“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
martes, 24 de octubre de 2023
La democracia y la casita de mis viejos
Daniel O. Jobbel
Un día volví a mi barrio. “Para estar cerca de mi corazón, alguien dijo que yo me fui de mi barrio, pero ¿cuándo? si yo siempre estuve llegando”.
Aquellas noches de verano por el barrio Las Delicias, inmensas de misterio para un pibe con su mirada infantil, mirada rotunda hacia las estrellas por la poca urbanización. Un pasaje de barro y zanja. Allí, iba creciendo ladrillo a ladrillo la casa de mis viejos. A veces mi padre nos sacaba a dar una vuelta caminando y otras en bicicletas. Calles de tierra, ni siquiera el “mejorado” que vino, sí, con la democracia. Calles con zanjas aún peligrosas, ladridos de perros que a veces nos perseguían, el chillido de los grillos y el croar de las ranas bajo una luna clara. Algunas casas de las llamadas: “tipo banco”, porque las hacía el Banco Hipotecario Nacional de entonces. Sumisos también aparecían otros chalecitos en ladrillo sin revocar. Un lugar específico donde se asentaba los trabajadores de la Fábrica Militar De Armas “Domingo Mattheu”. Un barrio obrero que la fábrica ofrecía esa oportunidad. Y una fábrica que fue cerrada, como otras, en democracia. Pero que dejó huellas. El barrio creció.
No nos perdíamos una gran cosa en ese lugar y principalmente en casa a esas horas la verdad, solo una radio, una tele y pocos teléfonos; para llamar había que ir a una caseta telefónica en la estación de servicios La Blanca, frente a la fábrica; hoy devenida en Jefatura de Policía de Rosario, cita en Ovidio Lagos y Gutiérrez.
Mi madre se quedaba viendo televisión, tejiendo alguna mantita o cosiendo un ruedo junto con una mateada con alguna vecina. Así, no había excusa al atardecer de salir a las travesías por el barrio hasta la plaza a la vuelta de la esquina, con mi viejo adelante como un Goyeneche empedernido cantando algún viejo tango al cual le cambiaba la letra y, entre medio, esa marchita peronista que a mí me parecía intransigente. Tal es así que mi primer voto de adolescente fue para el Partido Intransigente.
Así, bajo las estrellas del conurbano profundo, a veces relojeando relámpagos de tormentas o gritando desesperados el nombre del perro que se nos perdía y volvía de peleas con los de su especie, con la lengua afuera de placer, embarrado, moviendo su cola, y jadeando. Así caminábamos con mi viejo, llegando al final de avenida Arijón, y era como llegar al límite del municipio, luego empezaban las quintas de Ordoñez y algún que otro establecimiento metalúrgico. En aquellos primeros años ochenta era otro Rosario.
Llegaba la democracia como un viento limpio de nuevo día. Aquel mes de diciembre hubo fiestas en las plazas de todo el país. Los artistas se sumaron a la celebración de un momento histórico: el regreso a la democracia. La libertad empezaba a ser vivida con felicidad por todos los ciudadanos, aunque el estado de ánimo no modificaría sustancialmente la realidad presentada por las dificultades económica de entonces. El primer gobierno democrático asumió en un contexto económico nada fácil.
Escribo esto sin querer comparar, sin pretender de antemano todo lo que hoy día es en mi vida familiar y por ende la de todos.
La democracia trajo el nunca más a esa larga y oscura noche del último gobierno de facto. Que los lápices vuelvan a escribir. La cultura se potenció en las diferentes artes, principalmente en la música y el teatro. Podemos ser libre de pensar, educar, disentir, respetar, oxigenar las ideas, y también el voto.
“La vida es una moneda, quien la rebusca la tiene”, cantaba Baglietto en tiempos de la Nueva Trova Rosarina. Y aquí me paro, como si me pegaran un tiro a la medianoche. Hago un paréntesis. Lo que sí la democracia también duele. Esta adulta de cuarenta años está enferma. Desde el inicio no supo desovillar los enredos con su economía. O la máscara que se oculta detrás de sus recetas.
