“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
martes, 24 de octubre de 2023
La democracia y la casita de mis viejos
Daniel O. Jobbel
Un día volví a mi barrio. “Para estar cerca de mi corazón, alguien dijo que yo me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? si yo siempre estuve llegando”.
Aquellas noches de verano por el barrio Las Delicias, inmensas de misterio para un pibe con su mirada infantil, mirada rotunda hacia las estrellas por la poca urbanización. Un pasaje de barro y zanja. Allí, iba creciendo ladrillo a ladrillo la casa de mis viejos. A veces mi padre nos sacaba a dar una vuelta caminando y otras en bicicletas. Calles de tierra, ni siquiera el “mejorado” que vino, sí, con la democracia. Calles con zanjas aún peligrosas, ladridos de perros que a veces nos perseguían, el chillido de los grillos y el croar de las ranas bajo una luna clara. Algunas casas de las llamadas: “tipo banco”, porque las hacía el Banco Hipotecario Nacional de entonces. Sumisos también aparecían otros chalecitos en ladrillo sin revocar. Un lugar específico donde se asentaba los trabajadores de la Fábrica Militar De Armas “Domingo Mattheu”. Un barrio obrero que la fábrica ofrecía esa oportunidad. Y una fábrica que fue cerrada, como otras, en democracia. Pero que dejó huellas. El barrio creció.
No nos perdíamos una gran cosa en ese lugar y principalmente en casa a esas horas la verdad, solo una radio, una tele y pocos teléfonos; para llamar había que ir a una caseta telefónica en la estación de servicios La Blanca, frente a la fábrica; hoy devenida en Jefatura de Policía de Rosario, cita en Ovidio Lagos y Gutiérrez.
Mi madre se quedaba viendo televisión, tejiendo alguna mantita o cosiendo un ruedo junto con una mateada con alguna vecina. Así, no había excusa al atardecer de salir a las travesías por el barrio hasta la plaza a la vuelta de la esquina, con mi viejo adelante como un Goyeneche empedernido cantando algún viejo tango al cual le cambiaba la letra y, entre medio, esa marchita peronista que a mí me parecía intransigente. Tal es así que mi primer voto de adolescente fue para el Partido Intransigente.
Así, bajo las estrellas del conurbano profundo, a veces relojeando relámpagos de tormentas o gritando desesperados el nombre del perro que se nos perdía y volvía de peleas con los de su especie, con la lengua afuera de placer, embarrado, moviendo su cola, y jadeando. Así caminábamos con mi viejo, llegando al final de avenida Arijón, y era como llegar al límite del municipio, luego empezaban las quintas de Ordoñez y algún que otro establecimiento metalúrgico. En aquellos primeros años ochenta era otro Rosario.
Llegaba la democracia como un viento limpio de nuevo día. Aquel mes de diciembre hubo fiestas en las plazas de todo el país. Los artistas se sumaron a la celebración de un momento histórico: el regreso a la democracia. La libertad empezaba a ser vivida con felicidad por todos los ciudadanos, aunque el estado de ánimo no modificaría sustancialmente la realidad presentada por las dificultades económica de entonces. El primer gobierno democrático asumió en un contexto económico nada fácil.
Escribo esto sin querer comparar, sin pretender de antemano todo lo que hoy día es en mi vida familiar y por ende la de todos.
La democracia trajo el nunca más a esa larga y oscura noche del último gobierno de facto. Que los lápices vuelvan a escribir. La cultura se potenció en las diferentes artes, principalmente en la música y el teatro. Podemos ser libre de pensar, educar, disentir, respetar, oxigenar las ideas, y también el voto.
“La vida es una moneda, quien la rebusca la tiene”, cantaba Baglietto en tiempos de la Nueva Trova Rosarina. Y aquí me paro, como si me pegaran un tiro a la medianoche. Hago un paréntesis. Lo que sí la democracia también duele. Esta adulta de cuarenta años está enferma. Desde el inicio no supo desovillar los enredos con su economía. O la máscara que se oculta detrás de sus recetas.
Desde aquella ventana en donde miro el pasado de esas rondas con mi viejo de aquello dos o tres veranos sofocados de calor y un ladrillo más para esa casa obrera. La economía siempre nos cacheteaba mal. Mi padre pudo terminar la casa con mucho esfuerzo. Una economía que no se lleva bien con la democracia. Con el tiempo se crearon odio, grietas, moral colectiva o moral individualista. Menuda encrucijada. Quizás provenga de cómo somos a pesar de lo que nos gustaría ser. ¿Somos odiosos seriales? ¿O nos preparan la partitura? Lo dejo ahí. Pero si hacemos una introspección, mucho de lo que aborrecemos lo podemos encontrar en nosotros mismos. Somos ese cóctel de defectos mezclados de virtudes. Somos un licuado de todo eso, lo bueno y lo malo en distintas proporciones, van cambiando según quién vaya agitando la mezcla. Que digo con esto que la crisis es moral. Se consigue con educación. A la democracia le falta honestidad y, por supuesto, que algún ingrediente más.
Mi viejo, ante preguntas sin respuestas, solía levantar el mentón, con un puchero de niño y levantaba las cejas, mientras te soltaba un silencio perpetuo. Y lo último. Aunque “el odio no es buena razón para promover cruzadas ciegas ni para reinstaurar la Inquisición”, dice Héctor Tizón, muchos patentaron la culpa y la responsabilidad de las cosas que pasan es por siempre de los otros. Pero para evitarles más dolores de cabeza y cuentas al psicoanalista, quiero decirles: seamos un poquito mejor, la educación es lo primordial y la solidaridad que nos enseñaron nuestros abuelos, ni asesinos a sueldo, ni bohemios empedernidos, con la seguridad que nos merecemos, la justicia que nos debemos y el trabajo en blanco, salud que nos corresponde, repartamos mejor los panes y peces, y seamos menos egoístas. Eso deberíamos enseñarles a las próximas generaciones.
Apagones
Hugo Longhi
Últimas semanas de 1978, la euforia por la obtención del Mundial de
Futbol iba disminuyendo. El gobierno militar había usufructuado a su favor
aquel triunfo. Se sentían gloriosos y todopoderosos.
Cuando ya todos nos íbamos decididamente preparando para las
tradicionales fiestas de Fin de Año, una noticia nos sacudió. Había surgido un
conflicto limítrofe con Chile por el canal de Beagle y amenazaba con ser serio;
podría llegar a desembocar en una cuestión bélica. Tal vez, los militares
necesitaban demostrar aquella dudosa gloria. Para peor, del otro lado de la
cordillera, también había un dictador lo cual configuraba un escenario
demasiado peligroso.
Y la cuestión fue que nos comenzaron a adoctrinar de alguna manera para
esa eventual circunstancia. Entre las disposiciones que determinaron, la más
curiosa o, cuanto menos, la que yo más recuerdo fueron los apagones. Se trataba
de que en las principales ciudades del país, en un día y a una hora determinada
de la noche, se apagaran todas las luces del alumbrado urbano, edificios
públicos, plazas y, claro, también los hogares. Esa era la parte que nos tocaba
a nosotros.
Se suponía que de esa manera lograríamos desorientar al enemigo que no
tendría puntos de referencias dónde atacar. No sé, eso lo imagino yo porque era
imposible descubrir lo que pasaba por la cabeza de esos estrategas. Esta
calificación va con marcada ironía, por supuesto.
Años después en Malvinas, lamentablemente, comprobaríamos que ese
oscurecimiento masivo de nada servía. Igual, la población debía acatar la orden
y así se hizo. En Rosario fueron dos o tres jornadas.
Dentro de la operatoria se incluía el nombramiento de un jefe de
manzana, quien debía recorrer, revisar y controlar el estricto cumplimiento de
la medida. En mi cuadra esta tarea recayó en José, un vecino que pecó de estar
sentado en la vereda frente a la puerta de su casa, algo muy normal por
aquellos tiempos, y fue el elegido.
