para quitarles los restos de polvillo y demás que quedó de la renovación y pintura del departamento. Les pasamos viruta a mano, limpieza con algo húmedo y cera.
A principios del 82, ya con tres hijos, uno recién nacido, volvimos a mudarnos a una casa grande, antigua y muy bella, con tres dormitorios los que, adivinen, ¡sí, también tienen pisos de pinotea!
¿Me persiguen o soy yo quien los busca? Definitivamente los busco y me encantan.
¿Qué madera es la pinotea?, es el tronco de un pino llamado tea, que solo se encuentra en el sur de los Estados Unidos desde donde se importaba en los años 1930 y 40, muy resistente, con vetas de colores rojizos y amarronados que son únicos y que resisten fuertemente el paso del tiempo. En aquel entonces también se los elegía porque eran signo de buen gusto y distinción.
Estos pisos se instalaban con “cámara de aire”, a fin de evitar que la humedad de los cimientos llegase a la madera. Debajo de las tablas montadas sobre un bastidor, que se apoya a su vez en pilotes de cemento, hay un espacio de unos 30 a 50 centímetros hasta el contra piso real, de modo que literalmente están “flotando”.
Hoy, sigo la tradición familiar de remodelar, actualizar y remozar “la casa”, creo que está en nuestros genes. Si bien estas antiguas estructuras son bastante rígidas en cuanto a su arquitectura, siempre encuentro la forma de hacer cosas nuevas, cambiar distribuciones, abrir ambientes o remodelar baños. Mi marido y mis hijos tiemblan cada vez que digo: “Se me ocurrió una idea”. No obstante, lo que nunca cambia son las aberturas y los pisos de pinotea, ambas cosas conservan la historia de la casa, le dan identidad, marcan su momento de gran esplendor, nos cuentan de aquellos tiempos donde “las cosas se hacían para que duren siempre”; y, además, se usaban los mejores materiales existentes y hasta me atrevería a decir con pasión.
Y hay cosas que se heredan. Hace unos días cambié el sofá, llega mi nieto menor y me dice: “¿Y el sillón abuela?”. Le explico que en un par de días llega uno nuevo y él, con solo 10 años y llevándose las manos a la cabeza, me responde: “¡Ay no, ese sillón tenía tanta historia!”.
El barrio
Marisa Orlandi
El barrio en los años 70 era otro universo en Rosario, zona sur, a una cuadra del Hospital Español y otra de Avenida San Martin, zona de comercios y gran actividad económica, y casas donde vivían las familias de los mismos comerciantes. El hogar era el barrio y el barrio eran los vecinos y el sentido de comunidad, de pertenencia. Los chicos eran hijos de esos padres que trabajaban en esos negocios y se conocían entre todos y nos conocíamos y teníamos edades similares y nos dejaban juntarnos a jugar. Crecer en el barrio tenía ese sabor a simpleza, a algo servido en la palma de la mano, natural y seguro. Como la infancia.
Y luego, el tiempo. De un año a otro, de un día a otro, de un momento a otro, la pubertad. Y la realidad distorsionada como en un espejo curvo, y ya nadie sabía dónde ubicarse, qué pasaba con el cuerpo, si los juegos infantiles eran válidos, se escuchan comentarios irrisorios de adultos que no se entendían, las miradas pesaban, la ropa parecía inapropiada, el constante sentido del ridículo.
En el grupo de chicos del barrio teníamos casi todos la misma edad, con pocos años de diferencia.
Estaba, siempre estuvo, ese chico de ojos azules que todo el mundo en el barrio sabía que nos gustábamos, pero nunca se animó a decirme nada. Crecimos juntos. Era un año mayor que yo. Una tardecita festejó su cumpleaños numero 12 con una reunión en el patio de su casa, con todos los chicos y las chicas del barrio invitados. Los más grandes pusieron música y él, como era el cumpleañero, bailó con todas las chicas una canción.
Yo nunca había bailado con un chico antes. No era algo que siquiera estuviese en mis pensamientos. Para mí, era la primera vez que veía bailar en pareja. Lentos, en aquellos tiempos en que se bailaba música lenta. Recuerdo con claridad el momento en que extendió su mano hacia mí y pensé que era mi turno. No sabía lo que estaba haciendo y con total naturalidad lo tomé con ambos brazos por la cintura. Bailamos una canción completa. Él nunca dijo una sola palabra. Era un muchacho sencillo, respetuoso y bastante tímido. Mientras bailábamos, veía a las chicas más grandes reír y hacer comentarios entre ellas y hacerme señas a mí: no tenía idea de qué pasaba. Terminada la canción y mi primera experiencia en la vida de bailar con un chico, regresé a mi lugar. Y las chicas me explicaron el supuesto papelón que había hecho. No saber tiene un peso particular, nadie me explicó, pensé. Caí en la cuenta como un rayo que llevaba puesto mi hermoso vestido blanco con florcitas y bolados, vestido de niña. Fue el momento en que lo entendí. Amaba ese vestido como todo lo que representaba y abruptamente había sido puesto en cuestión. Me encontré en la encrucijada, la de esa edad de la historia, donde hay que tomar decisiones y siempre algo se pierde para que algo nuevo arribe. No me pesó haber hecho el ridículo, no era relevante. Era el vestido, lo inexorable de su destino y lo desconocido, aun por descubrir. Y por supuesto, el chico de ojos azules, con quien bailé por primera vez.
Censista
Hugo Longhi
La ley marca que los censos se deben hacer una vez cada década y, por lo general, en años “redondos”; es decir, aquellos terminados en cero.
No siempre esto es posible de cumplir, pero ese octubre de 1980 parecía que sí. Todo iba bien encaminado y yo me aprestaba a vivir mi segundo censo como simple encuestado.
Faltando más o menos una semana para la fecha indicada, los organizadores del evento se dieron cuenta de que les faltaba gente para ir a recorrer hogares y recoger los datos pertinentes. Con la desprolijidad que caracterizaba a los gobiernos militares, decidieron de apuro y arrebatadamente. Incorporarían personas como fuese y apuntaron a ciertas empresas, entre ellas, adonde yo trabajaba.
Y la compañía no se iba a negar a colaborar con el gobierno. Rápidamente se dispuso a recolectar voluntarios. Por aquel entonces, ser censista era una carga pública y no rentada.
Apuntaron a los más jóvenes. El argumento fue que éramos los más hábiles para desarrollar esa tarea. Obvio que la realidad era que al ser los más novatos fuimos más dóciles para ser manejados.
Y seguro que ya adivinaron: la barita mágica me tocó. Vaya alegría. De quedarme tranquilamente en casa esperando, me tocaría recorrer algún barrio dudoso y ejercer una tarea desconocida.
Fue así como el gerente técnico me hizo llamar y con palabras muy de ocasión me comunicó que había tenido el orgullo de ser designado como censista-encuestador. Todo un título. Era la primera vez que pisaba esa insigne oficina y me retiré deseando que fuera la última.
Por aquel entonces yo contaba con juveniles 22 años, cumplidos apenas días antes, y vivía en Granadero Baigorria. Ni el argumento de que todo me quedaría lejos importó. Yo era uno de los apuntados y no habría tachaduras ni enmiendas.
Recuerdo que esa tarde volví a casa al anochecer y casi ni quise saludar a mis padres, tal mi pésimo humor. Mi mamá, que me conocía demasiado, me dejó correr. Pronto se me pasaría, pensó. Pero la bronca no iba a ir tan rápido. Apenas les conté la buena nueva comprendieron. Enseguida, intentaron levantarme el ánimo diciendo cosas como que no era nada tan grave, que iba a ser rápido, que seguro me iban a auxiliar. En fin, nada servía. Para mí, era como un castigo. Ineludible, para colmo. E injusto.
Debido al escaso tiempo solo pude concurrir a dos jornadas de entrenamiento en las que una docente, de muy pocas pulgas, nos dio las instrucciones básicas. Con los compañeros que corrieron la misma suerte que yo, nos mirábamos sin entender demasiado, pero esa especie de maestra-sargento no lucía con mucho ánimo de responder preguntas, así que acordamos que lo que no entendíamos lo haríamos como sea.
En ese entrenamiento, nos enteramos de que el barrio a visitar sería Acindar. Bueno, creo que era Acindar, pasando 27 de febrero hacia el sur yo soy un desastre. Digamos que era esa zona de Ovidio Lagos y Jorge Cura, donde hay muchas calles en diagonales.
Los días previos fueron de mucha lluvia por lo que las calles lucían anegadas y hasta embarradas en algunos casos. Por suerte, ese miércoles 22 de octubre hizo buen clima, fresco pero sin chaparrones y fue una excepción, porque las precipitaciones continuaron en las jornadas siguientes.
Salí super temprano de casa. Portaba una credencial que me habilitaba a viajar gratis en colectivo ese día. Llegué a eso de las ocho de la mañana a un punto que estaba convenido. Allí, la maestra-sargento nos entregaría las planillas, lápices, goma de borrar y una cantidad equis de calcomanías que deberíamos pegar en la puerta del domicilio censado como elemento probatorio. ¿Se acuerdan del logo del lapicito? Decía “Yo participé”.
Me tocó una media manzana y, tratando de no perderme en esa jauría de diagonales novedosas para mí, comencé mi labor. Me paré frente a la primera puerta, respiré hondo y toqué timbre. Tardaron algo en abrirme por lo temprano pero la pareja, un matrimonio de edad mediana, me atendió bien. Respondieron con prontitud y justeza a mis consultas y hasta me ofrecieron un café. Eso me dio confianza. A la segunda puerta ya tuve menos miedo.
Y fue así como llegando poco más allá del mediodía ya estaba concluyendo. Pasó un poco de todo. Desde familias que ya tenían la mesa lista para almorzar y tuve que apoyar mis planillas en un florero, chicos que querían la calcomanía para tenerla de recuerdo, una señora separada que me hablaba pestes de su ex, hasta un señor que se enojó feo y me amenazó porque no quería que le censara un terreno baldío. Decía que yo era de la DGI -hoy Afip- y que le iban a cobrar impuestos. Resolví darle la razón para que se fuera con sus amenazas a otra parte; pero luego, ya lejos del peligro, al terreno lo incluí como correspondía. Estaba decidido a cumplir mi misión al pie de la letra.
Solo me quedaba volver al puesto base y entregar la papelería a la sargento que, por primera vez, me dedicó una sonrisa de agradecimiento. Fui de los primeros en terminar y por suerte no me dieron más hogares que censar. Me retiré caminando hacia Ovidio Lagos. La compañía donde trabajaba había designado a un compañero para abastecernos de un sándwich y una gaseosa a modo de premio por colaborar con la patria.
El resto fue exhibir una vez más mi credencial para que el chofer no corte boleto y llegar a Baigorria a eso de las quince, donde mi mamá, ansiosa, me esperaba para llenarme de preguntas. A diferencia de aquella noche, mi talante era tranquilo y hasta de buen humor. Al fin y al cabo, ser censista no había sido tan difícil y hasta alcanzaría para guardar anécdotas como las que humildemente traté de reflejar aquí.
Los proveedores del barrio. Los habituales
Héctor B. Carrozzo
En esta búsqueda de recuerdos en mi “hard disk” me vienen a la memoria aquellos vendedores ambulantes que por los años 50 y 60 pululaban por las calles de la ciudad. Muchos de estas actividades han desaparecido, ya que fueron absorbidas por los grandes complejos comerciales; otros se han reciclado, cambiando para sobrevivir.
