Diana Kallmann
Ese jueves 16 de abril de 1987 habíamos ido con mi familia a visitar a unos
amigos en Santa Rosa, La Pampa. Tenía varios francos acumulados en la agencia
Neuquén del diario “Río Negro”, donde trabajaba y podía ausentarme. Además,
como decíamos en la redacción, la Semana Santa era “una siesta”, con una
guardia mínima era suficiente. Lejos estábamos de imaginar lo que se venía.
Entre charlas, guitarreadas y poemas con los amigos pampeanos, poca
atención le prestamos a las noticias, hasta que al anochecer alguien avisó que
se estaba produciendo un levantamiento militar en Campo de Mayo. Prendimos la tele,
las imágenes parecían sacadas de una pesadilla: la asonada era dirigida por una
suerte de rambos, que portaban ametralladoras, ropa de fajina y rostros
pintados con carbonilla, supongo que para darle espectacularidad al
levantamiento, porque sus nombres se difundieron enseguida. Lo único reconfortante
era que todo el arco político y social se mostraba a la altura de las
circunstancias. Dirigentes de los partidos, de derechos humanos, de los
gremios, de organizaciones sociales, se acercaban a cuanto micrófono encontraban
para repudiar el levantamiento y convocar a la defensa de la democracia. Un
mensaje que se multiplicaba en el país. Los periodistas reaccionaron
rápidamente y la mayoría de los medios se constituyeron en una especie de
cadena nacional, donde la población y su dirigencia política y social potenciaban
un clima de movilización y de unión nacional frente a la amenaza a un sistema que
tan duramente habíamos conseguido.
Sentí necesidad de volver a Neuquén, a la redacción, a las calles que
comenzaban a poblarse de gente movilizada. Resolvimos regresar. A unos 100 kilómetros
de nuestra ciudad pudimos captar la emisora local, LU5, que se había convertido
en vocero y convocante de una multitud que durante cuatro días protagonizó la
mayor movilización en la historia de Neuquén. Unas 40.000 personas en la calle,
decían los titulares y no mentían, sobre una población de apenas 150.000
habitantes.
Fueron días de suspenso y de fuertes emociones. El jueves, el gobernador
Felipe Sapag, que estaba en Buenos Aires, a través de un reportaje radial ordenó
a su vice, Horacio Forni que abriera las puertas de la Casa de Gobierno al pueblo, para defender la
democracia. Representantes
de fuerzas políticas, de organizaciones de derechos humanos, organizaciones
gremiales y vecinales, juventudes partidarias y personalidades varias respondieron
a la convocatoria. Simultáneamente, la multitud acompañó desde las calles
adyacentes a la sede gubernamental. “Gobernaba el pueblo en defensa de la
democracia”, recordó un participante.
Buscando en Internet y revolviendo entre mis viejos papeles, pude rescatar
algunos párrafos del pronunciamiento firmado por el heterogéneo grupo que
conformaba la multisectorial: “debemos comprender los argentinos –decía el
texto– que no está en juego en esta difícil circunstancia el triunfo o el éxito
de alguna parcialidad política o de algún sector social, sino la Argentina
solidaria, participativa, democrática, justa y libre que tanto buscamos y
anhelamos”. Por si no quedara claro, agregaban: “la opción es la vida en
democracia o la muerte en el autoritarismo”. Don Felipe, ya de regreso en Neuquén, dijo: “Vamos
a resistir en la Casa de Gobierno hasta las últimas consecuencias y a partir de
este momento vamos a preparar la resistencia".
La redacción del diario era un
hervidero de noticias que se sucedían minuto a minuto: el general Martín Balza,
a cargo del comando y un hombre respetuoso del orden institucional, había
transmitido su apoyo al gobernador y ofreció refugio al presidente Raúl Alfonsín.
La Legislatura provincial se declaró en asamblea permanente y allí se hizo
presente otro de los protagonistas de esa Semana Santa: el obispo Jaime de
Nevares, quien desde el primer día del golpe militar de 1976 abrió la catedral
para refugiar a los perseguidos, convirtiéndose en el principal referente de la
lucha por los derechos humanos en la ciudad. El viernes Santo, la conmemoración
del tradicional Vía Crucis se transformó también en un pedido por la democracia
cuando una multitud, encabezada por monseñor De Nevares, se encolumnó tras la
enorme cruz en su recorrido desde la céntrica Catedral hasta la barda.
En estas circunstancias se produjo un hecho político de significación: el
reencuentro de dos líderes neuquinos que habían estado distanciados durante
años, Felipe Sapag y
Jaime de Nevares. Ambos encabezaron la movilización del domingo, cuando se
esperaba que el presidente Alfonsín regresara de Campo de Mayo, donde había ido
a deliberar con los sublevados.
El mensaje
de “la casa está en orden” dejó cierta duda en los manifestantes, que desde
hacía cuatro días estaban en las calles y se resistían a dejarlas. Un poco
porque no estaban convencidos de que se hubiera recuperado el orden y otro poco
porque aquellas intensas jornadas habían creado un sentimiento de fraternidad y
unidad difícil de disolver.
En los primeros años de la
recuperación democrática, la sociedad neuquina –como la del país– se había
volcado a la participación en todos los ámbitos: recitales de música en la
calle, reuniones espontáneas, asambleas de organizaciones que se rearmaron al
calor de los derechos recuperados, encuentros entre aquellos que los años
oscuros habían separado. “Estamos en democracia” era la frase que se repetía en
todos los ámbitos.
Nosotros hacía apenas tres años que habíamos llegado del exilio en México y
vivíamos con alegría aquellos tiempos, compartiendo con neuquinos, con amigos
del exilio que venían al sur y con los que íbamos conociendo desde nuestro
retorno.
En 1985, el juicio a las juntas trajo un viento de justicia. El infatigable
reclamo de los organismos de derechos humanos, que en Neuquén eran muy activos,
había encontrado respuesta.
Con el correr del tiempo, con las condenas a los responsables del
terrorismo de Estado, comenzó a gestarse un clima de rumores que advertían
sobre cierto “malestar militar”. La deuda externa y la inflación –siempre
asociadas– contribuyeron a ensombrecer la primavera democrática. Nosotros, que
como tantos compatriotas habíamos afinado el olfato, percibíamos ese clima enrarecido
y comenzamos a revivir miedos y acechanzas: no se habían ido del todo, muchos seguían
agazapados en los cuarteles, dispuestos a recuperar su poder o, al menos, su
impunidad.
Es por eso que aquella Semana Santa de 1987 marcó un hito, la población reaccionó rápidamente y salió a las calles, dispuesta a defender la democracia que tanto costó conseguir. De algún modo, aquella foto que reunió a don Felipe –quien había perdido dos hijos asesinados por la dictadura– y a don Jaime –el obispo de los pobres, de los perseguidos, de los pueblos originarios– se transformó en un símbolo de cohesión que reunió al pueblo. Neuquén recuperó su orgullo de ser “la capital de los derechos humanos” y el céntrico monumento a San Martín ratificó su condición de espacio y testigo de las luchas y celebraciones populares. Habíamos compartido unas jornadas en que la dirigencia y la sociedad demostraron que era posible unirse en torno a una causa nacional.
En estos tiempos de crisis vale la pena recuperar aquella gesta, al menos para que las nuevas generaciones sepan que un país mejor es posible, aún en un mundo incierto como el actual. Nuestro tiempo pasó, pero nos queda la posibilidad transmitir estas vivencias que ayudaron a cicatrizar las heridas de nuestra sociedad.