Daniel O. Jobbel
A mi madre
En
un momento determinado, con un silencio casi solemne en la casa, mi abuela
decía como si se tratara de la cosa más natural: “Ya otra vez la costurera”. Yo,
un pequeño de ocho o diez años, aproximaba la oreja a la vieja pared que ella
había señalado y, ahí, oía, juro que lo oía, el ruido inconfundible de una
máquina de coser, de las de pedal, y también, de vez en cuando, otro sonido
característico, arrastrando, de ir frenando, cuando la costurera pone la mano
derecha en la rueda de esa “Singer”, para detener el movimiento de la aguja.
Los oía en ese Rosario, que aún no era bullicioso como ahora. Esos años sesenta
de grandes cambios en este país. Ideales bien marcados. Duros para cualquier
familia.
La
abuela Dominga le volvía a decir a doña Rosa, una españolita amiga y vecina: “Ahí
está la costurera, pobre, nunca para esa chica, vuelve del taller y otra vez se
pone a coser”.
Lo
recuerdo estando, durante horas, sentado a la mesa de la cocina, en casa de mis
abuelos en barrio Parque, mientras copiaba los dibujos de diarios, revistas, como
“Intervalo”, el viejo “Billiken” y libros como el “Manual Santafesino”. Un
modo, quizás, larvado, inconsciente, de responder al llamado de eso que
permanecía secreto y cercano.
Entre
novelas de la tarde y noche en la tevé, los ruidos que salían del gris inocente
de la pared eran siempre los mismos. Detrás, un cuartucho desataba la
intriga. Vestidos comunes y también de novia, blusas hilvanadas, camisas, algún
que otro calzón, ejércitos mudos de alfileres, botones, hilos, algún dedal, una
tijera, centímetro, lentejuelas para algún trajecito de carnaval, pasaban por
esas laboriosas manos y su máquina.
La
explicación que merece, que luego se me dio, fabulosa, como no poder dejar de
serlo, era que aquello que se oía claro, bien claro a mis oídos, era la
consecuencia de un marcado destino de esa costurera para hacerse de unos
pesitos y que no paraba un domingo, incluso, y que, por esa grave falta, fuese
condenada por coser ropa a máquina durante la eternidad dentro de las paredes
de una casa (Agrego, sin pena, sobre la identidad de los jueces no quedó
nada registrado). Sin embargo, se sabía quiénes. Pero en el final de obra, ella
sentía satisfacción por lo hecho, que se le notaba en sus ojos, cansancio
extra, de ojeras que valían la pena.
Esa
manía de castigar sin dolor ni piedad a cualquier individuo que necesitara
trabajar en domingo a veces era invisible.
No
sé qué diablos habrá sucedido luego de ese pasado remoto en el mundo cuando,
antes de que el hombre pisara la Luna, y esa costurera con una simple máquina
de coser, mudó a su nuevo hogar, otro barrio, otras lenguas, otros oídos, otros
vecinos en Las Delicias.
En
esa nostalgia intrusa que guarda la memoria, me lleva a pensar, otra vez, qué
habrá acontecido para que ella hace un tiempo haya desaparecido; porque con
sesenta y seis años, ya no la escucho. No la oigo, ni me encuentro con quién me
hable de la costurera. Solo ella, “mi madre”, la que batía con sus pies los
pedales de esa vieja máquina de coser, sus manos gastadas y su cadera dolida,
es la inocente culpable de esta historia. Tal vez fuera conmutada la pena.
Quizás con esa luna clara de los sesenta y pico como queso gruyere, esa misma
luna de hoy que todavía le da luz.
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