Me acuerdo de algunos como el peluquero, el lechero, el hielero, el “ruso” que vendía telas, el afilador, el pescador, el verdulero, los norteños, etcétera. Algunos eran habituales y otros circulaban de manera esporádica.
Empecemos por los habituales, aquellos que proveían en forma cotidiana.
Don Narciso era nuestro lechero habitual que, con su jardinera, que era tirada por un matungo mañero y más viejo que Matusalén, recorría diariamente el barrio con sus tarros cargados con el preciado elemento. El matungo era tan conocedor del barrio que ya sabía las paradas obligadas de los clientes y se detenía y arrancaba solo con el silbido de Don Narciso. Y allí venía don Narciso y con su medidor de volumen, una jarra de un litro (o más o menos), y medía la cantidad solicitada. A veces cuando algún vecino se quedaba corto con el pedido había que ir a la casa de Don Narciso para conseguir más, una especie de “take away”. Era muy interesante entrar esquivando las deposiciones de los caballos, ya que estos convivían en el depósito de los tarros de leche. ¡Ni hablar del olor! ¡Ni pensar que podrían haber caído en la leche!
El hielero nos proveía de las barras de hielo trozadas en cuartos, que eran necesarias para la conservación de los alimentos y eran imprescindibles; ya que la mayoría de los vecinos no teníamos heladeras eléctricas. Estas eran unos gabinetes cúbicos, que tenían una puerta en la parte superior que era el lugar para el hielo, “el congelador” y dos puertas en el frente. El hielero se movilizaba en una jardinera y, ya más avanzado los años 60, en un camioncito carrozado para proteger la mercadería del sol, y que estaba además cubierta por una capa de bolsas de arpillera húmedas. Este comerciante pasaba tres veces por semana y los trozos de hielo había que “envolverlos” el papel de diario para que duraran más. Después, el lujo, vinieron las heladeras eléctricas: aquellas memorables Siam, Villber y otras.
Otro de los oficios que han pasado casi a la historia, aunque sobreviven en otra versión es el cartero. Recorría las cuadras que les tenían asignadas distribuyendo la correspondencia. Ya se acercaba y antes de entregar las mismas le avisaba al destinatario: “Buen día doña Marta, carta de la mami desde Córdoba”.
Creo que Don Cabrera (si no me equivoco, ese era su nombre) sabía la historia de todo el barrio y después que se jubiló siguió recorriendo el barrio saludando a sus amigos.
El verdulero era otro de los habituales. En un carro que era generalmente impulsado por la fuerza humana, ofrecía todo tipo de verduras, frutas y afines. Pasaba un par de días a la semana ofreciendo las verduras y frutas de estación. En el verano se exhibían bajo el sol radiante y con el calorón que hacía, estaban remaduras. Tenían una balanza de platillo que pesaba “al paso” y lo que menos hacía era dar el peso exacto.
En las tardes de verano se solía oír: “Laponia, helados. ¡Heladero!”. Y con la misma corneta que hoy aún se usa. En una bicicleta carrozada pasaba el heladero. Recuerdo que algunos se preparaban en el momento, dos obleas y en el centro un trozo de helado. Un sándwich de helado. Hoy sobrevive en una versión más moderna.
Algunos de estos fueron reemplazados por efecto de la vida moderna, más preocupada por el estado sanitario, aunque otros cambiaron por la concentración de las actividades en grandes emprendimientos.
Recuerdos, recuerdos, recuerdos.
(1) Se trata de una nueva versión de un texto ya publicado, y es parte de una propuesta hecha por los coordinadores del curso de revisión y posible reescritura de relatos.
Adicción
Liliana Lijovitzky
Entre mis seis y diez años me desesperaba por salir a la vereda para jugar sola o con amigos y amigas.
Mi madre observó mi pasión por los juegos y optó por darme una ocupación: los mandados.
Aceptaba gustosa la “insoportable misión”, cuando imaginaba que no podría arremeter con mis entretenimientos preferidos.
Mi mamá me hacía una lista de carnes, verduras y víveres.
La verdulería, abierta a la calle, quedaba por Entre Ríos casi esquina Ayolas.
Don Pascual me conocía de memoria y sabía de mis mentiras. Cuando le pedía cuatro manzanas, cuatro tomates, dos limones, seis zanahorias, un poco de perejil, gritoneaba: “A ver, mostrarme el papel que te dio tu mamá”. Pero yo lo escondía.
“Lo perdí”, le decía. A mami le juraba que era lo único que le quedaba al verdulero.
Hacía lo mismo con el carnicero. En lugar de dos kilogramos de carne picada, pedía uno y medio; y lomo cortado para doce milanesas, me las ingeniaba igual, compraba para ocho.
Don Luis, el almacenero, detrás del mostrador y frente a la balanza de pesitas de bronce, me miraba con recelo. Mucho no podía inventar, porque ponía lo comprado en bolsas de papel marrón, las pesaba y anotaba todo en una libreta. ¡Insufrible ritual!
Mi objetivo no era quedarme con las monedas, era arrasar en la panadería de los Vitantonio y en el quiosco.
¡Los dulces fueron mi perdición!
Si mami me anotaba pan y facturas, hacía agregar tres o cuatro más de las que tenían dulce de leche y chocolate.
No recuerdo si se llamaban “pan de leche” ni tampoco si existían las tortitas negras o las bolas de fraile.
Una inmensa dicha era mi compra en el quiosco. Con los vueltos, elegía una pequeña variedad, fundamentalmente ¡las “Tita”!
Era lo más exquisito para mí, que no comía casi nada. Se turnaban para hacerme aviones, esperando que la nena “tragara “nutrientes.
Lo mío eran los milanesas con lechuga, ¡ah!, y las ranas que “cazaba” los días de lluvia y horneaba doña Amelia, mi vecina.
Las “Tita” tenían un significado, creo que tan importante como sacar la sortija de la calesita.
En la heladera Kelvinator las apilaba en la puerta (no sé porqué me gustaban frías) y las envolvía suponiendo que nadie las veía.
Deleite mayor no había y mis padres se alegraban, porque “la chiquita algo más comía”.
Llegó el día en que mi mamá, habiendo recibido quejas de los proveedores, tuvo que tomar la decisión de darme un reto inolvidable.
Estando en la planta alta de la casa, descubrió mi travesura y mientras bajaba volando por las escaleras, no tuvo mejor idea que tirarme con una escoba. Por suerte erró su puntería.
“Nunca más me mientas”, gritó mi madre. Lloriqueando me fui a refugiar en los brazos de Silveria, la chica que trabajaba en casa.
Jamás olvidé ese momento. Cumplía fielmente con los insumos indicados y le pedía dinero para las golosinas.
Pero mi adicción por los dulces nunca me abandonó.
Ahora, en la mesa de luz, me esperan ansiosos dos alfajores de chocolate y dulce de leche.
Creo que me hablan: “Apurate que comienza el programa de ‘Los ocho escalones’”.
¡Qué felicidad tener esas dulzuras a mi lado!
Estudiando y amando
Gloria De Bernardi
Yo estaba de novia con G.A., creo que en primer año de Medicina.
Iba caminando por avenida Francia y veo pasar un hombre hermoso en un auto convertible, el famoso MG 47, rojo en ese entonces.
Lo vi y quedé fascinada.
Pasaron varios meses.
Un día, fui a un concierto en El Círculo con mi novio y lo vi a él, varios asientos adelante, con otra mujer, linda, de pelo largo, rubión.
Me dio un ataque de celos. Ya lo había elegido.
Pasó por lo menos otro año más sin verlo. Yo acababa de terminar mi relación con G. e iba a la biblioteca de la Facultad de Medicina a estudiar. Allí tenía amigos y amigas con los que íbamos a al bar.
Me levanté justamente para ir al bar y Juan Carlos (el Gordo) me llama y me dice: “¿Quién te hizo la cirugía estética?”. Yo me paré junto a él, extendí mi hermoso pelo castaño seductoramente y tuve la certeza de que era mi hombre.
Me habían hecho cirugía estética en la nariz, que yo odiaba.
Volví a la pensión enloquecida de alegría.
Cuando les conté a la Kitty y a Delia lo que me había pasado, y la certeza de que tenía de que esas palabras habían sido como una declaración, ellas quedaron estupefactas, pero me creyeron, yo estaba tan segura…
A partir de ese momento, comencé a ir sola al bar, mis amigos no entendían nada, ellos iban, yo me quedaba, ellos se quedaban, yo iba.
Al bar “El tejedor”.
Creo que ya la segunda vez que hice esto el Gordo me siguió, me senté sola en una mesa, a la espera, y él se sentó conmigo, y charlando, ya en pleno plan de atraque, decidimos vernos esa misma noche en el bar de “Solares del Rosario”, barrio donde después vivimos.
Esa noche nos encontramos, hablamos muchísimo sobre nuestras ideas de la vida, yo ya estaba entregada y él también.
Era tal la emoción que me producía salir con él, que no me entraba bocado, se me cerraba el estómago.
Él se despidió de mí sin decirme cuando nos íbamos a ver de nuevo. Pero yo estaba segura de que lo iba a ver y de que iba a ser mi pareja.
A los pocos días, yo iba caminando por calle Mendoza (vivía en una pensión en calle Mendoza, esquina presidente Roca), y siento clarito que él me llama: “¡Gloria!”.
Me doy vuelta, yo estaba casi en la esquina y él, cerca de la pensión. Nos acercamos, él juró que no me había llamado, pero yo lo escuché.
Quedamos en ir a un lugar bailable que se llamaba “El Cisne” o algo así, que quedaba en Fisherton.
Yo me puse mi vestido negro de lanilla minifalda sin mangas y el tapado de piel.
Él, un traje azul. Estaba hermoso.
Bailamos muy juntitos, pero no me dio ni un beso. Nada.
De a poco, empezamos a salir y un día, en un lugar bailable nocturno que quedaba en Alberdi, ahí sí, el romance eclosionó, muy apasionado.
El Gordo me explicó que quería ser muy prudente; porque, como había tenido muchas parejas ocasionales, quería estar seguro de que yo era la mujer, la que él había elegido.
A partir de ese momento, no nos separamos más.
Salíamos hasta tardísimo a la noche, nos hablábamos todo. Era invierno, yo volvía a la pensión aterida de frío, pero en estado mágico. No me podía dormir.
Conocí el río, por primera vez. Fui en el velero de su amigo el Negro, le decían el Indio. Hacía mucho frío dentro, pero el amor da el calor necesario y más que el necesario.
Otro día salimos en la lancha de madera de Cacho, un amigo de él, también estudiante de Medicina.
La isla y el río eran lugares solitarios, no existía la locura de ahora.
Empezamos a ir a su casa por la noche, entrábamos a escondidas.
El Gordo quería que yo me quedara a dormir, decía que al día siguiente la tía Luisa nos iba a cebar mate; pero a mí me daba vergüenza, así que me volvía a la pensión. Él me acompañaba, obviamente.
En ese entonces habíamos cambiado de pensión, vivíamos con la Kitty en bulevar Oroño.
Conoció a los papis, que quedaron encantados con él. Era tan educado, hermoso, trabajador y, sobre todo, me amaba tanto.
A los once meses de novios, decidimos casarnos. Mejor dicho, el Gordo quería casarse sí o sí. Yo tenía 22 años y él, 28. Quería formar una familia, tenía mucha ilusión.
Yo tenía miedo de formar un hogar siendo tan joven, pero no quería perderlo.
