Raquel Arroyo
Lo más parecido que tuve a un hermano fue mi amigo Daniel. Vivía a dos
casas de la mía. Me gustaba su compañía, porque me gustaban los juegos de
varones. Las figuritas, las bolitas, los barriletes, el karting. Para mí, eso
era más interesante que jugar a la maestra o a la mamá. Mi amigo Daniel fue el
hermano que quise tener. Daniel, el pibe rubio, de dientes desparejos. El pibe
sin madre. El único pibe sin madre que yo conocía. Porque los chicos no pueden
no tener madre. ¿Quién los arropa por las noches si no tienen madre?
Mi amigo Daniel tenía un papá y una hermana mucho mayor que ya andaba
sola por la vida. Al padre parecía que lo hubiesen sacado de un cuento agreste;
analfabeto, hosco, brutal en el trato con su hijo. Yo nunca había visto a
alguien así. Alto, muy alto. Vestido con bombachas, faja y boina vasca. Las
alpargatas parecían desarmarse en sus pies. Era como si lo hubiesen sacado del
campo y trasplantado a la ciudad. Hablaba poco, pero cuando hablaba, su voz
grave parecía atravesar las paredes. Sus palabras eran órdenes. Jamás lo
escuché mantener un diálogo con su hijo. De su boca solo salía un “vaya a
barrer el patio” o un “póngale maíz a las gallinas”. Lo trataba de “usted”,
como queriendo mantener la distancia...
La casa de mi amigo Daniel era muy grande, bien hecha, con materiales
nobles. Ellos no tenían un mal pasar. Don Francisco trabajaba en una fábrica.
Pero vivían como si fueran pobres de toda pobreza. Mal vestidos, mal comidos.
Don Francisco nunca había tomado un colectivo, ni conocía el centro de la
ciudad. Creo que lo único que se comía en esa casa era puchero. Puchero, pan y
mate cocido. Esa era toda la variedad de alimentos. A Daniel le gustaba venir a
mi casa para comer masitas, frutas o golosinas. Aceptaba todo y comía
despacito, como si disfrutara de cada bocado. En verano nos sentábamos en el
patio, debajo de la parra y comíamos ciruelas mientras jugábamos a la payana.
Le gustaba comer lentamente las ciruelas y ganarme descaradamente el juego.
Hasta que sentía ese silbido que lo aterraba. Dejaba la ciruela mordida y salía
corriendo. Ese silbido... Esa era la forma en la que su padre lo llamaba. Así
es como se llama a un perro. Nunca lo llamó por su nombre.
Mi amigo Daniel era un año mayor que yo, pero estaba un grado más
abajo. Él tenía la costumbre de repetir grados. Íbamos juntos caminando a la
escuela. De su guardapolvo ya no quedaban ni vestigios de la blancura que
alguna vez había tenido. Pero su pelo rubio estaba siempre impecable, con la
raya al costado y engominado.
No era fácil ayudarlo con las tareas, pero aun así yo lo intentaba. Él
siempre prefería jugar, a lo que fuera. Sin juguetes. Nunca tuvo juguetes.
Excepto aquel camioncito que le regalaron mis padres y que extrañamente
desapareció a los pocos días. Fabricaba juguetes con lo que encontraba por ahí.
Y a mí eso era lo que más me gustaba. Cuando don Francisco estaba de buen humor
o, mejor dicho, de no tan mal humor, podíamos jugar en su casa. Mientras dormía
la siesta, mi amigo y yo invadíamos el galpón que estaba al fondo de la casa.
El ogro dormía y nosotros fabricábamos juguetes al mejor estilo de los
ayudantes de Santa. El galpón era un lugar muy sucio y desordenado, pero a la
vez era un espacio mágico. Herramientas de todo tipo; restos de chapones y
maderas; tornillos, arandelas, clavos. Yo aportaba el diseño y las ideas y
hacía el trabajo más liviano, mientras mi amigo, más fuerte y rudo, cortaba
chapas y maderas. Hasta que escuchábamos que don Francisco se había levantado y
ese era el momento de suspender la magia. Escondíamos nuestro proyecto en algún
rinconcito del galpón y nos íbamos corriendo al gallinero, disimulando la
incursión que habíamos hecho.
Cuando don Francisco salía de la casa nos veía a nosotros dos dándoles
de comer a las gallinas y juntando huevos en una canasta. Mientras tanto, atado
en el sitio más lejano del patio de tierra, estaba Capitán, un perro pointer
condenado a vivir con una cadena al cuello. Una lata de dulce de batata con
restos de comida maloliente y un balde con agua sucia lo acompañaban. El perro
me miraba con ojos sufridos, lloraba; parecía que me pedía caricias. Yo era la
única que lo acariciaba, a escondidas de don Francisco. Una vez me descubrió
mimándolo y el grito que pegó desde la puerta de la cocina me estremeció a tal
punto, que sentí que me orinaba. Yo pude controlarme, pero el Capitán no...
Salí corriendo a mi casa, con el tiempo justo llegué al baño y nunca le conté a
mi madre lo que había pasado.
Cada vez que podía, le daba un poquito de cariño al Capitán,
asegurándome previamente que el ogro no me veía. Según él no había que
acariciarlo, porque eso lo hacía un perro consentido que después no serviría
para la caza de liebres y perdices, que era su cruel pasatiempo.
