Hugo Longhi
Nunca la conocí; ella sí a mí. Nunca la vi; ella fue la primera en
mirarme. Tal vez se haya enamorado de mi inmediatamente; jamás me enteré.
Todo sucedió un caluroso sábado al mediodía, allá por octubre de 1958.
Hubo testigos, pero solo una persona intervino. Y fue clave, por cierto.
A partir de allí todo lo que contaré será a expensas de boca de otros. Y bueno,
a veces no hay otro remedio.
Este revoltijo de palabras pretende ser clarificado a partir de decir
que estoy hablando de mi nacimiento. La persona a la que refiero se llamaba
Marina y fue mi partera.
Sí, a pesar de que ya en aquellas épocas se había impuesto la
internación en sanatorios y/u hospitales públicos para atender a los
alumbramientos, en mi familia todavía primaba ese hábito de que los nuevos
integrantes vieran la luz por primera vez en su casa. O en la de sus abuelos,
como en mi caso. Mis dos hermanas, una mayor y la otra menor, corrieron la
misma aventura. Todos partos naturales y sin mayores consecuencias posteriores.
Pero esa tal Marina fue fundamental para que ahora esté trazando estas
líneas, dado que al nacer venía con el cordón umbilical enrollado al cuello, lo
cual obviamente dificultaba mi respiración. Mi abuela paterna, dueña de casa,
al ver la tremenda escena quiso intervenir, pero la profesional abruptamente la
detuvo. Fue ella, con guantes debidamente calzados y hábiles movimientos, la
que corrigió la situación.
Otro detalle que le cupo a Marina fue el de ser la primera que dio el
anuncio esperado. Fue algo así como “es un varón”. Las ecografías demorarían un
par de décadas en hacerse moneda corriente y, de esa forma, destruir esa
deliciosa expectativa por saber si la ropita a usar debería ser rosa o celeste.
Mucho más para agregar sobre la protagonista de esta historia no tengo.
Salvo algunas atenciones ulteriores, se desvinculó de mí, aunque no de mi
familia ya que, como dije, también atendería el nacimiento de mi hermana menor,
cuatro años y medio más tarde.
Marina era la esposa de nuestro médico de cabecera. Por decirlo de otra
manera, el que vivía en el barrio y acudíamos cada vez que era necesario. Por
si les interesa el barrio era Alberdi.
Creo que desde aquel inicial instante estoy en deuda con esta señora de la que jamás vi siquiera una foto. A lo mejor esta evocación salde una mínima parte.
Cierro con una apostilla. Este relato me surgió a partir del comentario de una compañera del curso que declaró haber sido –quizás no debería usar el tiempo pasado– partera. A ella y a todas la Marinas mi eterno homenaje y agradecimiento.
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