Juan N. García
La
traducción al español de la nonna Gemma como “la abuela joya o gema” es
perfecta y refleja lo que realmente fue.
Era
lo más parecido a la autoridad y poder absoluto en una familia, concentrados en
una sola persona. Si no convencía con la palabra o el diálogo, levantaba la voz
o recurría a sus zuecos de madera. Estos eran su distintivo de personalidad,
estampa y altura. También volaban como misiles teledirigidos a quienes osaban
desoír sus órdenes o instrucciones en situaciones límites. Cuando impactaban en
los díscolos de la familia, volvían la paz y el orden. Conscientes que habíamos
traspasado las líneas de la tolerancia y la paciencia, lo aceptábamos. Quizás
lo hacíamos a sabiendas, porque después, las caricias y los abrazos eran más
fuertes.
Con
el nonno Giovanni (Juan), que era la paz, la bondad y la honestidad
personificadas, llegaron a Argentina en 1920 con su hija Rina. Pusieron un restaurante,
“Parma” (su ciudad italiana de origen) en la esquina de Rioja y Suipacha, en el
límite con Pichincha, famoso barrio de esa época en Rosario (la Chicago
Argentina) por ser un nido de mafiosos y prostíbulos.
La
nonna Gemma no solo mantenía el orden dentro del local, los zuecos
también persuadían a los parroquianos revoltosos, sino que enfrentó a muchos
malandras que recibían órdenes de Chicho Grande, Chicho Chico o Agata Galiffi,
que los amenazaban permanentemente para aportar dinero y ser “protegidos”.
También soportó las noches de insomnio con las “lloronas” en la puerta de su
casa. Si abrían, los asaltaban. Alguna vez le tiraron un muerto en el “leñero”
apoyado sobre el tapial de calle Suipacha. Ella combatió esa lacra hasta que
secuestraron a sus dos hijas argentinas, una mi madre Leonilda y la otra mi tía
Elsa.
El nonno tuvo que mediar con mucha
plata para rescatarlas. Eso colmó el vaso, las finanzas familiares y afectó su
salud.
Cuando
quedó viuda, décadas del 40 y 50, asumió el control total del hogar, se
terminaron las extorsiones y decidió diversificar sus ingresos.
Vendió
la llave del negocio, alquiló el local y en otro espacio aledaño, armó una
sodería, con una máquina de llenado a cargo de la tía Rina, siempre soltera,
según ella siempre señorita y quién la acompaño hasta sus últimos días.
A
la terraza del restaurante, muy amplia, que tenía dos habitaciones y un baño,
le decían el altillo. Lo alquiló a un sobrino italiano y a un japonés, ambos
refugiados de la segunda guerra mundial.
El
sobrino, Amílcar Cattani, terminó en el psiquiátrico de Suipacha y Santa Fe
(Hospital de Alienados, hoy “Agudo Ávila”). Las pesadillas por la invasión de
Abisinia (Etiopía) en 1935, ordenada por el Duce, lo trastornaron, quería
volver a las batallas y no creía que se había firmado la paz. Diagnosticado
como esquizofrénico paranoico, fue sometido a electroshocks semanales durante
varios años, encontrando la paz solo en la morgue del nosocomio.
Del
oriental recuerdo todo, especialmente su nombre: Taketaro Tamura.
Experto
en bonsáis e ikebanas, transformó el lugar en una selva de miniaturas
botánicas, ideal para mis soldaditos de plomo que siempre ganaban guerras
inventadas.
Él
se decía discípulo de Katsusaburo Miyamoto, famoso por salvar el Pino de San
Lorenzo y momificar a su esposa. Nunca le creí, porque su vida no se parecía en
nada a la del sabio. Le gustaban las fiestas, los bailes, visitar prostíbulos,
emborracharse, jugar a todo, acaso para olvidar horrores pasados. Cuando
contrajo sífilis, partió a Japón donde murió, quizás para reafirmar que
Rosario, en esa época, era gran exportador de enfermedades venéreas.
La
nonna un día dejó todo y la disfruté por mucho tiempo, no solo por estas
historias que me contaba y las vividas. Cómo olvidar sus comidas, especialmente
la polenta frita y los ñoquis caseros, las tardes en la Florida y los viajes en
tranvía por toda la ciudad o las idas al Laguito con su Montañita y el
zoológico, inolvidables. Siempre improvisaba salidas que sorprendían. Hasta las
idas a los cementerios provocaban curiosidad y expectativa; previa búsqueda
leyendo placas, siempre aparecía un familiar o conocido que tenía su anécdota.
Eso sí en La Piedad la mayoría compartía nichos o tierra; en cambio, en El
Salvador mausoleos o panteones; claro que en el final todos se igualaban.
Cuando
ella dejó de existir, algo empezó a faltar y el tiempo la hizo inolvidable
Hasta
acá, entre relatos y momentos propios, es un pequeño recuerdo de una época muy
difícil, especialmente para todos los inmigrantes que soñaban con estar mejor.
Quizás, no sea tan
diferente a la Rosario actual, fundamentalmente porque la inseguridad, los
delitos, la trama del hampa o crimen organizado, que asola nuestra ciudad,
tiene otras formas de atemorizar y otros fines económicos.
Ahora, su mercadería de cambio, la droga y sus derivaciones, solo los transformó en delincuentes de guantes blancos con sus bandas de manos sucias.
El objetivo es el mismo.
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