Oscar Bedetti
Sí, había que estar bien
descansados, porque temprano en la tarde estaba la ida al cementerio.
Mis épocas de niño, cuando
concurrir el 1° y 2 de noviembre era tan sagrado y obligatorio como nada en el
mundo.
Sí, llegábamos en familia
(así debía ser) munidos de grandes ramos de flores y dispuestos a encontrarnos
con todo el pueblo, que allí se daba cita.
En esos días en mi casa
estaba prohibido escuchar música y las radios solo emitían sacra o de cámara.
De resultas que el
cementerio era una fiesta, de guardar, literalmente hablando.
Don Carena, cuidador, y su
esposa, lo habían dejado reluciente.
Todo el mundo estaba allí.
Y en las afueras, tras los muros, estaban instalados kioscos de comestibles,
despacho de bebidas, venta de helados y de flores. Comprendía todo un sector,
que para un niño era la algarabía total.
Pero mi madre nos llevaba a
recorrer pariente por pariente fallecido, a rezar un rosario en cada lugar
(Dios mío, qué largos) siempre a cargo de las rezadoras, que así se ofrecían en
todo el día.
Y hacer sociales, vía ropa
nueva, sombreros, chismes, cosechas, la lluvia que no llegaba, los hijos, etcétera,
encontrar gente siempre dispuesta a hablar y también a rezar.
Cuando uno podía zafar de
los mayores, era cuestión de recorrer y mandarse afuera, ya que los primeros
helados o la bebida cola esperaban con tantas ansias.
Horas de visitas a un lugar
poblado de miles de flores y mucha gente.
En la semana anterior se debía
llegar a arreglar, pintar, limpiar, para que el lugar de cada quien luciera con
sus mejores galas.
Y solo cuando el sol
comenzaba a declinar en el horizonte, recién allí, los mayores decidían el
regreso.
Sí, días de recuerdos, del
pasado, de las personas queridas que ya no estaban con nosotros, pero también días
en los que la gran masa popular se volcaba con alma y vida a recordar, sí, pero
con carácter de fiesta.
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