En líneas generales por mi zona se cumplió el objetivo. En mi casa
bajamos las persianas, la luz de adelante permaneció sin encenderse, pero no
así las interiores. No hubo mayores incidentes ni problemas.
Finalmente alguna, pizca de coherencia surgió y alguien decidió acudir
al Vaticano para que hiciera de mediador en esta crisis. El novel papa Juan Pablo
II nombró a un simpático cardenal llamado Antonio Samoré, quien tras reunirse
reiteradamente con las autoridades de un lado y de otro, manejando una
diplomacia admirable logró que el conflicto no avanzara. Al menos, las armas
quedarían guardadas sin ser utilizadas.
En lo personal, ese período casi olvidado de la historia reciente
argentina me quedó muy grabado por un par de temas puntuales.
Por esos días, había conseguido ingresar a la empresa en la cual
permanecería trabajando durante cuarenta años.
Lo otro fue la inminente mudanza de mi familia a Granadero Baigorria.
Dejaba el barrio que me vio crecer durante quince años. Los amigos y los hábitos
cambiarían.
Fueron dos hitos importantes en mi vida y siempre tomé esos apagones u oscurecimientos como referencia cronológica, aunque no tuviesen nada que ver.
Es por eso por lo que saco el tema a la luz, valga el juego de palabras. Espero que también sirva para activar vuestras memorias y tal vez los estimule a contar pintorescas experiencias al respecto.
Cantamos los cuarenta
Mónica Mancini
Mis recuerdos más
lejanos sobre las elecciones datan del año mil novecientos sesenta y tres. Recuerdo
con claridad que con seis años caminaba de la mano de mi madre y pasamos por un
comité, cuando ya había ganado Arturo Illia y con entusiasmo me dediqué a
juntar los votos que ya no tenían ningún valor y andaban desparramados por las
veredas. De a poco, se fueron convirtiendo en barquitos, avioncitos y todas las
formas que una nena de esa edad podía construir con su imaginación.
Hubo una gran pausa
donde no tengo recuerdos claros de la forma en que viví las idas y venidas de
los gobiernos de facto y los democráticos. Aunque un hecho presente en mi
memoria es el “Rosariazo”. En mil novecientos sesenta y nueve, con solo trece
años fui testigo de sucesos que conmocionaron la ciudad, todo pareció
descontrolarse, se quemaron troles y se hicieron saqueos en los negocios.
Recuerdo con espanto observar cómo personas enceguecidas saqueaban el kiosco de
revistas de la estación de trenes Rosario Oeste, cómo entraban en los galpones
rompiendo obstáculos y llevándose todo lo que encontraban a su paso. También
pude ver la represión que sufrieron algunos y las consecuencias que les
trajeron semejantes acontecimientos.
Entre esos
trágicos hechos y 1983, pasaron muchísimas cosas. En lo personal ya me había
recibido de maestra, casado y había sido madre de dos niñas. Siendo observadora
de sucesos complejos, como el conflicto con Chile, la guerra de Malvinas y los
reveses de la economía. Vivir en un país en democracia era una gran ilusión,
más aún cuando empecé a conocer la figura de don Raúl, hombre que transmitía
tantas esperanzas de libertad con su famoso slogan “Con la democracia se come,
se cura y se educa”. Sonaban tan prometedora sus palabras, que no tuve ninguna
duda cuando aquel domingo treinta de octubre, con veintiocho años votaba por
primera vez. Con emoción, entré al cuarto oscuro y no solo puse un voto en el
sobre, allí deposité mis anhelos de vivir un futuro con la capacidad de elegir,
de perder el miedo y de manifestar mis ideas con espíritu crítico sin correr
riesgos.
Afortunadamente desde esa primera elección se sucedieron muchas otras, por cuarenta años pudimos elegir a quienes nos gobiernan. Me toco repetidas veces ser presidenta de mesa, donde participé activamente del proceso: preparar las urnas, pegar los padrones en la pared, acomodar los votos en las mesas, retener el documento, firmar los sobres, el posterior conteo y el envió del telegrama. Todo lo hice con mucha alegría y responsabilidad, agradeciendo que esos sucesos del pasado, sean del pasado y que aún con conflictos podamos ejercer el derecho del sufragio.
Haciendo un presuroso viaje en el tiempo, en este dos mil veintitrés, pasando los sesenta años, sigo yendo a votar con satisfacción. Lo hago regularmente con mi hermana, previo desayuno en un bar, aprontamos los DNI y entramos en la escuela que nos toca sabiendo qué vamos a elegir. Votamos manteniendo los mismos objetivos que expresó Alfonsín aquel veintinueve de octubre en el Monumento: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra prosperidad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Constituyendo
Hugo Longhi
El timbre del portero eléctrico sonó reiteradas veces, como era
costumbre en él. Yo ni siquiera respondía, sabía que solo era su señal de que
había pasado y dejado algo en el buzón del edificio. Pero ese mediodía de
viernes, poco antes de que saliera a trabajar, el repiqueteo sonoro fue más
intenso, digamos insistente, y por lo tanto atendí. La orden fue terminante:
“Bajá que hay una sorpresa para vos”.
Por aquel entonces, promediando la década de los 90, yo recibía
muchísima correspondencia de parte de radios internacionales y esa
cotidianeidad hizo que estableciera cierta confianza con el cartero.
El muchacho joven, de pelo largo teñido de rubio, me esperaba con un
papelito en la mano. ¿Esa sería la sorpresa? Lo primero que me preguntó fue si
tenía algo que hacer el domingo. Ante mi gesto de no comprender agregó que ese
papelito era una citación para formar parte de la mesa electoral en los
comicios que aquel día se iban a desarrollar.
Yo no lo podía creer, tenía que participar como segundo asistente de mesa,
recién me comunicaban con solo dos días de anticipación y sin ninguna
instrucción. Y, bueno, le firmé el acuse de recibo y subí los tres pisos de
escaleras mascullando bronca. No tenía donde quejarme ni como hacerlo. Dichos
comicios eran para designar convencionales constituyentes para el gran congreso
que se realizaría en Santa Fe con el objetivo de modificar y actualizar la
Constitución.
Esas cuarenta y ocho horas pasaron volando y el domingo, minutos antes
de las ocho me presenté en el lugar establecido. Ya había personas formando
fila para votar. El policía me recibió amablemente y hasta me pareció que sonreía
al verme. Me invitó a pasar. Allí, me encontré con un amplio salón con mesas
distribuidas en todo el perímetro del predio.
Yo no sabía para qué lado agarrar. Pasado ese instante de desorientación
me dispuse a buscar el número de mi mesa y allí quedé inmóvil dudando sobre qué
hacer. Cuando ya la desesperación me atrapaba fuerte, de la nada surgió una
chica bastante joven que, identificándose como fiscal del Partido Justicialista,
se ofreció a ayudarme. Fue como un maná caído del cielo. Pese a su juventud ya
tenía cierta experiencia en este tipo de actos.
Demás está decir que ni el presidente de mesa ni el primer asistente
habían aparecido por lo cual debí hacerme cargo de todo. Sí, de pronto era yo
el que comandaría el movimiento y control de los votantes. Lo primero que
hicimos fue pegar los padrones en la pared, armar las urnas, ordenar las
boletas en el cuarto oscuro y, claro, ser el primero en sufragar. No sea cosa
que por los nervios me olvidara de hacerlo.
Alrededor de las ocho treinta estuve en condiciones de comenzar a
recibir gente, muchos de los cuales ingresaron bastante molestos por la demora.
Poco a poco me fui tranquilizando al observar que todo se desarrollaba con
normalidad y a la vez gané confianza. Cada tanto la chica, que al verme tan
desamparado se había sentado junto a mí, se iba a recorrer otras mesas.
