miércoles, 31 de mayo de 2023

Una gauchada

 Diana Kallmann

 

Hay palabras que cayeron en el olvido, la mayoría de ellas fueron sepultadas con los oficios que nombraban y hoy desaparecieron. Colchonero, por ejemplo, aquel trabajo de desarmar colchones y cardar la lana para introducirla nuevamente en la funda de cotín, es otra palabra que parece haberse esfumado.

Afilador, aquel hombre de la bicicleta unido al inconfundible sonido que lo anunciaba. Los niños corríamos a ver la magia que convertía a la bicicleta en un objeto inmóvil, mientras el afilador pedaleaba haciendo girar la piedra para poner a punto los cuchillos, tijeras y otros objetos que se utilizaban en la casa.

Otra palabra en vías de extinción es gauchada. Con su duro acento alemán, mi papá la había adoptado junto con el mate, el asado y otras costumbres arraigadas en aquel pequeño pueblo de La Pampa, donde transcurrió mi infancia en los 60. “Hoy viene Rodríguez, me pidió una gauchada”, solía contar en la mesa del mediodía, haciendo explotar la “r” y, desde luego, dispuesto a ayudar al vecino.

Gauchada, una palabra que evoca a aquellos hombres rurales que en los orígenes de nuestra Argentina sabían que no se salvaban solos en la inmensa llanura, amenazados por los fenómenos naturales y por la “barbarie civilizatoria”, como se la suele nombrar.

La gauchada era parte de la vida cotidiana de nuestro pueblo. Sin aspavientos, con una disposición sobria, se ayudaba al vecino, al amigo, prestando una herramienta, una taza de azúcar o interviniendo en situaciones extremas, ante un accidente o una enfermedad. Recuerdo que mi padre fue de los que acudieron en ayuda de una vecina, cuando explotó una estufa en su casa, y participó de los primeros auxilios hasta que recibió atención médica.

Tiempo después, mi madre tuvo un accidente doméstico –se cayó de un banquito mientras limpiaba– y sufrió una conmoción cerebral. No había quién la atendiera en el pueblo, así que hubo que llevarla a Santa Rosa. Fueron los vecinos los que se hicieron cargo de cuidarnos a mi hermana y a mí y de atender la casa y nuestras mascotas. “Una gauchada grande”, dirían mis padres después de aquel gran susto, que afortunadamente no dejó consecuencias.

Médico, justamente, era lo que faltaba en aquellos tiempos, por lo que vecinos y vecinas formaron una comisión con el objetivo de lograr que viniera uno al pueblo. Mi madre participó activamente en ese grupo, que tuvo éxito, porque un joven facultativo se radicó entre nosotros.

Éramos una comunidad, el sentimiento colectivo estaba presente en nuestra vida, aunque no reflexionáramos mucho sobre eso. La vecina que traía una fuente con masitas dulces oliendo a recién salidas del horno; otra que acercaba una canasta con frutas de su cosecha; la gente de campo que venía a la carpintería y traía algún chacinado en la época de carneadas o una cesta de huevos; el simple saludo en cada encuentro y el intercambio de un comentario o una risa que, más allá de las palabras, expresaba la conexión entre esos vecinos.

La palabra gauchada, es verdad, ha caído en desuso. Pero ese espíritu de ayuda, esa mano extendida entre los miembros de una comunidad, de algún modo quedó impresa en nuestro ADN.

Desde esta ciudad del sur donde vivo –Neuquén–, los vecinos y vecinas, sobre todo los más humildes, tejen en los barrios estrategias de supervivencia para enfrentar el frío y la carestía, mientras pasa por la ruta la caravana de camiones hacia la zona petrolera.

Aquél que tiene una camioneta o un viejo automóvil, lleva al amigo de la cuadra a comprar una garrafa, porque son muchos los vecinos que carecen de red domiciliaria. Sucede aquí, donde se dice que el gas de estas tierras promete abundancia para el país y para el mundo. Donde los inviernos son rigurosos y con frecuencia las casillas se incendian por conexiones precarias o por un fuego que queda encendido en la noche. Y, ante cada “accidente”, el resto del barrio acude y arma redes para ayudar con lo que se pueda.

Se juntan para ayudarse o para divertirse. El modesto salón de la capilla se abre para actividades que por lo general impulsan las mujeres: bailar folklore, enseñar tejido, costura, intercambiar recetas para conservar los frutos del verano. “Si Dios no se va a ofender por eso”, dicen las vecinas que hacen tortas fritas para compartir en esas juntadas.