Desde aquella ventana en donde miro el pasado de esas rondas con mi viejo de aquello dos o tres veranos sofocados de calor y un ladrillo más para esa casa obrera. La economía siempre nos cacheteaba mal. Mi padre pudo terminar la casa con mucho esfuerzo. Una economía que no se lleva bien con la democracia. Con el tiempo se crearon odio, grietas, moral colectiva o moral individualista. Menuda encrucijada. Quizás provenga de cómo somos a pesar de lo que nos gustaría ser. ¿Somos odiosos seriales? ¿O nos preparan la partitura? Lo dejo ahí. Pero si hacemos una introspección, mucho de lo que aborrecemos lo podemos encontrar en nosotros mismos. Somos ese cóctel de defectos mezclados de virtudes. Somos un licuado de todo eso, lo bueno y lo malo en distintas proporciones, van cambiando según quién vaya agitando la mezcla. Que digo con esto que la crisis es moral. Se consigue con educación. A la democracia le falta honestidad y, por supuesto, que algún ingrediente más.
Mi viejo, ante preguntas sin respuestas, solía levantar el mentón, con un puchero de niño y levantaba las cejas, mientras te soltaba un silencio perpetuo. Y lo último. Aunque “el odio no es buena razón para promover cruzadas ciegas ni para reinstaurar la Inquisición”, dice Héctor Tizón, muchos patentaron la culpa y la responsabilidad de las cosas que pasan es por siempre de los otros. Pero para evitarles más dolores de cabeza y cuentas al psicoanalista, quiero decirles: seamos un poquito mejor, la educación es lo primordial y la solidaridad que nos enseñaron nuestros abuelos, ni asesinos a sueldo, ni bohemios empedernidos, con la seguridad que nos merecemos, la justicia que nos debemos y el trabajo en blanco, salud que nos corresponde, repartamos mejor los panes y peces, y seamos menos egoístas. Eso deberíamos enseñarles a las próximas generaciones.
Apagones
Hugo Longhi
Últimas semanas de 1978, la euforia por la obtención del Mundial de
Futbol iba disminuyendo. El gobierno militar había usufructuado a su favor
aquel triunfo. Se sentían gloriosos y todopoderosos.
Cuando ya todos nos íbamos decididamente preparando para las
tradicionales fiestas de Fin de Año, una noticia nos sacudió. Había surgido un
conflicto limítrofe con Chile por el canal de Beagle y amenazaba con ser serio;
podría llegar a desembocar en una cuestión bélica. Tal vez, los militares
necesitaban demostrar aquella dudosa gloria. Para peor, del otro lado de la
cordillera, también había un dictador lo cual configuraba un escenario
demasiado peligroso.
Y la cuestión fue que nos comenzaron a adoctrinar de alguna manera para
esa eventual circunstancia. Entre las disposiciones que determinaron, la más
curiosa o, cuanto menos, la que yo más recuerdo fueron los apagones. Se trataba
de que en las principales ciudades del país, en un día y a una hora determinada
de la noche, se apagaran todas las luces del alumbrado urbano, edificios
públicos, plazas y, claro, también los hogares. Esa era la parte que nos tocaba
a nosotros.
Se suponía que de esa manera lograríamos desorientar al enemigo que no
tendría puntos de referencias dónde atacar. No sé, eso lo imagino yo porque era
imposible descubrir lo que pasaba por la cabeza de esos estrategas. Esta
calificación va con marcada ironía, por supuesto.
Años después en Malvinas, lamentablemente, comprobaríamos que ese
oscurecimiento masivo de nada servía. Igual, la población debía acatar la orden
y así se hizo. En Rosario fueron dos o tres jornadas.
Dentro de la operatoria se incluía el nombramiento de un jefe de
manzana, quien debía recorrer, revisar y controlar el estricto cumplimiento de
la medida. En mi cuadra esta tarea recayó en José, un vecino que pecó de estar
sentado en la vereda frente a la puerta de su casa, algo muy normal por
aquellos tiempos, y fue el elegido.
En líneas generales por mi zona se cumplió el objetivo. En mi casa
bajamos las persianas, la luz de adelante permaneció sin encenderse, pero no
así las interiores. No hubo mayores incidentes ni problemas.