Habrán pasado unas dos horas de iniciada la cuestión cuando apareció un
gordito de barba y aspecto de mal dormido. Preguntó si esa era la mesa tal y
ante mi afirmación dijo que era el designado como primer asistente. Obvio, lo
invité, barra, obligué a que se sentara y se dispusiera a colaborar. Al principio
la relación fue tirante, porque pretendí mostrarme enojado por su impuntualidad,
pero al rato nos fuimos acomodando. Poseía un extraño sentido del humor que me
hacía reír. Junto a la chica formamos un mini equipo que funcionó.
Así, fue transcurriendo la jornada. Pasaron algunas caras conocidas entre
los que recuerdo al periodista Evaristo Monti y un directivo de la compañía donde
trabajaba que, porfiadamente, pretendía votar con un documento viejo. Por una
vez, me di el gusto, de darle órdenes y que las acatara. Los últimos en llegar,
casi ya al cierre del acto, fueron una familia de japoneses, un padre con sus
hijos varones. Esos marcados ojitos rasgados nos hicieron adivinar a la
distancia que ellos eran los que faltaban para completar el padrón.
Por tratarse de una elección atípica, insisto se elegían solo congresales constituyentes, el recuento de votos fue bastante rápido y estimo que una hora después ya había completado la tarea. En definitiva la bronca previa y la angustia inicial se transformaron en satisfacción por el deber cumplido. Y encima con una actividad novedosa. Así es, puedo afirmar que mi firma, impensadamente, figura en muchos DNI de rosarinos, seguramente ya sin uso.
Volví a casa caminando tranquilo en ese atardecer de abril de 1994. La única duda que me quedó fue saber quién sería el verdadero jefe de mesa que, por cierto, jamás apareció.
Democracia. Crónica de una sobreviviente
María Cristina Piñol
Cuarenta años
ininterrumpidos de democracia en Argentina. Lo que debería ser indiscutible y
cotidiano como lo define la Constitución Nacional en este hermoso y tragicómico
país parecer ser excepcional y, por ende, para algunos es digno de ser
festejado.
Nos cuenta la
historia que en el año 1912, bajo la presidencia de Roque Sáenz Peña, se
promulga la ley por la cual el voto se torna secreto y obligatorio para todos
los ciudadanos en todo el territorio nacional ya que hasta ese entonces se usaba
el método de “voto cantado”, que provocaba fuertísimas presiones en los
votantes y muchos no asistían a los comicios. Si bien no se prohibía el “voto
femenino”, para confeccionar el padrón electoral, dado que otro medio de
identificación no existía, se utilizaba el “padrón militar” y por eso solo
votaban hombres. Desde el mismo momento que se sanciona la Ley Sáenz Peña, un
grupo de mujeres entre las que se destacaban Alicia Moreau y Julieta Lanteri, comenzaron
su lucha por la incorporación del voto femenino a la ley vigente. Fue una lucha
denodada y constante y recién en 1947 durante el gobierno del presidente Perón
y con impulso de su esposa Eva Duarte, logra materializarse después de treinta
y cinco años. La mujer pudo votar por primera vez en 1951.
Desde aquel año
1912 se cuentan en mi país seis golpes de Estado concretados, en 1930, 1943,
1955, 1962,1966 y 1976.
Imposible para mi recordar el golpe de 1955,
solo tenía dos años, pero sí tengo imágenes, conversaciones, discusiones y
hasta el ruido ensordecedor helicópteros y aviones pasando bajo sobre la ciudad
durante el golpe cívico militar, que derrocó en 1962 al Presidente Arturo
Frondizi, quien fuera inmediatamente trasladado a la isla Martín García en
carácter de detenido. Su vicepresidente, José María Guido, lo sucedió en el
cargo en un nombramiento contaminado de irregularidades y gobernó algo menos de
dos años. Azules y Colorados, ambas fracciones antagónicas del Ejército,
protagonizaron durante el mandato de Guido enfrentamientos armados entre sí con
saldo de varios muertos y heridos.
Una “joyita” el
inicio de los 60 y, como siempre, nosotros, el puro pueblo, en el medio.
Mediados de 1963 se
vuelve a las urnas y resulta electo el doctor Arturo Humberto Illia. Todavía el
Partido Justicialista estaba proscripto. Mis recuerdos de esa época solo se
asientan en conversaciones familiares, en discusiones entre mi abuelo Pedro y
mi tío, y en la imagen de una gran tortuga con la cara del presidente en la revista
“Primera Plana”. ¿Bizarro no?
Y llegó nuevamente
el helicóptero el 28 de junio de 1966, otro golpe de Estado y van…? Pero de este
y los sucesivos ya me acuerdo. Cursaba primer año de secundaria en la Escuela, que
aún funcionaba en la Facultad de Ciencias Económicas. Nos llega al aula la
orden de desalojar el establecimiento, pero no nos dicen la causa. Salíamos en
fila y al llegar al hall de ingreso vemos en la escalinata de acceso soldados
montados a caballo “escoltándonos” hasta la vereda. Ya del vamos pintaba feo.
Desde que nací 13 años atrás llevaba más gobiernos dictatoriales que
democráticos.
A partir de ese
año los recuerdos son más vívidos y fueron tantos los momentos de quiebre y
zozobra que cuesta enumerarlos. Intrigas, “asociaciones delictivas” y asesinatos
a sangre fría como el del sindicalista Vandor, auguraban el inicio de tiempos
aún más turbulentos. En 1970 es asesinado también Pedro Eugenio Aramburu por la
agrupación Montoneros, quienes no dudaron en adjudicarse su secuestro,
“juzgamiento”, torturas y posterior asesinato y hasta creo que fue filmado.
Transcurrí todo el
secundario en dictadura y llegó la etapa de la facultad en 1971, con un
ambiente nacional enrarecido. Avistando su fin, el presidente de facto Lanusse
convoca a los partidos políticos, propone el llamado Gran Acuerdo Nacional al
que no adhirió nadie y, entonces, propone las elecciones libres y sin
proscripción partidaria alguna, pero con ciertas consignas que fueron aceptadas
para 1973, año en el que voté por primera vez.
Gana el “Frente
Justicialista para la Liberación”, con su candidato Héctor Cámpora y la
consigna “Cámpora al gobierno Perón al poder”. Para ese entonces, ERP y
Montoneros ya captaban la atención de propios y extraños, pero aún faltaba algo,
la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina. Nadie la nombra ya pero existió y
fue brutal.
Y siguen mis
recuerdos, el regreso de Perón a la Argentina y la “Masacre de Ezeiza”, con trece
muertos declarados y una cantidad de heridos que se desconoce.
En el mes de
septiembre de 1973 es asesinado/ajusticiado José Ignacio Rucci encontrándose en
su cuerpo treinta y tres impactos de balas.
A los cuarenta y
nueve días de haber asumido su mandato Cámpora renuncia y se convoca a nuevas
elecciones, las primeras sin proscripciones desde de 1955. Perón asume como presidente
vistiendo su traje militar (había sido reincorporado al Ejercito argentino) y
su esposa, María Estela Martínez, como vicepresidente el 12 de diciembre de
1973. También recuerdo aquel discurso en el que llamó “estúpidos e imberbes” a
los montoneros reunidos en la Plaza. Una figura crucial emerge entre las
sombras, José López Rega. Apodado “El brujo” por sus inclinaciones a las predicciones
esotéricas, se le atribuyó entre otras cosas la creación y operatividad de la Triple
A.
El 1º de julio de
1974 fallece el presidente Juan Perón, lo sucede María Estela Martínez, su
vice, quien es derrocada el 24 de marzo de 1976 y confinada en la residencia “El
Messidor”, de Villa la Angostura.
