Juan N. García
¿Qué ocurre si los
recuerdos se mezclan, son verdaderos o incluyen hechos imaginarios, creados por
la mente para justificar su aparición?
Es difícil
precisar situaciones de un pasado no reciente.
Las fogatas de San
Pedro y San Pablo, los 29 de junio, en las décadas del 50 y primeros años de
los 60, eran un rito que aglutinaba a todos los vecinos del barrio. En mi caso,
la de San Juan, que se festejaba antes, el 23 de junio de cada año, era la más
esperada y preferida, significaba mi onomástico, muchas felicitaciones y los
esperados regalos, que en esa época era costumbre.
En los días
previos, los organizadores, la barra que asolaba el vecindario, jugando a la
pelota en la calle y no respetando la famosa siesta o divirtiéndose hasta altas
hora de la noche con escondidas, rango, rin raje, patear tachos de basura,
dejaba todas estas “atrocidades” urbanas, para planear los eventos.
Los preparativos
empezaban una semana antes de cada fecha. El acopio de ramas y troncos de
árboles incluía el corte de grandes tallos que a veces todavía estaban verdes y
con su savia en pleno movimiento. Ese líquido nutriente de minerales y
azúcares, en contacto con el fuego, provocaba el chisporroteo y colores, como
si fueran fuegos artificiales. Pero eran naturales.
Los organizadores
eran como la plana mayor de una unidad militar, decidían la táctica para llegar
al objetivo. Armaban tres grupos tipo comando. El uno dedicado a visitar casa
por casa y juntar todas las cosas que los vecinos querían quemar, destruir o
que desaparezcan, solo inflamables no peligrosos (muebles, ropa, maderas,
papeles, cartones). El dos, acopiaba todo en un sector de la cuadra, armando
una improvisada choza, cubierta de lona o plástico, por si llovía. El tercero,
el más codiciado, vigilaba, aún de noche, que nadie se llevara nada (la
mitología decía que había grupos de otros barrios que hacían sus fogatas sin mucho
esfuerzo, solo robando). El sorteo de los turnos para esas guardias, de varias
horas, era como entrar en un mundo de fantasías, verdaderas o inventadas. Los
grandes parecían gurúes, los más chicos escuchando y aprendiendo sobre temas
que quizás, en sus familias, no se tocaban.
El día del
festejo, el barrio se paralizaba después del mediodía y comenzaba la
construcción de la fogata, en el medio de la calle, que quedaba cortada. Sobre
el empedrado grueso de esa época, se apilaban los troncos más grandes en forma
de pirámide, se intercalaban y desde el centro hacia arriba, se apilaba todo lo
juntado para quemar.
Según las
creencias el fuego purificaba quemando lo viejo y malo.
Siempre se hacía
un muñeco de trapo, relleno de papel, paja, telas, lanas, etcétera, con tamaño
de persona y se ponía en la punta. Cuando ardía, quizás, algunos, pensaban en familiares,
vecinos, conocidos, políticos, que no contaban con su simpatía.
Antes de anochecer
se encendía la fogata. Durante un par de horas, todos los presentes iban y
venían en derredor, observando la misma, desde distintos ángulos y analizando o
elucubrando quién sabe qué historia.
Las brasas eran el
objetivo final, sin ellas no hubiesen existido las largas noches de papas,
batatas o camotes y cebollas asadas, cubiertas por las mismas entre el cordón y
el empedrado. Con el tiempo la oferta gastronómica derivó en suculentas
parrilladas, lechones, pollos, bichos varios, guisos y demás comidas en ollas
negras de hierro fundido. Cada uno bebía lo que quería, ahí se notaban las
diferencias económicas, no todos los vinos o aperitivos eran iguales y algunos
hacían “vaquitas” para compartir las bebidas. Todo terminaba de madrugada y el
único vestigio del evento, era Don José, el verdulero de cajón, que lógicamente
nunca ofreció para quemar. Siempre aparecía tirado junto a su elemento de
trabajo, en cualquier umbral y despertando de su borrachera la noche siguiente.
Uno de esos días, vinieron, la policía, el famoso “cuartito azul”, y los bomberos. Barrieron con todo y se llevaron a algunos mayores. Nunca más hubo fogatas ni fiestas similares.
Apareció el frio y gris pavimento y todo lo vivido se congeló en la memoria.
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