Finalmente alguna, pizca de coherencia surgió y alguien decidió acudir
al Vaticano para que hiciera de mediador en esta crisis. El novel papa Juan Pablo
II nombró a un simpático cardenal llamado Antonio Samoré, quien tras reunirse
reiteradamente con las autoridades de un lado y de otro, manejando una
diplomacia admirable logró que el conflicto no avanzara. Al menos, las armas
quedarían guardadas sin ser utilizadas.
En lo personal, ese período casi olvidado de la historia reciente
argentina me quedó muy grabado por un par de temas puntuales.
Por esos días, había conseguido ingresar a la empresa en la cual
permanecería trabajando durante cuarenta años.
Lo otro fue la inminente mudanza de mi familia a Granadero Baigorria.
Dejaba el barrio que me vio crecer durante quince años. Los amigos y los hábitos
cambiarían.
Fueron dos hitos importantes en mi vida y siempre tomé esos apagones u oscurecimientos como referencia cronológica, aunque no tuviesen nada que ver.
Es por eso por lo que saco el tema a la luz, valga el juego de palabras. Espero que también sirva para activar vuestras memorias y tal vez los estimule a contar pintorescas experiencias al respecto.
Cantamos los cuarenta
Mónica Mancini
Mis recuerdos más
lejanos sobre las elecciones datan del año mil novecientos sesenta y tres. Recuerdo
con claridad que con seis años caminaba de la mano de mi madre y pasamos por un
comité, cuando ya había ganado Arturo Illia y con entusiasmo me dediqué a
juntar los votos que ya no tenían ningún valor y andaban desparramados por las
veredas. De a poco, se fueron convirtiendo en barquitos, avioncitos y todas las
formas que una nena de esa edad podía construir con su imaginación.
Hubo una gran pausa
donde no tengo recuerdos claros de la forma en que viví las idas y venidas de
los gobiernos de facto y los democráticos. Aunque un hecho presente en mi
memoria es el “Rosariazo”. En mil novecientos sesenta y nueve, con solo trece
años fui testigo de sucesos que conmocionaron la ciudad, todo pareció
descontrolarse, se quemaron troles y se hicieron saqueos en los negocios.
Recuerdo con espanto observar cómo personas enceguecidas saqueaban el kiosco de
revistas de la estación de trenes Rosario Oeste, cómo entraban en los galpones
rompiendo obstáculos y llevándose todo lo que encontraban a su paso. También
pude ver la represión que sufrieron algunos y las consecuencias que les
trajeron semejantes acontecimientos.
Entre esos
trágicos hechos y 1983, pasaron muchísimas cosas. En lo personal ya me había
recibido de maestra, casado y había sido madre de dos niñas. Siendo observadora
de sucesos complejos, como el conflicto con Chile, la guerra de Malvinas y los
reveses de la economía. Vivir en un país en democracia era una gran ilusión,
más aún cuando empecé a conocer la figura de don Raúl, hombre que transmitía
tantas esperanzas de libertad con su famoso slogan “Con la democracia se come,
se cura y se educa”. Sonaban tan prometedora sus palabras, que no tuve ninguna
duda cuando aquel domingo treinta de octubre, con veintiocho años votaba por
primera vez. Con emoción, entré al cuarto oscuro y no solo puse un voto en el
sobre, allí deposité mis anhelos de vivir un futuro con la capacidad de elegir,
de perder el miedo y de manifestar mis ideas con espíritu crítico sin correr
riesgos.
Afortunadamente desde esa primera elección se sucedieron muchas otras, por cuarenta años pudimos elegir a quienes nos gobiernan. Me toco repetidas veces ser presidenta de mesa, donde participé activamente del proceso: preparar las urnas, pegar los padrones en la pared, acomodar los votos en las mesas, retener el documento, firmar los sobres, el posterior conteo y el envió del telegrama. Todo lo hice con mucha alegría y responsabilidad, agradeciendo que esos sucesos del pasado, sean del pasado y que aún con conflictos podamos ejercer el derecho del sufragio.