De ahí en más la
sucesión de hechos incalificables de parte de quienes conformaron los sucesivos
gobiernos de facto y que son por su proximidad temporal los que más recordamos
tuvieron su final aquel histórico 10 de diciembre de 1983, cuando después de
casi ocho años, de brutal dictadura asume el presidente electo Raúl Alfonsín.
Y con cambios de colores
políticos, resignaciones de mandatos antes de tiempo en pos de la continuidad
de la democracia, volvimos a votar. Y siguieron los dos períodos de despilfarros
del presidente Menem y su “Rosadita”. Volvimos a las urnas, esta vez Fernando
De La Rúa asume como presidente, caos económico y social, cacerolazos, etcétera.
El presidente constitucional renuncia y le sigue la vergüenza mundial de
cambiar cinco presidentes sucesivamente en una semana.
No obstante los
argentinos seguimos creyendo en la democracia, aunque a veces no estemos de
acuerdo con el gobierno de turno, bancamos cada mandato esperando las próximas
elecciones. Es cierto, cuarenta años que nos gobiernan quienes elegimos en las
votaciones, para nosotros es un logro, aunque para nada signifique que todo
está bien.
Democracia es en su esencia el gobierno del pueblo y para el pueblo, con solo poner una boleta en la urna no termina nuestra responsabilidad.
Mi país es un país de “blanco” o “negro”, en él la extensa gama de grises no existe, y ¿saben qué? la gran mayoría de los argentinos vivimos, pensamos y sentimos dentro de los grises. Democracia, la Señora sobreviviente.
30 de octubre de 1983
Raquel Arroyo
“¿Mirá, no ves que
es igual a vos?”, le decía a mi padre, mientras le mostraba la portada del
diario, en la que se veían las caras de los candidatos a presidente y entre
ellos un sonriente Raúl Alfonsín.
—¡Dale, papi! ¿Qué
te cuesta? Votalo. Es igualito a vos. Mirá, tiene tu misma sonrisa, y los
bigotes y los ojos negros- insistía, mientras él se seguía afeitando frente al
espejo del baño, casi ignorándome como jamás lo había hecho.
—Se parece a mí,
pero no soy yo. Él es radical, y yo soy peronista. Soy peronista de la primera
hora. Peronista de la Resistencia. Dos días, dos días ¿entendés? Dos días
estuve haciendo cola para pasar un minuto frente al cajón de la Eva. Vos ni
siquiera habías nacido. Tu hermana tenía dos años.
Paró el relato
para enjuagarse la cara recién afeitada. El olor de la crema de afeitar invadió
el baño y el resto de la casa. Y se mezcló con el olor del estofado que llegaba
desde la cocina, donde mi madre ponía a orear los fideos caseros.
Y mi padre continuó:
“Debajo de la
lluvia esperamos, y hasta pasamos hambre con el tío y con los otros compañeros.
Nos habíamos ido casi sin un peso, viajamos gratis en el tren. Era fin de mes y
me quedaba poca plata del sueldo del ferrocarril, se la dejé a mamá y me fui
con apenas unas monedas. Pero no me importó nada, y me fui...”. Lo decía con
nostalgia y mientras se secaba la cara en este octubre del 83, creo que su
mente viajaba a aquel julio del 52.
—Tenía que
despedir a la Eva...- continuó con nostalgia.
—Bueno, papi, pero
Perón y Evita están muertos, y esto es otra cosa. Son aires nuevos. Vos sabés
que el peronismo ya no es lo que era.¿ A vos te convence Lúder? Ya sé que no,
papi. No te gusta este peronismo. Te vi enojado y decepcionado cuando Herminio
Iglesias quemó el cajón.
—Hay cosas que no
me gustan. Pero sigo siendo peronista. Y no voy a votar a un radical. ¡No sé de
dónde me saliste vos radical!- me dijo mientras se iluminaba con esa sonrisa
franca y me daba un abrazo de esos que acomodan los huesos.
—Papi, yo no soy
radical, ni peronista, no sé qué soy. Solo creo en ese hombre, más allá de los
partidos. Creo que es un buen hombre.
—Yo también creo
que es un buen hombre. Pero Illia También era un buen hombre y viste lo que
pasó con él...- había un dejo de tristeza en su voz.
—Pero ahora es
distinto, venimos de siete años de dictadura, nunca más va a haber un golpe de
Estado, nunca más.
Yo tenía veinticinco años. Iba a votar por
primera vez. Como a tantos jóvenes Alfonsín nos había seducido con su oratoria,
su energía y esa hombría de bien que transmitía a través de su mirada serena y
bonachona. Cuando al final de sus discursos recitaba el preámbulo de la
Constitución, la piel se erizaba y los ojos se llenaban de lágrimas. Toda la
esperanza de los jóvenes estaba puesta en ese hombre de ojos oscuros y palabra
clara. Igual a mi padre y sabía que, igual que él, jamás me iba a decepcionar.
Ya estábamos
preparados para ir a votar. Papá se peinaba con la Lord Cheseline y me daba las
últimas indicaciones.
—Hay que cortar
boleta. Bah, vos hacés lo que quieras, pero a Néstor hay que votarlo.
—Claro, papi.
¿Como no lo vamos a votar a Néstor? ¿Aunque sea del PI, no?- le dije con un
guiño.
—Es buena gente,
más allá del partido- lo expresó con un aire de orgullo por su sobrino tan
querido.
—Como Alfonsín,
buena gente, más allá del partido.
Me regaló una sonrisa amplia, había entendido
mi chicana.
—Hay que votar
también a tu amigo Ángel para concejal.
—Pero claro que
sí. Buena gente también mi amigo peronista. Si habremos compartido aquellos meetings
clandestinos en aquel taller de Tablada, cuando el peronismo estaba proscripto-
otra vez la nostalgia, otra vez el peronismo. Sabía que iba a ser imposible
hacerle cambiar de idea.
Eran casi las doce del mediodía. Había una
marcha incesante de gente que pasaba por la puerta de mi casa, hacia la escuela
donde se votaba. Todos querían ir antes del almuerzo del domingo. Estaban
ansiosos por elegir a su presidente. Después vendría el asado o los fideos. Era
un día de fiesta. Fuera cual fuera el resultado iba a ser mejor de lo que
tuvimos durante los últimos siete años. Yo estaba muy nerviosa. Trataba de
recordar alguna clase de Educación Cívica en la que habíamos hecho un simulacro
de elecciones. Pero había pasado mucho tiempo. Mi vida había transcurrido más
durante dictaduras que en gobiernos democráticos. Por lo tanto, poco sabía. Y
para colmo iba a tener que cortar boletas, elegir candidatos de distintos partidos.
No sabía si eso estaba bien o mal. Pero estaba eligiendo al “hombre” y no al
partido. Cuando volviéramos mi papá y yo, iría mi mamá. Ella iba a votar a
Alfonsín, a Néstor y a Ángel. Mientras tanto, se quedaría organizando el
almuerzo y cuidando mis chicos.
“No se olviden los
documentos y arriba de la mesa del comedor les dejé dos tijeritas para que
corten las boletas”, nos gritó mamá desde el patio, tan previsora como siempre.
Salimos orgullosos con la tijerita en el
bolsillo y el documento en la mano. Mi papá tenía una libreta de enrolamiento,
grande como una libreta de almacenero, forrada en cuero. En las primeras hojas
tenía los símbolos patrios y la letra del Himno Nacional. La foto me mostraba a
un joven sin bigotes, de traje, con una cinta de luto en el brazo; seguramente
era por la tía Julia, que había muerto tan joven. Mientras caminábamos me
mostraba los casilleros donde constaba su emisión de voto en elecciones
anteriores y había una anécdota para cada ocasión. Nos separamos en la esquina.
Él se dirigió a la escuela donde votaban los varones y yo a la de mujeres.