La casa de mi amigo Daniel olía mal. Era un olor a querosene mezclado
con los vapores del puchero. Todo olía mal. Mi amigo olía mal. También su
padre, y el perro, y el galpón... Yo olía mal cuando volvía a mi casa; me lo
decía mi madre cuando me hacía ir directamente a la ducha.
Mi amigo nunca hablaba de la ausencia de su madre ni del maltrato de
su padre. Él estaba acostumbrado a esa vida. Creo que no registraba sus
carencias. Disfrutaba mucho de las comidas en mi casa y de las excursiones de
pesca con mi papá y conmigo. Le gustaba también ir a cazar ranas al charco de
atrás de la vía. Pero cuando lo llevábamos al parque de diversiones, mi amigo
Daniel entraba en una realidad paralela, un universo que iba más allá de lo que
él conocía e imaginaba. Yo lo veía mirar para arriba constantemente. No sé si
miraba el cielo buscando a su madre, tratando de que ella viera que era feliz.
Daniel nunca lloraba, ni se lamentaba.
Disfrutábamos de cada salida, de cada tarde compartida. Pasamos horas
eternas haciendo barriletes, con papel de diario y un engrudo oloroso. Mi padre
nos llevaba al campito de al lado de las vías a remontarlos, pero generalmente
eran un fracaso.
“Está empachado”, decretaba papá.
Y solucionaba el problema haciéndonos él mismo dos nuevos barriletes.
Que subían maravillosamente. Y otra vez mi amigo se quedaba fascinado mirando
al cielo y otra vez yo pensaba que estaba buscando la mirada de su madre.
Pero después de la felicidad venía la realidad. Volver a la casa,
volver al maltrato, volver a la privación, a la penuria, al desamor. Pero mi
amigo seguía soportando estoicamente todas sus necesidades. Sin quejas, sin
lágrimas, sin lamentos. Hasta aquella noche...
Aquella noche de invierno mientras cenábamos al calor de la estufa,
sentimos que golpeaban la puerta desesperadamente. Mi madre abrió y ahí estaba
mi amigo Daniel. Con una toalla impregnada en sangre apretada sobre su frente.
Estaba pálido, frío, a punto de desmayarse. Mi padre con mucho cuidado le sacó
la toalla empapada de la cara y vio un tajo que tenía sobre la ceja de donde
brotaba sangre como de un manantial. Lo lavó para ver bien la herida y decidió
que nada podía hacer él. Había que llevarlo con urgencia al hospital,
necesitaba una sutura. Mis padres le dijeron que había que avisar a don
Francisco. Y Daniel lloró, imploró que no lo llamen. Pensamos que había hecho
alguna picardía, que se había caído del limonero del fondo, adonde le gustaba
treparse. Pero no... Todas mis sospechas se hicieron realidad en una sola
frase: “Mi papá me pegó”.
Sin más preguntas, lo llevamos al hospital. Abrigado con un pullover
de mi padre, yo le sostenía la toalla limpia que le había dado mi madre, pero
rápidamente se volvía roja.
Sentados los dos en el asiento trasero rumbo al hospital, mi amigo me
confesó en voz muy baja que la quebradura del brazo que había tenido hacía unos
meses no era por caer del limonero. Tampoco había sido un resbalón lo que le
produjo aquel corte en el labio. Todos eran golpes de su padre. Lo admiré por
su valentía. Y se lo dije.
Al llegar al hospital nos pidió que no digamos nada que su papá lo
había lastimado. Tenía miedo que lo llevaran preso. Tenía miedo de perder a su
padre, así como un día había perdido a su madre.
Después de unos cuantos puntos de sutura, algunas inyecciones y de
pasar por la farmacia a comprar los medicamentos y una bolsa enorme de
caramelos de goma rosados, volvimos a casa. Esa noche le armamos un catre en el
comedor y Daniel durmió con nosotros. Su padre ni siquiera sabía adonde había
ido cuando salió corriendo de su casa; y tampoco le importó.
Al día siguiente mi papá fue a hablar con don Francisco. No sé qué le
dijo. Pero mi amigo se quedó varios días en mi casa. Comía rico, se bañaba
todos los días, tomaba su medicación, hacía las tareas. Era feliz.
Pero un día dijo que debía volver a su casa. Lo recuerdo sentado
frente a mi padre, prometiéndole que ante el menor maltrato iba a volver con
nosotros. Yo los miraba y me di cuenta que mi amigo había crecido en estos
días. Estaba más maduro, más serio. Su mirada había perdido esa ternura y
alegría que lo caracterizaba.
No fui más a jugar a su casa, pero él sí venía a la mía. Todas las
tardes tomábamos la leche con vainillas y hacíamos la tarea. Después se iba a
su casa. Creo que aquella noche que vino con su cara ensangrentada, mi amigo
creció, se hizo grande. Aquella noche reconoció por fin que era un niño
maltratado, que su padre no lo amaba y hasta creo, conociéndolo, que debe haber
culpado a su madre por haber muerto.
Mi amigo Daniel y yo crecimos, nos hicimos adolescentes. Tuvimos
novios, nos casamos, tuvimos hijos. Fue muy buen padre. Y aunque el derrotero
de la vida nos llevó por caminos diferentes siempre seguimos en contacto.
Mi amigo Daniel fue lo más parecido a un hermano que pude tener en la
vida.
Mi amigo Daniel, el pibe sin madre, el pibe maltratado.
Mi amigo Daniel murió hace unos años. Lamento no haberle dicho nunca que para mí fue el hermano que no tuve. De haberlo sabido, quizás se hubiese sentido menos solo.
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