Haciendo un presuroso viaje en el tiempo, en este dos mil veintitrés, pasando los sesenta años, sigo yendo a votar con satisfacción. Lo hago regularmente con mi hermana, previo desayuno en un bar, aprontamos los DNI y entramos en la escuela que nos toca sabiendo qué vamos a elegir. Votamos manteniendo los mismos objetivos que expresó Alfonsín aquel veintinueve de octubre en el Monumento: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra prosperidad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Constituyendo
Hugo Longhi
El timbre del portero eléctrico sonó reiteradas veces, como era
costumbre en él. Yo ni siquiera respondía, sabía que solo era su señal de que
había pasado y dejado algo en el buzón del edificio. Pero ese mediodía de
viernes, poco antes de que saliera a trabajar, el repiqueteo sonoro fue más
intenso, digamos insistente, y por lo tanto atendí. La orden fue terminante:
“Bajá que hay una sorpresa para vos”.
Por aquel entonces, promediando la década de los 90, yo recibía
muchísima correspondencia de parte de radios internacionales y esa
cotidianeidad hizo que estableciera cierta confianza con el cartero.
El muchacho joven, de pelo largo teñido de rubio, me esperaba con un
papelito en la mano. ¿Esa sería la sorpresa? Lo primero que me preguntó fue si
tenía algo que hacer el domingo. Ante mi gesto de no comprender agregó que ese
papelito era una citación para formar parte de la mesa electoral en los
comicios que aquel día se iban a desarrollar.
Yo no lo podía creer, tenía que participar como segundo asistente de mesa,
recién me comunicaban con solo dos días de anticipación y sin ninguna
instrucción. Y, bueno, le firmé el acuse de recibo y subí los tres pisos de
escaleras mascullando bronca. No tenía donde quejarme ni como hacerlo. Dichos
comicios eran para designar convencionales constituyentes para el gran congreso
que se realizaría en Santa Fe con el objetivo de modificar y actualizar la
Constitución.
Esas cuarenta y ocho horas pasaron volando y el domingo, minutos antes
de las ocho me presenté en el lugar establecido. Ya había personas formando
fila para votar. El policía me recibió amablemente y hasta me pareció que sonreía
al verme. Me invitó a pasar. Allí, me encontré con un amplio salón con mesas
distribuidas en todo el perímetro del predio.
Yo no sabía para qué lado agarrar. Pasado ese instante de desorientación
me dispuse a buscar el número de mi mesa y allí quedé inmóvil dudando sobre qué
hacer. Cuando ya la desesperación me atrapaba fuerte, de la nada surgió una
chica bastante joven que, identificándose como fiscal del Partido Justicialista,
se ofreció a ayudarme. Fue como un maná caído del cielo. Pese a su juventud ya
tenía cierta experiencia en este tipo de actos.
Demás está decir que ni el presidente de mesa ni el primer asistente
habían aparecido por lo cual debí hacerme cargo de todo. Sí, de pronto era yo
el que comandaría el movimiento y control de los votantes. Lo primero que
hicimos fue pegar los padrones en la pared, armar las urnas, ordenar las
boletas en el cuarto oscuro y, claro, ser el primero en sufragar. No sea cosa
que por los nervios me olvidara de hacerlo.
Alrededor de las ocho treinta estuve en condiciones de comenzar a
recibir gente, muchos de los cuales ingresaron bastante molestos por la demora.
Poco a poco me fui tranquilizando al observar que todo se desarrollaba con
normalidad y a la vez gané confianza. Cada tanto la chica, que al verme tan
desamparado se había sentado junto a mí, se iba a recorrer otras mesas.
Habrán pasado unas dos horas de iniciada la cuestión cuando apareció un
gordito de barba y aspecto de mal dormido. Preguntó si esa era la mesa tal y
ante mi afirmación dijo que era el designado como primer asistente. Obvio, lo
invité, barra, obligué a que se sentara y se dispusiera a colaborar. Al principio
la relación fue tirante, porque pretendí mostrarme enojado por su impuntualidad,
pero al rato nos fuimos acomodando. Poseía un extraño sentido del humor que me
hacía reír. Junto a la chica formamos un mini equipo que funcionó.