Mientras hacía la cola el corazón me latía muy
fuerte. Entré en el cuarto oscuro, saqué la tijerita y empecé a mirar las
boletas. Reconocer, recortar, poner en el sobre. Hacerlo prolijamente, no vaya
a ser que me invalidaran el voto. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la
puerta del salón, me volvieron a la realidad. “¿Está todo bien? Hace mucho
tiempo que estás adentro”. La voz de la presidenta de mesa me devolvía a la
situación. Salí avergonzada. Todos me miraban. Puse el sobre en la urna y salí
presuntuosa con mi documento en la mano. ¿Y la tijerita? Me la había olvidado
en el cuarto oscuro. Bueno, la vergüenza no me permitía volver, después de todo
a alguien le iba a servir.
En la esquina me encontré con mi papá, nos
abrazamos sin decir palabra. Votó el resto de la familia, almorzamos, y a la
tarde festejamos el cumpleaños de mi hermana. Llegada la noche la televisión
nos contaba que Alfonsín había ganado. Toda la familia lo había votado. Menos
mi padre... Creo... Lo vi sonreír cuando el presidente electo agradecía al
pueblo por la victoria. Era una sonrisa de satisfacción. Los ojos le brillaban.
Ese hombre de la tele y el que estaba sentado al lado mío eran iguales,
solo que uno era radical y el otro peronista. Me acerqué al peronista y le dije
al oído:
—¿Papi, lo votaste?
—No... Además el voto es secreto- me dijo.
martes, 19 de septiembre de 2023
Aquella Semana Santa
Diana Kallmann
Ese jueves 16 de abril de 1987 habíamos ido con mi familia a visitar a unos
amigos en Santa Rosa, La Pampa. Tenía varios francos acumulados en la agencia
Neuquén del diario “Río Negro”, donde trabajaba y podía ausentarme. Además,
como decíamos en la redacción, la Semana Santa era “una siesta”, con una
guardia mínima era suficiente. Lejos estábamos de imaginar lo que se venía.
Entre charlas, guitarreadas y poemas con los amigos pampeanos, poca
atención le prestamos a las noticias, hasta que al anochecer alguien avisó que
se estaba produciendo un levantamiento militar en Campo de Mayo. Prendimos la tele,
las imágenes parecían sacadas de una pesadilla: la asonada era dirigida por una
suerte de rambos, que portaban ametralladoras, ropa de fajina y rostros
pintados con carbonilla, supongo que para darle espectacularidad al
levantamiento, porque sus nombres se difundieron enseguida. Lo único reconfortante
era que todo el arco político y social se mostraba a la altura de las
circunstancias. Dirigentes de los partidos, de derechos humanos, de los
gremios, de organizaciones sociales, se acercaban a cuanto micrófono encontraban
para repudiar el levantamiento y convocar a la defensa de la democracia. Un
mensaje que se multiplicaba en el país. Los periodistas reaccionaron
rápidamente y la mayoría de los medios se constituyeron en una especie de
cadena nacional, donde la población y su dirigencia política y social potenciaban
un clima de movilización y de unión nacional frente a la amenaza a un sistema que
tan duramente habíamos conseguido.
Sentí necesidad de volver a Neuquén, a la redacción, a las calles que
comenzaban a poblarse de gente movilizada. Resolvimos regresar. A unos 100 kilómetros
de nuestra ciudad pudimos captar la emisora local, LU5, que se había convertido
en vocero y convocante de una multitud que durante cuatro días protagonizó la
mayor movilización en la historia de Neuquén. Unas 40.000 personas en la calle,
decían los titulares y no mentían, sobre una población de apenas 150.000
habitantes.
Fueron días de suspenso y de fuertes emociones. El jueves, el gobernador
Felipe Sapag, que estaba en Buenos Aires, a través de un reportaje radial ordenó
a su vice, Horacio Forni que abriera las puertas de la Casa de Gobierno al pueblo, para defender la
democracia. Representantes
de fuerzas políticas, de organizaciones de derechos humanos, organizaciones
gremiales y vecinales, juventudes partidarias y personalidades varias respondieron
a la convocatoria. Simultáneamente, la multitud acompañó desde las calles
adyacentes a la sede gubernamental. “Gobernaba el pueblo en defensa de la
democracia”, recordó un participante.
Buscando en Internet y revolviendo entre mis viejos papeles, pude rescatar
algunos párrafos del pronunciamiento firmado por el heterogéneo grupo que
conformaba la multisectorial: “debemos comprender los argentinos –decía el
texto– que no está en juego en esta difícil circunstancia el triunfo o el éxito
de alguna parcialidad política o de algún sector social, sino la Argentina
solidaria, participativa, democrática, justa y libre que tanto buscamos y
anhelamos”. Por si no quedara claro, agregaban: “la opción es la vida en
democracia o la muerte en el autoritarismo”. Don Felipe, ya de regreso en Neuquén, dijo: “Vamos
a resistir en la Casa de Gobierno hasta las últimas consecuencias y a partir de
este momento vamos a preparar la resistencia".
La redacción del diario era un
hervidero de noticias que se sucedían minuto a minuto: el general Martín Balza,
a cargo del comando y un hombre respetuoso del orden institucional, había
transmitido su apoyo al gobernador y ofreció refugio al presidente Raúl Alfonsín.
La Legislatura provincial se declaró en asamblea permanente y allí se hizo
presente otro de los protagonistas de esa Semana Santa: el obispo Jaime de
Nevares, quien desde el primer día del golpe militar de 1976 abrió la catedral
para refugiar a los perseguidos, convirtiéndose en el principal referente de la
lucha por los derechos humanos en la ciudad. El viernes Santo, la conmemoración
del tradicional Vía Crucis se transformó también en un pedido por la democracia
cuando una multitud, encabezada por monseñor De Nevares, se encolumnó tras la
enorme cruz en su recorrido desde la céntrica Catedral hasta la barda.
En estas circunstancias se produjo un hecho político de significación: el
reencuentro de dos líderes neuquinos que habían estado distanciados durante
años, Felipe Sapag y
Jaime de Nevares. Ambos encabezaron la movilización del domingo, cuando se
esperaba que el presidente Alfonsín regresara de Campo de Mayo, donde había ido
a deliberar con los sublevados.
El mensaje
de “la casa está en orden” dejó cierta duda en los manifestantes, que desde
hacía cuatro días estaban en las calles y se resistían a dejarlas. Un poco
porque no estaban convencidos de que se hubiera recuperado el orden y otro poco
porque aquellas intensas jornadas habían creado un sentimiento de fraternidad y
unidad difícil de disolver.
En los primeros años de la
recuperación democrática, la sociedad neuquina –como la del país– se había
volcado a la participación en todos los ámbitos: recitales de música en la
calle, reuniones espontáneas, asambleas de organizaciones que se rearmaron al
calor de los derechos recuperados, encuentros entre aquellos que los años
oscuros habían separado. “Estamos en democracia” era la frase que se repetía en
todos los ámbitos.
Nosotros hacía apenas tres años que habíamos llegado del exilio en México y
vivíamos con alegría aquellos tiempos, compartiendo con neuquinos, con amigos
del exilio que venían al sur y con los que íbamos conociendo desde nuestro
retorno.
En 1985, el juicio a las juntas trajo un viento de justicia. El infatigable
reclamo de los organismos de derechos humanos, que en Neuquén eran muy activos,
había encontrado respuesta.
Con el correr del tiempo, con las condenas a los responsables del
terrorismo de Estado, comenzó a gestarse un clima de rumores que advertían
sobre cierto “malestar militar”. La deuda externa y la inflación –siempre
asociadas– contribuyeron a ensombrecer la primavera democrática. Nosotros, que
como tantos compatriotas habíamos afinado el olfato, percibíamos ese clima enrarecido
y comenzamos a revivir miedos y acechanzas: no se habían ido del todo, muchos seguían
agazapados en los cuarteles, dispuestos a recuperar su poder o, al menos, su
impunidad.