Él no se había recibido de médico todavía. Trabajaba en el Museo de Anatomía, fue uno de los fundadores, en la Asistencia Pública, como practicante de Guardia.
Trabajaba también en la UOM de Villa Constitución y en un psiquiátrico, como clínico; pero igual ganaba poco. Los médicos en Argentina estamos mal remunerados. Y los estudiantes, peor.
El Gordo tenía un gran amigo, Pocho, que hacía poco que se había recibido de médico. Era un seco, y se había ido a vivir con su mujer, Betty, a su pieza, en la casa de sus padres. Tuvieron un varoncito.
Entonces el Gordo decía: “Si Pocho y la Betty pueden vivir en una pieza y son felices, ¿por qué no podemos nosotros vivir en mi pieza?”.
Y así decidimos casarnos.
Mis viejos nos habían invitado a la Kitty y a mí a Buenos Aires, y allí les conté mis planes. Me acuerdo bien. Y ellos, que siempre fueron tan prudentes, no hicieron ninguna objeción.
Decidimos casarnos el 6 de setiembre de 1968.
Para ese entonces, la Kitty, yo, Marta y Alicia, compañeras mías y de la Kitty, vivíamos en un departamento de calle Entre Ríos y 3 de febrero.
Dos en cada habitación. El departamento estaba lleno permanentemente, porque las cuatro teníamos novio, más los compañeros que iban a estudiar.
Me acuerdo de una anécdota risueña.
El departamento estaba al final del pasillo, no me acuerdo si en el primer o segundo piso, y cuando el Gordo y yo íbamos hacia allí, él iba atrás mío, caminábamos como dos patos, y hacíamos “¡cua, cua,cua!”
¡Qué felices!
La fiesta de casamiento la pagaron mis padres y la hicimos en el mismo departamento. Estaba lleno de amigos y familiares, mis padres habían pagado un par de mozos para que sirvieran.
Había gente hasta en el palier.
Por supuesto, ¿qué hizo el ansioso del Gordo? Se quiso ir de la fiesta, que había sido un almuerzo y, quieras que no, nos fuimos antes que todos, de viaje a Córdoba en el Chevrolet de mi papá, que nos lo había prestado.
Hacía tanto calor que yo, que tenía los pies hecho polvo con mis zapatos nuevos, color rosa viejo, me fui descalza. Tenía un vestido hermoso minifalda rosa viejo y una cartera tejida que me había hecho una amiga de la Kitty.
Así empezó nuestra vida de estudiantes casados.
Otro día seguiré con esta historia.
Petición de socorro
Daniel O. Jobbel
Debo de haber hecho algunos viajes en la falda de mi madre entre los dos y los cuatro o cinco años. Digo esto porque mi madre trabajaba de costurera y nunca se sabía cuándo llegaría. La mente borrosa me juega una mala pasada y puedo recurrir al error, de tiempos, formas, pero esa foto en sepia en la que estoy junto a ella casi no miente.
No hubiera sido lógico que mi padre, un vulgar empleado y repartidor de Dinóbile, (una antigua gran librería de San Martín y Pellegrini), con un inmenso lápiz como cartelería en el Rosario que emergía sigiloso y productivo gracias a los granos del campo; llegara con una mochila llena de novedades, anécdotas, historias, que contar cuando era distribuidor de esa empresa, en esos viajes a La Capital y al interior desde Rosario, pasando por localidades, pueblos, ciudades de todo catálogo; y durante sus períodos anuales de licencia, cuando lo que le daba prestigio era lucirse con sus antiguos compañeros de trabajo hablando poco y fino, por lo menos apurando lo mejor que podía la dicción, porque era medio quedado y en algún bodegón al que asistía, entre cartas, copas y cómplices de silla, regalarles cuentos del viejo arrabal, relatos y personajes del “pago chico”; historias de mujeres; alguna “Gatúbela fatal”, a la cuál pagara su propina con un trago; incluso alguna compradora fácil que se le presentara en el mercado de San Telmo, en Buenos Aires o en algún almacén de pueblo. Sin embargo, eso nunca lo confesaría según mi abuela en la mesa con nosotros, creo que por amor a los suyos especialmente a mi madre. O simplemente porque nunca sucedió.
¿Imaginaría eso? Caía de maduro que sus relatos eran ingeniosos, casi inverosímiles, con finales confusos y con mucha timidez, así creo que solo era para tener algo por contar de sus viajes, y llamar la atención frente a sus allegados, según observó mi tío Juan.
Muchos años después, mi abuela me contó que, cuando me entregaban a sus cuidados y la “Revolución libertadora” estaba en su auge, esa abuela, maldecía en voz baja, no hablaba de política, pero poco le agradaba aquellos sucesos. Ella me sentaba en la habitación, cerca del patio con sus malvones, para que yo juegue un rato con algún juguete, sobre una manta extendida en el suelo, desde donde, de tarde en tarde, le llegaba mi voz: “Nona, nona”. “¿Qué quieres, hijo mío?”, preguntaba ella. Y yo chupándome el dedo gordo de la mano izquierda, llorisqueando lágrimas en los ojos, le decía: “Yo quiero caca...”. Cuando ella acudía a la petición de socorro era demasiado tarde. “Ya te has ensuciado encima”, decía mi abuela Dominga, riendo y preocupada.
De modo que, habiendo partido mi madre siempre a su trabajo de costurera, o con mi padre a sus viajes; todo ese esfuerzo para tener casa propia en la zona sur en el barrio Las Delicias; Dominga y yo éramos única compañía en aquella primavera de 1958, cuando contaba nada más que dos años y pico de vida. ¡Y que más feliz que una abuela con su nieto!; aunque mi desarrollo comunicativo no podría valer gran cosa y solo sería ensuciar pañales y gatear por el suelo.
Es de suponer, por tanto, que los escatológicos episodios que acabo de mencionar sucederían después, en aquellas idas a la laguna Mar Chiquita, Córdoba, para pasar períodos de vacaciones con mis abuelos y dejar embarrarse, secarse al sol, luego zambullirse en esa agua salitre para suplir el reuma que tenían y, además, cargarse con una pila de pañales para el nene, que quedaban colgados en la soga de la hostería a la vista de todos.
También quisiera entrever cuando mi madre, dejándome entregado a la abuela Dominga, iba de incógnito a matar la nostalgias con amigas de juventud, a quienes daría parte de sus propias experiencias de la civilización de entonces, incluyendo, si el orgullo no le trababan la lengua, de su esclavo trabajo y otras cuitas; además escuchando de los malos tratos frecuentes de muchos de los maridos de sus amigas, quienes habían perdido el norte en una borrachera, o con las eróticas alegrías de una sensual “Rita La Salvaje” en nuestra metrópolis. Supongo que por haber sido atónito y ni testigo de algunas de esas deplorables escenas domésticas jamás he levantado la mano contra ninguna mujer.
Ya de adolescente mi abuela y luego mi madre me hacían recordar aquel momento: “¿Te acordás de cuando te cambiaba los pañales, nenito?”.
Los setenta
Mónica Mancini
Los años setenta no son muy bien recordados. Cuando miramos para atrás, el pensamiento colectivo en general rememora los momentos más oscuros.
Pero cuando nos podemos despegar de esos acontecimientos que hoy nos afectan tanto, aparecen los detalles de nuestra vida particular. Vivíamos situaciones que nos hacían felices, nada de conciencia, nada de culpa.
Retrocediendo en el tiempo, rememoro casi todos momentos emocionantes, vividos con mucha pasión.
Recuerdo mi cumpleaños de quince en el 71, que se festejó en mi casa, repartiendo las mesas para los jóvenes, niños y adultos, entre la cocina, el garaje y el comedor. El avance tecnológico más impresionante era que podíamos sacar fotos a color, por supuesto, quien lo hacía era un profesional citado con anterioridad para la fecha indicada. Después, debíamos esperar un tiempo para poder ver las imágenes que quedaban inmortalizadas en el papel.
Entre los regalos había muchas cosas de oro: pulserita de identidad, dijes, medallón. Era muy común que nos obsequiaran el primer reloj, como símbolo de madurez.
Mi vestido era largo, color ciruela, rebeldía al vestido de princesa vaporoso y corte de pelo “Napoleón”, corto arriba y largo en la nuca. Las chicas casi todas con minishort, botas bucaneras y chaleco largo. Era la última moda. Los varones de traje, eso sí, todos con zapatos, nada de zapatillas.
La música sonaba en un Wincofon, donde circulaban los long plays. Estaban muy de moda los grupos nacionales, como Los gatos, Almendra, Pescado Rabioso, pero también escuchábamos los de afuera. Bailábamos “sueltos” y esperábamos los lentos para acercarnos un poco más.
Creo que lo único que permanece más o menos similar es la comida: sándwiches, pizza, empanaditas, minutas, gaseosas y alcohol solo para los adultos.
En esos tiempos teníamos gobierno de facto, no nos preocupaba mucho tener a los milicos en el poder. Era casi común, desde el 66 que venían pasándose la banda. De todas formas, nos interesábamos en la política y había grupos en la escuela, que hablaban de volver a la democracia. Comenzamos a escuchar Vox Dei y cantábamos sus canciones en las misas.
Los planes de salida eran al cine y, aunque ya habían cerrado algunos de los del barrio, la oferta era amplia y podíamos elegir entre unas cuantas propuestas. La otra opción era mirar la televisión. Ya contábamos con tres canales y había programas que comentábamos todos, como los de Narciso Ibáñez Menta, las novelas de Alberto Migré, los partidos de fútbol y las peleas de Monzón.
Para ir a bailar existían las matinées, los del Club Echesortu, “Sayonara” en Fisherton, los domingos a la noche Unión y Progreso y muchos más sofisticados, como “Rojo 7000”, “Mongo Aurelio” o “La manzana de Adán”.
Ya en esos años evitábamos la compañía de las madres, que hasta no hacía mucho se te instalaban en una mesa para controlarte.
La previa de la salida era estimulante. Estábamos en todos los detalles, el pelo, generalmente con “la toca”, se hacía con un rulero grande y todo el pelo alrededor, el objetivo era que te quedara lo más lacio posible. El maquillaje llevaba su tiempo, existía un rímel bastante espeso y el objetivo era alargar las pestañas, se contorneaban los ojos con delineador, no sé cómo, pero nos quedábamos muy conformes con el resultado. Claro que, si no pasabas una buena noche y lagrimeabas un poco, te transformabas en un personaje de película de terror.
Cuando llegaba el momento del boliche, todo era expectativa, aún se usaba el “cabeceo”, que había que saber entenderlo, ya que un error podía ser fatal, tanto para nosotras como para ellos.
Conocer a un chico y quedar para una próxima cita, tenía que ver con la memoria para recordar un número o acordar lugar y hora en ese momento. Cabe aclarar que no todos teníamos teléfono, hasta a veces se daba el de un vecino, se buscaba la manera de no perder el contacto. La verdad es que, si te querías encontrar de nuevo con alguien, seguramente lo lograbas.
Los pasatiempos eran escuchar música, casi siempre “en barra”, a veces en el “Winco” y también de programas en la radio dedicados a los jóvenes, donde podías pedir temas.
Otra distracción importante era la lectura. Ya habíamos pasado por las historietas y fotonovelas y accedíamos a literatura de moda. Recuerdo los libros de Sidney Sheldon, Guy des Cars, toda una época en la que nos los intercambiábamos y los leíamos a escondidas, a modo de gran transgresión.
Como expresé cuando comencé el relato, los setenta tienen una carga pesada; pero fue nuestra adolescencia y nuestra juventud, años irrepetibles, de tomar decisiones, de forjarnos nuestro destino.
