Ada Serio
Mi dormitorio en
el campo de los abuelos paternos era compartido en algunos fines de semana con
otros primos y su dueña permanente: la bisabuela Cerafina Dastiture Lassalla de
Serio, que llegó a la Argentina a los 15 años, en el Humberto I° en enero de
1884, mamma de mi abuelo paterno, más conocida por el nombre de Nana. Vale
aclarar que desde el momento en el que llegó a este país se instaló en su casa de
donde solo salió para visitar a sus cuñadas en campos vecinos y… muy pocas
veces. Cuando a los 83 años fue llevada a una clínica de la avenida Suarez de
la ciudad de Chivilcoy fue por un accidente donde se quebró la cadera, pero permaneció
unas pocas horas. Fue a pedido de los médicos, quienes sostuvieron que moriría
de tristeza de dejarla internada. Pero ese episodio será tema de otro relato.
Volvamos al
dormitorio. Era muy amplio y espacioso, en él descansaban tres camas de plaza y
media con dos altísimos colchones de lana cada una; lana esquilada ahí mismo de
las propias ovejas, que cada tanto mi abuela sacaba, hacía cardar y reponía. También
estaba la cama matrimonial de Nana, que se distinguía por sus tallados en los
bordes del respaldar y la piecera. ¡Vaya uno a saber de qué ebanista italiano
era esa bella obra! Hacía juego con un ropero de tres puertas, que con sus
espejos nos vigilaba en silencio desde una esquina, y una inmensa cómoda cerca
de la entrada principal. Esta era una especie de ante baño donde se lucía una
muy elegante palangana con su jarra de loza inglesa ¿O porcelana? Había, además:
retratos, junto a los jabones, peines, cepillos y cremas que mi bisabuela
utilizaba a diario cuando se higienizaba y vestía por las mañanas. Junto a su cama
había una silla bajita donde muy altiva se lucia una bacinilla, con su muy
importante tapa que, de ser necesario, utilizaba por las noches. Aclaro que por
más frío que hiciera, ella misma en caso de haberla usado quitaba las trabas de
la puerta con pesados postigos, abría una de sus hojas y la sacaba a la
galería.
Lo más curioso y
divertido era espiarla por las mañanas, cuando comenzaba a acicalarse. Ya desde
que salía de la cama era toda una sorpresa. Yo creo que dormía con las enaguas blancas
con las que había estado el día anterior, no recuerdo haberla visto ponerse o
quitarse algo así como un camisón. Parada frente a la cómoda comenzaba por
quitarse el pañuelo blanco de la cabeza con el que había dormido, se desarmaba la
trenza enrollada del día anterior. ¡Verle el cabello era todo un atrevimiento! ¡A
pesar de sus años no estaban totalmente blancos! Luego de lavarse las manos y
brazos hasta el codo lo hacía con la cara y los dientes en la palangana, se
volvía a trenzar sus escasos cabellos largos, se hacía un pequeñísimo rodete, se
volvía a cubrir con su pañuelo blanco y para finalizar lo tapaba con un triángulo
a modo de turbante color negro. Negro como todas sus ropas ¡Salvo las enaguas
claro! Se vestía entonces con batón, delantal entero, delantal de cintura y de ser
necesario un abrigo. Todo esto para salir y comenzar su nuevo día sentada en la
galería abierta, con la mirada perdida como tratando de ver a su vieja Italia en
el horizonte.
Mi mayor picardía era hacerme la dormida y espiarla cuando se abría las enaguas para sentarse a orinar en la pelela, parecía una gallina empollando en este caso su bacinilla en el nido de la silla. Por mucho tiempo me pregunté por sus movimientos si usaría ropa interior. Después de su partida y abriendo baúles me enteré que usaba calzones hasta las rodillas, dos tubos unidos en la cintura por un cordel de seda y lleno de puntillas.
Nunca olvidaré las rutinas matinales de mi bisabuela, ni las travesuras que llevábamos a cabo con mis primos en ese dormitorio como de cuarenta y nueve o más metros cuadrados. ¡Era tan lindo saltar de cama en cama, jugar con las almohadas, hacer sombras chinescas a la luz de la lámpara! Sin que nos retaran. O disfrutar de las botellas de cerveza o hesperidina que al ser de cerámica mantenían el agua caliente a los pies de esas inmensas camas. Vivencias para agradecer ¿No?
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