Es por eso que aquella Semana Santa de 1987 marcó un hito, la población reaccionó rápidamente y salió a las calles, dispuesta a defender la democracia que tanto costó conseguir. De algún modo, aquella foto que reunió a don Felipe –quien había perdido dos hijos asesinados por la dictadura– y a don Jaime –el obispo de los pobres, de los perseguidos, de los pueblos originarios– se transformó en un símbolo de cohesión que reunió al pueblo. Neuquén recuperó su orgullo de ser “la capital de los derechos humanos” y el céntrico monumento a San Martín ratificó su condición de espacio y testigo de las luchas y celebraciones populares. Habíamos compartido unas jornadas en que la dirigencia y la sociedad demostraron que era posible unirse en torno a una causa nacional.
En estos tiempos de crisis vale la pena recuperar aquella gesta, al menos para que las nuevas generaciones sepan que un país mejor es posible, aún en un mundo incierto como el actual. Nuestro tiempo pasó, pero nos queda la posibilidad transmitir estas vivencias que ayudaron a cicatrizar las heridas de nuestra sociedad.
Primera vez
Hugo Longhi
El día
inicial de 1983 no solo nos obligó al ritual cambio del viejo almanaque por el
nuevo, sino que nos llevó a prepararnos para pensar en modo elecciones.
Y pese a que
la cita cívica sería recién a fines de octubre, la excitación era grande,
enorme y las incertidumbres también. Yo andaba por los veinticuatro años y
sería mi primera vez frente a las urnas. Allí uno de los tantos tornillos
flojos de la inexistente democracia en nuestro país, recién votar tantos años
después de lo que debía.
Fue en ese
verano, en las playas u otros sitios vacacionales, cuando se comenzó a hablar
de política. Hasta hacía poco tiempo era un tema prohibido o, cuanto menos,
inconveniente. Ahora todos queríamos opinar, imaginar lo que se venía, que sin
dudas sería mejor que lo vivido en los pasados siete años.
Todos nos
disfrazamos de expertos en la materia y yo no fui la excepción. En mi trabajo
de oficina algunos asuntos habitués pasaron a segundo plano. La política
era excluyente.
Por supuesto
que los medios también comenzaron a jugar su juego. Sin tanto desarrollo ni
tecnología como hoy día, cada uno insertaba su pizca de aporte en favor de tal
o cual ideología. Y más tarde esto se agigantó cuando se empezaron a delinear
los candidatos.
Pero esto
pasaba en la tele, la radio o los diarios. ¿Y yo, en que andaba? Todavía
vivía con mis padres, en Granadero Baigorria. Salía de mis obligaciones
laborales a las 19.30 y regresaba en el insoportable 9 de Julio, la empresa de
ómnibus que hacía el recorrido interurbano hacia el norte por aquellos tiempos.
Los
aproximadamente cincuenta minutos que me llevaban el traslado los utilizaba
para conversar con un compañero que continuaba viaje hasta Capitán Bermúdez.
Hablábamos de política, obvio. No siempre coincidíamos, pero qué importaba. Ese
diálogo no solo nos acortaba el aburrido trayecto sino que nos iba entrenando
para el nuevo escenario. A veces algún que otro pasajero se metía en la charla,
por lo general disintiendo con nosotros. Todo quedaba ahí. Tal vez, no nos
dábamos cuenta pero ya en ese momento estábamos edificando la incipiente
democracia.
Haciendo un
gran salto en el recordado calendario y con un clima electoral bastante más
ardiente, se me ocurrió una idea algo absurda. Pasaría por unidades básicas,
comités, sedes de partidos y les pediría los votos. No tenía decisión tomada
sobre a quién elegir pero, tal vez, con todo el papelerío sobre una mesa, podría
resolver el acertijo.
Con mi amigo
Sergio, más o menos de la misma edad, comenzamos el raid. Fuimos atendidos a
veces con marcado entusiasmo, otras con indiferencia y hasta con cierta
agresividad pensando vaya a saberse que cosas buscaban esos juveniles rostros.
La estrategia no sirvió de mucho.
Los días
avanzaban y los actos de cierre se venían para Rosario. Quizás porque casi
siempre eran de noche y yo no vivía aquí, no fui a ninguno. Pero no me desentendía
del asunto. Procuraba ver y leer todo lo que pudiera. Me interesaba y además me
servía para participar en cualquiera de las innumerables discusiones que
surgían en el ámbito laboral.
Y vuelvo a la
excitación de la que refería al principio. Por esos días, fui a la despedida de
soltero de un compañero. En principio concurrí casi por obligación dado que el
homenajeado no me era tan cercano y suponía que no me iba a divertir mucho.
Sin embargo,
el clima electoral que ya nos atravesaba demasiado fuerte a todos fue diseñando
un estado de ánimo que explotó como nunca en ese tipo de encuentros. Todos
estábamos felices, nos sentíamos cómodos y esperanzados. Al día siguiente uno
de los candidatos firmes haría su presentación en el Monumento y eso era un
combustible fogoneante para varios. Conclusión: nunca disfruté tanto
este tipo de despedidas. Y les aseguro que fui a montones.
Finalmente
llegó el Día D. Me correspondió votar en la Escuela Hogar de mi ciudad de
residencia. Yo sé que tiene otro nombre oficial, pero ahora no me acuerdo. Fui
a la mañana con todos los nervios y dudas de una primera vez aunque todo
resultó tan rápido y sencillo que me retiré con una sonrisa. El resto de esa
soleada jornada dominguera fue para pasarla distendido en la casi campestre
Granadero Baigorria de aquellos tiempos.
Finalmente el nuevo presidente asumió. Y luego otros. La extensa película que se desarrolló será tema para otra ocasión. Lo invalorable era tener la película. Vivirla sin cortes ni censuras. Sentir que si hacíamos las cosas mal seríamos castigados, pero como lo dictaminaba la ley. Por lo demás, deberíamos gozar de una libertad de actos y pensamientos donde el límite lo sabríamos colocar nosotros mismos.
Democracia se llama esta deliciosa señora que está por cumplir cuatro décadas. No necesita que le dediquemos una canción. Con cuidarla, protegerla, alimentarla conceptualmente y, sobre todo, con amarla, alcanza.
Democracia. Segunda Parte
Oscar Daniel Martino
En un relato anterior conté en qué lugar me había tomado la Asunción del doctor Raúl Alfonsín, 10 de diciembre de 1983, en mi viaje de bodas con Alicia.
Como solo tenía 22 años en ese momento, que en verdad los 22 de esa época no eran similares a los de hoy, pero no por ser eso teníamos sabiduría incorporada como un chip.
La falta de experiencia en el nuevo camino que teníamos por delante al formar una familia era un ítem para develar. O sea que mi vida como padre de familia comenzó al unísono con la vida en democracia plena.
Fueron años difíciles, gracias a Dios con mucho trabajo, los hijos llegaron rápido y casi matemáticamente, julio del 84, mayo del 86, febrero del 88… hubo una última pero más acá en el tiempo con lo que ya éramos como experimentados en el tema: enero del 94.
Alicia había renunciado a trabajar como ingeniera en Construcciones su profesión para dedicarse casi de lleno al cuidado de nuestros hijos; ya que mi trabajo de viajante me mantenía muchos días fuera de casa, y los chicos requerían llevarlos y traerlos de la escuela, acompañarlos en sus tareas, llevarlos a hacer deportes, etcétera, etcétera.