Abrimos caminos para las generaciones que nos siguen, removimos prejuicios, y luchamos para ser escuchados, para contar nuestra historia.
Decisiones, elecciones y destino
María Cristina Piñol
Marzo de 1999, mi primer día de clases en la Facultad de Derecho. ¿Cómo llegué hasta aquí?
Lo primero que puedo decir es que es mucho más sencillo tomar decisiones y hacer elecciones a los cuarenta que a los diecisiete o dieciocho años.
A todos seguramente de niños nos hicieron esta preguntita: “¿Qué te gustaría ser cuando seas grande?”. Y vos con ocho, nueve o diez años te imaginabas siendo astronauta o Sisí Emperatriz. Aunque no lo parezca esa pregunta no estaba tan mal, te hacía volar con la imaginación y sobre todas las cosas, significaba que podías elegir.
No menos común era la otra frase: “Cuando seas grande tenés que ser…”. Tremendo suena y más tremendo es, ya que no hay elección alguna, tu camino estaba determinado por otros.
Volviendo a mis elecciones, allá lejos en mi infancia a los 10 u 11 años tenía muy claro que quería ser actriz. Desde los 4 años iba a danzas y desde los 7 hasta los 12 también estudié Arte Escénico. El escenario era el espacio más feliz de mi vida. Dicen que quienes escuchan más temprano el llamado de la vocación son los artistas, sean músicos, actores, pintores, porque según la ciencia no es algo que se piensa, sino que se siente y aunque no son muchos los que escuchan este llamado aún menos le hacen caso. Creo que es cierto.
Pero, allí estaba la realidad que te saca del encantamiento, había que estudiar, la vida era larga, plagada de escollos, y la mejor herramienta que nuestros padres te podían brindar para sortearlos era el estudio. “El teatro y el colegio no van de la mano”, me decían y explicaban: “Sos una nena muy inteligente, elegí estudiar lo que te guste y en la escuela que quieras, seguro vas a triunfar”.
Acá voy a abrir un pequeño paréntesis cronológico, para explicar lo de “nena inteligente y triunfar”. Tuve la ¿fortuna? de ser la primera hija, nieta y sobrina de ambas familias, paterna y materna, privilegio que duró más de cinco años hasta que nació el segundo, aunque según dicen mi hermano y mis primos, ese reinado perduró por siempre. Así fue como durante mi primera infancia las cuatro tías solteras volcaban sus mimos, tiempo y expectativas en esa pequeña niña revoltosa. Todas estas chicas eran mujeres independientes, trabajaban y un par de ellas también eran deportistas. La más joven cuando yo nací tenía 22 años, las otras entre 28 y 33 y aún no se habían casado, ¿muy raro para la época no? En medio de ese entorno es fácil entrever que aquella niña fue súper estimulada: libros, cuentos, paseos, música, baile. Cada día eran una aventura.
Como todos esperaban, la escuela primaria la pasé “de taquito”, llegó sexto grado y fui abanderada. Primera tarea cumplida.
Elegí la escuela secundaria e ingresé, previo examen, al Superior de Comercio. La nena iba bien encaminada. Terminé en tiempo y forma sin problemas.
¿Era realmente inteligente? Mmm no lo sé, pero sí era muy estudiosa y no me gustaba fallar.
Quizás como consecuencia de este entorno cercano, a diferencia de muchas niñas de mi edad, el matrimonio y formar una familia no estaban entre mis metas, por el contrario, me imaginaba como una mujer libre, con una profesión, exitosa en mi trabajo y recorriendo el mundo. Mi heroína de la niñez era Josephine (Jo), la rebelde escritora de las hermanas March de la novela Mujercitas. Tampoco en mi casa me guiaban hacia esa meta familia-hijos.
Año 1970, revuelto el país y revueltos nosotros, los adolescentes que debíamos elegir carrera, organizar el viaje de estudios, la fiesta de graduación y, en el medio, vivir todas las cosas lindas y feas que conlleva esa edad.
Elegí estudiar Medicina. No fue una decisión por azar o por descarte, tenía motivos para considerar que era lo que realmente quería. Mi tío Enrique era médico pediatra. Fuimos muy compinches y él fomentaba mi faceta artística. Íbamos los dos al teatro, al cine, me compraba libros de poesías, clásicos de la literatura y hasta me llevaba al Hospital de Niños o al Centenario a la sala de pediatría a leerle cuentos o recitarles poesías a los chiquitos internados, Me encantaba hacerlo y, como si fuera poco, el tío también “me curaba”. Por otro lado, en la secundaria, creo que en tercer año, dábamos como materia autónoma Anatomía. El profesor, el doctor Gallo fue el docente soñado, exigente pero sumamente comprometido con los alumnos, y su didáctica sencilla y convincente me hizo amar la materia.
En abril de 1971, comencé a cursar el primer año de la carrera y los tres tomos de “Anatomía”, de Rouviere, se convirtieron en una extensión de mi cuerpo. Era el inicio de una década turbulenta, de días complicados, organizaciones como el ERP y Montoneros conformaban el terrorismo “civil” enfrentando al terrorismo de Estado, y ambas márgenes afectaban toda nuestra vida. Cada semana se decretaba una “toma de la facultad”, se cerraban las puertas, nadie podía entrar ni salir, se levantaban las clases, se posponían exámenes. Era un verdadero caos. La mayoría de los que ingresamos en 1971 recursamos en el 72 que también fue un año caótico, la “Masacre de Trelew”, estudiantes desaparecidos, en fin, todo lo que ya conocemos y que hoy vemos con la lupa esmerilada del tiempo, pero para quienes lo vivimos con apenas 18 o 19 años fue un motor para cambios de proyectos. Se hacía difícil imaginar y construir un futuro nadando en el lodo.
Y fue el momento en que aquella nena inteligente y exitosa dio el “batacazo”, dejé la facultad y fui a trabajar en el negocio familiar. Fue una decepción para muchos y un alivio para mí.
En medio de esos cambios, me aguardaba lo menos pensado, me enamoré y me di cuenta de que era amor verdadero cuando comencé a imaginarme, por primera vez, casada y con una gran familia.
Tenía 20 años y quería encarar otra carrera sin dejar de trabajar. Vi la oportunidad en la UTN que tenía cursado vespertino y ofrecía el título de Analista de Sistemas, novedoso y vanguardista que aseguraba un futuro promisorio. En esos momentos una computadora IBM ocupaba el espacio de una habitación de 4 x 4. Corría el año 1973, si los anteriores habían sido complicados ni que hablar de este. El ingreso a las facultades ya era irrestricto, no obstante, debíamos hacer un curso previo y presencial. Y vuelta la burra al trigo: teníamos un cuadernillo donde supuestamente se nos explicaba los lineamientos de la carrea, las incumbencias y salidas laborales. Lo cierto es que si bien, parte de ese cuadernillo refería a esos propósitos, otra parte estaba totalmente vinculado a la política y la ideología imperante en ese momento. Si el 72 en las facultades, para estudiar, fue complicado, el 73 fue terrorífico. Cualquier día en medio de una tranquila clase irrumpía algún grupo civil armado y nos sacaban de la facultad y a la semana siguiente otro grupo, también armado del “otro lado” ya sea Ejército o Policía irrumpía en la clase en busca de los anteriores. Salíamos a las 23, la calle estaba desierta y el miedo se hacía sentir. Segundo desistimiento.
Más allá que este macroentorno condicionaba la vida de todos, ni la medicina ni el análisis de sistemas eran para mí.
En octubre de 1975 nos casamos. Mi vida dio un giro de 180 grados y de a poco fui aprendiendo el “oficio” de ser mamá. No hay universidad que te capacite para esto, la única forma de aprender un oficio es haciéndolo.
Y volví a estudiar. Cursé cuatro veces la primaria y otras tantas la secundaria, no ya como alumna, pero si como docente en cada grado y en cada año de la escolaridad de cada uno de mis hijos.
Los chicos crecieron y fui redescubriendo mi tiempo, mis sueños juveniles, reencontrándome con aquella niña que nunca me había abandonado y solo estaba esperando el momento justo para avisarme que aún estaba allí tan fresca y decidida como siempre.
Así llegué aquel marzo de 1999 a la Facultad de Derecho, recordando casi textualmente las palabras del psicólogo que nos hizo la devolución del test vocacional en 1970: “Señorita Piñol (así era el trato, de usted y señorita), sus habilidades sin dudas están dirigidas hacia una carrera humanística, manifestó su deseo de estudiar Medicina y está acorde a su test; pero sinceramente, si no se hubiese inclinado por una carrera en particular, debo decirle que usted, sería la abogada perfecta”.
Soy abogada, pero por suerte no soy ni pretendo ser perfecta, hace tiempo comprendí que la perfección era la expectativa de los otros y no la mía.
Hoy a la distancia y con una vida de por medio, puedo atreverme a hacer algunas reflexiones:
¿Es la abogacía mi pasión? Digo sin dudarlo que el Derecho me apasiona, pero lamentablemente la profesión discurre por otros carriles.
¿Hubo en mi vida alguna elección vinculada con la perspectiva de género? No, ni de mi parte ni de parte de mis padres.
¿Hubo alguna imposición de mis padres para la elección de una carrera? Definitivamente no, siempre pude elegir. Si cometí errores en algunas elecciones, fueron solo mis yerros.
¿Siento que coartaron mi vocación al disuadirme de no seguir con el teatro? Aunque siempre me resultó un poco incomprensible que me fomentaran de pequeña esa inclinación para luego decidir que estudiar y hacer teatro al mismo tiempo era imposible, con el tiempo comprendí la dicotomía. Hoy, sé que esos años de cercanía con el arte me proporcionaron muchísimas herramientas que he usado en incontables situaciones y, además, si realmente hubiese querido continuar podría haberlo hecho en cualquier otra etapa de mi vida. La elección también fue mía. De todos modos, los abogados tenemos algo de actores y, aún con la ley entre las manos, sabemos que cada cliente es un ser diferente y para defender sus derechos debemos “interpretar el rol de cada uno de ellos” ante quienes corresponda.
¿Existe el destino como un hecho inexorable? No lo creo, y me quedo con Cortázar, “Nos estábamos buscando sin saber que íbamos a encontrarnos”, y con su correlato en el dicho popular que reafirma a Cortázar: “El que busca siempre encuentra”.
“Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.” Sartre parece ensañarse con ponernos a filosofar. ¿Qué es lo realmente importante en nuestra vida, lo que “hicieron de nosotros” o lo “que nosotros hacemos con eso”? Creo que esta es la entraña de la frase, lo que “hicieron” es de los otros y ya pasó, lo que “hacemos con eso” solo nos pertenece a cada uno de nosotros. El futuro es una página en blanco, que nos toca escribir; y comprenderlo es tan mágico, que nos hace verdaderamente libres.
Los comerciantes de mi barrio
Graciela Bazzana
Recuerdo con nostalgia algunos de los comercios de mi barrio, ya desaparecidos como, por ejemplo, “Textil Todo Once” (atendido por sus dueños, un matrimonio muy especial). Llegabas y salían al encuentro ofreciendo todo tipo de prendas.
Otro negocio que recuerdo era "Capobianco iluminación” (lámparas; veladores; arañas) de fabricación propia, con su dueño al frente y siempre muy amable, el cual brindaba todo tipo de soluciones.
Otros negocios son “disquería Bigotes", joyería "Marcovich", "Butti musical” (con sus discos de la época), kiosco de diarios y revistas “Don Lucio”, joyería y relojería “No me olvides” y tantos más.