Lo mismo sucede en otras latitudes. En las historias que, no sin morbo, se cuentan por televisión, siempre hay un grupo de vecinos y familiares de la cuadra, del barrio, que pide que repongan un servicio o reclaman justicia por una víctima.

Como antes, saben que nadie se salva solo. Las formas son distintas, pero hay manos que siguen tendiéndose hacia aquellos que lo necesitan. Los teléfonos celulares no solo alimentan el individualismo y el aislamiento. Son el instrumento más inmediato para pedir ayuda, se generan redes entre quienes se sienten respaldados si están conectados con sus vecinos y familiares cercanos. O simplemente se usan para acompañarse, como quedó demostrado en la pandemia.

Con frecuencia, los mayores nos sentimos desplazados cuando naufragamos en el intento por dominar las nuevas tecnologías. Sin embargo, descubrimos la magia de encontrar en segundos una canción o un texto que recordamos, de reconfortar a una amiga lejana, de resolver una operación digital con la ayuda de los más jóvenes de la familia. Ellos nos hacen “la gauchada” de responder a estos pedidos de auxilio, aunque no usen esa palabra. 

Hace unos días, leí un título que decía algo así como “Mi madre odia la tecnología, pero habla por Whatsapp” (Gabriela Saidon, “El diario.ar”). Y sí, de algún modo me sentí interpelada, como dicen ahora. Estaba dando en el centro de las contradicciones que enfrentamos los más grandes cuando hablamos de tecnología. 

Simplemente un teléfono

Oscar Daniel Martino



En la primera historia que quiero contar el protagonista principal será mi abuelo paterno Antonio, a quien a pesar de que falleció cuando yo tenía solo 12 años, lo recuerdo y hoy a mis casi 61 me enternece y emociona.

Por los años 1960 y pico vivíamos con mis padres en casa de mis abuelos paternos en el popular barrio Republica de la Sexta.

Vivir junto a los abuelos en esa época era bastante común y por varios motivos.

Uno era que las casas eran grandes, con patios, varias habitaciones; y, otro, que los matrimonios no estaban tan ungidos como ahora de vivir rápidamente solos.

Mi abuelo Antonio era jefe de Ferrocarriles Argentinos en la Estación Rosario Norte. Por tal motivo, y en una época donde los teléfonos domiciliarios escaseaban totalmente, en su casa habían colocado uno, ya que lo llamaban a distintas horas de la estación .

En esa cuadra recuerdo había tres casas con teléfono. Y el único que lo prestaba era el abuelo, un hombre muy solidario.

El abuelo había colocado un cartelito en la puerta que decía: “Vecino si necesita el teléfono para una urgencia, solo pídalo y sea breve”.

Al principio, todo iba bien. La gente respetaba el pedido, pero al cabo de unos meses la situación se había desbordado y solicitaban el teléfono hasta para hablar entre novios. Recuerdo nítidamente gente esperando en la puerta de la casa su turno para ingresar.

El “solicitado” aparatito telefónico estaba en el living comedor de la casa, pero hubo que trasladarlo al hall de ingreso debido a la intromisión de tanta gente.

En un momento las facturas de teléfono eran altísimas, mi abuelo y mi papa que compartían los gastos de la casa se asustaron del importe; ya que ambos tenían trabajo, pero eran asalariados.

Fue entonces cuando, aun con la resistencia del abuelo que quería seguir brindando el servicio sin retribución alguna, mi papá colocó al lado del teléfono una especie de cestita alcancía, para el que quisiera, no era obligatorio, colaborara luego del uso para el pago de las abultadas facturas.

Luego, con el correr del tiempo, se fueron colocando más teléfonos y la situación se fue descomprimiendo, al punto de que en algún momento al teléfono, por fin, solo lo usó la familia.

Anécdota de una época distinta de nuestra Argentina.

Vecinos extraños

 

María Cristina Piñol

 

Vivían en una casona de formas raras y con un gran parque de 800 metros cuadrados, que resaltaba y a la vez desentonaba con el perfil del barrio.

Allá por principios de los 50, la habitaba un matrimonio con dos hijos varones. Un halo oscuro, intrigante y tenebroso los envolvía. No hablaban casi español, eran alemanes.

A medida que sus hijos crecieron, el encierro, el silencio y el trato hosco se hicieron más notorios. Entraban y salían de su casa por la puerta trasera, rara vez se los veía en el frente.