Cuando se da el escenario del cambio antes de tiempo de gobierno del doctor Alfonsín al doctor Menem, recordarán la cantidad de gente que quiso irse del país, algo bastante típico en muchos compatriotas; cuando algo no convence o es incierto, intentan irse en vez de quedarse y ayudar a mejorar su país, nuestro país el país de todos…
Por cierto, no era mi caso el querer irme, nunca jamás lo fue, pero mi suegro español, que había vivido más de 40 años en Argentina y al enviudar, volvió a vivir a su Galicia, y rehizo su vida allá, comenzó a llamarnos, más que nada a mi esposa, su hija, para decirle que nos fuésemos a vivir a Vigo, Galicia, donde él tenía un departamento muy cómodo. Además, como toda su familia estaba allí, menos sus hijas y nietos que vivían aquí en Argentina, me había conseguido un trabajo. Vale aclarar que mi esposa y mis tres hijos hasta ese momento tenían doble ciudadanía, por lo cual nuestro ingreso si queríamos era por demás sencillo.
En ese entonces yo trabajaba para una importante fábrica textil hoy desaparecida, que era la más grande del país en su rubro, camisería. Sinceramente no me iba nada mal, a pesar de los conflictos económicos de siempre, o sea que no tenía ni intención, ni motivación para dejar mi país. Además, estaban mis padres aquí, que estimo si me hubiese llevado a mis hijos sus únicos nietos entonces la hubiesen pasado mal realmente.
Pero como todo esto fuese poco argumento para no abandonar nuestro país, mi esposa, que tenía parte de sangre gallega, no quería irse tampoco en absoluto. La anécdota de esto es que supongo que mi suegro falleció muchos años más tarde en la creencia que yo había convencido a Alicia de quedarnos. Cada vez que me llamaba por teléfono desde España me decía: “Oscar, Alicia quiere venirse dale el gusto”. Pobre y nada que ver, ninguno de los dos teníamos la más mínima intención de irnos.
Bueno, obviamente nos quedamos, y luchamos, y hubo momentos más duros, otros menos, criamos a nuestros hijos en un hogar de trabajo; y hoy, a tantos años de aquel episodio que fue en 1989/1990, no nos arrepentimos en absoluto de la decisión tomada; es más, a veces en reuniones de amigos que conocen esa parte de nuestra historia familiar, nos preguntan o comentan: “Miren si se hubieran ido a vivir a España en el 89”. Y la verdad es que no tengo la bola de cristal para saber cómo hubiese sido nuestra vida, pero lo que sí sé es que, insisto, años después seguimos pensando que fue la mejor decisión.
No conozco la vida de los que emigran. Sí lo vi a mi suegro, que se casó en Argentina, formó su familia, trabajó bien, pero siempre se sintió un foráneo. Todos los fines de semana buscaba encontrarse con gente de su país en los centros de colectividades que había en Rosario, gallegos, vascos, catalanes, andaluces. El tema era sentirse rodeado de compatriotas; porque evidentemente esa parte, por más años que se viva en otro lado, no se va nunca, digo el sentimiento por tus acentos, tus costumbres y eso es lo que no quisimos perder además de muchas otras cosas.
No sé si este relato tiene mucho que ver con la consigna, pero como sucedió toda esta historia en democracia, me pareció era más o menos acorde contarla.
Y mi hermano no llegaba
María Cristina Piñol
Era una noche
calurosa de fines de noviembre de 1976. Hugo estaba preparando los finales de segundo
año de Ingeniería. Estudiaba en la casa de su amigo Juan, que vivía en
Corrientes y Riobamba, porque era más tranquila que la nuestra y además tenían
espacio suficiente para desplegar sus tableros de dibujo.
Salió con el
auto alrededor de las 16, pasó por Echesortu a buscar a Pepe, el otro compañero
de la Facultad, y de allí como casi todas las tardes de ese mes de noviembre partieron
a lo de Juan. Por lo general volvía a casa a las nueve de la noche.
Yo estaba
casada y vivíamos en un departamento detrás de la casa de mis padres. Eran poco
más de la 10 de la noche y escuchamos a mi mamá llamándome, y me di cuenta que
algo pasaba. Mamá me preguntó si yo sabía si Hugo y los chicos tenían algún
plan para ese día después de estudiar, porque aún no había llegado.
No, yo no sabía nada.
Y en ese
momento comenzó el infierno. Papá llamó a casa de Juan y este le dijo que los
chicos se habían ido de allí a eso de las 20. Apenas corta, sonó el teléfono,
era el padre de Pepe también preguntando por su hijo. Comenzaron a comunicarse
con los hospitales, estaban casi seguros que habían tenido un accidente.
No había
rastros de ellos en ningún sanatorio u hospital.
Papá decidido,
tomó las llaves de su auto para seguir el recorrido que ellos hacían. Cuando
estaba abriendo la puerta sonó el teléfono, mamá temblando atendió, pero papá
le sacó el tubo, quería que cualquiera fuese la noticia se la dieran a él.
Del otro lado,
una voz de hombre en un tono muy bajo como quien evita que otro lo escuche, le dijo:
“Le habla un preso de la Comisaría Quinta. Su hijo y el amigo están acá, venga
lo más rápido que pueda a buscarlos”. Y cortó inmediatamente.
Mamá y papá
salieron hacia el lugar y yo me encargué de llamar a los padres de Pepe.
Pasaron más de
dos horas sin ninguna noticia para nosotros, se hace difícil explicar con
palabras la angustia de la incertidumbre.
Volvieron a
casa mamá y papá solos, visiblemente agitados y desencajados. Como pudo, papá
nos contó que primero les negaron que los chicos estuvieran allí, pero mi viejo
vio su auto: la Renoleta verde estacionada dentro de la comisaría; y les dijo
que ese era su coche, le mostró los papeles y los policías les pidieron que
aguarden. Después de más de media hora salió uno de los “canas” y les dijo que
sí, que estaban ahí demorados, que les llevaran mantas y algo de comer, porque seguro
iban a pasar la noche allí. Ninguna otra explicación, nada que refiera a algún
hecho por el cual estaban presos.
Volvieron a la
comisaría con frazadas y algo de comida.
No sé cuántas
horas pasaron. Ya estaba amaneciendo y escuchamos estacionar un auto. Era papá
y detrás de él llegaba mi hermano con la Renoleta. Volvió la paz y tratamos,
sinceramente, de olvidar lo ocurrido.
Dentro de la
comisaría no les pasó nada, no hubo fuerza física sobre ellos, pero los mismos
presos, según contaron los chicos, les decían que los iban a torturar, que les
iban a aplicar la picana, etcétera, etcétera.
En aquellos
tristes tiempos, las cuadras, donde había una comisaría o cualquier repartición
de gobierno o de las Fuerzas Armadas, se encontraban cerradas al tránsito. Los
jóvenes éramos todos “sospechosos” de subversivos y más aún los universitarios.
Mi hermano y su amigo pasaban todas las tardes a la misma hora de ida hacia la
casa de Juan, por la esquina de Italia y Cerrito; y, de vuelta, también a la
misma hora todos los días por la esquina de Riobamba e Italia; o sea, por un lado
y el otro de la comisaría, en un auto verde loro algo que los hacía muy
identificables.
También se decía, que dentro de los apuntes y/o cuadernos, integrantes del ERP y Montoneros se enviaban mensajes en clave inherentes a sus maniobras, quizás haya sido cierto, porque todos los apuntes de los chicos se los devolvieron ajados y desencuadernados, o quizás no…
Por ¿suerte? , “mi hermano llegó”.
Los pañuelos blancos
Mónica Mancini
Hacía poco
que el empedrado había sido reemplazado por el pavimento, tan alisado y parejito
que nos permitía andar en bici casi sin hacer fuerza. Recorríamos las
calles con la ansiedad propia de los jóvenes, que van descubriendo su capacidad
de decidir qué camino tomar o los vericuetos de las calles más alejadas y los
personajes que habitan en ellas…
Esa mañana
de octubre se prestaba como para sentir que todo funcionaba de maravillas: el
sol brillaba, el clima entre los amigos era confortable, daba gusto vivir,
compartir este tiempo de ocio.