Otro capítulo aparte se llevan los vendedores ambulantes como una camioneta verde oscura, que repartía vinos en damajuana “Galán"; y en un camioncito con forma de tanque, también verde oscuro, repartían kerosene “Don Ordiales".
Estaba el peluquero "Miguelito”, que iba a domicilio en moto y en 10 minutos te dejaba "pipí cucú"; y también el lechero, con sus tarros en una jardinera, que pasaba todas las mañanas y las mujeres se acercaban con una jarra o una botella a comprar el indispensable alimento.
Antes del amanecer, pasaba el diariero dejando bajo la puerta un ejemplar.
Todas las tardes de verano se sentía la típica musiquita del heladero “Laponia”.
Y, así pasaron, muchos comerciantes. Pero me quedó grabado en la memoria una tienda muy variada en la esquina de calle Córdoba y Larrea, que se llamaba "Casabal" y era atendida por sus dueños: don Juan Balbi y su esposa doña Rosa. Don Balbi, como todos lo llamaban, esperaba a los clientes en la puerta del negocio, los acompañaba hacia el interior, donde estaba doña Rosa, siempre con una sonrisa y tejiendo al crochet, y no te dejaba ir sin venderte algo. Así, mientras la clienta miraba la mercadería sobre un mostrador vidriado, sin que te des cuenta te saltaba en la mano tremenda tarántula y la clienta entraba en pánico, mientras él disfrutaba y no paraba de reír. Otras veces, era un sapo todo arrugado y feo o una larga víbora gruesa y áspera que salía del mostrador.
Siempre tenía un as bajo la manga. Eran estrategias que unidas al buen carácter (era un excelente humorista) le ayudaban a tener buenas ventas.
Tuvo el negocio muchísimos años hasta que él y su señora se jubilaron. Vivieron en el barrio un tiempo más y, luego, se mudaron a un pueblo cercano. Desde ese momento nunca más supimos de ellos, pero su recuerdo perdura en la memoria de los que éramos sus clientes y amigos.
Había una vez… recuerdos de infancia
Estela Simón
No digo adiós, aquí me quedo para contarlo todo.
Liliana Bodoc
Blanco y negro, blanco y negro, las baldosas en damero vestían el patio de mi casa. En los espacios que las puertas otorgaban permisos, se alojaban los enormes macetones rojiblancos de tres patas y, contra la medianera que daba al pasillo, estaba recostado el piletón de cemento y azulejos blancos.
Hacia él se abrían cinco puertas, la de entrada, la del baño, amplísimo en comparación con la cocina pequeña y oscura, y las de hojas dobles que enmarcaban las dos habitaciones, la que ocupábamos mis padres, mi hermano y yo y la de Marcelina y Francisco, mis abuelos maternos. Eran piezas con techos altísimos que a mí me parecían enormes. En la de mis padres estaba el juego de dormitorio: cama matrimonial, mesitas de luz, cómoda, ropero y del otro lado de la cortina divisoria, el combinado y, a cada lado de la mesa del comedor, nuestras camitas. En la de mis abuelos el juego de dormitorio era de un estilo más antiguo: la cama con un trabajado respaldar y pie en bronce, mesitas de luz altas y con tapas de mármol rosado; y estaba el aparador, donde también habitaba la radio y la mesa de madera más rústica en la que la abuela amasaba los ravioles domingueros.
Así, recuerdo la casa donde nací, que todavía sigue en pie en pleno barrio San Cristóbal a pasitos del Congreso. En la fachada había dos largos ventanales con barrotes de hierro y una generosa entrada con escalones de mármol blanco que a medida que se iba estrechando se prolongaba en un largo pasillo al que daban las puertas de seis o siete departamentos similares al nuestro. En el primero vivía la encargada, Doña Asunta, con una de sus hijas y dos nietas.
La casa estaba en una cuadra de viviendas muy semejantes en diseño y estructura, de veredas anchas que permitían al mismo tiempo jugar al pisa pisuela, a la mancha venenosa, a las estatuas, las visitas y también a las carreras de autitos, que circulaban por viboreantes carreteras de tiza. En esa misma cuadra, y tan solo a dos casas de la mía, vivía Pocholo amigo y compinche de mi hermano. Me gustaba, pero a mis ojos lo que tenía de fascinante era que en su casa fabricaban muñecas peponas, con voluminosos cuerpos de tela y sobreritos angelicales enmarcando sus caritas rubicundas.
Era una época de largas tardes de películas en el cine Perla, donde programaban dos o tres con números en vivo en los intervalos, especie de recreos escolares que ocasionalmente amenizaban cantantes o magos. Mis preferidas eran las protagonizadas por El Llanero Solitario con su caballo Plata y definitivamente Sarita Montiel se había convertido en mi actriz favorita cuando en La Violetera cantaba:
Como aves precursoras de primavera
En Madrid aparecen las violeteras
Que pregonando parecen golondrinas
Que van piando, que van piando
Llévelo usted señorito que no vale más que un real
Cómpreme usted este ramito
Cómpreme usted este ramito
Pa’ lucirlo en el ojal…
Era la década del 50 en la que el tranvía era un medio de transporte habitual para ir a la escuela y al club San Lorenzo en vacaciones veraniegas Íbamos con Juan, quien por ser el hermano mayor –y único-, estaba predestinado a llevarme a todos esos lugares; pero que, en cuanto podía y sin que me diera cuenta, desaparecía mágicamente y no volvía a aparecer hasta la hora del regreso.
Vivíamos emocionantes tardes escuchando en la radio, junto a mi abuela, las aventuras de Tarzán el rey de la selva, Poncho Negro o Sandokán el Tigre de la Malasia, personajes que hacían volar mi imaginación al acompañarlos en sus fantásticas aventuras. En cambio, con mis padres escuchaba música en el tocadiscos del combinado. Ellos tenían una variada colección de discos de vinilo y los que impregnaron de sensualidad el registro de mi memoria y mi corazón fueron un par de tangos interpretados por Julio Sosa, “Fumando espero”, “A media luz” y la canción francesa “Bajo el cielo de París” en la melodiosa voz de Edith Piaf.
También por aquel entonces, a los siete u ocho años, mamá me regaló un libro de tapas rosadas, “Las aventuras de Nadasabe y sus amigos”, que me impactó. Me acuerdo algunas sensaciones: sorpresa, ternura, calidez, frescura, encantamiento me atravesaban mientras y yo me sumergía en las peripecias que vivían sus diminutos personajes en la ciudad de Las Flores. Chiquitines y chiquitinas con nombres que me aproximaban a algo que los caracterizaba: Nadasabe, Sabelotodo, Pildorita, Tornillito, Quién sabe, Por si acaso, Ojos azules.
Recuerdo qué tamaña impresión se tradujo en reproducir esa pequeña ciudad y sus habitantes, en el patio de casa. Utilizaba todo tipo de materiales: plastilinas de colores, broches... Los macetones de tres patas hacían las veces de junglas salvajes y allí los hice protagonizar mil historias.
Mi mundo era mi casa y el patio con baldosas en damero, donde jugando todo era posible. También hubo un tiempo de pena y tristeza como cuando murió el abuelo Francisco. El velatorio se hizo en casa y desde entonces se quedó alojado en mi nariz el penetrante aroma de las coronas florales. A partir de ese momento y para que estuviera acompañada, pasé a dormir con mi abuela en su cama matrimonial. Me acostumbré tanto a su compañía, que en posteriores mudanzas seguimos durmiendo juntas, aunque en camas separadas, hasta el día que me casé.
Con la abuela Marcelina disfruté de salidas especiales, un día me llevó a merendar a la confitería “El Molino”, que me dejó asombrada con su refinado estilo Art Nouveau y otra tarde nos divertimos en el teatro con las boberías de Carlitos Balá en “Canuto Cañete conscripto del siete”.
Mi abuela poseía unas cuantas habilidades. Cocinaba rico, aunque muchas veces las comidas estuvieran sujetas a las preferencias de los varones “cabeza de familia”; me entretenía relatándome historias interesantes sobre su infancia; diseñaba y cosía los vestidos para mis muñecas y un par de veces se atrevió con mis disfraces de carnaval. Me enamoré del traje de florista con capelina y canasta repleta de flores, que al año siguiente volvió a transformar en uno de gitana con chalequito y pañuelo rojo bordado con estrellas y lunas de metal dorado que caían sobre mi frente.
Abuela Marcelina, a la que en realidad todas sus hermanas le decían Marcela y a la que yo que a pesar de tanta intimidad siempre traté de usted, era entrerriana, había nacido en un campo en Gualeguay, donde su padre era puestero. Tenía pocos años cuando su mamá murió, meses después del último parto, quedando en esa casa muchos niños que atender y muchas bocas que alimentar; tantas necesidades sumadas a una madrastra muy rigurosa y la llegada de más hijos, hicieron que decidieran enviar a Marcelina hacia Buenos Aires para trabajar como mucama y cocinera en casas de familias acomodadas, como los Ojea y los Urquiza.
Por aquellos años esas familias acostumbraban a llevar pavos, lechones y corderos a las panaderías para ser cocinados en sus grandes hornos. Mi abuela, encargada de la cocina visitaba asiduamente la panadería donde trabajaba Francisco, mi abuelo, un gallego que llegó a estas tierras junto a su hermano Juan, dos adolescentes que huían de la miseria y la milicia. Fue en ese intercambio gastronómico, en ese ir y venir de la panadería a la casa y de la casa a la panadería, que mis abuelos se conocieron y se enamoraron… envueltos en el aroma tentador del pan recién horneado.
Francisco había tenido que solicitar el permiso de los patrones donde trabajaba Marcelina para verla y salir a pasear juntos en sus días de franco. Finalmente, un 12 de agosto de 1922 se casaron y fueron a vivir a una pieza del conventillo situado en Independencia y Pichincha… en el mismo barrio de San Cristóbal, donde yo nací. Todavía conservo retazos de recuerdos sobre la vida en el conventillo del que tanto mamá como la abuela me contaban, pero será tema para otros relatos.
Decisiones
Yo tenía 17 años, iba a la Escuela Comercial, que por cierto no me gustaba nada, y quería decidir la carrera que iba a seguir.
En primer lugar, estaba ser pianista; pero ahí mi papá me quitó las ganas, porque si quería ser pianista tenía que estudiar en Santa Fe y seguir viviendo con mis padres.
Yo tenía una gran necesidad de ser independiente, vivir sola. Por lo tanto, descarté el piano y estaba indecisa entre dos carreras: Psicología y Medicina, que se estudiaban en Rosario.
Primero me empecé a preparar para entrar en Psicología, porque al haber cursado un secundario comercial, tenía que rendir otras materias.
Ni hablar que a mi papá casi le dio un ataque cuando yo le dije mi decisión y, además, envalentonada por la edad, juré que, si no me autorizaban, me inscribía lo mismo y hacía la carrera trabajando.
Por supuesto, eso era imposible, comenzando por la edad que tenía en ese momento.
Mi mamá lo convenció al papi para que me dejara ir a estudiar a Rosario.
Mi papá habló a un socio de él, que vivía en Rosario con su señora e hijita, para que me alojara el primer año en su casa.
Cuando llegó el momento de ir a inscribirme a Psicología, fuimos a la Facultad de Humanidades, que en ese momento estaba vacía. Me pareció lo mismo que estudiar en un monasterio, así que le dije a mi papá: “Vamos a la Facultad de Medicina!”
