Susana Dal Pastro
El
ritmo de vida moderno nos lleva al apuro, a no tener tiempo de compartir un
rato, a escucharnos por mensajes a la máxima velocidad. Por eso, el mejor
regalo de cumpleaños sigue siendo la compañía de los que nos quieren y
queremos.
Mi
hermano cumplía años en junio, cuando el mes era realmente frío. Había que
pensar entonces en una celebración cálida en familia y con los amigos más
íntimos. El menú era siempre el mismo: caracoles con salsa un poquito más que
picante, el plato preferido de mi hermano. Cuando digo esto, algunos ceños se
fruncen. “Porque nunca los probaron”, digo.
Los
preparativos empezaban unos días antes purgando los caracoles con harina de
maíz; hoy los venden ya listos; los cocineros ganan tiempo y los chicos pierden
la oportunidad de dejar escapar algún caracol del recipiente que los contiene.
Y si no fuera por la prueba brillante y ascendente que estos bichos dejan en
las paredes, nadie descubriría la travesura.
Llega
el día esperado. La mesa está lista. Todos de pie; no cabemos sentados y es
mejor así, porque avanzamos en ronda sin descuidar el plato y solos nos servimos
la soda, el agua, el vino, el pan. La casa es un bullicio alegre. El calor y el
sabor vuelven rojas las mejillas.
A
la hora de apagar las velitas, mi hermano se pone serio y le brillan los ojos; ya
sé por qué le pasa esto; me lo tuvieron que explicar y ahora que eran dieciocho
las velitas, con más razón.
“Porque
extraña a tu papá”, me dijeron. Y lloré yo también.
Los abrazos y los besos siguen al musical “que los cumplas feliz”; las palabras y los abrazos van tranquilizando al cumpleañero y la tristeza se vuelve sonrisa y la sonrisa expresa un gracias por seguir reuniéndonos.
Así pasaron mucho junio de cumpleaños en casa. Y siguen pasando en el corazón de los que todavía contamos esta historia.
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