Así, fue transcurriendo la jornada. Pasaron algunas caras conocidas entre
los que recuerdo al periodista Evaristo Monti y un directivo de la compañía donde
trabajaba que, porfiadamente, pretendía votar con un documento viejo. Por una
vez, me di el gusto, de darle órdenes y que las acatara. Los últimos en llegar,
casi ya al cierre del acto, fueron una familia de japoneses, un padre con sus
hijos varones. Esos marcados ojitos rasgados nos hicieron adivinar a la
distancia que ellos eran los que faltaban para completar el padrón.
Por tratarse de una elección atípica, insisto se elegían solo congresales constituyentes, el recuento de votos fue bastante rápido y estimo que una hora después ya había completado la tarea. En definitiva la bronca previa y la angustia inicial se transformaron en satisfacción por el deber cumplido. Y encima con una actividad novedosa. Así es, puedo afirmar que mi firma, impensadamente, figura en muchos DNI de rosarinos, seguramente ya sin uso.
Volví a casa caminando tranquilo en ese atardecer de abril de 1994. La única duda que me quedó fue saber quién sería el verdadero jefe de mesa que, por cierto, jamás apareció.
Democracia. Crónica de una sobreviviente
María Cristina Piñol
Cuarenta años
ininterrumpidos de democracia en Argentina. Lo que debería ser indiscutible y
cotidiano como lo define la Constitución Nacional en este hermoso y tragicómico
país parecer ser excepcional y, por ende, para algunos es digno de ser
festejado.
Nos cuenta la
historia que en el año 1912, bajo la presidencia de Roque Sáenz Peña, se
promulga la ley por la cual el voto se torna secreto y obligatorio para todos
los ciudadanos en todo el territorio nacional ya que hasta ese entonces se usaba
el método de “voto cantado”, que provocaba fuertísimas presiones en los
votantes y muchos no asistían a los comicios. Si bien no se prohibía el “voto
femenino”, para confeccionar el padrón electoral, dado que otro medio de
identificación no existía, se utilizaba el “padrón militar” y por eso solo
votaban hombres. Desde el mismo momento que se sanciona la Ley Sáenz Peña, un
grupo de mujeres entre las que se destacaban Alicia Moreau y Julieta Lanteri, comenzaron
su lucha por la incorporación del voto femenino a la ley vigente. Fue una lucha
denodada y constante y recién en 1947 durante el gobierno del presidente Perón
y con impulso de su esposa Eva Duarte, logra materializarse después de treinta
y cinco años. La mujer pudo votar por primera vez en 1951.
Desde aquel año
1912 se cuentan en mi país seis golpes de Estado concretados, en 1930, 1943,
1955, 1962,1966 y 1976.
Imposible para mi recordar el golpe de 1955,
solo tenía dos años, pero sí tengo imágenes, conversaciones, discusiones y
hasta el ruido ensordecedor helicópteros y aviones pasando bajo sobre la ciudad
durante el golpe cívico militar, que derrocó en 1962 al Presidente Arturo
Frondizi, quien fuera inmediatamente trasladado a la isla Martín García en
carácter de detenido. Su vicepresidente, José María Guido, lo sucedió en el
cargo en un nombramiento contaminado de irregularidades y gobernó algo menos de
dos años. Azules y Colorados, ambas fracciones antagónicas del Ejército,
protagonizaron durante el mandato de Guido enfrentamientos armados entre sí con
saldo de varios muertos y heridos.
Una “joyita” el
inicio de los 60 y, como siempre, nosotros, el puro pueblo, en el medio.
Mediados de 1963 se
vuelve a las urnas y resulta electo el doctor Arturo Humberto Illia. Todavía el
Partido Justicialista estaba proscripto. Mis recuerdos de esa época solo se
asientan en conversaciones familiares, en discusiones entre mi abuelo Pedro y
mi tío, y en la imagen de una gran tortuga con la cara del presidente en la revista
“Primera Plana”. ¿Bizarro no?