Mi pobre padre, desconcertado, me llevó.
Cuando empezamos a caminar por los pasillos del Hospital Centenario, tan lleno de vida, guardapolvos blancos, enfermos, camillas, yo no tuve dudas de que quería ser médica.
Lamentablemente ya había comenzado hacía un mes el Premédico, que era una preparación que, si la rendías bien, te permitía entrar en Medicina.
Pero, aunque no pude entrar como regular al Premédico, me empeciné en quedarme en Rosario, estudiar Medicina y hacer el famoso Premédico libre, como fuera.
Y lo conseguí.
Me acomodé en la casa de la familia que describí, y comencé a ir a las clases, contando mi situación y me aceptaron.
Por supuesto ese año de Medicina lo perdí.
Pero no me importaba, ¡estaba cumpliendo mi deseo!
Bueno, era un deseo que descubrí un poco tarde, porque, como ven, yo primero que nada quería ser pianista. Estudiaba piano desde muy chica.
Y también tengo que reconocer que yo era terrible y, por lo tanto, mis padres no tuvieron que lidiar conmigo.
Con mi papá discutía permanentemente, sobre todo porque él era celoso, posesivo, no quería que tuviéramos novio. Imagínense, a esa edad eso era algo insoportable. Y, obvio que mi hermana y yo teníamos novios a escondidas.
Eran épocas en que los padres tenían la fantasía del único novio, con el que nos casáramos.
Bueno, esta historia la corto acá, porque después pasaron muchas cosas en mi vida, entre ellas el Rosariazo.
Dos pueblos, dos regresos
“Los regresos son imposibles” escribió recientemente en una nota colmada de nostalgia Noe Jitrik (1), en la que descubrí que nació en el mismo pueblo que yo, Rivera. Sus sensaciones se parecen a las mías cuando volví a Rivera, hace algunos años: nada quedaba de aquel pueblo y aquel campo que permanecían tan vívidos en mi retina. El campo era una quinta de fin de semana de un comerciante, con una entrada coqueta, sin rastros de aquella tranquera y la hilera de eucaliptos que acompañaban al sulky, cuando regresábamos del pueblo. Fui a espiar a la entrada, tratando de ver algún vestigio de “mi” campo, aquél de las recorridas con los perros hasta los alambrados lejanos. No quedaba nada, ni el galpón, ni la casa de adobe, ni el banco de herramientas con las piezas oxidadas de máquinas rurales, que para mi hermana y para mí eran un verdadero tesoro.
El pueblo, donde estaba la armería del tío Miguel, hermano de mi abuelo, era ahora una sucesión de casas más lindas, desde luego, pero muy diferentes de aquellas que recordaba. Faltaba la fiambrería de Scheffer, el amigo con quien mi padre compartió el viaje que los trajo desde Hamburgo hasta la Argentina. Allí, comprábamos fiambres rusos y alemanes, el negrísimo pan pumpernick, los pepinos agridulces y otras exquisiteces.
Algún rastro de la familia encontré en la sinagoga, donde una placa recordaba que los Smorodinsky integraron el grupo de pioneros judíos que fundó el pueblo. La familia de mi abuela, Cherny, también da testimonio de su paso por esas tierras, tan lejanas de su Ucrania natal. Sus lápidas en el cementerio judío, borrosas por el viento, como dice Noé, guardan a mis abuelos, mis bisabuelos, mis tíos, mi madre. Todos juntos en esa llanura, que me hizo evocar al barco que los trajo a esas pampas.
Otro regreso fue al pueblo donde viví desde que tenía un mes hasta los doce años, Miguel Riglos, en La Pampa. Fue diferente, un reencuentro con quienes habíamos compartido juegos y escuela. Reconocía sus nombres y trataba de descubrir sus caras infantiles detrás de las arrugas de hoy. Pero el pasado estaba allí, la renovación del pueblo y su cuidadoso trazado actual no impedía que aflorara ese espacio donde jugábamos a las guerritas con bolitas de paraíso, donde nos hamacábamos y hacíamos pruebas con el trapecio, imitando a los artistas de los circos que visitaban el pueblo y disparaban nuestra imaginación. La cancha del club donde jugábamos al básquet con nuestra amiga Irma, desconociendo absolutamente las reglas, pero con una pasión envidiable. De las pocas casas viejas que quedaban en el pueblo, una era la que habitamos nosotros y donde mi padre tuvo su carpintería primero y después su fábrica de herramientas agrícolas. Los amigos de entonces que reencontré recordaban a mi padre, “un hombre tan inteligente, que inventaba máquinas”.
Mi regreso coincidió con la celebración de los 100 años de la escuela número 91, me localizó un compañero a través de Facebook y me invitó. Así, encontré a ocho de mis antiguos compañeros de grado. Algunos habían permanecido desde entonces en el pueblo y otros llegaron para la ocasión. Me impresionó que la vieja estructura de la escuela -ese modelo que Eva Perón distribuyó a lo largo y ancho del país-, estuviera intacta, conservada hasta el más mínimo detalle. Todos los días cruzábamos con mi hermana y otros compañeros al “otro lado” (de las vías) donde estaba la escuela. Pasábamos por la iglesia y recuerdo que, imitando a los otros, me persignaba discretamente, quizá temiendo que dios no me tuviera en cuenta, aunque era –soy- de origen judío.
Tal vez ese encuentro, esas referencias humanas plagadas de recuerdos, son las que hacen la diferencia con respecto a Rivera.
Aquel Riglos polvoriento, separado por las vías bordeadas de pastos silvestres y tamariscos, donde hacíamos casitas en el túnel que forman las ramas, es otro, sin duda. Pero se puede reconocer “el de antes”. Ahora las vías están bordeadas por un hermoso y cuidado parque, los galpones han sido pintados, hay anchas y accesibles veredas, calles asfaltadas, negocios decorados con esmero. Pero aquí y allá una placa recuerda el primer almacén de ramos generales, un museo exhibe las cosas antiguas, muchas de ellas traídas por los vascos, italianos y españoles que poblaron esas tierras. Incluso un grueso libro que generosamente me regalaron, basado en una investigación de alumnos de la universidad de La Pampa, recopila la historia del pueblo. Los edificios prolijamente reciclados de los primeros negocios recuerdan a los fundadores, los que hicieron el pueblo con su esfuerzo. Es una comunidad viva, plantada sobre su pasado, alegre y memoriosa. Una comunidad pequeña, donde todos se conocen y comparten el curso de sus vidas, alegrías, tristezas y conflictos. Como alguien dijo, en Riglos la gente conoce hasta el nombre de sus mascotas.
Fue un regreso diferente, donde se conjugan los recuerdos sin colisionar con el tiempo presente.
(1) Se puede leer en https://www.pagina12.com.ar/418100-implosion-de-endorfinas?ampOptimize
Mi barrio
Alicia Colazo
De mi barrio recuerdo la vía a media cuadra de casa por la que pasaban las maquinas esas que largaban un humo negro. Por suerte, gracias a dios al tiempo las cambiaron por las eléctricas.
Las vías en comparación de la calle quedaban más debajo de la altura de la calle; por lo tanto, teníamos que bajar una escalera, caminar unos veinte metros cruzar la vía volver a caminar otros veinte metros y otra escalera . había que hacer ese camino para ir a calle bulevar Rondeau, teníamos que caminar cinco cuadras, si queríamos tomar un colectivo. Con mis hermanos, no íbamos a casa de mis vecinos, jugábamos en las veredas . con la bici o lo que teníamos para jugar. También recuerdo un vecino Pocho le decíamos, se la pasaba regando la calle por supuesto era de tierra, mantenía la cuadra limpia. Aunque más adelante pavimentaron, el seguía como baldeando el pavimento. Era muy gracioso hacia jugar a los chicos al futbol. Mi mamá siempre decía cuándo van a abrir esa calle, poner barreras, lo hicieron, pero cuando ya no vivíamos más.
Recuerdo los carnavales era entre los vecinos baldazos. los chicos nos escondíamos o si nos descubrían corríamos. Otro de los recuerdos lindos, las fogatas que hacíamos, era en la calle muy cerca de la vía, todos los vecinos de San Juan San Pedro . mis hermanos me agarraron una muñeca de yeso que teníamos con mi hermana. Fue una fiesta estábamos todos chicos y grandes.
La escuela nos quedaba a tres cuadras. Mi mama nos almidonaba los guardapolvos. A mí y a mi hermana. Que recuerdo tan lindos tengo inolvidables.
Gochuli y algo más
Liliana Lijovitzky
El barrio fue mi feliz refugio hasta los doce años.
Con mis hermanas, cinco y siete años mayores que yo, hicimos varias travesuras juntas: robarle higos a una vecina, naranjas a otra, etcétera.
Uno de esos días de verano, cuando mis padres dormían la siesta, a una de ellas se le ocurrió hacer un descubrimiento para comercializarlo luego.
En la cocina, con una olla de agua hirviendo y habiendo cortado en trocitos dos o tres panes de jabón, fabricamos lo que imaginamos: una detergente.
Felices por nuestra “obra maestra”, luego que entibió el agua y aún con algunos trocitos no derretidos, en el patio desparramamos con escobas ese mejunje jabonoso. Se inflaba en pompas indestructibles, pero el trabajo iba quedando una maravilla: ¡limpio como nunca!
Recuerdo que mi madre se levantó, y al ver el agua pegajosa en el piso, a los gritos, nos dijo: “¡Ahora mismo, sacan todo ese desastre!”.
Tomamos los secadores y empezamos a arrastrar esa especie de goma, pues al enfriarse, los pedazos no derretidos seguían y seguían enjabonando el piso.
Creo que estuvimos más de tres horas a los baldazos, tratando de retirar nuestro invento. Cuando conseguimos sacarlo, mis hermanas padecieron “alguna leve penitencia” y yo solo una reprimenda (beneficio por ser la más pequeña).
Nunca olvidamos el detergente Gochuli, palabra conformada con la primera sílaba de nuestros nombres e incomprensible para todos.
Y algo más.
En el barrio tuvimos el primer televisor en blanco y negro. Todos los amigos y vecinos venían a mirar televisión: el asombro era general ya que las imágenes parecían mágicas.
A la noche pasaban la novela de Narciso Ibañez Menta. Era de misterio y terror, de tal manera que Silveria, la chica que trabajaba cama adentro, me acompañaba al piso de arriba para que pudiera dormir. Esto era habitual, la casa era muy grande y yo, temerosa; pero ella siempre estaba a mi lado.
Mi hermana “del medio” cursaba el secundario. Era muy estudiosa y había aprendido el sistema solar planetario. En el patio había un pupitre, un pizarrón y macetas de yeso con caras de mujeres, adosadas a la pared, de las que colgaban vistosos helechos. Las macetas, y yo en el pupitre, éramos sus alumnas. Creo que con nueve años había aprendido de memoria aquella insoportable lección.
Muchas anécdotas se desprenden del barrio y de la casa. Serán motivo de próximas narraciones, pues sé que jamás las olvidaré.
El antojo
Daniel O. Jobbel
Todo se hace color sepia. La memoria casi desteñida, junta cosas, entrevera, dispersa, aturde; la persistencia de la memoria es como ese reloj de Dalí en ese cuadro, deforme, detenida en sus agujas, activa, no tan elocuente, pero si eficaz.
Como no tengo recuerdos de andar paseando por el parque Independencia con paquetes de “chocolatinas” en las manos, a las que para colmo tenía prohibido hincarle el diente; pero sí recuerdo las copas los de árboles de gruesos troncos descascarados, que todavía llenan de sombra las veredas con sus grandes hojas; mientras el silencio es soberano frente al cementerio El Salvador...