Las leyendas urbanas comenzaron a tejerse…

Para algunos, “El alemán” formó parte del Tercer Reich; para otros, había sido miembro de la tripulación del Graff Spee; y los más arriesgados aseguraban que estuvo trabajando para el Fuhrer en el Hotel Edén de La Falda.

Todo era posible…

Lo único cierto y verificable es que cuando los pibes del barrio jugaban a la pelota en la calle; y, si esta caía dentro de su casa, no volvía. Eran verdaderos “comepelotas”.

El viejo, grandote, rubio y de cachetes colorados, falleció en los 70. El ostracismo empeoró, y la hosquedad e intolerancia rebasaron los límites.

A la madre no se la volvió a ver jamás hasta el noventa y pico, año en el que salió de la casa dentro de un ataúd por la puerta grande del frente.

Y allí quedaron los dos personajes, solos y encerrados en la casona. Jamás se casaron ni vimos mujer alguna; y tampoco tuvieron, siquiera, una mascota.

El hermano mayor era el único que andaba por la calle .Un hombre no muy alto, delgado, esmirriado, bien vestido, pero nunca a la moda. Pantalón clásico, camisa, corbata y saco, todo gris aunque a veces le metía un marrón. Siempre llevaba algo en la mano, una carpeta, un sobre, una bolsa, el diario, o un paraguas, lo que fuera, algo. Trabajaba en un banco alemán y también hacía los mandados; pero… se cuidaba muy bien de no comprar en negocios cercanos. Jamás un saludo, caminaba erguido y con la vista fija en cualquier punto esquivando la mirada de quienes se cruzase.

Mientras hubo chicos jugando en la calle siguió siendo para todos “el comepelotas”.

El menor era aún más personaje. Alto y gordote como el padre, aunque con melena rubia. Sí, era melena, largas chuzas desordenadas, sucias y enmarañadas como todo él. No fue, como pareciera, el rebelde de la familia, era en realidad el más desquiciado.

 Lo veíamos todos los días cerca del atardecer, con una gorra en su cabeza a la que por detrás ponía una tela al estilo de la “Legión Extranjera”, verano e invierno, con lluvia o con sol, arreglando las mismas baldosas de su terraza, un cuadrado de dos por dos, y lo hacía una y otra vez, a diario, durante años.

Cada tanto, mientras estaba entregado a esos menesteres, a viva voz, de pie, de frente al este, mirando a la “nada” y extendiendo el brazo derecho hacia adelante entonaba una marcha inentendible para todos. Creemos que cantaba en alemán.

Un mañana de invierno, fría y lluviosa, el regordete le toca timbre a un vecino “de atrás” con el cual tenía cierto trato, y le dice: “Mi hermano hace días que no se mueve, ¿estará muerto?

 Las pericias indicaron que llevaba setenta y dos horas de fallecido.

Y quedó solo, sucio y abandonado el último comepelotas, hasta que le llegó su hora.

Dicen, los que luego entraron al caserón, que en el inmenso jardín en medio de los yuyales y a los pies de un pino centenario, encontraron una enorme caja oxidada por el tiempo y en su interior decenas de pelotas destrozadas a cuchillazos.

¿Qué pasó con los lentos?

 María Cristina Piñol

 

Con el correr del tiempo, a veces no sabemos ni cómo ni por qué, hay cosas que desaparecen, se esfuman, se pierden y se olvidan. Unas de ellas han sido “los lentos”.

Así, llamábamos a aquellas melodías, suaves, acariciantes y románticas, que comenzaban a sonar en las últimas horas de los asaltos, de los bailes de los clubes, o de las confiterías.

Las luces bajaban su intensidad, el ruidoso ir y venir de los temas “movidos” se ponía en pausa y un ola de silencio cómplice invadía la pista.

La mirada de los chicos y las chicas recorrían el lugar e indefectiblemente se clavaban en los ojos del otro, de ese otro al que sin palabras estabas invitando a bailar. Si esa mirada se sostenía, ambos se tomaban de una mano y, con la otra, él rodeaba la cintura de la chica y ella apoyaba la suya sobre su cuello.

Todos los sentidos de modo mágico se volvían más perceptivos. Los perfumes de moda, “Old Spice” o “Polo”, ellos; “Siete Brujas” o “Fulton Flowers”, las chicas; esos aromas activaban el olfato. La cercanía con el rostro del otro nos llevaba a ver detalles, un lunar, el color de sus ojos, las pestañas, el “hoyito” al sonreír… y el tacto, quizás el más activo de los sentidos, el apriete de las manos, las mejillas que se rozaban o el tibio calorcito de los cuellos y, sí, hasta podíamos sentir el latir de ambos corazones.

