Daniel
Jobbel
Cada
mes del mismo nombre, como esa vieja canción de Neil Diamond, “Mañana de
septiembre”, me asaltaba una idéntica inquietud: que la primavera no hubiera
llegado.
El
paisaje se ve desolado, los árboles con sus ramas como esqueletos raídos, sin
hojas, sin flores por una ciudad desierta con ráfagas ventosas y
espasmos de garúa en un rabo de nube, y humedad ante un invierno no tan
placentero. Imagino también los yuyales embriagados de rocío, algún cedrón, el
espinillo, sobre los cuales crecen los claveles del aire y las barbas de viejo
en los antiguos zanjones allá a lo lejos del arrabal rosarino; formarían todo
aquello una masa gris, como apresto que un pintor aplica a un lienzo antes de
crear su obra maestra.
“Es
cosa de esperar”, me alentó un vecino- Una mañana abrirá los ojos, y la
primavera ya habrá llegado.
Y así
fue. Un día a fines de septiembre desperté y vi un verde extraordinario, casi
luminoso, como si la primavera fuera un truco de magia o como si alguien
hubiera encendido la luz a la imaginación. Y aquellos árboles renacieron en los
montes cerca del Rosario. En algún barrio, las malvas, revelaron sus azules y
sus verdes jardines de las casas. Los jacarandás y palos borrachos
florecieron con sus colores lilas, blancos y amarillos; los jilgueros y otros
pájaros intuyeron la vuelta y posaron en sus árboles buscando alimento, los
narcisos y malvones de algunos balcones iniciaron su danza al cielo.
Allí
estaba el naranjo salvaje en flor, en un terreno baldío separado solo por un
simple paredón y endeble puerta de hierro maltrecha y herrumbrada. No
pertenecía a nadie y, por lo tanto, era de todos. Un espacio abandonado, a
veces intrusado, incluso por mí. A su alrededor se veían arriba, ventanas de
distinto tamaño, algunas desnudas de vidrios y tapiales de ladrillos con viejos
patios por detrás y de fondo unos grandes galpones de chapa oxidada con sus
recovecos.
Sus
ramas oscuras se extendían retorcidas porque estaba como desquiciado y nadie lo
poda. Una naranja cayó no muy lejos del árbol dentro de mi departamento de
pasillo. La recogí. Estaba demasiado madura, con musgo en su cáscara, machucada
casi desecha. Cada primavera florecía tan profusamente, que el aire se impregnaba
de olor a naranja y entraba a mi dormitorio que daba al patio. Cuando pasaba
por allí caminando, me invadía la sensación de estar moviéndose en otra
atmósfera, quizás dejándome un mensaje; sensación que como un niño suele
tirarse de un tobogán al agua con chapuzón incluido en una pileta.
Hasta
algunos años, pensé que era el único que había reparado en el árbol, pero había
otros que no recuerdo. Mi enjundia era con ese, que esparcía hojas y naranjas
salvajes dentro de mi pasillo y la vereda. Un día, en un arrebato de locura,
tomé prestadas unas tijeras de podar y quitar las ramas errantes. No sé si
era el mejor tiempo, pero decidí hacerlo. Apenas había comenzado, cuando los
vecinos abrieron sus ventanas; y algunos salieron de sus casas; casi no los
conocía y rara vez les hablaba, pero fue como si hubiera entrado a sus jardines
sin ser invitado siquiera.
Una
desconocida vecina, Marga, de la casa de al lado fue la primera en hablar.
Metida como “chusma” de conventillo, en ese barrio que hacía poco me había
mudado. Rosario era otro en los setenta y nueve, al igual que el país con aquel
conflicto con el Beagle...
“No
va a cortarlo, ¿verdad?”, me preguntó Marga con una ansiedad como si picara una
avispa.
Otro
individuo, 'El rulo', dio un sobresalto cuando corté una rama. “Ojalá no se
seque”, dijo con ironía salvaje, pero con advertencia nata.
Al poco rato había muchos mirando y pocos
haciendo; ya que las ramas caían y sus hojas ensuciaban la vereda. Estaban congregados
como ignotos para trabajo de turno. Es que la gente que vive en departamentos
de pasillo en una ciudad poco sabe del otro. De pronto me percaté de que
llevaba unos cuantos meses viviendo allí en el barrio del Abasto en calle Mitre
y Riobamba, mi primer inquilinato de soltero, a pocas cuadras de lo que sería
luego la plaza Libertad; donde estuvieron alguna vez los galpones del
Mercado de Frutas y Hortalizas Abasto. Limitaba con las calles Mitre,
Sarmiento, Pasco, Ituzaingó y en su alrededor muchos comercios satélites: el
frigorífico Rosario, negocios y almacenes de todo tipo. Un nicho con algunos
pocos recientes edificios, además de esa seguidilla de casas chorizo con su
puerta alta de latón; su patio delante de su galería con chapa de cinc y
columnas de hierro. Ya no se encontraban tampoco el bar “El Saigo”, ni el cine “Sol
de mayo”, joyas de esparcimiento del antiguo barrio.
Allí,
me di cuentas de que recién me estaba enterando de sus nombres. Me enteré de
sus nombres, apodos, direcciones, números telefónicos, de amores no
correspondido y otras cuitas, pocas puertas abiertas y otras no tanto, como
espías de entrecasa; de cómo se ganaban la vida algunos, de otras cositas
y cómo pasaban el invierno ciudadano. Así, conocí al “rulo”, Marga, la “Cuqui”,
el diariero Jorge y otros que hoy ya no recuerdo.
Parecía
que el árbol nos había reunido bajo sus ramas para ayudar a conocernos y a
compartir la capacidad de asombro. ¿Ese es el mensaje que querrían darme? El
deshielo entre palabras y gestos se produjo. Días después me encontré con
Gabriel, un vecino dueño de una granja, casi a mitad de cuadra. Comentó que el
invierno se le había hecho eterno; y que lamentaba no haber visto ni conversado
con nadie del barrio en ese tiempo, esperando pegado a su mostrador con su
pava, mate y bombilla. Mirando el ventanal como huyendo de la realidad, me miró
y me dijo:
—Tenemos
que podar ese árbol otra vez.
—Creería
que sí- argumenté.
—Me
agradan la gente emprendedora, especialmente aquellos que se entregan en cuerpo
y alma a la tarea- dijo, le dio un sorbo al mate y fue a calentar la pava.
El aludido naranjo siguió dando frutos hasta
que un día sucumbió. En el barrio nadie se alteró. ¿Tendría razón aquel vecino
que me increpó? Quizás me sentí el culpable de haberlo podado y reviví mariposas
de angustias en mi estómago.
Sin embargo, a veces la razón de mi equilibrio
sobre ese hecho me sirvió para disecar con calma y analizar futuras tormentas,
nunca resolver apresurado alguna crisis momentánea.