Barrio Parque en 1961 era un vecindario de casas de trabajadores que conservaba impecable su fisonomía original; junto a la estación de servicio Isaura, hoy desaparecida, en la esquina de Lagos y Godoy, almacenes de materiales, baratillos, la licorería y la marmolería Veneciano permanecía inalterable en ese paisaje, como las florerías de lado a la necropsia.
En otro momento la mayoría fueron casonas viejas, italianizadas, condenadas a desaparecer, casi derruidas por el tiempo, opacas, húmedas, con piezas de techo alto y unos pocos muebles baratos donde se amontonan, sin registro alguno, personas de toda edad y condición; historias de despojos, desocupación, enfermedades y riñas doméstica en el centro el patio. Además, existían las casas chorizo con habitaciones sin ventanas que dan al corredor de techo enchapado, una tras otra, con sus puertas con esas banderolas arriba para que entre apenas el aire. Eran conventillos que se resistían a fenecer a los ojos de todos funcionarios y vecinos; cuchitriles de bajo fondo; piringundines diría algún tango, donde se mezclan soledad humilde, voces gastadas, oficios de todo tipo, informal, y los olores se mezclan a cocina y baño. Al tiempo todo se iría transformando, aparecieron nuevas estructuras y nuevos vecinos. Sin embargo, entre todas ellas, seguía resistiendo la antigua casa de mis abuelos, en aquella esquina donde vivía. Un lugar sencillo, amable y bello para mi infancia.
Me fascinaba ir a ver los tranvías. Debimos de ir con mi tía directamente a la calle Ovidio Lagos para el lado de La Empresa Municipal Mixta de Transporte del Rosario (EMMTR) media cuadra por avenida Pellegrini; donde mi tía Marta me dejaba ver entrar y salir los tranvías y trolebuses de antaño, con el chirrido de las ruedas y esos chispazos eléctricos en sus lanzas contra los cables; y ella verse con ese noviecito de turno. No contaré detalles de su encuentro, pero puedo imaginar quizás no con lujo de detalles, sí, el episodio en la cocina, los mimos hechos a su sobrino único y preferido para no contar nada del suceso, y ese regalo hecho en la casa donde era empleada doméstica.
Aquellas masitas de chocolate, las había hecho su “patrona”, doña Clara, exclusivamente para mí. Antes de salir mastiqué unas cuantas que me dejaron en la boca ese sabor anticipado parecido al de un dulzor mágico que te daba a repetir, aunque la tía Marta fue clara y contundente: “No comas más, que te pueden hacer daño a la panza. Es la última vez que te lo digo”; y yo, niño bueno, como siempre, obedecí.
La tardecita de ese sábado llegó con los últimos rayos de luz y, como en aquel tiempo, solo había una radio a válvulas usada para oír los radioteatros; las mujeres de la casa se juntaban alrededor de ella con mi tía que siempre nos visitaba. No teníamos televisor por lo caro que era. ¡Así las cosas!
El ladrido de algún perro avisaba la llegada de la noche. Todavía nos acostábamos a la hora de las gallinas, como decía mi abuela. Muy pronto mi madre me mandó a la cama. Quizás para escuchar tranquila la radio. Mis abuelos en su dormitorio pequeño, con paredes de ladrillos, techo alto abovedados y piso de pinotea gastados. Mis padres dormían en un cuarto más grande, en su cama de matrimonio, y el mío era un pequeño diván o, mejor dicho, un catre, en la parte lateral, separado por un biombo al comedor que daba a la esquina de Godoy y Richieri. Al otro lado, sobre una silla junto a la pared, se había quedado el deseado paquete de “chocolatinas” pegadito todo a un rincón.
Cuando mi madre y mi padre me acostaron, primero él, como era habitual a la derecha de la cama, después ella, que se quedaba zurciendo alguna media, pantalón o solera, yo tenía los ojos cerrados fingiendo que dormía. Se apagó la luz, entraron ellos en el sueño, pero yo no conseguía dormirme. Avanzaba la noche, con la habitación a oscuras, me levanté despacio y pasito a paso fui por la bolsa de papel con las masitas caseras y, luego, con tres zancadas furtivas, regresé a la cama y me sentí satisfecho, estaba dulce como ese niño de seis añitos; y me metí entre las sábanas, feliz, masticando las “chocolatinas” con dulce de leche, hasta que fui resbalando hacia la inconsciencia del sueño.
De golpe, al abrir los ojos, vi debajo de mi pecho lo que quedaba del ágape nocturno. Era una pasta marrón de chocolate, pegajosa y blanda, la cosa más sucia y repugnante que a mis ojos había visto hasta entonces. Asustado, con el piyama manchado, angustiado de pena por haber desperdiciado ese rico trofeo, pero también de frustración; quizás fue por eso que mis padres no me castigaron, pero sí me amenazaron con una reprimenda. “Ahora, sacás todo eso y se lo das a la abuela para que la pobre limpie, luego hablamos mocoso", dijo mi madre ofuscada. Verdaderamente, el infortunio, ya estaba servido. Había cedido a la tentación de la gula y la gula me castigaba sin piedra ni palo, solo con una reprimenda por venir.
* Avenida Godoy, hoy Presidente Perón.
Mi barrio y los vecinos. ¿Con ojos de niña?
María Cristina Piñol
Elijo rememorarlos con los ojos del alma, porque estos nunca envejecen ni guardan los recuerdos como un simple álbum de fotografías reflejando solo un momento. Son ojos que los atesoran completos sumándoles a las imágenes las palabras, los aromas, las caricias, el frío y el calor, lo dulce y lo amargo, lo bueno y lo malo.
Así, con esos ojos de mirada vasta y clara veo a Doña Clementa, parada firme en el umbral de su puerta, muy atenta a todo lo que ocurre y la escucho saludando calurosamente a una vecina: “¡Buen día Doña Concepción! ¿Viene de la verdulería?”. (Es muy obvio porque la señora trae una bolsa llena de papas, lechuga y tomates). Y, casi sin dejarla responder arremete con la frase mágica: “¿Se enteró de lo que le pasó al Sr. de la esquina?”. Y comienzan, entonces, una larga conversación sobre un hecho que contiene partes de verdad y otras no tanto. Los vecinos la llaman cariñosamente “El Repórter Esso”, como el nombre de un noticiero de radio y televisión patrocinado por la petrolera que, según se dice, propaga las más jugosas noticias de último momento.
Domingo por la mañana, pasa el diariero repartiendo La Capital al grito de: “¡Diario, diariero!”. Los hombres de la cuadra salen a recibirlo y algunos se quedan en la puerta leyendo los titulares y ojeándolo apenas lo suficiente para que surja entre ellos una charla sobre algún hecho trascendente publicado, o sobre el partido que se jugará por la tarde o de las carreras de autos. Don Costa tiene el mate en la mano y, ahí nomás, de parados, se arma un encuentro entre mate y mate que ya es tradición de estas mañanas soleadas, relajadas y sin tiempos.
También ese día se lavan y arreglan los autos. Mi papá, Nicola y Don Armando se abocan a estas tareas y es común que entre ellos se intercambien herramientas, conocimientos, y quizás alguno ponga manos expertas en el motor de los coches de los otros.
Doña Pancha, señora regordeta y muy alta se dedica este día a arreglar el jardín del frente de su casa, y cuando termina la tarea, reparte entre las vecinas ramitos de rosas y margaritas que va armando mientras las corta.
Por algunas ventanas comienzan a filtrarse aromas deliciosos de salsas y de tortas. Todos sabemos desde que cocina proviene cada uno. En cuanto se asoma Doña Eloísa, alguien le pregunta, -¿Qué tal quedó hoy la torta? ¿La hizo con la receta de Doña Petrona que me comentó el otro día? El olorcito a salsa se cuela desde la casa de mi amiga Betty, su papá es el experto en boloñesa con vino tinto, inconfundible, seguro voy a recordarlo por siempre.
Como ya saben, vivo en una cortada en el Barrio de Pichincha. Todas son casas unifamiliares, solo hay un par de pasillos con dos departamentos cada uno, y eso contribuye a que nos conozcamos todos y no solo “de vista”. Sabemos, por ejemplo, donde y de qué trabaja cada vecino.
Mi amiga Cristina vive justo enfrente de mi casa. En la planta baja habitan sus abuelos, Don Juan, que es sordo y usa un audífono y Doña Concepción, una gallega menudita que es la imagen de la “abuelita de los cuentos” pero con un genio terrible. En la planta alta vive ella, mi amiga, con sus padres, Doña Margarita y Ricardo. El papá es guarda en el tranvía y su mamá trabaja desde su casa para Caille y Vola, la gran imprenta rosarina situada en Moreno y Weelwhright. Su trabajo consiste en armar y pegar las cajas que le envían.
Esta es mi segunda casa en el barrio. Hay tantas cosas para ver y hacer que me paso horas en ella. Su abuelo tiene en la terraza un palomar, cría y adiestra palomas mensajeras. Es todo un tema el cuidado, la limpieza y el alimento. Comen maíz pisado y, de tanto en tanto, dependiendo el humor del abuelo, nos permite arrojarles los granos a las palomas. Don Juan participa en torneos y tiene muchísimos trofeos que exhibe con orgullo en una vitrina de su living. Me fascina ver como les pone los anillos en las patitas. También en el jardín trasero tienen gallinas ponedoras. Pero “la magia” está en el garaje devenido en espacio de trabajo. Allí, se pliegan, pegan y embalan sobre una gran mesa las cajas que manda la imprenta y todo se hace manualmente. Entre algunas de esas cajas están las de “Píldoras Radicura” que son las más pequeñas y mi amiga y yo las podemos armar, otras de Aros de pistón Perfect Circle y las enormes, coloridas y brillantes cajas de presentes navideños. Durante las horas de trabajo la compañía para todos es la radio, donde se va intercalando música con noticias, aunque lo más importante son las radionovelas. A esa hora, tomamos la chocolatada con galletitas “Lincoln” o “Manón” y en el más absoluto silencio seguimos las voces de la radio.
Otra de mis casas favoritas es la de mi amiga Estela. Su mamá y su papá trabajan todo el día, y ella y su hermana quedan al cuidado de su abuelo, Don Antonio, que nos atiende y mima a las tres como reinas. Un día nos hace jugos con las naranjas que corta de su jardín, otro chocolate caliente y en primavera, cuando su planta de moras da los frutos, nos prepara unos licuados espectaculares y mermeladas exquisitas.
Así son mis vecinos y sus casas de “puertas abiertas” y esto dicho en modo literal, ya que en su mayoría tienen zaguanes cuyas puertas se abren por la mañana y se cierran por las noches y hasta la cancel queda sin llave.
Están todos presentes y dispuestos a colaborar, ya sea para darte por ejemplo, una taza de azúcar, prestarte una herramienta, arremangarse y dar una mano para algún arreglo en tu casa, cuidar de cualquiera de los hijos de los otros, correr en busca de un médico o hasta facilitarte un medicamento. Claro que también nos pueden ir a buscar a la escuela si hace falta. Entre todos nos cuidan a los niños cuando jugamos en la calle y, más de una vez, nos curan alguna herida producto de una travesura mientras avisan a nuestros papás.
