Oscar Bedetti
Siendo un niño, de la mano
de mi padre, y junto a mi hermana, él nos llevaba muchos sábados a la tardecita
a esperar la llegada del enorme (y que me asustaba) tren que arribaba al pueblo
Chañar Ladeado en el cual vivía, desde la ciudad de Rosario.
Frente a la estación, en
una de las dos esquinas, se ubicaba un boliche típico de campo. El bar “La
Avenida”, que así se leía en un cartel con la publicidad de vermut Cinzano. Lo
regenteaba un cordobés, Agüero, de gran sonrisa, con un carácter especial.
Boliche al que muchas veces me cruzaba para comprar alguna gaseosa, mientras
esperaba la llegada del tren o, por qué, no caramelos blandos con sabor a
frutilla.
Y así oteaba en el
horizonte el diminuto punto negro que se iba agrandando a medida que la gran
máquina se acercaba cada vez más.
Y allí seguramente me
obligaba a ir al baño ubicado al final del largo andén, de puro curioso nomás,
y me parece percibir aquel olor tan penetrante, y luego observar el cartel con
el nombre del pueblo, y también ver el tanque proveedor, con una ancha y gastada
manguera del agua salvadora para las negras y vaporizadas máquinas.
Y recorrer la sala de
espera, con la venta de boletos para el siguiente pueblo, punto final del
recorrido de la formación; como también jugar con el molinete de entrada que
siempre, siempre, giraba de tan aceitado que lo mantenían.
Y, entonces, la mezcla del
humo y el sonido del ruido de las pesadas ruedas de la locomotora y ese silbato
tan particular. Y Renato, jefe de estación, que le entregaba un aro al pasar al
maquinista. Y Catera, comisionista, con sus bolsos, sus mil paquetes que tiraba
certeramente desde la primera ventanilla y que milagrosamente nada rompía.
La estación del ferrocarril
era un calco fiel de miles de otros pueblos y parajes. Construcción inglesa de
ladrillos a la vista, pisos de lajas enormes que brillaban por tantas pisadas
que gastaran su esmalte y, más allá, pedregullos que conducían a baños letrinas
con enorme olor de creolina echada a mansalva. Edificio alto, espacioso, con
cierto confort a todo lo inglés de la época. Era el punto obligado de la gente
que podía llegarse, ya que se ubicaba a dos lotes de la población.
Siempre recuerdo aquellos
días sin tiempo y mis idas en bicicleta, hasta esa estación y las amadas vías.
Con un bulevar, doble mano de tierra, poblado de árboles frondosos; y un
sendero central, con curva incluida, en que la velocidad daba lugar a mis
ansias de pequeño corredor. Pero siempre alguien estaba presente, amén de los
pasajeros que, en cantidad, arribaban.
Y cada tanto viajaba con mi
madre hasta la ciudad de Rosario y era entonces el placer infinito. Subir a
aquellos espaciosos vagones, buscar el mejor asiento, contar las estaciones,
sin preocuparme el polvo ni el humo de las negras máquinas. Y el regreso de un
más que singular viaje, y los taxis (que los había), pugnando por llevarnos al
pueblo (cuando mi padre no podía recogernos). Siempre recuerdo a aquellos
taxistas que esperaban con fervor transportar algún pasajero y que se ofrecían
para ello, sin olvidar aquel amigo Cholo Vinzia, del viejo auto negro, número
uno en lo suyo. Y el recuerdo hacia la galera del otro Cholo, Rossa, en
realidad la estanciera de aquel personaje que esperaba pasajeros que debían
dirigirse a Cafferata, al sur de mi localidad. Él era de allí, una excelente
persona a quien conocía bien ya que era cliente del taller de mi padre.
Al tren que venía desde el
lado de Rosario lo divisábamos, aquel buen punto negro en el horizonte, casi
desde la salida de Berabevú; en cambio, cuando lo hacía desde Río Cuarto, solo
se lo observaba a pocos kilómetros donde hoy la vía cruza la ruta provincial.
La estación era un lugar
social. Muchos se daban cita. Por las vías viajaban las emociones, las
alegrías, pero también lágrimas, retornos y promesas de volver cuando el tren partía.
Todo arribaba a la estación: la correspondencia, el comercio, la gente, las
historias. El tren con gente era una fiesta con olores, fantasías y, sobre
todo, sonidos.
Y aquellos trenes de humo
con las pesadas y ruidosas y negras máquinas, y aquellos trenes más rápidos
después de desaparecer las oscuras moles de humo. Primero aquellos silbatos
disfónicos y más luego el sonido de esa bocina tan particular. Era la visión
fugaz de ese otro mundo que existía más allá de los límites del pueblo. Y que
tanto significaba para los que siempre amamos el ferrocarril.
Los trenes iban y venían.
Río Cuarto, Rosario, Buenos Aires. Las cargas cubrían todos los caminos que
partían hacia los diferentes puertos. Y qué lindo que era todo ello. Cuánto
movimiento en aquellos inmensos galones en el terreno amplio que pertenecía al
ferrocarril del poblado y, seguramente, donado muchas décadas atrás por
aquellos señores pioneros de la pampa nuestra.
Y tantos lugares y pueblos
que nacieron con las estaciones de trenes y se olvidaron a través de las mismas
estaciones de trenes.
Y desde mis sueños
nocturnos, a veces sentía en la lejanía aquellos ruidos de esos convoyes que
cruzaban a cualquier hora en la vastedad de las sombras, cargueros en caminos
de la distancia. Y en el sueño ellos eran los portadores de ilusiones a otras
latitudes, otros puertos.
Yo no me olvido de aquella pequeña pero soberbia estación del ferrocarril de mi pueblo. Y aún está y por esas cosas de la vida, esta no la abandonó y los hombres la pintaron a nuevo y la llenaron de historia, mucho más de lo que fue.
Es mi recuerdo en blanco y negro de su ilimitado glorioso pasado.
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