Y llegó nuevamente
el helicóptero el 28 de junio de 1966, otro golpe de Estado y van…? Pero de este
y los sucesivos ya me acuerdo. Cursaba primer año de secundaria en la Escuela, que
aún funcionaba en la Facultad de Ciencias Económicas. Nos llega al aula la
orden de desalojar el establecimiento, pero no nos dicen la causa. Salíamos en
fila y al llegar al hall de ingreso vemos en la escalinata de acceso soldados
montados a caballo “escoltándonos” hasta la vereda. Ya del vamos pintaba feo.
Desde que nací 13 años atrás llevaba más gobiernos dictatoriales que
democráticos.
A partir de ese
año los recuerdos son más vívidos y fueron tantos los momentos de quiebre y
zozobra que cuesta enumerarlos. Intrigas, “asociaciones delictivas” y asesinatos
a sangre fría como el del sindicalista Vandor, auguraban el inicio de tiempos
aún más turbulentos. En 1970 es asesinado también Pedro Eugenio Aramburu por la
agrupación Montoneros, quienes no dudaron en adjudicarse su secuestro,
“juzgamiento”, torturas y posterior asesinato y hasta creo que fue filmado.
Transcurrí todo el
secundario en dictadura y llegó la etapa de la facultad en 1971, con un
ambiente nacional enrarecido. Avistando su fin, el presidente de facto Lanusse
convoca a los partidos políticos, propone el llamado Gran Acuerdo Nacional al
que no adhirió nadie y, entonces, propone las elecciones libres y sin
proscripción partidaria alguna, pero con ciertas consignas que fueron aceptadas
para 1973, año en el que voté por primera vez.
Gana el “Frente
Justicialista para la Liberación”, con su candidato Héctor Cámpora y la
consigna “Cámpora al gobierno Perón al poder”. Para ese entonces, ERP y
Montoneros ya captaban la atención de propios y extraños, pero aún faltaba algo,
la Triple A, Alianza Anticomunista Argentina. Nadie la nombra ya pero existió y
fue brutal.
Y siguen mis
recuerdos, el regreso de Perón a la Argentina y la “Masacre de Ezeiza”, con trece
muertos declarados y una cantidad de heridos que se desconoce.
En el mes de
septiembre de 1973 es asesinado/ajusticiado José Ignacio Rucci encontrándose en
su cuerpo treinta y tres impactos de balas.
A los cuarenta y
nueve días de haber asumido su mandato Cámpora renuncia y se convoca a nuevas
elecciones, las primeras sin proscripciones desde de 1955. Perón asume como presidente
vistiendo su traje militar (había sido reincorporado al Ejercito argentino) y
su esposa, María Estela Martínez, como vicepresidente el 12 de diciembre de
1973. También recuerdo aquel discurso en el que llamó “estúpidos e imberbes” a
los montoneros reunidos en la Plaza. Una figura crucial emerge entre las
sombras, José López Rega. Apodado “El brujo” por sus inclinaciones a las predicciones
esotéricas, se le atribuyó entre otras cosas la creación y operatividad de la Triple
A.
El 1º de julio de
1974 fallece el presidente Juan Perón, lo sucede María Estela Martínez, su
vice, quien es derrocada el 24 de marzo de 1976 y confinada en la residencia “El
Messidor”, de Villa la Angostura.
De ahí en más la
sucesión de hechos incalificables de parte de quienes conformaron los sucesivos
gobiernos de facto y que son por su proximidad temporal los que más recordamos
tuvieron su final aquel histórico 10 de diciembre de 1983, cuando después de
casi ocho años, de brutal dictadura asume el presidente electo Raúl Alfonsín.
Y con cambios de colores
políticos, resignaciones de mandatos antes de tiempo en pos de la continuidad
de la democracia, volvimos a votar. Y siguieron los dos períodos de despilfarros
del presidente Menem y su “Rosadita”. Volvimos a las urnas, esta vez Fernando
De La Rúa asume como presidente, caos económico y social, cacerolazos, etcétera.
El presidente constitucional renuncia y le sigue la vergüenza mundial de
cambiar cinco presidentes sucesivamente en una semana.
No obstante los
argentinos seguimos creyendo en la democracia, aunque a veces no estemos de
acuerdo con el gobierno de turno, bancamos cada mandato esperando las próximas
elecciones. Es cierto, cuarenta años que nos gobiernan quienes elegimos en las
votaciones, para nosotros es un logro, aunque para nada signifique que todo
está bien.