Tampoco faltaban las palabras susurradas suavemente al oído, que se meneaban entre cosas banales, como la música que escuchaban o quien cantaba, hasta las más intimistas como un halago a su perfume, al color de sus ojos, lo bien que bailaba, qué música escuchabas, si te gustaba ir al cine, siempre entre paso y paso, si estaban de acuerdo, la cercanía habilitaba esa intimidad.

No me caben dudas de que había una comunicación especial entre aquellos que bailábamos los lentos y que esa historia mínima, que podía durar solo esa noche o solo ese instante también podía extenderse por fuera del club, del asalto o del boliche y, aún si no llegaba a nada más duradero, esa melodía especial nos acompañaría por siempre recordándonos aquel momento.

No olvido tampoco que los lentos coexistían juntos con el rock, el twist y más adelante el pop, el reggae; pero aún así, hasta mediados de los 90 todavía se bailaban lentos. Bob Marley, Pgrhil Collins, Luis Miguel, Guns N’Roses, U2, Sinead O’Connor, y La Trova Cubana fueron algunos de quienes insistieron y lograron imponer espectaculares boleros, bachatas y baladas en medio de tanto ruido.

A fines de los 90 irrumpió con aire renovador la música electrónica, aquella que creaban y ejecutaban los DJ desde sus consolas en una mezcla extraña de sonidos combinados que, aunque estaban realmente lejos de conformar una melodía, lograban despertar un frenético movimiento en masa que intentaba seguirla con todo su cuerpo, pero… cada uno por su lado. Ya lo decía el genial Charly García: “La música electrónica no es música, porque tiene que constar de melodía, armonía y ritmo. Y eso es ritmo nada más”.

 Y llegó el 2000. El nuevo milenio apareció cargadísimo de cambios, de nuevas propuestas y de nuevas visiones sobre las mismas cosas.

Otros ritmos invadieron los sentidos de los adolescentes y el reggaetón llegó para instalarse. Según dicen deriva del reggae, pero ya no está Bob para desmentirlo. Le siguen de cerca el pop, el rap y la electrónica.

Tras esta nueva forma de sentir y escuchar ritmos también fue cambiando la forma de bailar y de pensar. Ya no se bailaba “con otro”, se bailaba “solo, entre los otros”.

¿Se perdió entonces aquella seducción que proponían los lentos? ¿Se olvidó o cayó en desuso el romance? ¿Ya no revolotean más las mariposas en el estómago?

El romance hoy es una quimera y, en cuanto a las mariposas, ya casi no las vemos volar sobre las flores.

La seducción en cambio no se perdió solo mutaron las formas. La tecnología, las redes sociales y las imágenes nos lo muestran diariamente. Una foto de perfil, una carita en la historia de Instagram sacando la lengua y guiñando un ojo, un video bailando twerk, y tantas otras imágenes, que circulan a diario de chicos y chicas comunes, hacen de las redes un medio de seducción, y viven esperando y contabilizando las “reacciones” que levantan esas publicaciones. Pero solo hay un sentido alerta en esos intentos de seducción: la vista. No hay olfato, ni tacto y mucho menos palabras

Hoy todo debe ser instantáneo, todo es hoy rápido, parece que el mundo se termina mañana.

A los lentos se los llevó la prisa, la inmediatez, la falta de palabras, el temor al ridículo y el miedo al romance. 

Hubo alguien que nos enseñó con un hermoso poema devenido en canción que explicó de la manera más bella y a la vez certera la magia de los lentos, y fue Sergio Dalma con su tema “Bailar Pegados”, que termina diciendo: “Nuestra balada va a sonar, Vamos a probar, Probar el arte de volar. Bailar pegados es bailar. Es bailar”.

Los vecinos solidarios

 Raquel Arroyo

 

Tuve la suerte de que el vecino más solidario del barrio fuera, justamente, mi padre. Como ya he contado, mi padre fue ferroviario y, luego, visitador médico. Creo que durante los años en los que él tuvo ese trabajo mis vecinos no compraban remedios en la farmacia. Había muestras gratis para todos. Los vecinos venían con las recetas y se las entregaban al viejo. Después de algunos contactos con sus colegas, les llevaba el paquetito con el antibiótico para el pibe con anginas. O la pomadita cicatrizante para la nona de la cuadra que tenía la piel delicada. Los tratamientos prolongados casi corrían por su cuenta, ya sea los que podía cubrir con las muestras de su laboratorio, o de los colegas o de los médicos conocidos. Tenía tan buena relación con todos que siempre respondían favorablemente.