De pronto
todo cambió, fue como pasar del día a la noche sin el atardecer… se escucharon
gritos patéticos, ahogados, desesperados. No entendíamos qué estaba pasando
cuando por delante de nosotros cruzaron la calle dos chicas que corrían y
pedían ayuda. Jamás pensamos que la situación era definitiva, terminal, que
esos gritos que imploraban socorro envolvían vivir o morir. Pronto, los
entendimos, no había espacio para las dudas.
La velocidad
con la que se sucedieron los hechos aún dejó tiempo para apreciar que el
vientre de una de las chicas estaba abultado, evidentemente con un embarazo muy
avanzado, ella corría tomándolo con sus manos, como impidiendo que el niño
saliera prematuramente, o quizás solo quería protegerlo del peligro inminente.
Ambas se
metieron en el jardín de una casa, esas que tienen una puerta bajita y un
espacio adelante, se tiraron al suelo, temblando, indicándonos con gestos
claros que nos fuéramos, que no nos involucremos en lo que estaba pasando,
ellas sabían a qué se exponían y no deseaban que jóvenes como nosotros nos
arriesguemos. Aun así, nos quedamos, cubrimos la entrada con nuestras bicis
y comprendimos que debíamos protegerlas.
Inmediatamente
observamos que se acerca por la calle, a paso de hombre, un Falcon verde, con
cuatro hombres. Tenían un aspecto tal que su sola imagen nos hizo sentir un
miedo desconocido hasta ahora, un miedo real con un olor particular. Creo que
intuyeron lo que sentíamos y por eso se detuvieron para interrogarnos.
—Che, pibes,
¿no vieron a dos chicas por acá?
—Una de
ellas embarazada- agregó uno que iba atrás.
Por supuesto
que nuestras caras eran más que delatoras, aunque quisimos disimular, el pánico
que teníamos era tal, que fuimos descubiertos antes de pronunciar una palabra.
Lo que
siguió después fue terrible, aún hoy después de muchos años no puedo dejar de
recordarlo con una increíble nitidez.
“Córranse y
rajen de acá si no quieren que mañana sus viejas anden con un pañuelo blanco en
la cabeza”, nos dijeron.
No fue
necesario que repitiera la orden, no teníamos idea de qué significaba lo del
pañuelo blanco, pero entendimos inmediatamente que nuestra vida estaba en
juego.
Mientras
pedaleábamos frenéticamente escuchamos los gritos de las chicas y los disparos,
muchos, muchísimos de pronto un silencio angustiante inundado de olor a pólvora
llegó a nosotros y nos pasó por al lado el Falcon con sus cuatro pasajeros,
iban conversado animadamente, como si salieran de su trabajo, comentando
cuestiones de rutina, hasta nos saludaron amigablemente…
Volvimos
como locos al lugar, y la imagen que vimos no parecía real, no coincidía con
esa tarde de octubre y con nuestra vida de jóvenes despreocupados. Una candidez
que perecía al mismo tiempo que las chicas que habíamos visto correr para
salvar su vida y que yacían ahí, en el suelo tiradas, abandonadas. Nosotros las
quisimos proteger y sin querer las delatamos,
Un charco de
sangre las rodeaba, los cuerpos estaban quietos, la muerte se hizo presente en
forma contundente… pero una idea apareció entre nosotros: ¡el bebé! ¿Se habrá
muerto también el bebé?
Simultáneamente
un montón de vecinos comenzaron a salir espantados por los hechos sucedidos,
algunos muy solidarios, hicieron lo que debían; llamaron a la ambulancia, otros
se metieron adentro diciendo “algo habrán hecho”.
Nos quedamos hasta que vinieron los médicos de la Asistencia Pública, actuaron rápido y con mucho profesionalismo intentaban alejarnos… pero nosotros no podíamos dejar de mirar, deseábamos entender las razones por las que se asesinaba a dos mujeres indefensas y a un niño, que aún no había nacido. Dijeron que aún se movía, partieron inmediatamente con la intención de hacer una cesárea de urgencia. Supimos que el bebé sobrevivió, que nació de su madre muerta.
Después de muchos años siempre conservo intacto ese recuerdo y, cuando veo por la televisión o leo alguna nota periodística sobre las abuelas y sus nietos recuperados que se suman a través de los años no dejo de evocar a la joven mamá que corría con las manos en su vientre para salvar a su hijo, resignifico el sentido del pañuelo blanco y deseo con fervor que su abuela lo haya recuperado.
1983 democracia 40 años, 2023 democracia 40 años, 2063 democracia…
Oscar Martino
Poco a poco esos días tormentosos, de miedos, de silencios
solo interrumpidos por gritos y frenos de autos a medianoche, fueron apagándose.
Las elecciones estaban al alcance de las manos, a fuerza de jóvenes caídos en
una guerra absurda no por su argumento si por el momento, la ansiada democracia
perdida hacia siete años estaba empezando a tomar color.
Los partidos tradicionales de la época, rivales
históricos, competían nuevamente y una vez más por el sillón de Rivadavia,
tomado a base de punta de pistola por militares indeseables, que no lo son
todos por supuesto. Peronismo y Radicalismo, Radicalismo y Peronismo, otra vez
empezaban la danza de nombres para ofrecer a la sociedad argentina ávida de
protagonismo candidatos a la altura de la circunstancia.
En los bares, las oficinas, en las universidades, los
colegios secundarios se hablaba de las elecciones todo el tiempo, también había
rivalidad, no la de hoy tan encarnizada, pero si la había. Por aquel entonces
trabajaba en una oficina, en un primer piso a la calle; en mi sector éramos
unos 15 hombres (no había mujeres allí) de diferentes edades, a punto de
jubilarse (a los 60 años), de mediana edad, jóvenes y muchachos como yo, que en
ese momento tenía 22 años.
En el ratito libre para almorzar se generaban unos debates
fantásticos, pero más que nada entre los jóvenes que precisamente íbamos a
votar por primera vez, y muchos hablábamos por lo que habíamos escuchado en
casa o porque de alguna u otra manera empezábamos a identificarnos con algún
candidato.
Pero lo verdaderamente importante es eso que hablábamos…
libremente… cada uno defendiendo o argumentando sobre lo que le parecía tener
razón.
El 10 de diciembre de 1983 no me voy a olvidar mientras
viva, por dos cosas: primero, porque estaba de Luna de Miel en Carlos Paz. Nos
habíamos casado el 3 de diciembre y, como era afiliado al gremio de Comercio,
la Asociación nos regaló el viaje de bodas, en un muy lindo hotel cercano a la
terminal.
En aquel entonces todavía, salvo algunos hoteles de mayor
categoría, la generalidad no era como hoy con televisores en las habitaciones,
sí en el living o salón comedor. Y este era el caso del hotel que nos alojaba,
mientras desayunábamos apareció en el Cabildo Don Raúl Alfonsín, a quien
particularmente no había votado pero esa imagen me emocionó como si lo hubiese
hecho. Y a pesar de que en su gobierno tuvo muchos inconvenientes propios y
ajenos, le tengo un profundo respeto como un verdadero demócrata.
De ahí en más se sucedieron gobiernos de distinto tipo, con algunos he concordado, con otros no. Sin embargo, no me caben dudas de que la democracia es un sistema, a mejorar sin dudas, pero el único posible; y nunca debiéramos dar cabida a personajes que quizás puedan atentar contra las instituciones. Eso lo padecimos y sufrimos, y no es transmisible.
Tengo hijos de entre 30 y 40 años, cuatro. Gracias a Dios y a su esfuerzo, están bastante bien de trabajo, pero a veces se desaniman con el país y trato, en lo posible, de que eso no pase. Este es un gran país, somos una sociedad difícil, pero la solución no es Ezeiza, como dicen algunos, los menos, la solución es votar, exigir, demandar, salir a la calle pacíficamente a reclamar derechos, y a que se cumpla lo vociferado en campaña, y no salvarnos de a uno, si no crecer entre todos.