Susana Dal Pastro
Mientras lavo muy
bien las papas aparecen las narices arrugadas de siempre diciendo: “¿Eso vas a
comer otra vez? Hum, ¿cómo te puede gustar esa comida?” No entienden que se
trata de un alimento completo de sabor, de tradición y de entrañable compañía.
Cada vez que preparo mi plato del alma siento acercarse a la mesa los seres
queridos de mi niñez.
Las papas con su
cáscara ya están hervidas; las dejo enfriar apenas, las pelo y las piso.
En los años
cincuenta no hacía falta esperar el 29 de cada mes para comer ñoquis; cualquier
día venía bien para reunirnos. Y juntos volver a escuchar las historias del
lejano y añorado pueblo italiano de donde había venido la parentela.
Listo y
salpimentado el puré; un puñado de harina, un huevo; mezclo y estiro la masa.
Los relatos abarcan una amplia distancia de
tiempo; los nonos paternos nacieron alrededor de 1878; se casaron a los veinte
años de edad y tuvieron los hijos en los comienzos del 1900. Mi tío y mi papá
estudiaban en escuelas de arte e industria cuando estalló la Gran Guerra. Para
ese entonces el nono ya no estaba.
¡Ay! Me cuesta dar
forma a los ñoquis. Pensar que la nona los hacía tan fácilmente.
Entre 1927 y 1928 mi
papá y mi tío llegaron a Rosario con una valija de sueños y apenas lo puesto; ahí,
bajo un cielo diáfano, estaban el río y la pujante ciudad prometiendo gratificar
esfuerzos. Pronto, junto a otros paisanos lograron sentirse parte de estos
lares. Los hermanos trabajaron y ahorraron para traer con ellos a la nona y a su
sobrina casi hija, Elena.
Mi papá se casó con la María, mi madre; el
tío, con la prima Elena que, tras varios años sin verse, lo había deslumbrado.
Ahora, había dos familias más establecidas en la turbulenta República de la
Sexta. El barrio de entonces era un gran espacio de casas bajas, vivero, clubes,
cines, heladerías, depósitos de maderas, industrias, talleres, fábricas. La fábrica
de conservas de nuestros vecinos le daba un ritmo colorido a la zona cuando, a
media mañana, las trabajadoras de delantal, cofia y botas iban a buscar bizcochos
y facturas a la panadería.
Se destacaban los
campanarios de las iglesias, instituciones como el Hospicio de Huérfanos,
Instituto “El Buen Pastor”; hospitales y ferrocarril, completaban la geografía.
Los pobladores de distintos orígenes eran todos sencillos y solidarios.
Los chicos
teníamos varias escuelas cerca para asistir; jugábamos en la calle o en la
plaza y también nos hamacábamos en las palmeras del bulevar. Bajo la mirada
atenta de los vecinos andábamos por las veredas en bici, en Ferrari de
lata o en sulkyciclo.
Todos los años aplaudíamos
a nuestros hermanos, primos y amigos en los esperados conciertos de piano que
organizaba Rosa en su gran casa de balcones abiertos para que todos pudieran
oír y disfrutar del evento. Las madres sonreían emocionadas ante el talento de
sus hijos.
Crecíamos sanos y
contentos de tanto que teníamos.
Desde aquel
entonces mantenemos todos los vínculos heredados. La ciudad, reconocida hija de
su propio esfuerzo, sigue siendo abierta, cálida, hospitalaria.
Una vez, un
viajero me dijo que Rosario es linda porque tiene nombre de mujer.
Hoy, 2024, la
Sexta es la Cuarta que crece a lo alto y a lo ancho. Van surgiendo atractivos
edificios en todas las cuadras. Nosotros no nos movimos de acá. Nuestro árbol
tiene brotes nuevos; ahora cuidamos y paseamos nietos, y mi prima ya es
bisabuela.
A lo largo del
tiempo tuvimos grandes momentos y no tan grandes. Alegrías y tristezas,
resignación y esperanza; siempre esperanza.
Los ñoquis ya
están cocidos; los baño con un poco de manteca derretida; rocío con canela
mezclada con un “fitin de zucchero” y listo.
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