Cuando algún vecino estaba enfermo y no tenía posibilidad de ver un especialista, mi padre lo llevaba a alguno de sus tantos médicos amigos.

Tuvimos uno de los primeros teléfonos del barrio y, si alguien llamaba para comunicarse con un vecino una noche de invierno a las tres de la mañana, el viejo se ponía el sobretodo gris sobre el pijama rayado y salía en la oscuridad de la noche a tocar la puerta. Generalmente a esa hora era una mala noticia... Y el viejo se quedaba ahí, conteniendo, acompañando. Y hasta convidando con una tacita de café o una copita de grapa, según ameritara.

Otras veces no era el teléfono, sino el timbre el que sonaba, a la vez que gritos desesperados llamaban a Don Gerardo pidiéndole ayuda para asistir a la nena epiléptica que estaba en una crisis. Y mi papá no era médico, solo sabía cómo ayudar, con los primeros auxilios que había aprendido en sus años de colimba en el sector de enfermería en la Fuerza Aérea de Paraná. Pero sobre todo ayudaba con su serenidad y afecto. Hasta que todo estaba bien y terminaba contando un chiste y sonaban las carcajadas de los padres y de la nena.

Siempre dispuesto a llevar en el auto al chiquito, que tenía convulsiones por la fiebre o al que se quebró la muñeca por trepar al paraíso. O a la señora que se cortó el dedo mientras picaba la cebolla. Siempre dispuesto. El viejo era el servicio de emergencia de aquellos tiempos en que no existían ECCO ni Emerger. Enfilaba hacia el Hospital Alberdi o el Freire. Pero no solo trasladaba, sino que se quedaba acompañando hasta que el episodio estuviera solucionado, los medicamentos conseguidos y la sonrisa en la cara del vecino.

Cuando a la mañana se iba a trabajar, era casi un transporte escolar. Todos los que entraban en el auto subían. Y los iba dejando en el camino. En la puerta de la escuela o la oficina o el taller. Compraba el diario para toda la cuadra, el último que lo leía era él, cuando ya La Capital estaba ajada y hasta a veces, con el crucigrama hecho...

Don Gerardo hacía trámites bancarios para los vecinos, colaboraba con la escuela del barrio, iba a las reuniones de “madres”, nos llevaba a mis amigas y a mí a los bailes y después “devolvía” a cada chica a su casa. Pero también separaba hermanos que se peleaban cuando alguna señora desesperada venía a pedirle ayuda porque sus hijos se habían agarrado a las piñas. En una de esas luchas al mejor estilo de “Titanes en el ring” sufrió la fractura del dedo meñique cuando quiso esquivar, sin éxito, un sifón que voló entre los pugilistas. “Caín y Abel” terminaron pidiéndole perdón y el viejo con el dedo enyesado y la secuela de la última falange torcida, que le sirvió para inventar historias a sus nietos sobre la lucha colosal que había tenido con un cíclope.

Eso sí, mi padre no sabía clavar un clavo. Así que para eso nadie le pedía ayuda. Pero había otros vecinos solidarios. Estaba Don Hugo, ese señor que te resolvía cualquier problema de electricidad o plomería. Uno simplemente le tocaba timbre y él ya salía con su valija de herramientas sin siquiera preguntar cuál era el desperfecto. Sea cual fuere, él lo iba a intentar y seguro lo solucionaba.

Y estaba “la Tita”, la señora de la esquina, que siempre estaba dispuesta a ayudar cuando alguien necesitaba pagar una cuenta, o se le había terminado la garrafa y aún no había cobrado. “La Tita” sin necesidad de que le pidan metía la mano en su corpiño y sacaba un pequeño monedero de cuero, contaba unos cuantos billetes y los ponía en la mano de la vecina mientras llevaba un dedo a su boca, al mejor estilo de la enfermera que estaba en la foto de la entrada del Hospital Alberdi. Era un pacto, entre la vecina y ella. Esa generosidad incondicional de la Tita era totalmente incoherente con su carácter rudo y combativo.

Estaba también el almacenero que te fiaba, la madre de la amiga que te llevaba al cine, los vecinos para los que eras una nieta, las chicas solteronas que te iban a buscar a la escuela y tantos más...

Vivo en el mismo barrio, en la misma cuadra, con los mismos vecinos. Pero la solidaridad ya no es la misma. Nos ganó el individualismo, la desconfianza y el miedo.