También es bastante común que varios nos ayuden en las tareas escolares, siempre hay algún papá o mamá que es más ducho que otros en Matemática, Lengua o Geografía, o en alguna manualidad, sea bordado o carpintería; y ahí están para darnos una “clase”, entre ellos también mis padres que siempre tienen algún alumnito en casa.
También pasan cosas tristes, a veces alguno muere y los velatorios se hacen en las casas que se colman de gente y de mucho dolor. Cuando eso sucede la cuadra queda vacía y muda en respeto hacia los que sufrieron la pérdida. Los niños no podemos salir a hacer “de las nuestras” a la vereda, los adultos acompañan siempre a los deudos y, por supuesto, si en ese hogar hay niños y no tienen con quien dejarlos son acogidos, reconfortados y cuidados por los vecinos.
Quizás, quienes no hayan tenido la suerte de criarse y crecer en un entorno como este que les cuento no comprendan, tengan dudas y no valoren este vínculo especial, sano, limpio y solidario entre vecinos.
Cierro ya mis ojos del alma y con los otros miro el hoy.
Nada es igual, ni aún en “mi cortada”, a pesar de que varios de los que vivimos somos nacidos y criados en ella.
Las casas unifamiliares de a poco van siendo reemplazadas por edificios dentro del ejido urbano, y se triplica así la población en cada barrio y al mismo tiempo se deshumanizan las relaciones vecinales. Un consorcio puede albergar a 50 o 60 personas en 10 departamentos, si hablamos de uno pequeño, pero a su vez esas personas, esos vecinos tienen su vida atada a un reglamento de copropiedad que rige todos sus pasos. Muchos de ellos solo se cruzan en un ascensor y con un simple “buenos días” tienen cumplida la relación con su vecino. Los caños, desagües, muros y espacios comunes suelen ser motivos de grandes disputas en tormentosas asambleas; las denuncias de ruidos molestos, de basuras, de expensas y todo lo relacionado con la seguridad son temas que lejos de unir en comunidad aumentan los puntos de conflicto y desunen aún más. La desconfianza y la despersonalización sin dudas minan las relaciones.
Invito a mirar el pasado y a nuestros recuerdos con los ojos del alma. No tiñamos el ayer con los miedos o prejuicios del hoy, es inútil.
Que no seamos hoy lo que éramos ayer, solamente nos muestra que hemos cambiado; más no le quita a nuestro pasado ni valor ni respeto.
Mi barrio
Marisa M. Orlandi
Mi barrio es el
lugar de la infancia en la memoria, donde recibí tanto y tanto vi partir. El
barrio es la cuadra de la casa de mi abuela, sus gigantes y añosos árboles con
sus raíces sobresaliendo entre las baldosas y el cemento de la calle como
queriendo acercarse, los adoquines de la calle, las casas de los vecinos,
antiguas todas con sus fachadas que hablaban de historias de otros tiempos. La
casa de mi abuela, donde crecí. El hogar. Todo es textura, colores, aromas,
murmullo de voces familiares, pequeños, ínfimos detalles. Con los ojos cerrados
muevo las yemas de mis dedos rozándolas, lo siento todo tan claro y profundo.
Todo está intacto allí, perenne, eterno, inscripto en mi piel. Soy mi barrio.
Me veo niña en la
cocina de mi abuela, enorme, donde todo lo que era importante ocurría siempre.
Mi abuela, con su delantal y el sonido que hacía con sus pies al caminar, sus
manos, sus hermosas manos ancianas. El corazón del hogar donde todo se cocinaba,
confluía y cobraba sentido. Y había tanto cariño en los vapores que salían de
sus cacerolas, como en su constante presencia.
Escucho mis pasos
resonando en los pisos de pinotea de la casa. Las habitaciones estaban construidas
una al lado de la otra, comunicadas entre sí por una puerta y a la vez otra
puerta con postigos que daba a una galería en común. Los techos altísimos ¡qué
frío en invierno! Al frente de la casa, en el ingreso, el jardín de mi abuela
con sus plantas siempre con flores, que ella misma cuidaba, sus rosales
bellísimos, las azaleas, los malvones. El jardín era mágico, era la puerta de
entrada a mi mundo fantástico de la infancia. A veces, mi abuela me llevaba con
ella por las noches a buscar si había hormigas, descubrir el caminito y colocar
un polvo que llevaba para que no se coman sus plantas. Me explicaba que si
estaban apuradas era porque iba a llover. Siempre que veo un camino de hormigas
pienso en ello y es la forma en que mi abuela se quedó conmigo.
La galería
atravesaba la casa de punta a punta, y fue escenario de juegos con muñecas,
triciclos, patines, patinetas, rayuelas, cumpleaños, correr tanto, reír tanto.
Por la tarde daba el sol y en su almohadón dormía la siesta el perrito de la
familia. Me gustaba acariciarlo y sentir su cuerpito caliente. Adoraba a ese perrito,
pero él tenía un solo amor, mi abuela. Ella hacía como que no le importaba; sin
embargo, todas las tardes se sentaba a ver la novela con el perro durmiendo en
su regazo. Y yo sabía que eso estaba bien, verlos juntos tenía sentido. Aunque
nunca dejé de reclamar mi parte del amor, por supuesto.
Mi tío era mecánico,
como había sido mi abuelo, y en una parte de la casa tenía su taller. La casa
estaba siempre abierta, con gente que entraba y salía con sus coches, gente del
barrio. La casa estaba viva.
Mis padres tenían
una farmacia a dos cuadras de allí. Me dejaban salir a jugar a la puerta con mi
hermana, y luego, cuando crecí un poquito más, a juntarnos con los chicos del
barrio de la misma edad. En carnaval organizábamos batallas de baldes y bombitas
de agua. El jardín de la casa de mi abuela era el centro de operaciones: allí
las nenas preparábamos los ataques y los varones, afuera, los contraataques. Estaba
ese chico de ojos azules que todo el mundo en el barrio sabía que nos
gustábamos, pero nunca se animó a decirme nada. Hay una alegría y un vértigo
que son la infancia.
La casa de la
abuela es el centro del universo, el ombligo del sueño, el espacio al que
vuelvo en mis recuerdos porque es necesario. ¿Cómo puede un lugar albergar
tanto recuerdo hermoso y tanta tristeza a la vez, como universos paralelos?
Quizás para preservar lo uno de lo arrasador de lo otro. Quién sabe.
En el jardín de la abuela, una tarde enterramos con mi familia al perrito de mi infancia; y puse una pequeña cruz de madera en el lugar, a pesar de las monjas, que decían que los animales no tenían alma. Unos años antes trajeron a mi papá del hospital para que pase sus últimos días en su casa. Yo había enfermado y no se me permitió verlo. Tiempo después, en su propia habitación, se fue mi abuela, rapidito de un suspiro, en los brazos de mi madre. Unos años más tarde, se iría mi tío, con sus ojos oscuros y tiernos, y su enorme corazón de león.
Contar una historia sobre mi barrio es eso: lo uno y lo otro juntos, de otra manera sería falacia, verdad a medias y ¿quién quiere eso? Cuando lo nombro está todo allí y están todos, de nuevo, cada vez. La magia se renueva. El amor está intacto, al alcance de la mano. Un regalo, siempre.
En la calle Chacabuco
Gladys Fernandez
La casa donde viví hasta mis nueve años no desentonaba en la cuadra. Todas eran esos clásicos chalecitos de techos de tejas y detalles de la piedra, que durante decenios fue la marca identitaria de la arquitectura marplatense.
En el fondo tenía un ciruelo enorme que alternativamente me sirvió de
casa de los Robinson, palo mayor del barco pirata, morada de Tarzán, nave
espacial del Señor Spock. También un galponcito guarda tutti, donde
podíamos jugar cuando hacía frío.
A dos casas de la mía vivía el Colo, hijo único de mamá miedosa, que
aprovechaba toda oportunidad de escape a la vereda.
Enfrente Juan José y Graciela, pasando el patio había un enorme galpón
donde fabricaban almohadas. Para rellenarlas usaban copos de goma espuma, que estaban
en una especie de corral y formaban una enorme montaña a nuestros ojos de
niños. Cuando el galpón quedaba solo, nos subíamos a una escalera que usábamos
de trampolín para zambullirnos en tan mullido mar de copos.
Mi hermana mayor trajo un pequeño disco que nos enloqueció para siempre,
eran Los Beatles y su “Twist y gritos”. A bailar en el comedor con el tocadiscos
a todo volumen.
Sin darnos casi cuenta, un fenómeno increíble estaba por suceder en la
casa de al lado. Sara y Paco, los dueños, se mudaron por cuestiones de trabajo
y decidieron alquilarla.
Así desembarcó en nuestra cuadra
la familia Pugliese. Un matrimonio y sus hijos, Irma, Nené y Oscar. A los que
se sumaban novio y novias, ya que los tres hijos eran grandes.
Ruidosos y divertidos enseguida
se hicieron querer por los vecinos. Siempre en la casa había alguna fiesta
abierta a todos, cumpleaños, carnavales, navidades. En todas sonaban las
guitarras, un acordeón acompañando a algún cantor.
Era la casa de puertas abiertas donde siempre había gente, charlas,
risas.
Por el patio iba y venía cebando
mate Doña Emilia, la madre, una viejita regordeta con anteojos enormes.
En los fondos armaron un taller, que para mí era como la fábrica de las
maravillas. De ahí salía una maquina lanza chorros de agua para carnaval,
fabricaron unos zancos y se transformaban en gigantes, algún auto destartalado
volvía la vida. Todo cabía en ese mundo.
A esa casa llegó el primer televisor de la cuadra y ahí estábamos los
sábados calladitos mirando “Caravana”.
La mañana que llegó el transporte, el Colo corrió a avisarnos que algo
pasaba y, con preocupación, vimos que el televisor se trasladaba con el resto
de los muebles a la habitación del fondo. Con el comedor vació empezó el armado
de una enorme y extraña “mesa”, que apenas dejaba espacio para rodearla. Tenía
vidrios y una canaleta alrededor, además de luces.
Estuvimos toda la tarde mirando el despliegue desde la ventana. Doña
Emilia, cariñosa como siempre, nos mandó a cada uno para nuestra casa. Ya era
casi de noche. Nos quedamos un rato con los chicos charlando, tratando de
dilucidar qué pasaría, hasta que el grito “adentro, adentro que es tarde”
puso fin a todas las suposiciones y planes a futuro.
Me desperté temprano, salí a la vereda, corrí a
espiar por la ventana y los vi. Golpeé la puerta de la cocina y me dejaron
pasar a ver. La caja de vidrio estaba iluminada y cientos de pompones amarillos
chillaban y asomaban sus picos hacia las canaletas rellenas de una pasta
colorada.
Pedí permiso para volver con los chicos, fue
algo asombroso. Desde esa mañana era visita obligada, ir a ver a los pollitos.
El griterío, el olor pestilente y la voracidad que los hacia pisotearse unos a
otros fueron rompiendo el encanto; aunque, algunas veces, Oscar sacaba uno de
la incubadora, lo depositaba en nuestras manos y valía la pena soportar el
calor y los olores por ese momento de gloria en el que sentíamos al pollito
palpitar agitado.
Como todo en la vida tiene un final, a
nuestros vecinos les llegó el desalojo.
Comenzó la mudanza de petates, pollos y
humanos. Atrás quedada la casa semidestruida.
El último viaje de la chatita cargada a más no poder salió con Don Pugliese y Doña Emilia, que nos saludaban con el cariño de siempre.
Partieron rumbo a un campito cerca de la Laguna de Los Padres, donde la saga de “Patolandia”, como les decía mi papá, continuó.