Democracia es en su esencia el gobierno del pueblo y para el pueblo, con solo poner una boleta en la urna no termina nuestra responsabilidad.
Mi país es un país de “blanco” o “negro”, en él la extensa gama de grises no existe, y ¿saben qué? la gran mayoría de los argentinos vivimos, pensamos y sentimos dentro de los grises. Democracia, la Señora sobreviviente.
30 de octubre de 1983
Raquel Arroyo
“¿Mirá, no ves que
es igual a vos?”, le decía a mi padre, mientras le mostraba la portada del
diario, en la que se veían las caras de los candidatos a presidente y entre
ellos un sonriente Raúl Alfonsín.
—¡Dale, papi! ¿Qué
te cuesta? Votalo. Es igualito a vos. Mirá, tiene tu misma sonrisa, y los
bigotes y los ojos negros- insistía, mientras él se seguía afeitando frente al
espejo del baño, casi ignorándome como jamás lo había hecho.
—Se parece a mí,
pero no soy yo. Él es radical, y yo soy peronista. Soy peronista de la primera
hora. Peronista de la Resistencia. Dos días, dos días ¿entendés? Dos días
estuve haciendo cola para pasar un minuto frente al cajón de la Eva. Vos ni
siquiera habías nacido. Tu hermana tenía dos años.
Paró el relato
para enjuagarse la cara recién afeitada. El olor de la crema de afeitar invadió
el baño y el resto de la casa. Y se mezcló con el olor del estofado que llegaba
desde la cocina, donde mi madre ponía a orear los fideos caseros.
Y mi padre continuó:
“Debajo de la
lluvia esperamos, y hasta pasamos hambre con el tío y con los otros compañeros.
Nos habíamos ido casi sin un peso, viajamos gratis en el tren. Era fin de mes y
me quedaba poca plata del sueldo del ferrocarril, se la dejé a mamá y me fui
con apenas unas monedas. Pero no me importó nada, y me fui...”. Lo decía con
nostalgia y mientras se secaba la cara en este octubre del 83, creo que su
mente viajaba a aquel julio del 52.
—Tenía que
despedir a la Eva...- continuó con nostalgia.
—Bueno, papi, pero
Perón y Evita están muertos, y esto es otra cosa. Son aires nuevos. Vos sabés
que el peronismo ya no es lo que era.¿ A vos te convence Lúder? Ya sé que no,
papi. No te gusta este peronismo. Te vi enojado y decepcionado cuando Herminio
Iglesias quemó el cajón.
—Hay cosas que no
me gustan. Pero sigo siendo peronista. Y no voy a votar a un radical. ¡No sé de
dónde me saliste vos radical!- me dijo mientras se iluminaba con esa sonrisa
franca y me daba un abrazo de esos que acomodan los huesos.
—Papi, yo no soy
radical, ni peronista, no sé qué soy. Solo creo en ese hombre, más allá de los
partidos. Creo que es un buen hombre.
—Yo también creo
que es un buen hombre. Pero Illia También era un buen hombre y viste lo que
pasó con él...- había un dejo de tristeza en su voz.
—Pero ahora es
distinto, venimos de siete años de dictadura, nunca más va a haber un golpe de
Estado, nunca más.
Yo tenía veinticinco años. Iba a votar por
primera vez. Como a tantos jóvenes Alfonsín nos había seducido con su oratoria,
su energía y esa hombría de bien que transmitía a través de su mirada serena y
bonachona. Cuando al final de sus discursos recitaba el preámbulo de la
Constitución, la piel se erizaba y los ojos se llenaban de lágrimas. Toda la
esperanza de los jóvenes estaba puesta en ese hombre de ojos oscuros y palabra
clara. Igual a mi padre y sabía que, igual que él, jamás me iba a decepcionar.
Ya estábamos
preparados para ir a votar. Papá se peinaba con la Lord Cheseline y me daba las
últimas indicaciones.
—Hay que cortar
boleta. Bah, vos hacés lo que quieras, pero a Néstor hay que votarlo.
—Claro, papi.
