Raquel Arroyo
Recordar a mi padre me produce inmediatamente una sonrisa en el alma. Todo, absolutamente todo lo vivido con él me es grato...
Recuerdo nuestras excursiones a la laguna que se
formaba atrás de la vía, para cazar ranas; o los días de pesca en el río o en
el arroyo Saladillo. Está clarísimo que a mi padre le hubiese gustado tener un
hijo varón y a falta de él, llevaba a su nena a esas actividades poco
femeninas, pero que tan felices nos hacían. Los dos solos, con esa complicidad
que nos unía cada vez que, volviendo de la jornada aventurera, limpiaba
cuidadosamente mis manos, mi cara y mi calzado, para que mi mamá no le
reprochara haber echado a perder la pulcritud de la niña.
Pero lo que más me gustaba eran los sábados de
cine continuado en el cine Heraldo seguidos por los infaltables panqueques con
dulce de leche y el remo. Repitiendo la porción hasta que dolía el estómago, lo
que, sumado a los caramelos de goma y el praliné del cine, terminaban en una
indigestión.
Mi viejo ferroviario... llevándome a la vieja
estación del Belgrano, para mostrarles con orgullo a sus compañeros como la
nena escribía en la antigua Remington, a pesar de su corta edad.
Mi viejo visitador médico... permitiéndome jugar
con las botellitas de remedios, enseñándome las palabras difíciles de los
componentes de cada uno y desafiándome a que lo dijera rápido y sin
equivocarme. Y entonces yo respondía: “¡Sulfametocipiridacina!”. Y él lanzaba
una carcajada de satisfacción que todavía resuena en mis oídos y en mi memoria.
Recuerdo los sábados a la tarde... Verlo
prepararse para ir a alentar a su amado Central Córdoba, cuando era local o
escuchando el partido tomando mate junto a la radio cuando jugaba de visitante.
El Charrúa fue su pasión. Sábado por medio, en el Gabino Sosa, él tocaba el
cielo con las manos y volvía a ser “el Negro” junto a los “muchachos” de
Tablada. Compartía tribuna con su entrañable amigo Ángel y llenaba de caramelos
a “El Gabi” que lo esperaba ansiosamente.
Recuerdos que despiertan mis sentidos... Huelo
Lord Cheseline. Veo el brillo de sus zapatos lustrados obsesivamente. Siento en
mis pies el calorcito de mis mocasines que él había calentado antes en la
hornalla de la cocina. Escucho su risa contagiosa y sus silbidos agudos. Vuelvo
a saborear las tostadas crujientes y el provolone a las brasas.
En mi adolescencia fue mi gran compañero, llevándome
a los bailes del Club Italiano o yendo a las reuniones de la escuela,
alardeando del promedio de su hija. Estaba tan orgulloso de “su” Raquelita. ¡Y
yo de MI papá! Me acuerdo de aquella vez que recibí la única amonestación de mi
vida, él la firmó en secreto y mi madre jamás se enteró. Una vez más nos unía
la cándida complicidad.
Sus nietas y nietos fueron su orgullo y su razón
de vida. La relación que tenían estaba fuera de todos los cánones. Tuve la
suerte de darle dos nietos varones y lograr que la vida lo reivindique. Y,
entonces, tuvo a quienes llevar a la cancha y contagiarles su pasión.
Tenía la
misma facilidad para entablar un diálogo tanto con un investigador científico
como con un indigente. Poseía el encanto de atrapar con su sonrisa permanente y
su calidez a todos los que lo conocían. Quien hablara una sola vez con él iba
quedar prendado para siempre. Siempre lo recordamos con mi hermana y mis hijos
como una de esas personas que dejan huellas, que no pasan por la vida solo por
el hecho de haber existido. Sus nietos hablan de él cada día de sus vidas y, de
esa manera, lograron que aquellos que no lo conocieron lo quieran y lo sientan
parte de sus vidas.
Mi padre,
peronista y charrúa. Mi padre, boxeador y ciclista. Mi padre, novio eterno de
mi madre. Mi padre, sobreprotector y abuelo cómplice. Mi padre, ético y moral,
perteneció a esa rara estirpe en extinción, que piensa que “no todos tenemos un
precio”.
Definitivamente, cuando nació mi viejo se
rompió el molde...
¡Lo quise
tanto! ¡Lo quiero tanto! Y sé que en esta vida nadie, pero nadie, me quiso como
él.
Ningún mal recuerdo perturba su memoria. Solo puedo reprocharle algo... que me haya dejado tan pronto. Porque a mis treinta y cinco, sufrí la orfandad como una niña. Me sentí sola, desprotegida. Con él se fue una parte de mi vida. Todo cambió...
Y sí... definitivamente tengo un “Electra” importante. Pero si quien lee esto, hubiese tenido la bendición de tener un padre como el mío, no estaría a salvo de padecer el complejo. Se los aseguro.
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