¿Como no lo vamos a votar a Néstor? ¿Aunque sea del PI, no?- le dije con un
guiño.
—Es buena gente,
más allá del partido- lo expresó con un aire de orgullo por su sobrino tan
querido.
—Como Alfonsín,
buena gente, más allá del partido.
Me regaló una sonrisa amplia, había entendido
mi chicana.
—Hay que votar
también a tu amigo Ángel para concejal.
—Pero claro que
sí. Buena gente también mi amigo peronista. Si habremos compartido aquellos meetings
clandestinos en aquel taller de Tablada, cuando el peronismo estaba proscripto-
otra vez la nostalgia, otra vez el peronismo. Sabía que iba a ser imposible
hacerle cambiar de idea.
Eran casi las doce del mediodía. Había una
marcha incesante de gente que pasaba por la puerta de mi casa, hacia la escuela
donde se votaba. Todos querían ir antes del almuerzo del domingo. Estaban
ansiosos por elegir a su presidente. Después vendría el asado o los fideos. Era
un día de fiesta. Fuera cual fuera el resultado iba a ser mejor de lo que
tuvimos durante los últimos siete años. Yo estaba muy nerviosa. Trataba de
recordar alguna clase de Educación Cívica en la que habíamos hecho un simulacro
de elecciones. Pero había pasado mucho tiempo. Mi vida había transcurrido más
durante dictaduras que en gobiernos democráticos. Por lo tanto, poco sabía. Y
para colmo iba a tener que cortar boletas, elegir candidatos de distintos partidos.
No sabía si eso estaba bien o mal. Pero estaba eligiendo al “hombre” y no al
partido. Cuando volviéramos mi papá y yo, iría mi mamá. Ella iba a votar a
Alfonsín, a Néstor y a Ángel. Mientras tanto, se quedaría organizando el
almuerzo y cuidando mis chicos.
“No se olviden los
documentos y arriba de la mesa del comedor les dejé dos tijeritas para que
corten las boletas”, nos gritó mamá desde el patio, tan previsora como siempre.
Salimos orgullosos con la tijerita en el
bolsillo y el documento en la mano. Mi papá tenía una libreta de enrolamiento,
grande como una libreta de almacenero, forrada en cuero. En las primeras hojas
tenía los símbolos patrios y la letra del Himno Nacional. La foto me mostraba a
un joven sin bigotes, de traje, con una cinta de luto en el brazo; seguramente
era por la tía Julia, que había muerto tan joven. Mientras caminábamos me
mostraba los casilleros donde constaba su emisión de voto en elecciones
anteriores y había una anécdota para cada ocasión. Nos separamos en la esquina.
Él se dirigió a la escuela donde votaban los varones y yo a la de mujeres.
Mientras hacía la cola el corazón me latía muy
fuerte. Entré en el cuarto oscuro, saqué la tijerita y empecé a mirar las
boletas. Reconocer, recortar, poner en el sobre. Hacerlo prolijamente, no vaya
a ser que me invalidaran el voto. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la
puerta del salón, me volvieron a la realidad. “¿Está todo bien? Hace mucho
tiempo que estás adentro”. La voz de la presidenta de mesa me devolvía a la
situación. Salí avergonzada. Todos me miraban. Puse el sobre en la urna y salí
presuntuosa con mi documento en la mano. ¿Y la tijerita? Me la había olvidado
en el cuarto oscuro. Bueno, la vergüenza no me permitía volver, después de todo
a alguien le iba a servir.
En la esquina me encontré con mi papá, nos
abrazamos sin decir palabra. Votó el resto de la familia, almorzamos, y a la
tarde festejamos el cumpleaños de mi hermana. Llegada la noche la televisión
nos contaba que Alfonsín había ganado. Toda la familia lo había votado. Menos
mi padre... Creo... Lo vi sonreír cuando el presidente electo agradecía al
pueblo por la victoria. Era una sonrisa de satisfacción. Los ojos le brillaban.
Ese hombre de la tele y el que estaba sentado al lado mío eran iguales,
solo que uno era radical y el otro peronista. Me acerqué al peronista y le dije
al oído:
—¿Papi, lo votaste?
—No... Además el voto es secreto- me dijo.